Habrá nevado durante varias horas. El río ha crecido. El torrente ahoga al zuavo de piedra del Pont de l’Alma. Las aguas turbias se arremolinan en la proa de la Isle Saint-Louis. Blanco sudario del Luxemburgo. El jardín de Montsouris se reconoce en un desolado albor. Una terrible belleza blanca ciega al Pare Monceau. La escarcha dibuja los árboles de tinta china del cementerio de Montparnasse. La nieve cubre el de Pére Lachaise como un tardío sacrificio. Las tumbas nevadas de Francisco de Miranda y Charles Baudelaire, Honoré de Balzac y Porfirio Díaz. Arañas plateadas en los jardines y panteones.
Arañas doradas en el cielo raso del apartamento del Hotel du Pont Royal. La suite roja. Terciopelo ardiente. Afuera, la nieve como un estandarte derretido y el rio como el rampante león de la bandera. Adentro, ios estucos blancos. Viñas. Cornucopias. Querubes, Yeso esculpido. Terciopelo rojo y yeso blanco. Los espejos. Manchados.
Patinados. Multiplican el espacio del estrecho apartamento.
El ascensor de jaula ha dejado de funcionar hace mucho. Bronces renegridos. Cristales biselados. Afuera. Del otro lado de la puerta doble. No la has abierto. En tanto tiempo. Evitas los espejos. Los hay inmensos, de cuerpo entero y marco de oros opacos y azogues dañados. Otros pequeños, de mano. Uno de mármol negro, veteado de sangre. Otro mínimo, cuarteado, cubierto de huellas digitales. Otro redondo, con un marco coronado por un águila bicéfala. Otro triangular. Muchos más. Los evades. El argentino Oliveira te lo advirtió: ninguno refleja el espacio del lugar donde estás. El rosario de estrechas piezas: salón, recámara, vestidor, baño, abriéndose unas sobre las otras. Ninguno refleja tu rostro. Los tocas; no los miras, no te miras. Lo tocas todo con tu mano única. Buendía, el colombiano, te lo advirtió al llegar a Francia: París parece mucho más grande de lo que realmente es a causa de la infinita cantidad de espejos que duplican su espacio verdadero: París es París, más sus espejos.
Tardíamente, el viejo Pierre Ménard propuso que se dotara a bestias, hombres y naciones de un surtido de espejos capaz de reproducir infinitamente sus figuras y las ajenas, sus territorios y los ajenos, a fin de apaciguar para siempre las imperativas ilusiones de una destructiva ambición de poseer, aunque el dominio nos asegurase la pérdida tanto de lo conquistado como de lo que ya era nuestro. Sólo a un ciego pudo ocurrírsele semejante fantasía. Es cierto que, además, era filólogo.
Oliveira, Buendía, Cuba Venegas, Humberto el mudito, los primos Esteban y Sofía y el limeño Santiago Zavaiita, que se la vivía preguntándose en qué momento se jodió el Perú y llegó también a París, refugiado como todos los demás y preguntándose como todos los demás, con excepción de la rumbera cubana, ¿a qué hora se jodió la América Española? No los has vuelto a ver. Si existen aún, hoy andarán declarando, contigo, el Perú jodido, Chile jodido, la Argentina jodida, México jodido, el mundo jodido. Hoy: el último día de un siglo agónico. Hoy: la primera noche de los próximos cien años. Aunque saber si 2000 es el último año de la centuria pasada o el primero de la venidera se presta a infinitas discusiones: vivimos dentro de un espectro roto. Sólo esa vieja, fofa, pintarrajeada rumbera con nalgas como un corazonzote, Cuba Venegas, mantuvo hasta el fin su extraño optimismo antillano, cantando melancólicos boleros, con su voz cascada, en los peores antros de Pigalle. Decía, ignorando la paráfrasis:
—Todos los buenos latinoamericanos vienen a morir a París.
Quizás tenía razón. Quizás París era el punto exacto del equilibrio moral, sexual e intelectual entre los dos mundos que nos desgarraron: el germánico y el mediterráneo, el norte y el sur, el anglosajón y el latino.
En los aniversarios de sus respectivas muertes, Cuba Venegas llevaba flores a las tumbas de Eva Perón, en Pére Lachaise, y de Che Guevara, en Montparnasse.
Qué lejanas aquellas veladas en el piso más alto de la vieja casa de la rué de Savoie, cuando se reunían todos a beber el amargo mate preparado por Oliveira y la rubia Valkiria lituana ponía tangos en el tocadiscos y servía pisco y tequila y ron, mientras todos jugaban a la Superjoda, una partida de naipes competitiva en la que ganaba el que reuniera mayor cantidad de oprobios y derrotas y horrores. Crímenes, Tiranos, Imperialismos e Injusticias: tales eran los cuatro palos de esta baraja, en vez de tréboles, corazones, espadas y diamantes.
—¿Qué vale má?, inquiría Cuba Venegas, ¿ecalera de multinacionale o flor de embajadore?
—Depende, contestaba Santiago el limeño; yo tengo corrida: United Fruit, Standard Oil, Pasco Corporation, Anaconda Copper e ITT.
—¿De dónde son lo cantante?, gritaba la rumbera. Jenry Len Uilson, Choel Ponset, Esprul Braden, Chon Puerifuchi y Nataniel Débis. ¡Flor, coño!
—Corazón apasionado, disimula tu tristeza, murmurabas tú, dirigiéndote el mudito Humberto. Te cambio un Ubico y dos Trujillos por tres Marmolejos.
—¿Sabés (comentaba Oliveira mientras repartía cartas) cómo llegó Marmolejo al poder en Bolivia? Se puso en fila para saludar al presidente en la fiesta de la independencia nacional y cuando llegó a él le disparó una pistola en la barriga. Luego le quitó la banda presidencial, se la puso y se dirigió al balcón de palacio a recibir las aclamaciones. ¿Qué tenés, mudito?
Humberto extendía sus cinco cartas bélicas: la escuadra de Winfield Scott, el ejército de Achille Bazaine, los mercenarios de Castillo Armas, los gusanos de Bahía de Cochinos y la guardia nacional de Somoza.
—¡Full!, exclamaba Buendía: los tigres de Masferrer, los tonton macoutes de Duvalier y la Dops brasileña más un Odría y un Pinochet.
—Chorros, vos, tu papa y tu mama, decía triunfalmente Oliveira, extendiendo un poker de prisiones sobre la mesa: las tinajas de San Juan de Ulna, la isla de Dawson, el páramo de Trelew y el Sexto en Lima. A ver, topen esa …
—Que aumente la polla y se repartan de nuevo las cartas, proponía la Valkiria mientras llenaba los vasos.
