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A SALVO DE LA TORMENTA

Finales de invierno del año 5E988

(El presente)

Depredador y presa: la súbita ráfaga de nieve interrumpió la carrera por la vida, la carrera por la muerte. La lechuza boreal buscó refugio entre las agitadas ramas de un pino de los yermos, y la liebre ártica corrió a guarecerse bajo un protector saliente de roca. Y, empujada por el viento, una pared de polvillo blanco avanzaba entre gemidos mientras cazador y perseguido procuraban cobijarse en espera de que pasara la tempestad para reanudar la carrera de huida y persecución, la carrera por la vida o la muerte.

Pero ahora, con la nieve y el hielo azotando aquellas tierras y con el aullante vendaval que llenaba el aire de voces de agonía, la carrera estaba suspendida. La liebre permanecía agazapada debajo de la roca con los ojos cerrados, para que no penetrasen en ellos los cristales de nieve, mientras que a lo lejos, en lo alto de un árbol, quizás a unos doscientos metros de distancia, la lechuza parpadeaba y volvía la cabeza hacia el norte, fuertemente sujetas sus garras a la zarandeada rama.

Ambas aguardaban.

Sin embargo, esos dos animales no estaban solos en las Tierras Abandonadas, en la cara septentrional de la cordillera conocida como el Muro Siniestro, porque algo nefasto barría el gélido desierto.

Quizá lo percibiera antes la lechuza, o tal vez la liebre… ¿Quién sabe?

Procedía del norte, de allí hacia donde miraba la lechuza.

Unas oscuras sombras que se balanceaban en la lejanía, borrosas a causa de la tormenta. Pero se acercaban.

Cada vez, la distancia era menor. Escondida bajo su roca, la liebre notó las vibraciones. No eran los temblores que de tanto en tanto sacudían aquella inestable tierra, sino un irregular tamborileo sobre el suelo.

Rumor de patas, almohadilladas y con garras, que corrían hacia el sur, provenientes del norte. Asesinos.

Entre las sacudidas ramas, la lechuza observaba las rápidas sombras, dispuesta a echar a volar si era preciso.

Más de una. A través de la tempestad. ¡Y qué deprisa! Aún borrosas.

La liebre abrió los ojos pero no hizo más movimiento. Confiaba en que la protegiesen la nieve y la blancura de su propia piel y el absoluto silencio.

El ruido sordo de las patas. Muchas. Una manada. Poderosa y veloz.

Se aproximaban las sombras. La lechuza vigilaba.

Eran tres. En fila. Una detrás de otra. Alargadas, fluidas. Cada cual con algo grande corriendo detrás.

Y, mezclados con el ulular del viento, se oyeron unos extraños gritos y cortantes restallidos. A la liebre le temblaron las orejas.

Más de una manada. Varias. Portadoras de muerte, todas. Una detrás de otra. Ahora, martilleando. Y con gritos que sonaban más lejos.

La primera sombra estuvo lo suficientemente cerca para que la lechuza viese qué era.

Lobos, o algo por el estilo. Que corrían en fila. Y, detrás, otra manada. Eso parecía, por lo menos. Y otra que seguía.

Pasaron en loca carrera por delante del refugio de la liebre, a sólo unos metros de distancia. Primero, diecinueve animales rápidos cual exhalaciones, luego otro grupo de diecinueve, y otro. Algo restalló en el aire, ¡crack!, y una voz gritó «¡Ea, ea…!» cuando los lobos atravesaron tronando el blanco campo, unos asesinos que surcaban el viento y la nieve, arrastrando unas cosas que se deslizaban por el suelo.

Y, aunque las fieras habían pasado con su intenso martilleo hasta ser engullidas por la tempestad, la liebre seguía inmóvil.

Y unos doscientos metros más allá, en el árbol azotado por el vendaval, la lechuza blanca observó cómo los tres tiros surgieron de los remolinos con los trineos detrás, sus conductores de pie en ellos, haciendo sonar los látigos y dando prisa a los animales, medio lobos o medio perros, mientras los pasajeros iban envueltos en mantas para protegerse del helor. La cabeza de la lechuza giró en redondo para verlos llegar, pasar y desaparecer en dirección al sur, a través de la tormenta de nieve y hacia el enorme Muro Siniestro, que se alzaba ominoso en la distancia, cortando el camino.

Pronto, los intrusos y sus sonidos se desvanecieron en la tempestad, sin dejar atrás más que los lamentos del huracán y la insistente nevada.

Y el tiempo transcurrió.

La lechuza seguía agarrada a su rama.

La liebre continuaba agazapada debajo del saliente de roca…

Una vez anochecido, la tormenta se extinguió por sí sola. Salió la luna y arrojó su argéntea luz sobre el níveo paisaje. En aquella luminosidad, la blanca liebre oliscó cautelosa el aire y agitó las largas orejas, atenta a cualquier peligro.

Nada.

Con sumo cuidado, el roedor asomó la cabeza y, después de uno o dos saltos, volvió a detenerse y movió las orejas de un lado a otro con los ojos muy abiertos.

Finalmente echó a correr hacia su madriguera, situada a cierta distancia.

Y, desde las altas ramas de un lejano árbol, una lechuza blanca se deslizó lenta y silenciosamente por los aires.