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LIBERACIÓN

Noche de primavera del año 5E988

(El presente)

¡Auuuuuuuu! De nuevo sonó el lejano aullido de los vulgs que iban de caza, y que resonaba desde las grietas y los peñascos. Riatha miró a Aravan en busca de confirmación.

El elfo llevaba debajo del justillo, junto al cuello, una piedra azul colgada de una correa. Una piedra que ahora estaba helada.

—Sí —dijo él—. Supongo lo mismo que tú: que se trata de una manada de vulgs en persecución de algo.

Faeril contempló la pendiente del retorcido cañón, sombrío y oscuro en aquella noche iluminada por las estrellas, y la siguió con la vista hasta perderse en la lejanía.

—No los veo.

Gwylly miró hacia el lado opuesto, donde la cuesta quedaba cerrada por elevados peñascos.

—Yo tampoco.

Desde arriba caían con estruendo, a consecuencia de los temblores de tierra, trozos de roca y de hielo. Y pese a la distancia se percibía el sonido de unas campanas de hierro.

Faeril se volvió hacia Riatha.

—Es posible que nos sigan la pista, pero con tantos ecos no sabría decir de dónde vienen los aullidos.

—La luna se había escondido ahora detrás del alto borde oriental del profundo cañón, aunque sus pálidos rayos plateados bañaban la pared de enfrente. Sopesando sus opciones, la elfa posó la vista en la iluminada roca y en la fúlgida pendiente de hielo.

—No hay manera de calcular si los vulgs se nos acercan por delante o por detrás. Sin embargo, me consta que, si tuviésemos que subir o bajar, no seríamos lo suficientemente rápidos para escapar.

Como si quisieran recalcar las palabras de Riatha, escalofriantes ululatos resonaron a lo largo de la serpenteante garganta de granito, con más intensidad todavía y más cercanos.

Faeril fue a agarrar uno de sus cuchillos.

—¿Les hacemos frente? ¿Luchamos con ellos?

—¡No! —contestó Riatha entre dientes—. Los vulgs son unos enemigos muy salvajes y nos vencerían.

Algo molesto, Gwylly volvió a meterse en la bolsa el proyectil preparado y dijo con exasperación:

—Pues, si no podemos correr ni luchar, ¿entonces qué? ¿Qué diantre hacemos? ¿Adónde hemos de dirigirnos?

—¡Hacia arriba! —decidió Riatha al fin—. Treparemos por esa pared alumbrada por la luna.

Gwylly la miró boquiabierto.

—¿Trepar por allí? Pero… ¿y el hielo, y las rocas que se desprenden?

—No discutas conmigo —lo cortó la elfa—. De seguir a pie, estaríamos decididamente perdidos. En cambio, si subimos la pendiente de piedra y hielo, quizá salvemos la vida, ya que los vulgs son malos escaladores.

A toda prisa se encaminaron hacia la pared occidental. De cuando en cuando todavía caía algún trozo de roca o de hielo. Los aullidos de los vulgs seguían aproximándose, cada vez más sonoros.

Riatha guiaba al pequeño grupo sin dejar de examinar la pared a medida que se acercaban a ella, y el elfo marchaba en la retaguardia con su lanza de cristal a punto. Los dos waerlings, que iban en medio, tenían su trabajo para mantener el paso. La nieve era muy profunda, para unos seres de su estatura, y les costaba respirar. Nuevos aullidos vibraron en el aire. Las siguientes palabras de Aravan sonaron ominosas:

—Recuerdo que allí donde corren vulgs, también corren rûpt.

Gwylly estaba pálido, y los labios de Faeril se habían reducido a una severa línea. En las alturas, el Ojo del Cazador pasaba raudo entre el sembrado de estrellas.

—Si por aquí hay rûpt —contestó Riatha—, ya podemos trepar deprisa, porque, al contrario que los vulgs, los rutch y los lokas saben escalar.

—Y, si vienen esos gusanos, ¿habrá arqueros entre ellos? —jadeó Gwylly.

Aravan respondió:

—En el caso de que haya rutch o lokas entre los vulgs, algunos llevarán sin duda los retorcidos arcos y sus flechas de astil negro.

—Entonces, desde luego nos conviene subir lo antes posible —resolló Gwylly, agitando las piernas entre la nieve.