—Santa Arma perdió la batalla de San Jacinto contra los quintacolumnistas texanos cuando la estaba ganando porque se detuvo a comerse un taco y dormir la siesta.
—¿Tú, Zavalita, qué tenés?
—Tercia de exterminios en plazas públicas, pues. Maximiliano Martínez en Izalco, Pedro de Al varado en la fiesta del Tóxcatl y Díaz Ordaz en Tlatelolco.
—Las dos últimas son la misma. Vale por par, pendejo.
—Como una nube gris que cubre tu camino, me voy para olvidar que cambie tu destino, entonó Zavalita, arrojando las cartas bocabajo.
—¿Qué decías de Santa Anna?
—Le volaron una pierna y la enterró bajo palio en la catedral de México. Lo capturaron los yanquis y vendió la mitad del territorio nacional. Más tarde vendió otro pedacito para comprarles uniformes europeos a sus guardias y construirse estatuas ecuestres con mármol de Carrara.
—Pucha Diego, decían en silencio los labios de Humberto.
—¿Y los primos?, preguntaba Buendía.
—¿Esteban y Sofía? Shhh, decía la Valkiria, están en la recámara.
—¡Pachuca!, exclamabas desanimado. Un Juan Vicente Gómez, un indio herrado por Nuño de Guzmán en Jalisco, un esclavo en la mina de Potosí, un barco negrero en Puerto Príncipe y la campaña de exterminio del General Bulnes contra los mapuches.
—Che, Buendía, con taños la doble muerte de J. V. Gómez.
—Juan Vicente Gómez hizo que se anunciara su muerte para que sus opositores salieran a celebrarla por las calles de Caracas. Se escondió detrás de la cortina de una ventana del palacio y observó con sus ojillos de mapache a los celebrantes, mientras daba órdenes a la policía: encarcelen a ése, torturen a éste, fusilen a aquél… Cuando de verdad se murió, tuvieron que exhibirlo sentado en la silla presidencial, con la banda y uniforme de gala, mientras el pueblo pasaba, lo tocaba y se cercioraba: «De veras, esta vez sí se murió.» Qué vaina.
—Te cambio tu Góme por do Pére Jiméne y el guáter de oro de Batita en Kukine, canturreaba la rumbera, hay en tus ojos el verde esmeralda que brota del mar…
—Y en tu boquita la sangre marchita que tiene el coral…
—En la cadencia de tu voz divina la rima de amar…
—Y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol…
—Batista mandaba en Navidad grandes cajas de regalos con listones y envueltas en papel de china a las madres de los muchachos que luchaban en la Sierra Maestra y en la clandestinidad urbana. Al abrirlas encontraban adentro los cuerpos mutilados de sus hijos.
—¡Poker de CIA!, gritaba Oliveira, barriendo las fichas amontonadas en el centro del tapete hacia su pecho.
—Adiós, Utopía…
—Adiós, Ciudad del Sol…
—Adiós, Vasco de Quiroga…
—Adiós, Camilo Enríquez…
—Juárez no debió de morir, ay, de morir…
—Ni Martí, chico…
—Ni Zapata, mano…
—Ni el Ché, ché…
—Adiós, Lázaro Cárdenas…
—Adiós, Camilo Torres…
—Adiós, Salvador Allende…
—Otra vez volveré a ser, el errante trovador…
—Que va en busca de un amor…
—Sola, fané y descangallada…
—Ledá de oro, chico, ledá deoro, comenzaba a sollozar Cuba Venegas.
Recorres lentamente la sucesión de piezas, comunicadas todas por puertas dobles. Lo tocas todo. No, no tocas el terciopelo rojo de muebles, cortinas y paredes. Tocas todos los objetos que has reunido aquí, dispuestos cuidadosamente sobre armarios, repisas, cómodas, gabinetes, antiguos escritorios de cortina, raquíticos secrétaires dieciochescos, mesas de noche, repisas de cristal, mesas de mármol. La perla negra. La carlanca de perro, armada de púas, con la divisa inscrita en hierro, Nondum, Aún No. Las botellas verdes, largas, vacías, para siempre cubiertas de musgo, algunas toscamente taponeadas con corcho, otras cerradas con yeso rojo después de haber sido abiertas, ¿cuándo?, ¿por quién?, con evidente premura, otras lacradas con el sello de un anillo imperial. Abres, a menudo, el largo estuche de piel cordobesa donde duermen en lechos de seda blanca las viejas monedas que acaricias, desgastando aún más las borradas efigies de reyes y reinas olvidados. Con tu única mano extiendes los papeles guardados en el gabinete de Boulle, las crónicas adelgazadas, transparentes, desleídas. Comparas las caligrafías, la calidad de las tintas, su resistencia al transcurso del tiempo. Documentos escritos en latín, hebreo, arábigo, español; códices con ideogramas aztecas. Letras de araña, letras de mosca, letras de río, letras de piedra, glifos de nube.
Te cansas pronto de leer. Nunca sabes si entristecerte o alegrarte de que estos papeles, estas mudas voces de hombres de otros tiempos, sobrevivan a las muertes de los hombres de tu tiempo. ¿Para qué conservas los escritos? Nadie los leerá porque ya no habrá nadie para leer, escribir, amar, soñar, herir, desear. Todo lo escrito ha de sobrevivir intocado porque no habrá manos para destruirlo. ¿Es preferible esta segura desolación al incierto riesgo de escribir para ver lo escrito prohibido, destruido, quemado en grandes piras mientras las masas uniformadas gritan muerte a Homero, muerte a Dante, muerte a Shakespeare, muerte a Cervantes, muerte a Kafka, muerte a Neruda? Tu vista está cansada. No hay manera de conseguir unos anteojos.
Tu cuerpo está fatigado. Si sólo pudieras mirarte en un espejo y saber que te verás a ti mismo, no a otros hombres, otras mujeres, otros niños, inmóviles o agitados, repitiendo siempre las mismas escenas en el teatro de los espejos. Has perdido las cuentas. Desconoces tu edad. Te sientes muy viejo. Pero lo que ves de ti mismo cuando te desnudas —tu pecho, tu vientre, tu sexo, tus piernas, tu mano y tu brazo únicos— son jóvenes. No recuerdas ya cómo eran el brazo y la mano mutilados que perdiste en la batalla.
