11

ARAVAN

A través de los tiempos

(Pasado y presente)

Aravan salió de la aurora y penetró en Mithgar en los primeros días de la Primera Era, dejando atrás la majestuosa gracia y belleza del antiguo Adonar para hallarse en un mundo nuevo, joven y salvaje. Al asomarse a él, se halló en un nebuloso valle circundado de onduladas colinas coronadas de verde hierba. No lo sorprendió la forma de aquel terreno, porque los cruces que había en medio estaban muy bien distribuidos. Pero, cuando menos lo esperaba, Aravan percibió un estruendo que se repetía constantemente, a intervalos regulares. Intrigado, el elfo volvió su caballo hacia aquel ruido y se encaminó al sur por entre las colinas cada vez menos altas. La senda elegida lo condujo hacia abajo por una suave ladera, desde donde el estruendo se oía más intenso. El viento le azotaba la cara, y en el aire flotaba un fuerte olor a sal. Finalmente, Aravan llegó a un prominente acantilado de blanca piedra caliza que caía a pico. Y, hasta allí donde alcanzaba su vista, se extendía una superficie azul… ¡El océano, el mar de Avagon, cuyas olas de un profundo color índigo lanzaban al sol de la mañana una espuma que semejaba formada por diamantes! A Aravan le cantó el corazón de entusiasmo, ante aquella maravilla. A sus ojos asomaron las lágrimas, y algo se acomodó entonces en su alma.

Pese a no haber estado nunca antes en el mundo medio, tuvo la sensación de haber llegado por fin a su hogar.

Enamorado del mar, el elfo se instaló en aquellas orillas y, durante más de un siglo, no deseó más que pasear por la arena y estudiar las mareas impulsadas por la luna y también en parte por el sol. Con frecuencia pasaba el día entero en el alto y calcáreo promontorio, fascinado por los matices y las sombras del cambiante mar: el oscuro azul, tirando a negro, de las aguas profundas; los tonos jade, turquesa, cristal y perla de las olas que, al romperse, formaban bucles casi translúcidos; el color zafiro del flujo y reflujo… Asimismo lo admiraba el movimiento de las aguas, lento y ondulante o furioso e imponente, salvaje o suave, con largas y rodantes olas o pequeñas y picadas, o bien lisas como un espejo, siempre diferentes, siempre iguales, variables en su constancia.

Transcurrió un siglo, y luego otro más. Por último, Aravan sintió la necesidad de conocer lo que había más allá del lejano horizonte. Embarcó como navegante con un capitán procedente de Arbalin, la isla que acababa de conseguir la independencia como un país de marinos comerciantes. Y, aunque el elfo no poseía cartas de los mares, estaba familiarizado —como todos los de su raza— con el movimiento de las estrellas y del sol y de la luna, por lo que el capitán lo contrató como piloto y le enseñó cuanto era preciso: cómo divisar bancos de arena y calcular las corrientes y su deriva; la manera de leer en las olas, a través de las corrientes oceánicas; el efecto de la resonancia de islas lejanas; cómo remar en un esquife remolcando un barco; salirse de tormentas a toda o a media vela; mantenerse a la capa con ayuda de un ancla flotante y, en general, cómo navegar según las condiciones de viento y mar; la rutina y las guardias de a bordo; la forma de comerciar y la carga y descarga de la preciosa mercancía.

Durante un siglo o dos, si no más, Aravan navegó por los océanos entre los mercaderes de Arbalin, aprendiendo su manera de actuar y familiarizándose bien con los puertos de su mundo entonces limitado: el mar de Avagon y las aguas costeras del océano de Weston, así como los de la ruta occidental a Átala.

Además, el elfo embarcó en un ballenero, pero una sola vez, ya que no soportaba la matanza de aquellos cetáceos, señores del mar.

Mientras se encontraba en Diel, un puerto septentrional de Jute, la ciudad fue asaltada por moradores de los fiordos, que después de la lucha huyeron de la población incendiada en sus rápidas naves de forma de dragón. Los arbalinianos se hicieron a la mar para darles caza, pero las embarcaciones de los guerreros del norte pronto los dejaron atrás.

A su pregunta, Aravan recibió la respuesta de que no existían naves más ligeras que aquellas, y de que los habitantes de los fiordos las conducían a costas muy lejanas, de países desconocidos por ellos. Cautivado por la rapidez de esos lobos de mar y por el atractivo de remotas tierras, el elfo se dirigió a aquel reino del norte para conocer sus costumbres y, sobre todo, recorrer nuevos mares con ellos. Después de cierta vacilación, el pueblo nórdico lo consideró merecedor de su confianza.

El mar Boreal y el océano del Norte eran sus dominios, y navegaron por esas aguas con Aravan, tanto para comerciar como para realizar sus incursiones y explorar lugares.

También viajaron hacia el oeste, a las entonces ignotas tierras existentes más allá del familiar mar azul. Islas de fuego y zonas de exuberante verdor surgieron ante ellos en sus largos, largos viajes. Descubrieron nuevas costas, y en ellas trataron con sus habitantes, unos hombres de habla extraña y exclusivistas además, pero no agresivos, para la adquisición de pieles. Las tripulaciones de los barcos en forma de dragón comentaron que Aravan negociaba también con otros: con gentes diminutas que cabalgaban sobre zorras por bosques de abedules a la luz de la luna. El elfo nunca dijo si eso era cierto o no, aunque llevaba colgada del cuello, con una correa, una rara piedra azul. Sólo explicó que era regalo de un oculto.