—¡Hablemos menos y corramos más, mi buccaran! —susurró Faeril, que mantenía el paso como podía—. ¡Guarda tu aliento para la escalada!

Cuando alcanzaron la pared occidental, el borde de la luna arrojaba luz sobre el muro oriental. El grupo inició la trepa por una vertiente llena de rocalla, hielo y nieve. La rampa, formada por escombros caídos durante los movimientos sísmicos, terminaba en unos grandes montones apoyados en la base de la imponente pared. Llegados finalmente al extremo de este primer obstáculo, Riatha se despojó de su carga e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Sin pérdida de tiempo sacaron todos el equipo de escalada: cuerda, pitones, pico, cinturones de escalada y otras cosas.

Mientras Gwylly se sujetaba al cinturón los diversos útiles, echó una ojeada al desfiladero y soltó una exclamación entre dientes, al mismo tiempo que señalaba los oscuros seres que habían aparecido tras una curva, deslizándose uno detrás de otro como una larga e inconexa criatura.

Gwylly y Faeril contemplaron pasmados y con el corazón encogido aquellas negras bestias semejantes a lobos, aunque no eran tales, pues cada uno tenía casi el tamaño de un poni, pero resultaban más veloces, lustrosos y, sobre todo, salvajes.

—¡Date prisa, Aravan! —bramó Riatha con voz firme y controlada—. ¡Ata los bultos con la cuerda! Los subiremos después.

El elfo se echó su lanza a la espalda y empezó a sujetar los bultos a la soga mientras Riatha unía rápidamente tres cuerdas mediante resistentes nudos y ataba a intervalos a sus cuatro compañeros: ella en primer lugar, seguida por Faeril y Gwylly, y Aravan al final, como siempre. Y, cuando los vulgs soltaron estremecedores aullidos y comenzaron a trepar por la cuesta, la elfa se volvió hacia la escarpada cara del risco en busca de un atajo seguro. Y emprendió la subida.

Los vulgs ganaban terreno y ya estaban a menos de cuatrocientos metros de distancia. Su velocidad era alarmante. Todavía arrodillado junto a los bultos, Aravan ordenó a Faeril y Gwylly que treparan de una vez.

—¡Los tendremos encima en cosa de diez latidos de corazón!

Los warrows gatearon como pudieron detrás de Riatha, que adelantaba de manera asombrosa.

Descubierta su presa, los vulgs ulularon con tal fuerza que el aire se estremeció, produciendo unos espeluznantes ecos en el cañón de elevadas paredes, y aquellas salvajes criaturas se arrojaron en persecución de los elfos y los warrows, dispuestos a darles muerte.

Al ver que los monstruos de ojos amarillos y venenosos colmillos se les echaban encima, Aravan se ciñó el último nudo, saltó a la pared de roca y empezó a escalarla. Delante de él subían Gwylly y Faeril, precedidos por Riatha. Tembló el suelo y se desprendieron piedras y trozos de hielo, pero el grupo continuaba trepando sin hacer caso de ello. El elfo sólo se hallaba a unos seis metros de altura, con lo que corría bastante peligro, dado que el vulg que iba a la cabeza atacaba ya la rampa de cascotes, hielo y nieve, a pocos pasos de distancia, y quiso saltar sobre él con un feroz gruñido.

¡Agárrate! —chilló Gwylly, y Aravan, confiando en la habilidad del waerling, se hizo bruscamente a un lado un instante antes de que el vulg se estrellara contra el punto de la pared de roca donde acababa de estar el elfo.

Con un aullido de dolor, la negra bestia cayó sobre la manada que la seguía y rodó luego ladera abajo. Arriba, Aravan se balanceó ligeramente y emprendió la trepa de la perpendicular pared, sostenido por la cuerda que Gwylly aguantaba. El elfo pudo cogerse a un saliente de roca y parar así el choque contra la vertical superficie. Abajo, las grandes fieras intentaban saltar y con sus garras arañaban la piedra. Algunas lograron llegar a bien poca distancia de Aravan, pero carecían de la posibilidad de darse impulso. El elfo trepó como loco hacia arriba y hacia un lado, ahora ya fuera del alcance de los babeantes animales, por mucho que estos demostraran su rabia y tratasen aún de atraparlo.