Luego reinicias el recorrido del apartamento. Lo tocas todo. El guante seboso, con las secas puntas de los dedos recortados. Los anillos de piedra roja y de hueso. El cimborio lleno de muelas. Las viejas cajas guarnecidas con torzales de oro y llenas de cabezas cortadas, canillas, manos momificadas. Un día, riendo oscuramente, uniste tu muñón a dos de esas reliquias: un brazo y una mano ajenas. Después sentiste náuseas. Lo conoces todo tan bien. Puedes tocar y describir todos los objetos a ciegas. Hay días en que te entretienes haciéndolo, poniendo a prueba tu memoria, temeroso como estás de perderla por completo. Si se derrumbase el techo del hotel, serías capaz de enumerar, describir y situar todos los objetos que hay en el apartamento del Pont-Royal. Un espejo ustorio. Dos piedras de desigual tamaño. Linas tijeras de sastre, barnizadas de negro. Un cesto lleno de perlas, algodón y resecos granos de maíz. Te diviertes pensando que un día, quizás, debas alimentarte del pan del nuevo mundo y luego recostarte a esperar la muerte, encamado y abúlico, como los españoles de Verdín y los cátaros entregados a la endura. Pero hasta ahora no han dejado de traerte la única comida del día. Unas manos invisibles tocan con los nudillos a tu puerta. Esperas varios minutos, para asegurarte de que el sigiloso sirviente se ha marchado. Abres la puerta. Recoges la bandeja. Comes pausadamente. Tus movimientos se han vuelto viejos, artríticos, mínimos, repetitivos, inútiles.
Vuelves, después de la comida, a tu ocupación: repasar los objetos. Claro, hay un cofre rebosante de tesoros de la América antigua, penachos de plumas de quetzal, orejeras de bronce, diademas de oro, collares de jade. Y una paloma muerta de un solo navajazo: miras la herida en el pecho blanco, las manchas de sangre sobre el plumaje. Un martillo, un cincel, un hisopo, un viejo fuelle, unas herrumbrosas cadenas, una custodia de jaspe, un antiguo compás marino.
Pero el deleite máximo te lo aseguran los mapas. Una carta de navegación deslavada, un auténtico portulano medieval: los contornos del Mediterráneo, los límites, los pilares de Hércules, el cabo Finisterre, la Última Tule, los nombres antiguos de los lugares, retenidos amorosamente en esta carta: Jebel Tarik, Gades, Corduba, Carthago Nova, Toletum, Magerit, en España; Lutetia, Massilia, Burdigala, Lugdunum en Francia; Genua, Mediolanum, Neapolis en Italia; la tierra plana, el océano ignoto, la catarata universal. Comparas este mapa del Mare Nostrum con el mapa de la selva virgen, la máscara de plumas verdes, granates, azules, amarillas, con un negro campo de arañas muertas en el centro, las nervaduras que dividen las zonas del plumaje, los dardos que cuelgan de la tela.
Pero el más misterioso de tus mapas es el de las aguas, la antiquísima carta fenicia que apenas te atreves a tocar, tan quebradiza, como si quisiera convertirse cuanto antes en polvo y desaparecer junto con los secretos que describe: la comunicación secreta de todas las aguas, los túneles subacuáticos, los pasajes bajo tierra por donde fluyen todos los caudales líquidos del mundo para alimentarse unos a otros y encontrar un mismo nivel, despéñense desde altas cordilleras, afloren desde hundidos surtidores, sea su origen el pantano o el volcán, broten del desierto o el valle, nazcan del hielo o del fuego: el líquido corredor del Sena al Cantábrico, del Nilo al Orinoco, del Cabo de los Desastres al Usumacinta, del Liffey al Lago Ontario, de un cenote de Yucatán al Mar Muerto de Palestina: atl, raíz del agua, Atlas, Atlántida, Atlántico, Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que regresa por las rutas de las grandes aguas, los caminos esotéricos del Tíber al Jordán, del Eufrates al Escalda, del Amazonas al Niger. Esotérico: eisotheo: yo hago entrar. Mapas de la iniciación; cartas de los iniciados. Hay una banal leyenda escrita en la margen izquierda de este mapa, en español: «Lo natural de las aguas es que acaban por comunicarse y alcanzar el mismo nivel. Y éste es su misterio.» Un ánfora llena de arena.
Desde el verano, no abres las ventanas. Corriste las pesadas cortinas. Vives con las luces encendidas, de día y de noche. No toleraste más el humo, el hedor de carne quemada, uñas y pelo quemados. El sofocado perfume de los castaños y platanares. El humo desde las torres de Saint-Sulpice. Antes podías mirarlas desde tu ventana en el séptimo piso del hotel. No toleraste más el desfile de flagelantes y penitentes que marchaban de día por la rué Montalembert hacia el boulevard Saint-Germain, ni el clamor de la vida proliferante, recién llegada, que crecía por la rué du Bac, hacia el Quai Voltaire y el Sena: el río hervía, el Louvre transparente se exhibía sin pudor, los espacios se ensanchaban, la Gioconda no estaba sola, la piel de onagro se achicaba en la mano febril de Raphael de Valentín, Violetta Gautier moría en lecho de camelias, cantando con voz muy baja,
Sola, abbandonata,
In queso popoloso deserto
Ch’appellano Parigi…
Una fila de hombres descalzos, escondidos por el humo, entraban al espantoso hedor y a la muerte rigurosamente programada de la iglesia de Saint-Sulpice. Javert perseguía a Valjean por los laberintos de las aguas negras.