Fue en Fiordland, durante los largos y fríos inviernos, donde Aravan aprendió a construir barcos, empleando más o menos un siglo en ello. Una vez dominado ese arte, el elfo partió en un pequeño velero para recorrer las aguas costeras del oeste y del sur: descendió por el litoral de Jord, Gron y Rian para rodear después Leut, allá en el mar Boreal. Se detuvo en diversos puertos para estudiar el sistema de los carpinteros de ribera de cada ciudad y cada astillero. Se internó asimismo en aguas del océano de Weston para torcer luego hacia el sur, pasando por Thol y Jute y Wellen, y también por Gelen, Gothon y Vancha.

En todas esas partes procuró aprender todo lo concerniente a los barcos.

Al abandonar cada puerto dejaba atrás nuevos amigos y corazones anhelantes, porque se ganaba fácilmente las simpatías, sobre todo las de las damas, que veían en él a un varón distinto y exótico, lleno de misterio y emoción y peligro oculto. Desde luego, Aravan era esbelto, ágil y apuesto —incluso hermoso, para algunas mujeres—, de cabellos negros como el azabache, ojos de un profundo azul y altos pómulos. Alto hasta para un elfo, tenía además una voz argentina. Y sus largos dedos estaban hechos para acariciar, como muchas mujeres descubrieron insaciables. En ocasiones, sin embargo, Aravan se marchaba rápidamente, después de un beso y una palabra dulce, utilizando el mismo camino por el que había entrado, ya fuera una ventana o un balcón, para evitar hostiles enfrentamientos con maridos, hermanos u otros hombres. Sus conquistas fueron muchas, y pocos sus amores, pero ninguna de las damas implicadas en esos asuntos le reprochó nunca nada, y tales aventuras tampoco tuvieron consecuencias, ya que la unión entre seres humanos y elfos no da fruto.

También entre los hombres era popular Aravan, porque tomaba parte en sus francachelas y los ayudaba en cualquier trabajo. Igualmente practicaba el deporte y se divertía con ellos; no sólo en el campo con el arco y los perros, sino también recorriendo los callejones y las tabernas de las diferentes poblaciones.

Siempre llegaba el momento, no obstante, en que la inquietud vencía al elfo, que acababa por aprovechar la marea de cualquier madrugada para alejarse en su velero.

Gradualmente buscó climas más templados y fue bordeando las costas de Tugal y Haven y Jugo hasta regresar al mar de Avagon y a Arbalin. En los astilleros de la isla aprendió también cuanto pudo de los constructores de barcos. Habían transcurrido siglos enteros, quizá cinco o seis o más. ¿Quién podría decirlo? Porque nadie llevaba la cuenta del tiempo, y mucho menos un elfo, para quien eso no significaba nada.

Ayudado al fin por artesanos drimmen, Aravan inició la construcción de un barco propio, tarea en la que empleó todos los conocimientos reunidos. Eligió maderas insólitas, tales como teca, tejo, roble, alerce y ciprés, fresno y ébano, así como otras no vistas hasta entonces: maderas rojas, amarillas y blancas, negras y de ricos tonos marrones, y todas eran tratadas con los aceites más preciosos y raros. Poco a poco, el barco adquirió forma. Tuvo quilla, cuadernas, hiladas, cintas, cubiertas, camarotes… Los agujeros eran hechos con una barrena de plata, y todas las piezas de madera fueron engrasadas y bien aseguradas sin clavos ni tornillos, y el calafateado se llevó a cabo con una sustancia desconocida y nunca vuelta a ver. Unas aleaciones metálicas procedentes de las fraguas de los enanos fueron convertidas en cadenas y un ancla, y la misma aleación sirvió para hacer abrazaderas y otras partes de metal. Y… ¡oh!…, debajo de la línea de flotación, el casco estaba recubierto de una sorprendente pintura a la que se le había agregado plata de estrellas. Finísimos cabos de diversos gruesos formaban el aparejo, fáciles de manejar y, al mismo tiempo, de una resistencia increíble. Cuando todo estuvo montado, un experto comentó que ese barco duraría mil años, a lo que Aravan y sus carpinteros navales se echaron a reír meneando la cabeza, y un drimm dijo:

—¡Nada de eso, buen hombre! ¡No durará sólo diez siglos, sino mucho, mucho más!

Finalmente estuvo terminado el barco y a punto para ser botado. No tenía castillo de popa ni de proa, pero en cambio era largo, bajo y esbelto, capaz de grandes velocidades. Contaba con tres palos y grandes velas de seda, cuadradas y triangulares. En resumen, se trataba de una nave que surcaba los mares como ninguna otra lo había hecho jamás. Los hombres la llamaban Barco del Elfo, pero el nombre que recibió en su bautizo fue el de Eroean, palabra elfa cuyo significado es oscuro, pero que probablemente guarda relación con el viento.

Aravan tomó una mezclada tripulación de humanos y drimmen, aparte de dos o tres waerlings, y se hizo a la mar.