Cuando Aravan llegó al resalto donde aguardaba Gwylly, encontró a un waerling muy tembloroso. Después de un apretón de manos, el pequeño amigo señaló la armella introducida en una grieta, a cuyo anillo iba sujeta la cuerda.

—Yo no sabía… —dijo Gwylly con voz insegura, al mismo tiempo que a sus ojos asomaban las lágrimas—, no sabía si resistiría. Puse tensa la soga y arrojé el garfio, pero tenía miedo de fallar.

Aravan miró a los verdes ojos del buccan y sonrió.

—¡Pues lo hiciste muy bien, compañero! ¡Muy bien!

De repente llegaron hasta ellos, desde abajo, unos furiosos gruñidos y el ruido de telas rasgadas.

—¡Los bultos! —gritó Faeril—. ¡Están destrozando los bultos!

Con toda rapidez, Aravan ató un resto de correa al aro y a la cuña hincada en la pared. Luego se volvió en el saliente y, agarrando la cuerda que unía su cinturón a los bultos dejados al pie de la pared, la recogió poco a poco. Riatha y Faeril descendieron para echarle una mano, porque todos los fardos juntos pesaban más de cincuenta kilos. Gwylly, situado en el saliente junto al elfo, estaba en mala posición para tirar de la soga, pero se encargó de enrollar la que sobraba. La cuerda que colgaba se puso tensa, y Aravan empezó a cobrarla entre gruñidos. Los bultos fueron subiendo pese a que los vulgs saltaban a su vez sobre ellos e hincaban los terribles colmillos en la lona y el cuero para no dejarlos escapar, con lo que Aravan perdió el equilibrio y cayó. La correa con la que se había enganchado impidió que fuera a parar entre la manada de fieras, aunque estas se volvían locas por alcanzar al bamboleante elfo. Olvidados quedaron los bultos.

Con un agotador esfuerzo, Aravan consiguió pegarse a la pared y subir de nuevo al saliente.

Perdida esa presa, los vulgs volvieron a interesarse por los fardos, y los arrastraron rampa abajo.

—¡Suelta la cuerda de los bultos, Aravan! —gritó Gwylly—. De lo contrario te derribarán.

Mientras hablaba el waerling, el propio elfo se dio cuenta del peligro y desenganchó la soga del cinturón.

—Si tres de nosotros pudiéramos ahuyentar a los vulgs, el otro tendría manera de alzar los fardos.

Pero Riatha indicó:

—Demasiado tarde. Tenemos que abandonar las provisiones y seguir la escalada, porque Aravan estaba en lo cierto: allí donde hay vulgs, aparecen también los rûpt.

Y señaló hacia el desfiladero.

A la luz de la luna y en contraste con la blancura de la nieve, surgió una figura en la última curva del cañón. Era un rück o un hlēok. A tanta distancia y dadas las sombras imperantes, ni Faeril ni Gwylly lograron distinguirlo, aunque el elfo dijo que se trataba de un ruteh. Era evidente que les seguía la pista a los vulgs. El ser se detuvo, alzó la cabeza y lanzó un aullido que fue contestado por la lobuna manada.

Repitió el engendro sus gritos y de nuevo recibió respuesta; los ululatos resonaban de tal forma en las paredes del cañón, que resultaba imposible decir con exactitud de dónde procedían. En cualquier caso era evidente que la manada se hallaba cerca. Entonces, el rück se llevó un cuerno a los labios y emitió un estridente sonido. Al cabo de unos momentos relativamente largos, los elfos y los warrows oyeron otro, aunque más débil.

—¡Aprisa! —avisó Riatha con voz sibilante—. ¡Vayámonos de aquí! El Horrible Pueblo viene detrás de nosotros.

El grupo ascendió a través de la nieve, el hielo y la rocalla y, después de salvar uno o dos escabrosos zarzales, siguió una considerable grieta sirviéndose de protuberancias, resaltos, fisuras y cualquier desigualdad para apoyar manos y pies. Habrían escalado unos treinta metros cuando el cuerno del rück rastreador volvió a sonar con tremenda fuerza.

—¡Nos ha visto! —jadeó Aravan.

La llamada obtuvo respuesta desde bastante cerca.

—¡Y vienen más rûpt! —añadió Riatha.