Te encerraste aquí. Tenías con qué pagar. El cofre lleno de antiguas joyas aztecas, mayas, totonacas, zapotecas. Te dijeron que podías usarlas en el exilio para organizar la resistencia y ayudar a los desterrados. Una custodia, sí, pero también tu subsistencia. Tú mismo eres un desterrado. Leiste el último periódico y lo arrojaste al retrete, despedazado. Viste desaparecer los escandalosos encabezados y los sesudos comentarios en un torbellino de agua inútilmente clorinada. Los hechos eran ciertos. Pero eran demasiado ciertos, demasiado inmediatos o demasiado remotos con relación a la verdad verdadera. Supones que tal ha sido siempre la despreciable fascinación de la noticia: su inmediatez de este día nos intima cuán remota será mañana. Cierto: el mundo microbiano se armó de inmunidad con rapidez mayor a la de la ciencia para neutralizar cada nuevo brote de independencia bacterial; inútiles, la clorina, los antibióticos, todas las vacunas. Pero, ¿por qué, en vez de tomar medidas mínimas de segundad, se sintió el mundo humano de tal manera atraído, diríase mesmerizado, por la victoria del mundo microbiano? La vulgar justificación, el lugar común, fue que, abandonando todo programa sanitario, se dejaba a la naturaleza misma resolver el problema del excedente de población: los cinco mil millones de habitantes de un planeta exhausto que, sin embargo, no sabía desprenderse de sus hábitos adquiridos: mayor opulencia para unos cuantos, hambre mayor para la gran mayoría. Montañas de papel, vidrio, caucho, plástico, carne podrida, flores marchitas, materia inflamable neutralizada por materia húmeda, colillas de cigarros, esqueletos de automóviles, lo mínimo y lo máximo, condones y servilletas sanitarias, prensas, latas y bañaderas: Los Ángeles, Tokio, Londres, Hamburgo, Teherán, Nueva York, Zurich: museos de la basura. Las epidemias surtieron el efecto deseado. La peste medieval no distinguió entre hombre y mujer, joven y viejo, rico y pobre. La plaga moderna fue programada: se salvaron, en nuevas ciudades esterilizadas bajo campana de plástico, algunos millonarios, muchos burócratas, un puñado de técnicos y científicos y las escasas mujeres necesarias para satisfacer a los elegidos. Otras ciudades potenciaron a la muerte ofreciéndole soluciones acordes con lo que antes se llamó, sin la menor ironía, «el genio nacional»: México recurrió al sacrificio humano, consagrado religiosamente, justificado políticamente y ofrecido deportivamente en espectáculos de televisión; el espectador pudo escoger: ciertos programas fueron dedicados a escenificaciones de la guerra florida. En Río de Janeiro, un edicto militar impuso un carnaval perpetuo, sin límite de calendario, hasta que la población muriese de pura alegría: baile, alcohol, comparsas, sexo. En Buenos Aires se fomentó un machismo arrabalero, una urdimbre de celos, desplantes, dramas personales, instigada por tangos y poemas gauchescos: brillaron los cuchillos de la venganza, millones se suicidaron. Moscú fue, a la vez, más sutil y más directa: distribuyó millones de ejemplares de las obras de Trotsky y luego mandó fusilar a toda persona sorprendida leyéndolas. Nadie sabe lo que sucede en China. Benares y Addis-Abeba, La Paz y Jakarta, Kinshasa y Kabul, simplemente, han muerto de hambre.
París, al principio, aceptó las recomendaciones del consejo mundial de despoblación. La necesaria muerte sería, en lo posible, natural: hambre, epidemia, aunque se dejaba a la idiosincrasia de cada nación encontrar soluciones particulares. Pero París, fuente de toda sabiduría, donde el persuasivo demonio inculcó a ciertos hombres sabios una perversa inteligencia, optó por un camino distinto. Esta primavera apenas, viste en tu apartamento los debates por televisión. Todas las teorías posibles fueron expuestas y criticadas con agudeza cartesiana. Cuando todos terminaron de hablar, un viejísimo autor teatral de origen rumano, miembro de la Academia, con aspecto de gnomo o, para ser más exactos y emplear la lingua franca del siglo, de leprechaun de los verdes bosques de Irlanda: este elfo de blancos mechoncillos alrededor de la cabeza calva y extraordinaria mirada de candor y de astucia, propuso que se le dieran, simplemente, iguales oportunidades a la vida y a la muerte:
—Increméntese, por un lado, la natalidad y, por el otro, el exterminio. Ninguna regla general prospera sin su excepción. ¿Cómo pueden morir todos si no nace nadie?
—Gracias, señor Ionesco, dijo el locutor.
Tu única comida es siempre la misma. El desleído menú la anuncia como grillade mixte y se compone de criadillas, salchichas negras y riñones. Al terminar, vuelves a abrir la puerta. Depositas la bandeja vacía sobre el tapete del vestíbulo. Las pisadas sigilosas se acercan varias horas después. Escuchas los rumores y las pisadas se alejan. El ascensor no funciona. No llegan cartas, ni telegramas. Nunca suena el teléfono. Por la pantalla de televisión pasa siempre el mismo programa, el mismo mensaje, el del último encabezado que leiste en el último diario que compraste, antes de encerrarte aquí. Vuelves a abrir la caja de las monedas. Miras los perfiles borrados por el tacto. Juana la Loca, Felipe el Hermoso, Felipe II llamado el Prudente, Isabel Tudor, Carlos II llamado el Hechizado, Mariana de Austria, Carlos IV, Maximiliano y Carlota de México, Francisco Franco: fantasmas de ayer.
No sabes si duermes de día y recorres de noche el apartamento, tocas los objetos, evitas los objetos. No hay tiempo. Nada sirve. Las luces eléctricas se van volviendo cada día más pardas. 31 de diciembre de 1999. Esta noche, terminan por apagarse. Esperas su regreso, a sabiendas de que es inútil. Has vencido a los espejos. Sólo reflejarán oscuridad. No correrás las cortinas. Conoces de memoria la ubicación de cada objeto. No necesitas gastar los cabos de vela escondidos en un cajón junto a la cama. Y sólo te queda una caja de fósforos. Dejas que las pantuflas se te deslicen de los pies. Te arropas en el caftán tunecino, negro, con ribetes de hilo dorado. Tomas los manuscritos encontrados en las botellas. Repites los textos en voz baja. Los conoces de memoria/ Pero cumples los actos de la lectura normal, doblas cada página después de murmurar sus palabras. Nada ves. Afuera está nevando. Pasa una procesión bajo tus ventanas. La imaginas: pendones rasgados, cilicios y guadañas. Deben ser los últimos. Sonríes. Quizás tú eres el último. ¿Qué harán contigo? Y repentinamente, al hacerte esta pregunta, unes los cabos sueltos de tu situación y de tus lecturas en la oscuridad, te das cuenta de lo evidente, unes las imágenes que viste por última vez desde tu ventana, antes de correr las cortinas, con la letra muerta de las páginas que sostienes entre tus manos, esas viejísimas historias de Roma y Alejandría, la costa dálmata y la costa del Cantábrico, Palestina y España, Venecia, el Teatro de la Memoria de Donno Valerio Camillo, los tres muchachos marcados con la cruz en la espalda, la maldición de Tiberio César, la soledad del rey don Felipe en su necrópolis castellana, darle una oportunidad a lo que nunca la tuvo para manifestarse en su tiempo, hacer coincidir plenamente nuestro tiempo con otro, incumplido, se necesitan varias vidas para integrar una personalidad: ¿no lo repitieron hasta la saciedad en la prensa y la televisión? Cada minuto muere un hombre en Saint-Sulpice, cada minuto nace un niño en los muelles del Sena, sólo mueren hombres, sólo nacen niños, ni mueren ni nacen mujeres, las mujeres sólo son conducto del parto, luego fueron preñadas por los mismos hombres que en seguida fueron conducidos al exterminio, cada niño nació con una cruz en la espalda y seis dedos en cada pie: nadie se explicó esta extraña mutación genética, tú entendiste, tú creiste entender, el triunfo no ha sido ni de la vida ni de la muerte, no fueron éstas las fuerzas opuestas, poco a poco, en la época de las epidemias, o más tarde, en la época del exterminio indiscriminado, murieron todos los pobladores actuales de París, los nacidos, con excepción de los centenarios, en este mismo siglo: los demás, los que preñan, las preñadas, los que nacen, los que siguen muriendo, son seres de otro tiempo, la lucha ha sido entre el pasado y el presente, no entre la vida y la muerte: París está poblado por puros fantasmas, pero ¿cómo, cómo, cómo?