Se dice que recorrió todos los mares y llegó a conocerlos como nadie. Incluso hay quien afirma que navegó por el mundo entero, visitando exóticos y remotos países, en los que en ocasiones permaneció anclado durante años o, según algunos, siglos, explorando tierras, ya que él, como elfo, disponía de tiempo suficiente. No obstante, parece ser que también volvía con frecuencia a Arbalin para cambiar de tripulación, si era preciso. Y que traía consigo una carga original y maravillosa: collares de conchas, gemas desconocidas, rollos de seda y cosas por el estilo, aves singulares y otros animales raros, así como también algún forastero; frutas y semillas, judías y granos, especias y tés; jades, marfiles, opalescentes piedras preciosas, esmeraldas, plata y oro… Todo eso y mucho más llevaba el Eroean de los más distantes países a los insaciables mercados de Arbalin.

Además, el elfo poseía mapas y cartas marinas de todo el mundo, tanto de continentes como de islas, del oeste y del sur, del este y del norte, así como de todos los lugares intermedios, salvajes unos y civilizados otros, convertidos en naciones independientes. Nadie se explicaba cómo Aravan sabía mantenerse alejado del borde del mundo, pero lo cierto era que él seguía vivo y, de cuando en cuando, regresaba a puerto con su tripulación.

Una vez en casa, la dotación formada por marineros humanos, guerreros drimmen y exploradores waerlings explicaban aventuras que superaban los más audaces sueños: habían visto templos y tribus y horribles criaturas; opulentas ciudades, potentados cubiertos de joyas y mujeres —y otras hembras— de sorprendente belleza; oscuras selvas vírgenes, gélidos desiertos y montañas tan altas que desaparecían entre las nubes; ríos sin fin, mortales yermos e islas semejantes a alhajas en medio del mar; océanos y más océanos, bullentes y helados, con espantosos monstruos en ellos; cosas encantadoras y maravillosas; seres extraños; solitarias ciudades habitadas por fantasmas; estatuas vivientes y apariciones peores… Todo eso y mucho más era lo que explicaban, para delicia y asombro de los oyentes. Aseguraban haber navegado por el mundo entero en el Eroean, mas… ¿quién podía creerlos? Sin duda exageraban, y cuanto contaban debía de ser fruto de su desatada imaginación.

De la velocidad del Eroean no cabía duda, porque mostraba su popa a más de un mercante y también a muchos barcos piratas y, a toda vela, el garboso barco se ladeaba impulsado por una fuerte brisa con Aravan al timón. Este reía al comprobar cómo la rauda nave surcaba las aguas sin dejar apenas estela, porque era un barco creado por un elfo —un barco encantado, como sospechaban muchos—, diferente de todo lo visto e irrepetible.

Dos o tres mil años viajó Aravan por el mundo en su Eroean, hasta que un día dejó de hacerlo y el barco desapareció de las aguas. ¿Por qué? No se sabe, aunque hay quien dice que fue a causa de un amor desgraciado, mientras que otros afirmaban que la nave se había hundido en un remolino, y que Aravan no volvería a navegar. Pero no faltaba quien creyera que el Eroean seguía en alta mar, envuelto su aparejo en un mágico fuego verde y sin dejar de cruzar los mares, tripulado por fantasmas. Sea verdad o no una de estas historias, la cosa es que Aravan abandonó la navegación y se retiró a Darda Erynian para vivir con los elfos.

Pero su abierta sonrisa se había apagado un poco, y en lo más profundo de sus ojos se adivinaba algún tormento.

Desde entonces, el elfo llevaba siempre consigo una lanza de cristal.

Pasaron siglos y más siglos, y Aravan aprendió mucho sobre la vida del bosque y, además, renovó su familiaridad con los caballos. Se dedicó igualmente al cultivo de grano y adquirió, aparte de ello, gran maestría en el arte de curtir y trabajar el cuero. Practicó el adiestramiento de halcones y otras aves rapaces: desde el veloz cernícalo, pasando por la arpella de ojos dorados, hasta las encumbradas águilas, sin dejar de estudiar a los búhos; y, aunque no se hacía la ilusión de que esos señores del aire se dejaran amaestrar nunca del todo, él utilizaba esas aves salvajes para sus conveniencias. Cazaba y pescaba con ellas, y le servían para vigilar la caza desde sus puntos de observación. Amplió luego su esfera de estudio a otros tipos de aves, tales como cuervos y cornejas, pájaros canoros, castaños zorzales de los bosques, relucientes colibríes y otras aves grises y pardas, chillonas y tímidas, amarillas y rojas, negras y azules, verdes y blancas, pájaros multicolores y de tonos apagados, grandes y pequeños, aves marinas y de las selvas, de los pantanos y de los campos, y así aprendió Aravan sus costumbres y maneras de vivir, y a distinguir las voces. El elfo se interesó igualmente por la constitución y los tipos y formas de las alas y las plumas, y de todo ello dedujo muchas cosas referentes al vuelo.

El elfo aprendió aún mucho más, mientras vivía entre sus congéneres de Darda Erynian. Pasaron incontables estaciones, que quizá sumaran milenios, pero Aravan estaba empezando su vida; apenas había dado un paso o dos en su interminable camino.