De vez en cuando, Gwylly echaba una ojeada a la curva del cañón. Y apenas hubieron trepado otros quince metros, más o menos, vio aparecer más figuras: más rücks, más hlēoks. Contó unos quince, todos armados con picas. Además, el warrow creyó distinguir arcos y cimitarras, si bien la distancia le impedía asegurarlo. La horda se reunió alrededor del guía y, momentos después, se precipitó hacia la pared a la que se aferraban los cuatro amigos. Desde el pie del precipicio, los vulgs soltaban alaridos, ansiosos por beber la sangre de los escaladores.

—¡Cuidado! —advirtió Riatha—. ¡No permitamos que la presencia de esos spaunen nos haga perder la serenidad, porque podríamos resbalar y caernos!

En aquel preciso instante, la tierra tembló y, con ello, se produjo una lluvia de piedras y trozos de hielo. Los cuatro se apretaron contra la empinada pared, agarrándose lo mejor posible. A todos les latía el corazón con angustiosa violencia, y no hubo quien no rezara porque a nadie le cayera algo encima.

A lo lejos avanzaba el aullante Horrible Pueblo. Algunos de aquellos seres entregaban sus picas a otros y, sin dejar de correr, ponían a punto sus arcos de extraña madera.

Cesó el terremoto y Riatha reanudó la subida, seguida por los otros tres. De cuando en cuando todavía se desprendía algún fragmento de roca o de hielo, y los escaladores tenían que pegarse nuevamente a la pared hasta que pasara el peligro.

Habían trepado otros quince metros cuando la primera flecha se estrelló contra la pared, y el negro astil arañó la piedra unos tres metros a la derecha de Faeril.

Mirando hacia abajo, Gwylly calculó que se hallaban a unos ochenta metros del fondo del cañón. A cosa de quince metros de la pared estaban apostados los arqueros rück, sin dejar de disparar contra ellos sus mortíferos proyectiles, que surcaban la luz de la luna y chocaban contra la roca a la izquierda o a la derecha de donde ellos se encontraban, aunque en su mayoría no alcanzaban tal distancia. Aravan trepaba el último.

—¡Adelante, Gwylly! Porque hasta un arquero de los rücks puede tener suerte…

El warrow continuó el ascenso.

No obstante la lluvia de flechas, el grupo subía sin tener en cuenta la nieve, el hielo y la rocalla que obstaculizaban el camino. Ciertamente requería gran habilidad dar en el blanco desde abajo, pero nunca se puede saber a quién favorecerá la fortuna… Sin embargo, en aquella ocasión no favoreció a los spaunen, y sólo una o dos flechas cayeron a un par de palmos de Aravan. Así que los cuatro hubieron trepado otros quince metros, aproximadamente, el Horrible Pueblo dejó de desperdiciar sus flechas de negro astil.

Se produjo otro seísmo con el consiguiente desprendimiento de rocas y hielo, que caían con estrépito a las profundidades y ahuyentaron de la base de la pared a los vulgs, rücks y hlēoks. Esta vez la lluvia de fragmentos alcanzó también a los escaladores, y un puntiagudo trozo de hielo golpeó el brazo de Gwylly, que no pudo contener un grito de dolor y estuvo a punto de despeñarse. Pero, cuando quiso agarrarse nuevamente a una protuberancia de la roca, comprobó que tenía el brazo derecho entumecido e inútil. Aravan, que trepaba detrás de él, lo empujó hasta sitio seguro.

Faeril, por su parte, bajó para reunirse con su buccaran. Su rostro delataba preocupación, mas nada pudo hacer para ayudarlo. Aun así, la presencia de la amada alivió a Gwylly.

Pasó algún rato y, poco a poco, el brazo del warrow recobró la sensibilidad. Primero le pareció que era pinchado por mil alfileres y agujas, pero luego empezó a sentir intenso dolor. Como todavía no estaba en condiciones de reanudar el ascenso, los demás esperaron mientras el compañero herido respiraba entre dientes y Faeril le hablaba con dulzura de otros días más felices.

Mientras descansaban, oyeron de repente unos fuertes chasquidos a lo lejos, como si los causara un enorme látigo, y en la curva del cañón aparecieron unos veinte rücks que tiraban de un trineo cargado al máximo. Un hlēok iba montado en los patines y daba latigazos en la espalda a los rücks enganchados como perros.

