Comenzó ahora a acometerle una espantable escuadra de miserias.
Cinco llagas le brotaron, que así fueron llamadas por las monjas del palacio, para sugerir que los sufrimientos del rey eran semejantes a los de Cristo mismo; y Felipe aceptó esta blasfemia en nombre de su hambre de Dios. Una llaga en el pulgar de la mano derecha, tres en el dedo índice de la misma mano, y otra en un dedo del pie derecho. Los cinco puntos de supuración le atormentaban noche y día; no podía soportar el contacto de las sábanas. Al cabo, las llagas se cicatrizaron, pero le fue imposible moverse por sí mismo. Era trasladado de un lugar a otro en silla de manos que cargaban, por turnos, cuatro monjas. A la Madre Milagros le advirtió el Señor:
—Cosa que entra en un convento, no vuelve a salir de él; ni persona, ni dinero, ni secreto. Pude haber escogido para cargarme de un lugar a otro a cuatro servidores sordomudos: así seréis vos y vuestras sórores, Milagros, sordas y mudas a cuanto vean y escuchen.
Pidió que le llevasen una vez más al oscuro rincón de la capilla donde reposaba, amurallada, su madre la llamada Dama Loca, y le preguntó:
—Madre, ¿qué haces?
La Madre Milagros y las hermanas Angustias, Caridad y Ausencia se hincaron espantadas y empezaron a orar en voz baja cuando distinguieron, por la ranura dejada abierta entre los ladrillos, los ojos ambarinos de la anciana reina, sobre cuyo destino mucho se decía en corrillos y mentideros, que regresó a su reclusión absoluta en el alcázar de Tordesillas, que se enterró en vida junto al cadáver de su muy amado esposo, que fue muerta por equivocación durante la feroz matanza presidida por Guzmán en la capilla, que había huido a las tierras nuevas con su enana pedorra y su bobo atreguado. Ahora oyeron su voz:
—Oh, hijo mío, cuán sabio fuiste en nunca abandonar la protección de tus paredes, y jamás cruzar los mares para conocer las tierras de tu vasto imperio indiano. Nadie, ningún soberano de nuestra raza, pisó jamás las playas del nuevo mundo: fueron más discretos que yo. Mas considera, hijito, mi dilema: mi hermoso marido, rubio como el sol, era sólo el segundo en la sucesión; vivíamos a la sombra del emperador, el hermano de Maxl, en la corte de Viena, en la frivolidad de los bailes y la etiqueta, vivíamos de los mendrugos de la mesa imperial, siempre los segundos, nunca los primeros, meros delegados, representantes del verdadero poder en la Italia sometida a Austria, revoltosa, irredenta: Milán, Trieste. ¿Cómo no íbamos a escuchar el canto de las sirenas? Un imperio, nuestro, en México, tierra nuestra, descubierta, conquistada y colonizada por nuestra estirpe real, mas donde nunca una planta real se había hundido en la arena de Veracruz. Maxl, Maxl, el veneno de las generaciones incestuosas se concentraba aún más en ti, mi amor, los rasgos hereditarios, la mandíbula prógnata, los huesos quebradizos, los labios gruesos y separados: tus ojos azules y tu rubia barba, empero, te daban el aspecto de un Dios; pero no podías tener hijos. Te lo dije, esa noche en Miramar, si no podemos tener hijos, tengamos un imperio. Los buenos mexicanos nos ofrecían un trono; seríamos los buenos padres de ese pueblo; el emperador, tu hermano, nos niega toda ayuda: te envidia; acepta la ayuda de Bonaparte; sus tropas nos protegerán del puñado de rebeldes que se oponen a nosotros. Descendimos del Novara al trópico ardiente, el cielo de zopilotes, la selva de papagayos, el aroma de la vainilla, la orquídea y el naranjo, ascendimos a la seca meseta, tan parecida a esta de Castilla, hijo, a la sede de nuestros antepasados, la ciudad vencida, México, el país rebelde, México: una vieja leyenda, Maxl, un dios blanco, rubio y barbado, la serpiente emplumada, el dios del bien y de la paz; no nos quisieron, hijo, nos engañaron, hijo, lucharon hasta la muerte contra nosotros, se confundieron con la selva, la montaña, el llano, eran campesinos de día y guerrilleros de noche, atacaban, huían, emboscados, un ejército invisible de indios descalzos; reaccionamos con la cólera de nuestra sangre: rehenes, pueblos incendiados, rebeldes fusilados, mujeres ahorcadas: nada los sometió, el ejército francés nos abandonó, primero quisiste huir con ellos, te dije que nuestra dinastía no emprendía la fuga