Estalló la Gran Guerra, y Aravan se unió a otros elfos para impedir que los crueles spaunen invadieran Mithgar.

Fue durante esa conflagración cuando Aravan se convirtió en compañero de Galarun, hijo del coron Eiron, rey elfo de Mithgar. Y Eiron envió a su hijo a cumplir una misión en las forjas de los magos, detrás de la Montaña Negra existente en Xian. La compañía de Galarun debía recuperar una espada de plata, una hoja llamada Espada del Alba, arma que tal vez pudiera dar muerte al Supremo Vûlk, que era el propio Gyphon. El príncipe tenía que llevar el arma a Darda Galion, porque allí, en el Bosque Viejo, se hallaba el sitio elegido para pasar a Adonar, donde la espada podía hacerles falta a los elfos del Mundo Superior.

Largo fue el viaje de Galarun y Aravan y la compañía al lejano país de Xian. Numerosa fue la oposición que encontraron. Era como si el enemigo estuviera enterado de su misión y procurase cerrarles el paso. En dos ocasiones, Aravan le salvó la vida a Galarun con su lanza de cristal, mortífera arma que quemaba y achicharraba lo que tocara.

Llegaron finalmente a la Montaña Negra, siguiendo la gran carretera empedrada que conducía a las amplias puertas empotradas en la negra piedra. Sólo Galarun entró, mientras que Aravan y los soldados permanecían fuera, impacientes y preocupados, ya que no sabían qué ocurriría dentro. Pero al cabo reapareció Galarun, aunque conmovido por lo que había visto, y su mano empuñaba la espada de plata. Ceñudo estaba su rostro, como si tuviera la certeza de que le aguardaba una horrible suerte. No obstante, montó en su caballo y emprendió la marcha en silencio.

Habían partido de Darda Galion unos cuatro meses atrás, a principios de primavera, para cabalgar hacia el este en dirección a Xian, y necesitarían otros cuatro meses para regresar, porque el camino era largo, muy pesado, y aún lo sería más con tanto enemigo a lo largo de él. Salieron, pues, hacia Darda Galion, a través de Xian y Aralan, de Khal y Garia hasta Riamon. Cada paso de aquel camino estaba erizado de peligros, dado que por doquier acechaban los spaunen. A veces podían huir de las fuerzas hostiles, mientras que en otros momentos se detenían a luchar y, poco a poco, sus filas menguaban al caer compañeros. Pero ellos seguían llevando la espada hacia el oeste, siempre hacia el oeste, y Galarun no permitía que nadie tocase la espada, ni siquiera Aravan, el inseparable amigo. Continuaron por la carretera de Landover para atravesar luego el cerco de las montañas Rimmen y salir a Darda Erynian, donde pudieron tomarse un respiro de la angustiosa persecución. De todos modos no descansaron más que un día, ya que su misión era urgente, y partieron a la mañana siguiente. Siempre hacia el oeste, atravesaron el caudaloso río Argón para internarse en la extensa campiña ondulada que existía entre ese río y la cordillera, y allí torcieron hacia el sur, en dirección a Darda Galion, dejando el Muro Siniestro a su derecha y el Argón a la izquierda.

Durante tres días cabalgaron por aquellas tierras hasta las marcas de Dalgor, donde se les unió una compañía de elfos guerreros que patrullaba por los pantanos. Fue allí donde Aravan conoció a Riatha y Talar, que pertenecían al grupo de congéneres.

A la madrugada siguiente entraron en la zona pantanosa. Los caballos pasaban entre fuertes chapoteos por los juncales y charcos, con el lodo pegándose a sus cascos. El camino era lento y llano, difícil pero vadeable, al contrario que las rápidas y profundas aguas del río Dalgor, que descendían de las grandes alturas del Muro Siniestro occidental. Penetraron cada vez más en las fangosas tierras bajas, y de cuando en cuando tenían que desmontar para dar un descanso a los caballos.

Era cerca del mediodía y el otoño estaba ya muy avanzado, cuando Aravan advirtió a Galarun que la piedra azul que llevaba colgada de una correa se ponía fría, cosa que significaba que el peligro era inminente. Seguían adelante, iluminados por un pálido sol, cuando uno de los miembros de la escolta dio la voz de alerta. A un gesto de Galarun, Aravan salió disparado para ver qué ocurría. Al llegar a donde se hallaba el elfo Eryndar, este señaló hacia el este. Procedente del río Argón se acercaba por los pantanos, cual pared gris, una masa de niebla que los cubrió como una enorme ola que todo lo oscurecía a su paso. Aravan y Eryndar apenas lograban verse, ya que lo que quedaba a mayor distancia de un brazo resultaba imperceptible. De pronto, detrás de ellos estalló el fragor de un combate.

—¡A mí! ¡A mí! —sonó lejano y ahogado el grito de Galarun, en medio de la niebla que todo lo dominaba.

Y, aunque Aravan no podía distinguir nada, espoleó a su montura para acudir en ayuda del compañero, guiándose por el entrechocar del metal, aunque también este se percibía remoto y apagado. Habríase dicho que resonaba allí donde no tenía por qué haber ecos. El elfo se lanzó hacia un profundo cenagal donde el caballo se hundía y él estuvo a punto de perder el equilibrio. De repente asomó del agua una enorme forma oscura, y una horrible mano palmeada quiso alcanzarlo, pero las escalofriantes garras erraron su rostro al retroceder el corcel entre chillidos y encogerse a tiempo Aravan.