Afiebrado, corres a la ventana y separas las gruesas cortinas. Los pies llagados se arrastran sobre la nieve. Escuchas una flauta. Unos ojos miran desde la calle hacia tu ventana. Unos ojos verdes, bulbosos, te miran desde la calle, te convocan. Sabes distinguir el origen y el destino de los pasos en la calle. Cada día fueron menos. Antes las procesiones iban hacia Saint-Germain. Ésta camina hacia Saint-Sulpice. Son los últimos. Entonces, te has equivocado. Triunfó la muerte: han nacido muchos, pero han muerto más. Por fin, han muerto más que cuantos han nacido. Quizás sólo queden estas víctimas finales que ahora caminan entre la nieve, rumbo a Saint-Sulpice. ¿Qué harán los verdugos al terminar su tarea? ¿Se matarán a sí mismos? ¿Quiénes son los verdugos de sí mismos? ¿Ese flautista que mira hacia tu ventana; ese monje de mirada oscura, sin expresión, incrustada en el rostro sin color? ¿Esa muchacha que…? Los tres miran hacia tu ventana. Los últimos. Esa muchacha con ojos grises, naricilla levantada y labios tatuados. Esa muchacha que al moverse agita suavemente las telas multicolores de sus faldas y hace nacer de ellas la sombra y la luz. Los miras. Te miran. Sabes que son los últimos.
Entre la vulgaridad del evento y la impenetrabilidad del misterio, convocas a la razón para que te salve de ambos extremos. Estás en París. Desde México, leiste mal a Descartes; en realidad, dijo que la razón que, sintiéndose suficiente, sólo nos da cuenta de sí misma, es una mala y pobre razón. Y ahora a Descartes lo templas con Pascal: tan necesariamente loco está el hombre, que sería una locura no estar loco: tal es la vuelta de la tuerca de la razón. Y al pensar en Pascal piensas en tu viejo Erasmo y su elogio de una locura que relativiza los pretendidos absolutos del mundo anterior y del mundo inmediato: al Medievo, le arrebata Erasmo la certeza de las verdades inmutables y de los dogmas impuestos; a la modernidad, le reduce a proporción irónica el absoluto de la razón y el imperio del yo. La locura erasmiana es una puesta en jaque del hombre por el hombre mismo, de la razón por la razón misma, y no por el pecado o el demonio. Pero también es la conciencia crítica de una razón y un ego que no quieren ser engañados por nadie, ni siquiera por sí mismos.
Piensas con tristeza que el erasmismo pudo ser la piedra de toque de tu propia cultura hispanoamericana. Pero el erasmismo pasado por la criba española se derrotó a sí mismo. Suprimió la distancia irónica entre el hombre y el mundo, para entregarse a la voluptuosidad de un individualismo feroz, divorciado de la sociedad pero dependiente del gesto externo, la actitud admirable, la apariencia suficiente para justificar, ante uno mismo y ante los demás, la ilusión de la singularidad emancipada. Lina rebelión espiritual que termina por alimentar lo misino que decía combatir: el honor, la jerarquía, el desplante del hidalgo, (‘1 solipsismo del místico y la esperanza de un déspota ilustrado.
Inquieres, mirando por primera vez en muchos meses a la calle y a los tres personajes que intentan mirarte desde ella, si la ciencia moderna puede ofrecerte otras hipótesis que no sean las de la noticia inmediata, el misterio hermético o la locura humanista. Te preguntas: si el mundo ha sido despoblado por la epidemia, el hambre y el exterminio programados, ¿con qué ha llenado la naturaleza, que lo aborrece, ese vacío? La antimateria es una inversión o correspondencia de toda energía. Existe en estado latente. Sólo se actualiza cuando aquella energía desaparece. Entonces ocupa su lugar, liberada por la extinción de la materia anterior.
El cielo encapotado de esta noche de San Silvestre en París te impide mirar fulgor alguno. Los quasars, fuentes de energía errante en el universo, nacen del choque de galaxias y antigalaxias para convertirse en materia potencial, antimateria que espera la extinción de algo para suplir su ausencia. Si esto es cierto, todo un mundo, idéntico al nuestro en cuanto es capaz de suplirlo íntegramente, en lo máximo y en lo mínimo, espera nuestra muerte para ocupar nuestro lugar. La antimateria es el doble o espectro de toda materia: es decir, el doble o espectro de cuanto es.
Sonríes. La ciencia ficción siempre urdió sus tramas en torno de una premisa: existen otros mundos habitados, superiores en fuerza o en sabiduría al nuestro. Nos vigilan. Nos amenazan en silencio. Algún día, seremos invadidos por los marcianos. Doble Welles: Herbert George y George Orson. Pero tú crees asistir a otro fenómeno: los invasores no han llegado de otro lugar, sino de otro tiempo. La antimateria que ha llenado los vacíos de tu presente se gestó y aguardó su momento en el pasado. No nos han invadido marcianos y venusinos, sino herejes y monjes del siglo XV, conquistadores y pintores del siglo XVI; poetas y asentistas del siglo XVII, filósofos y revolucionarios del siglo XVIII, cortesanas y ambiciosos del siglo XIX: hemos sido ocupados por el pasado.
¿Vives entonces una época que es la tuya, o eres espectro de otra? Seguramente ese flautista, ese monje y esa muchacha que te miran desde la calle nevada se preguntan lo mismo: ¿hemos sido trasladados a otro tiempo, o ha invadido otro tiempo el nuestro?
¿Te atreverías a pensar lo impensable, mientras mantienes separada la cortina con tu única mano? Estás mirando un traslado del pasado histórico a un futuro que carecerá de historia.
Y obsesivamente, por ser quien eres y de donde eres, te dices que si esto es así, ese traslado de pasado tiene que ser el de la menos realizada, la más abortada, la más latente y anhelante de todas las historias: la de España y la América Española. Te castigas con una mueca de desprecio íntimo. ¿No podría decir lo mismo un indonesio, un birmano, un mauritanio, un palestino, un irlandés, un persa? Idiota: has estado pensando con^o un enciclopedista de peluca empolvada. ¿Cómo es posible ser persa? ¿Cómo, en efecto, es posible ser mexicano, chileno, argentino, peruano?