cobardemente, yo iría a París, a Roma, obligaría a Napoleón a cumplir sus compromisos, obligaría al Papa a protegernos; me desdeñaron, me humillaron, enloquecía, querían envenenarme, me dejaron pasar una noche en el Vaticano, la primera mujer que jamás durmió en San Pedro, luego me fui a nuestra villa de Como, recibí tus cartas, Maxl, tú solo, abandonado, tus cartas: Si Dios permite que recuperes la salud y puedas leer estas líneas, sabrás en qué medida he sido golpeado por la fatalidad, un golpe tras otro, desde que te fuiste. La desgracia sigue todos mis pasos y destruye todas mis esperanzas. La muerte me parece una feliz solución. Estamos rodeados. Los mensajeros imperiales han sido colgados de los árboles, a nuestra vista, del otro lado del río, por los republicanos. Los húsares austríacos no han podido acudir en nuestro auxilio. Las municiones y los abastecimientos se están agotando. Las buenas hermanas nos traen un poco de pan hecho con la harina de las hostias. Comemos carne de mula y de caballo. Vivimos en nuestro último refugio, el Convento de la Cruz. Desde las torres se contempla el panorama de la ciudad de Querétaro. No sé cuánto tiempo podremos resistir. Me comportaré hasta el fin como un soberano derrotado mas no deshonrado. Adiós, amada mía. Yo le contestaba, Amado mío, pienso constantemente en ti desde esta tierra llena de los recuerdos de nuestros mejores años. Todo, aquí, me habla de ti; tu lago de Como, que tanto amaste, se extiende ante mis ojos en toda su azul serenidad y todo parece igual, como antes; sólo tú estas allá, tan lejos, tan lejos… Mi carta, hijito, llegó demasiado tarde; el cuerpo acribillado, convulso al pie del paredón, se resistía a morir. Un soldado se acercó y le dio el tiro de gracia en el pecho. La túnica negra se incendió. Un mayordomo corrió a apagar las llamas con su propia librea. El cuerpo fue conducido a un convento para embalsamarlo y regresarlo a la familia. El carpintero del ejército de Juárez jamás lo había visto en vida. No podía medirlo correctamente. Lo bajaron del Cerro de las Campanas en el armón del ejército republicano, dentro de la caja demasiado pequeña, con las piernas colgando fuera del féretro. El cuerpo fue extendido, desnudo, sobre una tabla. Pero hubo que esperar mucho tiempo antes de tomar el bisturí y abrir el cadáver en canal. No había naftalina desinfectante en el convento. Se encontró un frasco de cloruro de zinc. El líquido fue inyectado en las arterias y las venas. La operación duró tres días. Cuatro balas habían penetrado su torso, tres por el pecho izquierdo y una por la tetilla derecha. La quinta bala le quemó la ceja y la sien. Su ojo estalló bajo el sol como si hubiese pasado la vida mirándolo sin pestañear. En las iglesias, buscaron ojos del color de los suyos: azules. Santo por santo; virgen por virgen; sólo había ojos negros. El azul ha huido de las miradas de ese país. Lo vistieron con una túnica de campaña de tela azul. Una fila de botones dorados de la cintura al cuello. Pantalón largo, corbata, guantes de cabritilla. Quedaba tan poco de él. Un manantial de viento, apenas. Le atornillaron los ojos de vidrio negro en las órbitas vacías: nadie lo pudo reconocer. Los gases escaparon exhaustos del vientre abierto, burbujearon en las orejas y los labios se llenaron de espuma verde. El cuerpo cayó convulso. Un soldado disparó el tiro de gracia contra el pecho y luego se apoyó a fumar contra el paredón de adobe. A las dos semanas, el cuerpo se ennegreció. Las inyecciones de zinc mataron las raíces del pelo. No era posible reconocer, bajo el cristal del féretro, en esa cabeza calva, ese mentón sin barbas, esos ojos postizos, esa carne primero hinchada y hundida después, el imperial perfil de las medallas de oro. Las facciones se borraron. Mi amado tenía el rostro de las playas del nuevo mundo. Su cuerpo cruzó de nuevo el gran océano en la misma nave que nos trajo, el Novara. Nadie lo pudo reconocer. Yo no lo volví a ver. Mírame, hijito: yo soy esa muñeca anciana, enloquecida, vestida con ropón de encajes y cubierta por cofia de seda, encerrada en un castillo belga, escapándome a veces para buscar bajo los árboles de los brumosos prados una nuez, un poco de agua fresca, me quieren envenenar. Mi nombre es Carlota.