Krystallopýr! —murmuró el elfo, llamando por su verdadero nombre a la lanza, y la clavó en esa cosa medio invisible que se alzaba sobre él. Un horripilante aullido cortó el aire cuando la hoja quemó la fría carne. La criatura desapareció en el lodo entre fuertes chapaleteos.

En alguna parte de la negrura continuaba el rumor de la batalla: sonidos metálicos, voces… Aravan reanudó su camino hacia el confuso estruendo. Sabía que podía fiarse del caballo, no obstante lo traidor del suelo. Otras formas surgieron de entre los juncos para atacarlo. Eran rûpt, tanto rutch como lokas, pero la lanza de cristal los atravesó y quemó, haciéndolos caer muertos o huir entre desgarradoras voces.

La batalla terminó de repente y el enemigo se desvaneció entre la densa cortina gris. Pareció que los extraños ecos dejaban de oírse también, y que el misterioso sudario se alejaba. Y la piedra azul de Aravan se calentó de nuevo.

—¡Galarun! —gritó Aravan—. ¡Galarun…!

Otros se unieron a sus llamadas.

Poco a poco, los dispersos supervivientes se reunieron, pero Galarun no estaba entre ellos.

El pálido sol eliminó gradualmente la niebla, y la compañía se puso a buscar a su capitán. Al fin lo encontraron, traspasado por una flecha disparada con ballesta y por una cruel lanza armada de lengüetas. Yacía en las fangosas aguas, entre juncos. También habían asesinado al caballo, y… la espada de plata no apareció por ninguna parte.

Por espacio de tres días registraron el pantano de Dangor, ansiosos por hallar aquel símbolo de poder. Pero lo único que vieron fue un abandonado campamento de los rutch, que no habría sido utilizado más de un día entero.

—Tal vez regresaron a Neddra —indicó Eryndar.

Con el corazón embargado por el dolor y la rabia, Aravan y los soldados emprendieron finalmente el retorno con los cuerpos de Galarun y de los demás caídos, a través de la extensa campiña que había de conducirlos a Darda Galion. Tardaron dos días y parte de un tercero en llegar al río Rothro, que bordeaba el Bosque Viejo. Lo vadearon, y la siguiente jornada los llevó por entre los robustos troncos de los inmensos árboles. Un día más tarde cruzaban el Quadrill y, después, el río Cellener para alcanzar finalmente el Coronhall, situado en el corazón del bosque, gran centro de los elfos en la enorme selva de Darda Galion.

Aravan trasladó el cuerpo de Galarun, envuelto en una manta, al interior de la sala, donde ya aguardaban otros elfos sumidos en el luto. Aravan avanzó por un pasillo formado por ellos hacia el rey, cuyo único saludo consistió en un profundo y estremecedor silencio. Eiron bajó del trono con los brazos extendidos para recibir el cuerpo de su hijo muerto. Los ojos de Aravan expresaban desolación cuando entregó al príncipe elfo sin vida. Eiron estrechó tiernamente contra sí a Galarun y, con impresionante lentitud, dio los pasos que lo separaban del estrado, encima del cual depositó a su asesinado heredero.

Aravan dijo con voz entrecortada por la emoción:

—Yo le fallé, mi coron, porque no me hallaba a su lado cuando más me necesitaba. Os fallé a vos y también a Adón, porque vuestro hijo está muerto y, además, la espada de plata se ha perdido.

El coron Eiron alzó la vista del cadáver cubierto con una manta. Tenía los ojos lacrimosos, y lo que de su boca salió fue sólo un murmullo:

—No te eches la culpa, Aravan, porque la muerte de Galarun había sido presagiada…

—¿Presagiada? —exclamó Aravan.

—Sí. Por los magos de la Montaña Negra.

—Entonces, si sabíais eso…, ¿cómo enviasteis a vuestro hijo a cumplir tal misión?

—Lo ignoraba.

—No lo entiendo, mi coron

—El mensaje de muerte de Galarun —explicó Eiron—. Los magos le dijeron que el primero que empuñase la espada moriría dentro del año…

Aravan recordó entonces la seria expresión de Galarun al salir de la morada de los magos, en la Montaña Negra.

Arrodillado, el rey soltó las cuerdas que mantenían sujetas las mantas y, retirando un borde, dejó al descubierto el rostro de Galarun, pálido y exangüe. Detrás de él, la voz de Aravan sonó queda:

—No permitía que nadie más tocara la espada, y ahora comprendo por qué…

El rey hizo una señal a sus ayudantes, que se acercaron para levantar el cuerpo de Galarun y llevárselo del Coronhall.

Cuando se hubieron ido, Aravan se dirigió nuevamente a Eiron.

—Ese mensaje de muerte… ¿contenía algo más?

El rey tomó asiento en el borde del estrado.