Faeril musitó:

—No creo que…

Cuando los que arrastraban el trineo hubieron dado la vuelta, las alimañas situadas al pie del muro de roca gritaron y ulularon de modo escalofriante, y sus voces resonaron en las paredes del cañón. Gwylly echó una mirada a los spaunen que tenía directamente debajo, ya que los rayos de luna caían ahora sobre los rücks y los hlēoks allí apiñados. Y el warrow se dio cuenta de que los componentes del Horrible Pueblo no llevaban picas, como él había supuesto, sino ramas cortadas de los achaparrados pinos y luego afiladas. Pero, empalada encima de cada vara, había…

El buccan apartó la vista, asqueado.

—No mires, Faeril —dijo, tomándola de la mano.

Mas ella rompió a llorar, dado que también había reconocido las cabezas de los perros tiradores de trineos, espetadas en los palos, así como tres cabezas humanas…

Llena de rabia e indignación, la voz de Gwylly sonó gutural:

—¡Esto lo pagarán, B’arr! ¡Te lo juro!

El trineo aleutiano fue alzado despacio hasta el grupo que aguardaba junto a la vertical pared, y los rücks y los demás se amontonaron a su alrededor. Momentos después, sin embargo, veinte de aquellos seres, si no más, se apartaron para trotar cañón arriba blandiendo sus armas, acompañados por la horda de vulgs. Los doce salvajes asesinos avanzaban delante, a grandes zancadas. Desde abajo, rücks y hlēoks se mofaban de los cuatro que habían iniciado la escalada.

—¿Estás en condiciones de subir más, Gwylly? —preguntó Riatha—. Temo que los rûpt y los vulgs se dirijan al extremo del cañón para alcanzar el borde de la pared y atacarnos desde arriba.

El warrow dobló el brazo con una mueca de dolor.

—Lo intentaré.

Así pues, reanudaron la trepa, aunque más lentamente que antes, ya que uno de ellos estaba lesionado y el ascenso resultaba arduo.

Tuvieron que vencer superficies cubiertas de hielo y otras de roca desnuda, grietas y salientes y angostas chimeneas, mientras dejaban atrás los escasos y achaparrados pinos que se aferraban de manera casi inverosímil a las frías paredes de granito, unos árboles nudosos y retorcidos por el viento. De nuevo hubo un temblor de tierra con la inevitable caída de trozos de hielo y piedra. Cuanto más subían, más cortante era el frío que barría el borde del cañón y los azotaba a ellos, como si encima tuvieran algo tremendamente glacial. Y en algún rincón, entre las culebreantes curvas del desfiladero, los rücks, los hlēoks y los vulgs trataban de interceptarles el paso mientras, en las alturas, el Ojo del Cazador surcaba, ominoso y rojo como la sangre, la bóveda celeste.

Habían superado ya la mitad del ascenso y se hallarían a unos doscientos metros de altura, cuando se produjo un nuevo seísmo, esta vez largo y muy fuerte. En las cumbres hubo un gran crujido seguido de un enorme ruido sordo, como si se hubiese soltado una parte de la montaña. Pero el terremoto continuó con intensidad mientras se desprendían toneladas de roca y hielo. Menos mal que los cuatro habían encontrado una especie de refugio: hacía apenas unos momentos que estaban en una chimenea poco profunda y sin salida, porque el brazo de Gwylly necesitaba descanso, después de tanto trepar. Un largo y estrecho saliente que había en la base les permitía reponerse un poco. Ahora, sin embargo, la insignificante grieta les proporcionaba poca defensa, y los cuatro se adentraron todo lo posible en la chimenea segundos antes de que toneladas de rocalla se precipitaran montaña abajo. Y, cuando todo cayó al fondo con estrépito, los amigos percibieron en la lejanía el débil sonido de unas campanas de hierro.

Apenas reinó el silencio, susurró Gwylly:

—¡Si eso llega a atraparnos fuera…!

No dijo nada más, pero todos lo entendieron de sobra.

Después de una breve pausa y de saciar la sed, el reducido grupo volvió a aprestarse para la escalada. En las profundidades esperaban los rûpt, cerrándoles el camino por ese lado.

—¿Por qué no buscamos una fisura suficientemente honda, o bien una pestaña bajo un saliente, algo que nos sirva de cobijo hasta la salida del sol? —sugirió Faeril—. Para entonces ya se habrá ido ese Horrible Pueblo.