Con grande tristeza abandonó el Señor ese día el nicho de su madre la Dama Loca; no necesitó conminar a las monjas al silencio: le bastó ver sus cuatro rostros sin sangre, transparentes de pavor. Lo regresaron en la silla de manos a la alcoba y lo trasladaron al lecho. Vínole por esos días un principio de hidropesía, hinchándosele el vientre, los muslos y las piernas; y llegó acompañada esta hética de una implacable sed, afligida pasión, pues con ninguna cosa cobra más fuerzas la hidropesía que con lo que más se apetece, que es el agua. Llególe, en ese estado, un pliego firmado por grandes del reino, en el que se explicaba el lamentable estado de las arcas reales debido a sequías, escasez de brazos, ataques de bucaneros contra galeones que traían tesoros del nuevo mundo, y argucias financieras de las familias de judíos establecidos en el norte de Europa.
Escribió el Señor, con dolorosas letras de su puño llagado, órdenes para que los monjes del reino fuesen de puerta en puerta, mendigando limosna para su rey. Y para probar su humildad cristiana, pidió que el Jueves Santo le condujeran a la capilla a fin de cumplir la ceremonia del Mandato, y que para ello trajesen a siete pobres de la multitud de mendigos que perpetuamente rondaba el palacio, esperando la caridad de la comida sobrante. Insistió en cumplir él mismo, a pesar del dolor de los movimientos, el rito del lavatorio de los pies de los pobres. Se acercó a ellos, la mañana del Jueves Santo, de rodillas, sostenidos los brazos por Sor Clemencia y Sor Dolores, y con un trapo húmedo en la mano llagada y una jofaina de agua que le acercaba Sor Esperanza, procedió a lavar los pies de costras, verdugones y espinas enterradas. Al terminar de lavar cada par de pies, los besó, hincado, inclinándose, hasta que la mano de uno de estos pobres le tocó el hombro y el Señor reprimió su cólera, levantó la mirada y encontró la de Ludovico; los ojos verdes, bulbosos, resignados del antiguo estudiante de teología.
Primero lloró Felipe sobre las rodillas de Ludovico, se abrazó a ellas mientras el mendigo mantenía la mano sobre el hombro del Señor y las monjas miraban espantadas y el obispo proseguía el oficio divino en el altar enlutado, cubierto de paños morados, así como todas las efigies y sepulcros de la capilla. Hizo el Señor un gesto que quería decir: está bien, no os alarméis, dejadnos hablar. Ludovico inclinó la cabeza para juntarla a la de Felipe.
—Mi amigo, mi viejo amigo, murmuró el Señor. ¿De dónde llegas?
Ludovico miró al Señor con afectuosa tristeza:
—De la Nueva España, Felipe.
—Entonces, triunfaste tú. El sueño fue realidad.
—No, Felipe, triunfaste tú: el sueño fue pesadilla… El mismo orden que tú quisiste para España fue trasladado a la Nueva España; las mismas jerarquías rígidas, verticales; el mismo estilo de gobierno: para los poderosos, todos los derechos y ninguna obligación; para los débiles, ningún derecho y todas las obligaciones; el nuevo mundo se ha poblado de españoles enervados por el inesperado lujo, el clima, el mestizaje, las tentaciones de una injusticia impune…
—Entonces no triunfamos ni tú ni yo, hermano; triunfó Guzmán.
Ludovico sonrió enigmáticamente, tomó entre sus manos el rostro de Felipe, miró directamente a los ojos hundidos, ojerosos, del Señor.
—Pero yo envié a Julián, Ludovico, dijo el Señor; lo envié para que templara, en lo posible, los actos de Guzmán, de todos los Guzmanes…
—No sé, meneó la cabeza Ludovico, no sé.
—¿Construyó sus iglesias, pintó sus pinturas, recogió la voz de los vencidos?, dijo, con acento cada vez más angustiado, Felipe.
—Sí, sí, afirmó ahora Ludovico, hizo cuanto dices; lo hizo bajo el signo de una creación singular, capaz, según él de trasladar al arte y a la vida la visión total del universo que es la de la ciencia nueva…
—¿Cómo se llama esa creación, y qué es?