—Sí. Una visión del responsable. El que asesinó a mi Galarun era de un color blanco muy pálido. Parecía un humano, pero no era mortal. Quizá fuera un mago, o un demonio. Es lo único que puedo decir. Era pálido y alto. Tenía el pelo negro y unas manos largas y delgadas. Ah, y unos fieros ojos amarillos. Recuerdo, sí, que su cara era larga y estrecha, y la nariz recta y delgada, y que sus pálidas mejillas se veían imberbes…

—¿Y la espada? —inquirió Aravan—. ¿Acaso Galarun…?

Su pregunta fue cortada por un gesto negativo de Eiron.

—Mi hijo aún tenía la espada cuando murió.

La frustración y la ira dieron color a la voz de Aravan.

—¡Pues ahora se ha perdido! La buscamos por todas partes, pero sin éxito.

El rey tardó un poco en hablar.

—Si no se extravió en el pantano, alguien la robó. Y, si alguien posee la Espada del Alba, es él, esa criatura pálida de los ojos amarillos. ¡Tratad de encontrarlo y recuperaréis la hoja!

Aravan dio un paso atrás y desenvainó su lanza sujeta a la espalda. Apoyó el extremo del arma en el suelo de madera e hincó una sola rodilla en tierra.

—Mi coron, ¡buscaré al asesino y también la espada! Si doy con ese monstruo…

Aravan no pudo acabar, porque el coron se echó a llorar. Entonces, el elfo apartó la hoja de cristal, se sentó junto a su señor y, con lágrimas en los ojos, le habló de los últimos días de su valeroso hijo.

Largo tiempo dedicó Aravan a la busca de la espada de plata en los pantanos de Dagor, pero fue inútil porque no halló nada. Proseguía la Gran Guerra, y la lanza del elfo era muy necesaria. Aravan tomó parte en numerosas batallas hasta que la Gran Alianza opuso su legión de supervivientes a las hordas de Modru en el Crisol de Hèl, donde terminó el conflicto.

Pero Aravan todavía se reprochaba la muerte de Galarun y continuó buscando al responsable diciéndose que, si daba con este, quizá recuperase también la Espada del Alba. Eiron le había hecho un dibujo exacto del individuo de ojos amarillos, y Aravan llevaba grabada en su mente la imagen del asesino. Atravesó el elfo todo Mithgar como mercader, viajero o bardo, atento a cualquier leyenda, rumor o mito, preguntando constantemente si alguien había visto al tipo paliducho de ojos azufrados: el asesino de Galarun.

Transcurrieron siglos y más siglos hasta cumplirse en total un milenio; pero, a pesar de tanto tiempo, Aravan no había logrado descubrir al criminal ni la espada. En cambio, la dara Rael, consorte de alor Talarin, adivinó en el valle de Arden un siniestro presagio:

Luminosas alondras y centelleante espada de plata

traídas aquí al amanecer,

retornad a la tierra; aprestaos, elfos,

para pelear por el Único.

Mortales vientos soplarán, y un lacerante dolor

azotará la tierra.

Ni la pena ni las lágrimas, ni el mismo Adón

podrán poner freno a la mano del Mal.

Al tener noticia de ello, Aravan se dirigió a la corte de Arden para hablar con dara Rael. Allá en el gran palacio, decorado con relucientes sedas y rasos, oscilante la luz a causa de las lámparas que ardían en sus soportes y de los fuegos llameantes en las chimeneas, lleno el salón de la fragancia de pino y otras maderas, especias y diversos alimentos, Aravan encontró al alor Talarin y a su consorte, la encantadora dara Rael. Era ella de una dulce hermosura, con dorados bucles y ojos de un profundo color azul. Vestida de verde y con los cabellos recogidos mediante cintas del mismo tono, la dama miró al recién llegado y le sonrió. También Talarin era rubio, aunque de ojos glaucos. Alto y esbelto, llevaba pantalón y justillo grises.

Aravan estuvo aquella noche de fiesta con sus congéneres, porque hacía largos años que no acudía a la corte. Pero, aunque pasó una velada alegre, no por eso desapareció de sus propios ojos azules la atormentada expresión.

Al día siguiente le fue concedida la audiencia solicitada a Rael. Esta y Aravan se sentaron a orillas del río Tumble para hablar de la situación mientras contemplaban el rápido fluir del agua a través de la garganta de Arden.

Dara, tus palabras podrían profetizar que la Espada del Alba será hallada en Adonar.

—No; alor Aravan. La profecía sólo hace referencia a una espada de plata. No nombra para nada una Espada del Alba. Sin embargo, creo que estás en lo cierto, ya que… ¿qué otra hoja podría ser sacada de Adonar?

Aravan observó cómo el agua formaba pequeñas cascadas al pasar sobre rocas, y su turbulencia reflejó el estado de su propia mente. Que la Espada del Alba, quizás estuviera en la Höhgarda, era algo que se escapaba a la razón, y así lo dijo.

—Si la espada se encuentra en Adonar, ¿por qué no fue utilizada contra el Supremo Vûlk, Gyphon, como debía ser? No; si el arma no está en Mithgar, más probablemente descansa en Neddra con los rûpt, dado que fueron ellos los asaltantes que asesinaron a Galarun, y huyeron después. Desde entonces falta la espada.

La propia Rael sentía desconcierto, porque, aunque fuese ella quien había anunciado el presagio, los augurios y mensajes llegan cuando quieren y no por ser llamados. Con frecuencia, además, quienes los transmiten desconocen su verdadero sentido.