¿Y tú? ¿Qué harán contigo? Es el primer día —te das cuenta súbitamente— en que no te han traído tu única comida. Te dejarán morir de hambre. Quizás no saben que estás allí, en la suite del Hotel du Pont-Royal. Da igual. La lógica del exterminio se impone, independiente de tu existencia. Sin duda, han matado a tu sirviente. ¿Te servaría de algo apresurar las cosas, bajar a la calle, unirte a los tres seres que miran hacia tu ventana? Da igual. Sean quienes sean los verdugos verdaderos, éstos, otros, te matarán a ti, desconociéndote, porque nadie te servirá de comer. Debes dormir y reconocer tu muerte en el sueño. Te preguntas si eres el único que así perece: como los antiguos cátaros, sonríes. Y en ese instante dejas de creer que tú eres tú: esto le está sucediendo a otro. No a otro cualquiera. A Otro. El Otro.
El vértigo te asalta. Gritarías en ese instante, romo San Pablo a los corintios:
—¡Hablo como loco, pues lo estoy más que ninguno!
Regresas a ti mismo. Regresas a tu miserable cuerpo, tu sangre, tus entrañas, tus sentidos, tu brazo de puro aire, mutilado: con el brazo sano te aferras a ti mismo como a tu única tabla de salvación. Tú eres tú. Estás en París, la noche del 31 de diciembre de 1999. Pasaste un día frente al monumento a Jacques Monod, cercano a la estatua de Balzac por Rodin, en el Boulevard Raspail. El azar, capturado por la invariabilidad, se convierte en necesidad. Pero el azar solo, y sólo el azar, es la fuente de toda novedad, de toda creación. El azar puro, libertad absoluta pero ciega, es la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución. Sin la intervención de este azar creador, todo y todos estaríamos petrificados, conservados como duraznos en lata.
Dejas caer, con tu única mano separada de ella, la cortina. No verás nunca más a esos tres sobrevivientes. El silencio de la ciudad bajo la nieve te lo dice todo. Murieron todos. El orden de los factores no altera el producto. Murieron los hombres llegados del pasado, las mujeres del presente por ellos preñadas y los niños destinados al futuro, los recién nacidos en los muelles del Sena: todos César, todos Cristo, luego ninguno César, ninguno Cristo. ¿Razón? ¿Locura? ¿Ironía? ¿Azar? ¿Antimateria? Se cumplieron las reglas del juego: mueran diariamente tantos como nazcan. El flautista, el monje y la muchacha, siendo los sobrevivientes, necesariamente eran los verdugos. Ahora subirían a matarte a ti y luego se matarían a sí mismos.
Te diriges a tu alcoba. Acostarte, soñar, morir. Entonces escuchas el ruido de los nudillos que tocan a tu puerta.
Vinieron por ti.
No tuviste que bajar a buscarlos.
No tuviste que morir soñando.
Abres la puerta.
La muchacha de tez de porcelana, larga cabellera castaña, anchas faldas multicolores y collares gitanos te mira con sus profundos ojos grises. «He cantado a las mujeres en tres ciudades, pero todas son una.» ¿Las mujeres? ¿Las ciudades? «Casi todas tenían ojos grises; cantaré al sol.» Te mira largamente. Luego mueve los labios tatuados con tantos colores como los de collares y faldas:
—Salve. Te estaba buscando.
Corazón deslumbrado.
—¿Sí?
Disimula tu extrañeza.
—Nos dimos cita, ¿recuerdas?, el pasado catorce de julio, sobre el puente.
—No. No recuerdo.
—Polo Febo.
—«Cantaré al sol», dices sin saber lo que dices.
—Las palabras escritas sobre la coraza de tu pecho brillaban, se desvanecían, otras aparecían en su lugar…
—«Nada me desengaña; el mundo me ha hechizado», dices, como si otro hablara por ti.
—Caíste desde el Pont des Arts a las aguas hirvientes del Sena.
—«El tiempo es la relación entre lo existente y lo inexistente.»
—Tu mano única permaneció por un instante visible, fuera del agua.
—«¿Y si, repentinamente, todos nos convirtiésemos en otros?»
—Arrojé al río la verde y sellada botella, rogando que te salvaras con ella.
—«Totalmente transformada, nace una terrible belleza.»
—¿Puedo entrar, entonces?
Sacudes la cabeza. Sales del trance.
—Perdón… Excusa mi… mi falta de cortesía… En la soledad se olvidan… se olvidan… las reglas del trato. Perdón; pasa, por favor. Estás en tu casa.
La muchacha entra a la oscuridad del apartamento.
Te toma de la mano. La suya está helada. Te conduce suavemente por el salón. En la oscuridad, no puedes ver lo que hace. Sólo escuchas cómo se frotan entre sí las telas de su falda; el choque de las cuentas del collar sobre sus pechos.
—La carlanca de Bocanegra… El espejo ustorio de fray Toribio… Todos los espejos… El triangular de fray Julián, que Felipe no pudo destruir cuando el pintor se llevó el cuadro de Orvieto… El redondo con que Felipe subió por los treinta y tres escalones de su capilla… El de mármol negro, veteado de sangre, donde se miraron una noche la Señora y Don Juan… El espejillo de mano que robaste en Galicia antes de embarcarte con Pedro a descubrir las tierras nuevas… el mismo espejo donde se miró el anciano del cesto de las perlas… el mismo espejo donde me miraste a mí, coronada de mariposas…
Reprimes la angustia de tu voz:
—Estamos a oscuras. ¿Cómo sabes?
—Sólo en la oscuridad puedo mirarme en estos espejos, te contesta con voz tan serena como alterada la tuya. Tú mismo, ¿no me viste al abrir la puerta, en la misma oscuridad? ¿No viste mis ojos y mis labios?
Acerca su cuerpo al tuyo. La mujer huele a clavo, pimienta y acíbar. Te habla al oído:
—¿No estás cansado? Peregrino, has viajado tanto desde que caíste del puente aquella tarde y te perdiste en las aguas que te arrojaron en la playa del Cabo…
La tomas de los hombros, la apartas de ti:
—No es cierto, yo he estado encerrado aquí, no me he movido, desde el verano no abro las ventanas, me estás contando lo que ya he leído en las crónicas y manuscritos y pliegos que tengo allí, en ese gabinete, tú has leído lo mismo que yo, la misma novela, yo no me he movido de aquí…
—¿Por qué no piensas lo contrario?, te dice después de besar tu mejilla, ¿por qué no piensas que los dos hemos vivido lo mismo, y que esos papeles escritos por fray Julián y el Cronista dan fe de nuestras vidas?
—¿Cuándo? ¿Cuándo?