—Llámase barroco, y es una floración inmediata: tan plena, que su juventud en su madurez, y su magnificencia, cáncer. Un arte, Felipe, que como la naturaleza misma, aborrece el vacío: llena cuantos la realidad le ofrece. Su prolongación es su negación. Nacimiento y muerte son para este arte un acto único: su apariencia es su fijeza, y puesto que abarca totalmente la realidad que escoge, llenándola totalmente, es incapaz de extensión o desarrollo. Aún no sabemos si de esta muerte y nacimiento conjuntos, puedan nacer más cosas muertas o más cosas vivas.
—Ludovico, entiéndeme, no creo en lo que me dicen, sino en lo que leo…
—Lee, pues, estos versos.
Ludovico extrajo de sus raídos ropajes una página y se la ofreció al Señor, quien la desdobló y murmuró en voz baja,
Piramidal, funesta, de la tierra,
Nacida sombra, al Cielo encaminaba
De vanos obeliscos punta altiva,
Escalar pretendiendo las Estrellas…
y luego
Y el Rey, que vigilancias afectaba,
Aun con abiertos ojos no velaba.
El de sus mismos perros acosado,
Monarca en otro tiempo esclarecido,
Tímido va venado,
Con vigilante oído,
Del sosegado ambiente
Al menor perceptible movimiento
Que los átomos muda,
La oreja alterna aguda
Y el leve rumor siente
Que aun lo altera dormido…
—¿Quién escribió esto? ¿Quién se atrevió a escribir de mí estas…?
—La monja Inés, Felipe.
El Señor quiso apartarse, temblando, de Ludovico; sólo hundió más la cabeza en el pecho del mendigo; las monjas miraban estupefactas, y redoblaban los golpes de los puños cerrados sobre sus pechos.
—Inés está encarcelada en este palacio, Ludovico, atada por cadena de amor a tu hijo, el usurpador llamado Juan, en prisión de espejos…
—Óyeme, Felipe, acerca tu oreja a mis labios… La muchedumbre que invadió el palacio rompió, con sus picas, todas las cadenas y candados de las prisiones, sin detenerse a mirar quiénes las habitaban, corriendo, gritando sólo, «¡Sois libres!»…
—Yo no ordené la matanza, Ludovico, te lo juro, Guzmán actuó en mi nombre…
—No importa. Escúchame: esos amantes encarcelados son una fregona y un picaro, Azucena y Catilinón, que tomaron los lugares de Inés y Juan en la batahola de ese día…
—No te creo; ¿por qué soportaron tan ruines sujetos esa cárcel, sin revelar jamás quiénes eran?
—Prefirieron el placer encarcelado a la libertad sin alegría, quizás. No sé. Sí sé: con tal de sentirse hidalgos y recibir trato de alcurnia, aceptaron ser sus disfraces, a costa de su muerte.
—¿Inés? ¿Juan? ¿La pareja?
—Huyeron conmigo. Nos embarcamos disfrazados en las carabelas de Guzmán. Templaríamos, sí, junto con el fraile pintor, los excesos de tu valido; contra su espada, nuestro arte, nuestra filosofía, nuestro erotismo, nuestra poesía. No fue posible. Pierde cuidado. La monja Inés ha sido silenciada por las autoridades: no escribirá una línea más. Ha sacrificado su biblioteca y sus preciosos instrumentos matemáticos y musicales para dedicarse, como le ordenaron su confesor y su obispo, a perfeccionar los empleos de su alma.
—Qué bien, qué bien. ¿Y Don Juan?
—Pierde cuidado. Encontró su destino. Abandonó a Inés. Preñó a indias. Preñó a criollas. Ha dejado descendencia en la Nueva España. Pero él mismo, un día de muertos, que los naturales mexicanos celebran junto a las tumbas y con profusión de flores amarillas, tomó la resolución de regresar a España. Supo de la desaparición de sus hermanos, de tu estéril encierro en este lugar, del trono acéfalo que dejarías. Regresó a reclamar su legitimidad de bastardo. En el camino, se detuvo en Sevilla. ¿Recuerdas que prometiste a Inés levantar allí una estatua de piedra en el sepulcro de su padre?
—Sí, y cumplí mi voto. Nada me costó; el peculio de la monja, al morir su padre, engrosó el mío.
—¿Qué has hecho de él?
—No sé, no gobierno, no sé, guerras contra herejes, expediciones, persecuciones, escaramuzas territoriales, mi palacio inacabado, no sé, Ludovico.