—¿Así pues, supones que los rutch o los lokas robaron la espada para llevársela a Neddra?

Aravan se levantó y comenzó a dar pasos de un lado a otro.

—No lo sé, dara. Tal vez fuera así. Su jefe, el individuo pálido, no parece hallarse en Mithgar, porque… ¡no te imaginas cómo lo busqué! Y ten en cuenta que, si la espada ha de venir realmente de Adonar, tu predicción requeriría un jinete de lo imposible, ya que los caminos entre los planos están interrumpidos.

—No del todo, alor Aravan. ¡No del todo! Los elfos todavía pueden pasar a Adonar.

Él se detuvo y miró a Rael.

—¡Pues sí, dara, podemos hacerlo! Podemos entrar en Adonar del mismo modo que los humanos pueden pasar de allí a Mithgar. No obstante, una vez en nuestros respectivos destinos, ninguno de nosotros tendrá manera de volver al mundo del otro. Escucha: cuando por primera vez oí la profecía, creí que la hoja podría ser traída aquí por el hombre, pero todos los mithgarinos que estaban en el Plano Superior en el momento de la separación murieron hace tiempo, dada que son mortales y desde entonces han transcurrido cuatro mil estaciones. No, un humano no podría traer a este mundo la Espada del Alba, y nosotros no tendríamos modo de volver, si fuéramos en busca de ella. A eso me refería, mi querida dara, al decir que haría falta un jinete de lo imposible.

Pasaron los milenios, y Aravan continuaba buscando sin éxito la espada y al asesino de Galarun.

En la Era Cuarta se produjo la Guerra de Invierno. Aravan y un grupo de guerreros drimmen avanzaron cautelosamente a lo largo de la costa del mar de Avagon hasta introducirse entre las filas de los invasores y llegar finalmente a Jugo, donde se apoderaron de una balandra y pusieron rumbo a Arbalin. Allí, Aravan reunió una reducida tripulación y partió de noche, en una pequeña embarcación, con destino a la cala de Thell, en Pellar.

De una escondida cueva de esa cala salió el esbelto y veloz Eroean. Porque, al contrario de lo que se contaba, el barco del elfo no ardía con un fuego mágico; mientras recorría los mares nocturnos, tripulado por fantasmas, ni tampoco había sido engullido por una vorágine, sino que estaba bien escondido por Aravan en una gruta donde a nadie se le ocurriría mirar jamás.

Navegando de noche, el elfo logró colarse entre las patrullas enemigas y regresar a Arbalin, donde completó la tripulación, ahora compuesta de marineros humanos y guerreros drimmen, y se convirtió en un azote de las rutas marítimas de los piratas de Kistan. Abordó muchos barcos enemigos y, tras derrotar a sus ocupantes, echó a pique sus naves y cargamentos y dejó a la deriva a los supervivientes.

Aravan se hallaba en la bahía de Hile cuando en el norte se produjo la Nube Negra y los piratas huyeron. El Eroean les dio caza, y con su maquinaria de guerra —ballestas que arrojaban bolas de fuego— hundió una serie de barcos contrarios, ya que ninguno pudo escapar del veloz y ágil velero del elfo.

Después de la Guerra de Invierno, Aravan volvió a esconder su Eroean en la cueva de la cala de Thell.

Transcurrió más tiempo —unos seiscientos años— y Aravan viajó por diversos continentes, siempre buscando. En su regreso del remoto Jēung descansó en Darda Erynian, donde renovó viejas amistades. Fue Vanidar —más conocido por Hoja de Plata— quien le informó de la Guerra de Drimmendeeve, porque había sido el único lian en tomar parte en la batalla de Kraggen-cor, nombre que los drimmen —los enanos— habían dado al catastrófico conflicto.

El mismo Vanidar le dio la noticia de la muerte de Talar, seiscientos años antes, a manos del barón Stoke. Aravan sintió gran tristeza al enterarse de eso, porque estimaba mucho al lian.

—¿Y cómo sigue su hermana? —preguntó—. Se llama Riatha…

—La última vez que hablé con ella vivía en el valle de Arden —contestó Vanidar—. Probablemente continúa allí, aunque ha pasado mucho tiempo. Cuando la vi, se dirigía al Gran Bosque acompañada por dos waerlings para cantar allí las hazañas de Urus, que la había ayudado en su afán de vengar la muerte de Talar. Ya sabes que es una guerrera y que perseguía al barón con Urus y los waerlings. Después de muchos intentos, los cuatro dieron por fin con el asesino de Talar en el Muro Siniestro, y Stoke encontró su fin en el Gran Glaciar del norte…; derrotado por Urus, pero también este perdió la vida en la lucha. Por eso iba Riatha a cantar en su honor.

»Dijo ella que pensaba regresar al Lugar Escondido. No puedo afirmar que lo hiciera o no, pero, en caso de querer buscarla, yo miraría en el valle de Arden.