—Esa fue mi esperanza desde que iniciamos la escalada —contestó Riatha—. Si encontramos algo, nos esconderemos ahí hasta que se haga de día y los malditos spaunen tengan que meterse en sus agujeros a los que no llega la luz. Hasta ese momento, no obstante, no tenemos más remedio que seguir adelante, porque esta pared es un lugar demasiado peligroso.

—Aunque así sea, Riatha —intervino Aravan—, y por muy arriesgada que resulte esta pared en un mundo tan sacudido por los terremotos, todavía es peor la amenaza que significan para nosotros los vulgs, los rutch y los lokas. Y, si hemos adivinado sus abyectas intenciones, todos esos rûpt buscan atacarnos desde arriba…

—¡Diantre! —gruñó Gwylly—. Pues aquí estamos en plena noche, bajo el sangriento Ojo del Cazador, en el Muro Siniestro infestado de spaunen, sin provisiones y pegados a una escarpada pared cubierta de hielo, con toneladas de rocalla cayendo sobre nosotros mientras esta región tan perjudicada por los dragones vibra y tiembla e intenta derribarnos, y abajo aguarda el Horrible Pueblo, dispuesto a matarnos, a la vez que arriba nos acechan los vulgs y otros gusanos por el estilo, ansiosos asimismo por darnos muerte, y nosotros… ¡sin un sitio seguro donde permanecer hasta que el sol ahuyente a todas esas alimañas!

Faeril miró a su buccaran y sonrió.

—Gwylly, mi amor… Me has hecho recordar lo que Patrel le dijo a Danner en las oscuras horas de la Guerra de Invierno.

El warrow levantó una ceja.

—¿Y qué fue eso?

—«¿Qué haremos cuando las cosas vayan verdaderamente mal?» —explicó Faeril.

Gwylly quedó sin saber qué responder. Entretanto, un nuevo movimiento sísmico sacudía la montaña. Súbitamente, el buccan se echó a reír, y Faeril hizo otro tanto, aunque de manera más queda. Riatha y Aravan intercambiaron miradas de sorpresa, y por fin sonrieron también. Y, cuando se produjo el siguiente desprendimiento, los cuatro se agarraron a la pared de roca entre carcajadas.

Prosiguieron poco a poco el ascenso. El helor caía todavía sobre ellos y, lo que era peor, aumentaba con cada palmo que subían. Durante cosa de una hora hicieron otros setenta metros, más o menos, descansando a intervalos, desesperadamente agarrados a la roca cuando se producía un nuevo temblor de tierra y les llovían encima piedras y hielo.

Fue Faeril la que hizo la observación:

—Los desprendimientos disminuyen. Cuanto más altos estemos, menos quedará arriba para caernos encima.

Pero desde más abajo replicó Aravan:

—Hum. Sin embargo, cuanto más nos acerquemos a la cumbre, más próximos tendremos a los rûpt, que quizá ya nos esperen.

—Tal vez podamos… —empezó a decir Gwylly, pero un escalofriante aullido procedente de arriba cortó sus palabras.

Parecía propio de un vulg, pero… aquel ululato era grave y poderoso al principio para debilitarse luego, como si lo emitiera un vulg herido o extenuado.

—¡Mirad! —exclamó Faeril—. ¡Allí abajo, los rücks y otros!

En el fondo del cañón, el Horrible Pueblo se movía agitado.

Nuevamente resonó el aullido, ahora contestado por un coro de distantes voces de vulgs. Sin duda, aquellos lobunos seres estaban en el borde del cañón, allá hacia el sur.

Abajo hubo un gran vocerío de júbilo, y Gwylly se asomó. Los spaunen brincaban como si celebrasen algo.

—¡Daos prisa! —ordenó Riatha—. ¡Hemos de subir más!

—Pero… —fue a objetar el warrow, mas la elfa no lo dejó acabar la frase.

—¡Ahora mismo!

Y continuaron la escalada.

En el cañón, el Horrible Pueblo vació por completo el trineo robado y echó a correr sin ocuparse más de los trepadores.

Y arriba, a lo lejos, los aullidos sonaron con mayor fuerza a medida que una manada de vulgs se acercaba.