Mete la mano bajo la tela de tu caftán, te acaricia el pecho:
—Durante los seis meses y medio que pasaron entre tu caída al río y nuestro encuentro aquí, esta noche…
Te rindes, exánime, tu cabeza unida a la de ella:
—No hubo tiempo… Todo eso pasó hace siglos… Son crónicas muy antiguas… Es imposible…
Entonces ella te besa, plenamente, en los labios: húmeda, profunda, largamente: el beso mismo es otra medida del tiempo, un minuto que es un siglo, un instante que es una época, interminable beso, fugaz beso, los labios tatuados, la lengua larga y angosta, el paladar rebosante de un dulce placer, recuerdas, recuerdas, cada momento de la prolongación de ese beso es un nuevo recuerdo, Ludovico, Ludovico, todos hemos soñado con una segunda oportunidad para revivir nuestras vidas, una segunda oportunidad, escoger de nuevo, evitar los errores, reparar las omisiones, ofrecer la mano que la primera vez no tendimos, sacrificar al placer el día que antes dedicamos a la ambición, darle una nueva oportunidad a cuanto no pudo ser, a todo lo que esperó, latente, que la semilla muriese para que la planta germinase, la coincidencia de dos tiempos apartados en un espacio agotado, hacen falta varias vidas para integrar una personalidad y cumplir un destino, los inmortales tuvieron más vida que su propia muerte, pero menos tiempo que tu propia vida…
Deliras; te sientes transportado al Teatro de la Memoria en la casa entre el Canal de San Bernabé y el Campo Santa Margherita; te apartas del beso de la muchacha de labios tatuados; estás lleno de memoria, Celestina te ha pasado la memoria que a ella le pasó el diablo disfrazado de Dios, Dios disfrazado del diablo, te apartas de ella con aversión, recuerdas, no lo leiste, lo viviste, todo lo viviste, en los últimos ciento noventa y cinco días del último año del último siglo, durante las pasadas cinco mil horas: no habrá más vida, la historia tuvo su segunda oportunidad, el pasado de España revivió para escoger de nuevo, cambiaron algunos lugares, algunos nombres, se fundieron tres personas en dos y dos en una, pero eso fue todo: diferencias de matiz, dispensables distinciones, la historia se repitió, la historia fue la misma, su eje la necrópolis, su raíz la locura, su resultado el crimen, su salvación, como escribió el fraile Julián, unas cuantas hermosas construcciones e inasibles palabras. La historia fue la misma: tragedia entonces y farsa ahora, farsa primero y tragedia después, ya no sabes, ya no te importa, toda ha terminado, todo fue una mentira, se repitieron los mismos crímenes, los mismos errores, las mismas locuras, las mismas omisiones que en otra cualquiera de las fechas verídicas de esa cronología linear, implacable, agotable: 1492, 1521, 1598…
La violencia de un guerrero. La aclividad de un santo. La náusea de un enfermo. Todo esto siente tu cuerpo. Celestina te acaricia, te calma, te abraza, te conduce a la recámara, te dice, sí, lo que recuerdas es cierto, lo que no recuerdas también, la maldición de César y la salvación de Cristo se confundieron totalmente, los elegidos no fueron uno solo, como lo quisieron el rey y el dios, ni dos, como lo temieron todos los hermanos enemigos, ni tres, como lo soñaron Ludovico y aquel anciano en la hermosa sinagoga del Tránsito en Toledo, todos fueron los elegidos, todos los niños nacidos aquí, todos portadores de los mismos signos, la cruz y los seis dedos, todos usurpadores, todos bastardos, todos ungidos, todos salvadores, todos conducidos, apenas nacieron, a las cámaras del exterminio en Saint-Sulpice, todos hijos del pasado total del hombre, todos gestados por un traslado de semen antiguo, desde el desierto de Palestina, las calles de Alejandría, el devastado hogar del astuto hijo de Sísifo, las playas de Spalato, los campos de piedra de Venecia, el palacio fúnebre de la meseta castellana, las selvas y pirámides y volcanes del mundo nuevo; primero murieron los niños, luego las mujeres, sólo al final los hombres, sin oportunidad de volver a gestar, al final los verdugos, sin oportunidad de volver a matar a nadie, salvo a sí mismos…
—Noche y niebla. La solución final. ¿Qué burla trágica es ésta, Celestina? ¿Tenían que morir todos para que al fin muriesen los verdugos? Yo…
—Toma. Toma la máscara de la selva.
—Pero el dogma, Celestina, lo escuché todos los días, durante las procesiones, anatema, anatema contra los que creen en una resurrección distinta a la del cuerpo que en vida hubimos…
—Tu cuerpo, mi amor…
—No entiendo…
—El dogma fue proclamado para que la herejía floreciera con raíz más honda: todas las cosas se transforman, todos los cuerpos son su metamorfosis, todas las almas son sus transmigraciones… Toma la máscara, pronto…
—De las mujeres no reciben nada, eso le dijo el Patrón del Café le Bouquet a su esposa; de las mujeres no reciben nada los penitentes; la mujer está manchada, sangra, es el vaso del Demonio…
—Sólo perseguida y oculta puedo actuar; perdonada, soy inútil; consagrada, soy tan cruel como mis perseguidores; condenada, mantengo la llama de la sabiduría olvidada. Tenía que sobrevivir. La máscara, pronto, no tenemos mucho tiempo.
Tocas en la oscuridad el rostro de Celestina… Lo cubre otra máscara de plumas, arañas muertas, dardos…
—La traes puesta tú…
—Yo la mía, tú la tuya, pronto…
—La tuya… La mía está aquí, debajo de mi almohada… Pero la tuya, ¿dónde…?
—Recuerda una vitrina, una casa de antigüedades, en la rué Jacob. La rompí. La robé. ¿Cómo llegó hasta allí? No lo sé. Ponte tu máscara y yo la mía. Idénticas. Pronto. No hay tiempo. Ya hay tiempo. ¿Qué hora es?
Miras de reojo el reloj despertador colocado sobre tu mesa de noche: sus manecillas y números fosforescentes indican tres minutos antes de las doce de la noche.
Quieres disipar las brumas de la vertiginosa necromancia que te asalta y te arrebata todo sentido de equilibrio interno o externo; la mujer huele a clavo, pimienta y acíbar:
—Casi la medianoche. Nos harían falta doce uvas. Siento mucho no poder ofrecerte champaña. No hay más servicio de cuarto. ¿Qué cantamos? ¿Las Golondrinas? ¿Auld Lang Syne?
Reiste; noche de año nuevo en París, sin champaña: ¡qué risa, qué realidad, qué salvación!
—¿No te da risa? ¿Dónde está tu sentido del humor?
—Pronto. No hay tiempo.
—¿Qué ha pasado, pues?