Varios meses más tarde, el camino condujo a Aravan a ese valle, donde saludó a Riatha para expresarle su condolencia. Juntos pasearon por los decorativos jardines de quietos estanques entre las ondeantes sombras de los árboles, deteniéndose de vez en cuando para contemplar los dorados pececillos que nadaban perezosamente entre los bordes de verdes berros. Hablaron de muchas cosas, y también, como era lógico, de la desesperada busca de la espada y del deseo que Aravan tenía de vengar la muerte de Galarun. Riatha, por su parte, recordó a Talar y explicó cómo había perseguido a su asesino. Grande fue la sorpresa ante la descripción que ella le hizo de Stoke: un hombre de tez pálida y ojos amarillos. ¿Podía tratarse del mismo que había asesinado a Galarun? En los varios milenios de su busca, Aravan había perseguido a más de un individuo pálido y de ojos amarillos, sólo para descubrir que no encajaban con la imagen de quien había matado a Galarun y que eran personas mortales, con lo que resultaba imposible que estuvieran implicadas en el asesinato del príncipe elfo y en la desaparición de la espada de plata, dado el tiempo transcurrido. Stoke, en cambio, era diferente: un Maldito, un ser que cambiaba de forma, un caudillo de los rûpt, que mandaba a los lokas, los rutch y los vulgs, y que había vivido ya muchos más años de los concedidos a un mortal.

Riatha le habló a Aravan de lo dicho por Rael con referencia a los Últimos Primogénitos, a la luz del Oso y del Ojo del Cazador. Posiblemente, las palabras de la profecía anunciaran que Stoke volvería del mundo de los muertos.

—Quiero unirme a ti en tu misión —decidió Aravan al fin—. Ignoro si ese Stoke es aquel a quien busco, y si es o no el responsable de la muerte de Galarun; pero, si fue él el causante, necesito comprobar con mis propios ojos que está realmente muerto. Además existe el problema de la desaparición de la Espada del Alba, y, si él nos la arrebató, debemos averiguar qué hizo con ella.

»Tú, Riatha, estabas allí cuando la hoja se perdió. Si conseguimos recuperarla, y si sucede algo que requiera su uso, la tendremos a mano.

»La profecía de Rael habla de una espada de plata, perdida en el amanecer. Ahora, la reina no se encuentra en Mithgar, porque cabalgó en el crepúsculo a Adonar en compañía de Talarin. Si estuviese aquí, no obstante, sería la primera en afirmar que no es seguro que la espada de plata de su augurio sea la Espada del Alba. Cabe esa posibilidad, desde luego, pero, de no ser así, creo que debemos seguir todas las pistas que puedan conducirnos a la espada. Y… quizás uno de esos hilos nos lleve a donde se esconde el barón Stoke. Aparte del paradero del arma, me interesa vengar la muerte de Galarun. Y deseo unirme a ti en tu empresa por esa posibilidad de que Stoke sea el responsable.

Riatha estuvo lógicamente de acuerdo.

Pero, entonces, la elfa sugirió que tal vez la espada de plata se hallara oculta en alguno de los antiguos reductos de Stoke: en la torrecilla situada detrás de Vulfcwmb; en la Fortaleza Pavorosa, cercana a Sagra, o bien en el monasterio ubicado encima del Gran Glaciar del norte. En consecuencia, ella y Aravan efectuaron largos viajes a los lugares indicados por la elfa. Primero se dirigieron a la Fortaleza Pavorosa, allá en la lejana Vancha, donde, detrás de las incendiadas ruinas próximas al Risco del Demonio, descubrieron unas cavernas. Mas, por mucho que buscaran, no encontraron la espada. Encamináronse luego a Vulfcwmb y a aquella zona del norte, hasta el torreón ahora destrozado y que, antes de ser devastado por los drimmen de Kachar, se había alzado sobre los elevados farallones. Una vez más recorrieron Riatha y Aravan todas las ruinas y cuevas que no se habían hundido, pero también sin éxito. Por último atravesaron el Muro Siniestro por el norte de las ruinas de la Guarida del Dragón, donde la tierra temblaba con frecuencia, hasta llegar al monasterio existente en lo alto del glaciar, un monasterio cuyas campanas de hierro sonaban cada vez que los seísmos adquirían violencia. Allí, igualmente, no vieron más que un edificio abandonado, sin rastro alguno de la espada de plata.

Cuando estaban en el Gran Glaciar del norte, Riatha condujo a Aravan al punto donde, desde las profundidades del hielo, emanaba un resplandor dorado. Envuelto en la suave luminosidad, Aravan se sintió misteriosamente atraído hacia ella, como si algo lo llamara. Pero aquello estaba a una gran profundidad, inalcanzable para él.

Las palabras de la elfa sonaron dulces.

—No cesa de moverse, siempre hacia el borde oriental…

Y Aravan vio que lloraba.

Cuando regresaron al valle de Arden, habían transcurrido dos años. Aravan seguía sin encontrar la espada y sin llevar a cabo la venganza, y quizá nunca lo lograse. No obstante, continuaría la busca. Al despedirse de Riatha, prometió ayudarla en el momento de la profecía y volver cuando faltara poco para que el Ojo del Cazador surcara de nuevo la noche.

Pasó el tiempo, cayeron los siglos y cambiaban las estaciones. Pero, tres inviernos antes de que el granate presagio del Cazador atravesara la nocturna bóveda celeste, Aravan regresó al valle de Arden. Sin haber podido realizar sus propósitos. Esta vez, el elfo había permanecido en Mithgar durante más de doce mil años…

Pero su vida estaba en los comienzos…