—¡Riatha! —chilló Gwylly, a la vez que se aupaba rocas arriba—. Los de abajo se han ido. En cambio se aproximan por arriba. Si descendemos estaremos a salvo, mientras que, si subimos más, nos meteremos en un gran peligro. ¿Por qué seguimos adelante?

Volvieron a repetirse los horripilantes aullidos en lo alto.

—¿Es que no oyes bien, diminuto amigo? —respondió Riatha—. Esa llamada… Una vez, en tiempos ya lejanos, oí un grito semejante. No igual, pero muy parecido, y procedía de la garganta de Stoke, que pedía ayuda. Y, si Stoke se encuentra ahí arriba y logramos llegar a él antes que los spaunen, acabaremos con un repelente monstruo.

Reemprendieron la escalada tan aprisa como permitía el lesionado brazo de Gwylly. Los aullidos de los vulgs sonaban cada vez más cerca. Seguían los temblores de tierra y llovían sobre ellos rocalla y fragmentos de hielo, pero se confirmaba lo dicho por Faeril: cuanto mayor la altura, menos cosa podía caer de arriba. En cambio, el gélido aire resultaba más duro de resistir. Aun así, el esfuerzo realizado era tan grande que el sudor les chorreaba por el cuerpo y a todos les palpitaba el corazón de forma tremenda. Su respiración era fatigosa y casi no podían más, pero no obstante ponían todo su empeño en avanzar deprisa.

Estarían a unos treinta metros de la cumbre cuando, de pronto, el coro de vulgs pareció sonar encima mismo de ellos.

Riatha interrumpió la escalada, jadeante.

—Hemos perdido la carrera… —musitó cansada.

Todo eran ululatos, aullidos y quejidos a través de la noche mientras los cuatro compañeros se sujetaban como podían a la roca, sacudidos por unas glaciales corrientes de aire que los tenían helados hasta los huesos. Hincaban cuñas en cualquier grieta y se enganchaban a esos anclotes, ascendían un poco más y se tomaban un minúsculo respiro, porque estaban ya exhaustos y les dolían terriblemente los brazos y las piernas…

Pasó el rato, y los vulgs continuaban con su espeluznante concierto cuando, de súbito, se unió a los gritos el ruido de botas guarnecidas de hierro. Llegaba el Horrible Pueblo, seguido de cerca por los vozarrones de los rûpt y las exclamaciones de alegría.

Poco después, un hlēok se asomó al borde de la roca, más o menos a cien pasos de donde pendían los cuatro escaladores, y bramó algo. Nadie entendió lo que dijo, empero, porque hablaba en lengua slēuk, que ni los elfos ni los warrows conocían. Siguieron todos estos pegados a la pared de piedra, sin moverse, confiando en que su silencio y la forma de vestir de los elfos los ayudara a no ser vistos.

Varios rücks se unieron al hlēok, y juntos recorrieron todo el borde superior de la roca mirando hacia abajo al mismo tiempo que se gritaban palabras ininteligibles. Era evidente que buscaban a los cuatro amigos, que permanecían totalmente quietos, aunque cada cual temía que el corazón le estallara de un momento a otro, manteniendo baja la mirada para que la blancura de la tez y el resplandor de los ojos no los delataran. Entonces oyeron a elementos del Horrible Pueblo directamente encima de ellos. Los cuatro se apretaron todavía más contra la pared y procuraron esconder al máximo el rostro.

Un nuevo temblor sacudió las montañas, y más piedras y hielo se precipitaron a las profundidades. Los rücks se apartaron del borde, temerosos de que las sacudidas los hicieran caer, o bien de que, incluso, arrancasen trozos del suelo en que se apoyaban.

Una vez más gritó el hlēok, antes de retirarse hacia el sur llevando consigo a los buscadores. En esa misma dirección retrocedió el clamor de los rücks y vulgs y hlēoks que aún quedaban en lo alto de la pared, cuando estos se marcharon también.

Apagadas por fin sus voces en la lejanía, los cuatro escaladores levantaron con cautela la cara para cerciorarse de que ya no había enemigos. Pese a ello, permanecieron un rato a la espera. Por fin, cuando pareció que, en efecto, no había movimiento arriba, Riatha susurró que era hora de seguir adelante. Reanudaron el ascenso, pues, temblorosos a causa de la fatiga y del frío, pero avanzando todo cuanto su habilidad y sus decrecientes energías les permitían.