Celestina guarda silencio un instante. Luego dice:
—Ludovico y Simón murieron a las doce menos cinco. Eran los últimos. El estudiante mató al monje. Luego se mató a sí mismo. Quiero que entiendas esto: nosotros no fuimos los verdugos. Nos salvamos de ellos porque nunca los miramos. Creyeron que éramos fantasmas: ellos nos miraban, nosotros a ellos no. Sobrevivimos para llegar hasta ti. Tienes razón: los verdugos nunca supieron de ti. Yo te protegí. Yo te traje de comer todos los días. Hace meses que nadie habita este hotel. Ludo vico y Simón murieron al cumplir su misión: dejarme aquí contigo. No habrá más cadáveres en las naves de Saint Sulpice. Pronto, pongámonos las máscaras.
La obedeces.
La recámara empieza a iluminarse con un fulgor tibio, color de pasto nuevo, una luz de esmeraldas pulverizadas: la máscara tiene dos rendijas a la altura de los ojos; miras a Celestina, enmascarada. La muchacha se acerca a ti, te quita el caftán, apareces desnudo, el caftán cae al piso. Desnudo, con el terrible muñón de tu brazo mutilado. Celestina se despoja de collares, faldas, ropón, zapatillas. La ropa y las baratijas caen al piso: los dos desnudos, una frente al otro, hace tanto tiempo que no amas a una mujer, la miras, te mira, se acercan, la abrazas con ternura; ella, con pasión.
Caen las máscaras. Permanece la luz nacida de las miradas enmascaradas. Llevas a Celestina al lecho. Ella y tú se recorren lentamente, con besos, con caricias, todo lo besa ella, tú lo besas todo, te dices que se están recreando con el tacto, ella con dos manos, tú con una sola, se besan los labios, los ojos, las orejas, ella hunde su aliento en el vello de tu pubis, tú el tuyo en el perfume joven de sus axilas, con la mano le acaricias un pezón, con los labios le humedeces el otro, ella gime, te araña la espalda, te acaricia las nalgas, te hunde un dedo en el ano, escarba con las uñas el haz de placeres entre tu culo y tus güevos, toma el peso de tu talega de leche, tú encima de ella, en cuatro patas, con las piernas separadas, limpiándole con la lengua el ombligo, descendiendo hasta hundir tu cara en los mechones bronceados del mono, apartarlos con la nariz, abrirte paso con la lengua hasta los dobleces ocultos, fugitivos, azogados del clítoris húmedo y palpitante, mientras ella te devora el pene con los labios, la lengua, el paladar, los dientecillos domados, te lame los testículos, te mete la lengua en el culo, tú apartas tus piernas, aún más, buscas la ácida sabrosura del ano de la muchacha, lo dejas brillante y mojado como una moneda de cobre abandonada a la lluvia callejera, te separas de ella, levantas sus piernas con tu única mano, las colocas sobre tus hombros, entras muy lentamente, primero la cabeza morada y pulsante, poco a poco el resto de la verga, hasta la raíz, hasta la frontera del placer, hasta la barrera más negra y rendida de la cueva estremecida, piensas en otra cosa, no te quieres venir aún, la quieres esperar, los dos juntos, otra cosa, viviste una vez en la rué de Biévre, el antiguo canal de los castores que desembocaba en el Sena, ahora una callejuela estrecha de sordos pregones, olores de couscous, altos lamentos de la música árabe, viejos clochards, niños traviesos, rayuelas dibujadas en el pavimento, allí vivió un día Dante, allí escribió, empezó a escribir, París, fuente de toda sabiduría y manantial de las escrituras divinas, donde el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia en algunos hombres sabios, el Infierno, te repites en silencio los versos, para no venirte todavía, nondum, aún no, la mitad del camino de nuestras vidas, una selva oscura, perdimos el camino, selva salvaje, áspera y dura, el recuerdo del terror, no, no es eso lo que quisieras recordar, más adelante, aún no, un canto, nondum, el canto, el canto veinticinco, eso es; ed eran due in uno, ed uno in due, grita la muchacha, dices el verso en voz alta, due in uno, uno in due, grita, cierra los ojos, miras su rostro crispado por el orgasmo, sus muslos temblorosos, su sexo cargado de tempestades, ahora sí, ya, te vienes con ella, riegas de plata y veneno y humo y ámbar su negra, rosada, perlada, indente vagina, ed eran due in uno, ed uno in due, se prolonga el placer, los jugos, la leche, el océano, ella sigue estremecida, tú aúllas como un animal, no te puedes separar, no te quieres separar, te hundes en la carne de la mujer, la mujer se pierde en la carne del hombre, dos en uno, uno en dos, tu brazo, tu brazo retoña, tu mano, tu mano crece, tus uñas, tu palma abierta, tomar, recibir, otra vez, reaparece la mitad perdida de tu fortuna, tu amor, tu inteligencia, tu vida y tu muerte: levantas el brazo que no tenías, no es el tuyo, el que apenas recuerdas, el que perdiste en una cacería de hombres contra hombres, Lepanto, Veracruz, el Cabo de los Desastres, Dios mío, tu brazo es el de la muchacha, tu cuerpo es el de la muchacha, el cuerpo de ella es el tuyo: buscas, enloquecido, instantáneamente, otro cuerpo en la cama, esto no lo has soñado, has amado a una mujer en tu lecho del cuarto del Hotel du Pont Royal, la muchacha ya no está, sí está, no está, hay un solo cuerpo, lo miras, te miras, tocas con tus dos manos tus senos reventones, tus pezones levantados, tus extrañas caderas, juveniles, estrechas, tu cintura quebradiza, tus nalgas altaneras, tus manos buscan, buscan con el terror de haber perdido el emblema de tu hombría, rozas la mata de vello, llegas, no, tocas tu verga dura todavía, mojada, babeante, tus testículos exhaustos, temblorosos aún, sigues buscando, detrás de tus bolas, entre tus piernas, lo encuentras, tu hoyo, tu vagina, metes el dedo, es la misma que acabas de poseer, es la misma que volverás a poseer, hablas, te amo, me amo, tu voz y la de la muchacha se escuchan al mismo tiempo, son una sola voz, déjame amarte otra vez, quiero otra vez, introduces tu propia verga larga, nueva, contráctil, sinuosa como una serpiente, dentro de tu propia vagina abierta, gozosa, palpitante, húmeda: te amas, me amo, te fecundo, me fecundas, me fecundo a mí mismo, misma, tendremos un hijo, después una hija, se amarán, se fecundarán, tendrán hijos, y esos hijos los suyos, y los nietos bisnietos, hueso de mis huesos, carne de mi carne, y vendrán a ser los dos una sola carne, parirás con dolor a los hijos, por ti será bendita la tierra, te dará espigas y frutos, con la sonrisa en el rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres, y al polvo volverás, sin pecado, con placer.
No sonaron doce campanadas en las iglesias de París; pero dejó de nevar, y al día siguiente brilló un frío sol.