A Luis Buñuel y Alberto Gironella, por las conversaciones en la Gare de Lyon que fueron el espectro inicial de estas páginas; a Carlos Saura y Geraldine Chaplin, demiurgos del pastelón podrido de Madrid; a María del Pilar y José Donoso, Mercedes y Gabriel García Márquez, Patricia y Mario Vargas Llosa, por muchas horas de extraordinaria hospitalidad en Barcelona; a Monique Lange y Juan Goytisolo, por el refugio de la rué Poissoniére; y a Marie José y Octavio Paz, por un estimulante e ininterrumpido diálogo a lo largo de los años.
A Roberto Matta, propietario del mapa de plumas de la selva americana, que en realidad es una máscara; a José Luis Cuevas y Francisco de Quevedo y Villegas, porque el genio y la figura de su encuentro sepulcral acudieron a mi llamado de auxilio en los momentos difíciles; a mi hermana Berta Vignal y al doctor Giovanni Urbani, del Istituto Centrale del Restauro (Roma), por sus inapreciables indicaciones sobre la vida y muerte de la pintura. A Elena Aga-Rossi Sitzia, de la Universidad de Padua, Michla Pomerance, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Rondo Cameron, de la Universidad de Atlanta, y Martin Diamond, de la Universidad de Northern Illinois, por la amistosa paciencia con que atendieron mis preguntas sobre diversos aspectos temáticos de esta novela. En el mismo sentido, expreso mi deuda para con las investigaciones realizadas por Norman Cohn acerca del milenarismo revolucionario y por Francés A. Yates acerca del arte de la memoria.
A Jean Franco, por las llaves de la Biblioteca del Museo Británico (Londres); a Anne Harkins por las de la Biblioteca del Congreso (Washington, D. C.) y por su puntual e inestimable ayuda en materia bibliográfica; a Jerzy Kosinski, por su activa solidaridad de escritor; y, finalmente, al doctor James H. Billington, director del Woorow Wilson International Center for Scholars (Washington, D. C.) y al personal de esa institución de altos estudios y plena libertad intelectual, gracias a los cuales pude concluir este libro.