La luna se había deslizado hasta más allá del borde de la pared de roca, de modo que tuvieron que continuar la subida a oscuras.

Riatha, que fue la primera en llegar a la cima, miró con cuidado a su alrededor e hizo una tranquilizadora señal a los demás. Salvó luego el borde y desapareció de la vista; volvió al momento y, tras indicar que subieran, se puso ella misma a tirar de la cuerda para ayudarlos.

Cuando Faeril, Gwylly y Aravan hubieron trepado hasta arriba, vieron a poca distancia, a la luz de la luna, otra vasta y elevada pared de resplandeciente blancura que se extendía hacia el norte y el sur hasta perderse de vista. De ella provenía el gélido aire que descendía por el precipicio hasta el cañón del fondo. Era el borde oriental del Gran Glaciar del norte.

Con cierto recelo escudriñaron el paisaje en busca de posibles enemigos, mas no vieron nada. Hacia el sur, en cambio, aproximadamente a unos doscientos metros de distancia, descubrieron un débil resplandor dorado que envolvía una enorme masa de hielo que se había separado del glaciar.

Los cuatro se sintieron atraídos hacia esa extraña luz.

Sin embargo, Riatha desenvainó su espada Dúnamis y murmuró:

—¡Cuidado!

Aravan desató rápidamente las tres cuerdas utilizadas para la trepa, y Faeril las enrolló de forma que pudieran colgarlas de sus equipos de escalada. La damman sujetó la soga a su cinturón y después ayudó a Riatha y Gwylly a hacer lo mismo, mientras Aravan preparaba su lanza de cristal. Emprendieron entonces la marcha hacia aquella misteriosa luz. La elfa iba delante, y Aravan detrás.

Faeril puso a punto las dagas que llevaba en sus vainas y se quedó una en la mano, por si acaso. Gwylly colocó una bala en su honda pero, al querer alistar el arma, un agudo dolor en el brazo herido le impidió completar el movimiento. En consecuencia dejó en su sitio la honda y el proyectil y sacó la daga, que sostuvo con la mano izquierda.

Poco a poco se acercaban al extraño brillo, aunque con suma precaución. A su derecha se alzaba imponente la pared oriental del glaciar. Delante tenían el vasto montículo que se había separado, y al que ahora rodeaban fragmentos de hielo, resultantes de la rotura.

Dieron una vuelta a la gran masa, y Riatha murmuró que debía de haberse desprendido recientemente.

—Tal vez aquellos crujidos y el estruendo que oímos… —susurró Aravan.

Pasaron entre el altozano y el monte madre, siempre en dirección a aquella dorada luz.

Vieron ahora delante el fulgor, que se reflejaba en la pared del glaciar y centelleaba sobre todo en su punto de origen, a unos veinte palmos del suelo, allí donde el hielo estaba agrietado y cascado. En aquel mismo momento, la tierra tembló e hizo caer rampa abajo un alud de fragmentos. De repente, Riatha emitió un ahogado grito y corrió hacia el enigmático lugar sin tener en cuenta el peligro de resbalar ni el de tropezar con algún enemigo o cualquier otra amenaza.

—¡Riatha! —bramó Aravan, pero ella no le hizo caso.

Los demás la siguieron lo más aprisa posible.

La elfa trepó hacia el áureo resplandor y gritó:

—¡Pronto! ¡Ayudadme!

Los tres se abrieron paso como pudieron entre la escurridiza masa y, finalmente, llegaron a la zona iluminada. La mole del glaciar refulgía nívea en lo alto, pero delante de ellos, en el punto más elevado de la rampa, el hielo se veía claramente separado de la otra parte por mil grietas, y la luz procedente del interior bañaba la miríada de grietas, brillando como un sol a través del roto vidrio de una ventana. Y, mientras todos estaban hundidos hasta las rodillas en el mar de deslizantes pedazos, en medio de aquel fragmento fulgor dorado, la elfa Riatha con los Últimos Primogénitos a su lado, pasó por el cielo el carmesí Ojo del Cazador.

Pero ni los áureos reflejos ni el rojo cometa llamaron su atención, sino lo que vieron en medio de la dispersa luz: porque de la desmoronada pared asomaba una mano, una gran mano de hombre…

Y sus dedos se movieron.