—Don Juan visitó el sepulcro del Comendador. Miró con sorna a la estatua y ésta se animó, prometiéndole pronta muerte. ¿Tan largo me lo fiáis?, dijo Juan; e invitó a cenar a la estatua. Pidió al Comendador que la cena se celebrase en su sepulcro mismo; accedió Don Juan. Sirvióle el anfitrión un vino de hiel y vinagre; gritó el burlador que un fuego le partía el pecho, tiró golpes al aire con su daga, sintió que se incendiaba en vida; abrazóle la estatua del padre de Inés y Juan se hundió con él, para siempre, en el sepulcro, tomados el muerto en vida y el vivo en muerte de las manos.
—¿Cómo sabes todo esto? ¿Lo viste suceder?
—Me lo contó su criado, un picaro italiano de nombre Leporello.
—¿De tal palabra te fías?
—No, sino como tú, de lo escrito. Toma: lee este catálogo de los amores, la vida y la muerte de Don Juan, que me entregó su criado a la salida de un teatro.
—Entonces, ¿terminó así la vida de ese muchacho que criaste, Ludovico?
—Quizás estaba destinado a ese fin, desde que la cara de aquel caballero velado en Toledo se transfiguró en la de mi hijo. No estoy triste. Encontró su destino. Y su destino es un mito.
—¿Qué es eso?
—Un eterno presente, Felipe.
—¿Has visto todo esto que me cuentas, lo has leído? ¿Entonces has vuelto a ver? ¿Ya no eres ciego?
—Ya no, Felipe. Abrí los ojos para leer lo único que se salvó de nuestro tiempo terrible.
—El milenio… dijiste que esperabas el milenio para abrir los ojos…
—Fui más modesto, mi amigo. Los abrí para leer tres libros: el de la trotaconventos, el del caballero de la triste figura y el del burlador Don Juan. Créeme, Felipe: sólo allí, en los tres libros, encontré de verdad el destino de nuestra historia. ¿Encontrarás tú el tuyo, Felipe?
—Si aún lo tengo, está aquí. Jamás saldré de mi palacio.
—Adiós, Felipe. No nos volveremos a ver.
—Espera; háblame de ti; ¿qué hiciste en el nuevo mundo, cómo regresaste, cuándo…?
—Debes imaginarlo todo. He servido al eterno presente del mito. Adiós.
Se separó Ludovico del abrazo del Señor; el rey continuó lavando y besando los pies de los pobres. Cuando terminó, miró hacia el lugar que ocupó su amigo de la juventud. Ya no estaba allí. Buscó el Señoreen los ojos, por la capilla: a lo lejos, Ludovico subía por la escalera que conducía al llano. Mordió el Señor el pie de un pobre; el pobre gritó; los eclesiásticos se miraron entre sí, alarmados. Ludovico subía por los treinta y tres escalones que eran el camino de la muerte, la reducción a materia y la resurrección contingente; Felipe alargó los brazos en actitud de súplica. Luego pidió a los monjes que le llevasen frente al altar y le mantuviesen los brazos abiertos: que no tocasen sus manos, nunca, ese cofre allí colocado, con los tesoros del mundo nuevo transmutado en excremento; que no tocasen sus pies, nunca, los peldaños de la escalera maldita; el mundo pasajero, enemigo de la salvación de su alma, se colaba pftr allí a estas soledades; tentación, tentación de tocar el oro mierda, tentación de huir por las escaleras.
—Un fantasma destila su veneno en mi sangre y su locura en mi mente. Yo sólo quiero ser amigo de Dios.
A pesar de la fatiga, el afiebrado Señor pidió a las monjas que lo llevasen en silla de manos hasta la celda de espejos.
Llegaron. Entraron.
Pidió el Señor a la Madre Milagros que descubriera a las dos figuras embozadas que yacían, copulando, sobre el piso de espejos.
Se santiguó la bendita mujer y apartó los viejos trapos. Aparecieron dos esqueletos en la postura del coito.
Después de haberle fatigado siete días continuos las fiebres, el Señor arrojó en el muslo, encima un poco de la rodilla derecha, una apotegma de calidad maligna, que fue creciendo y madurando poco a poco con dolores muy grandes. Y en el pecho le aparecieron cuatro abcesos. Como no se pudo resolver esta postema y vino a madurar, decidieron los médicos que era forzoso abrirla con hierro que, por ser en lugar tan peligroso y sensible, era de temer y todos temieron se quedase muerto en el tormento.
Escuchó serenamente don Felipe estas razones y pidió que antes de la intervención le llevasen en litera las monjas al lugar que él les indicaría. Guiólas hasta la sala del trono godo para ver, acaso por vez postrera (pues graves y silentes eran sus premoniciones) al monstruoso monarca paralelo, fabricado con retazos de los cadáveres reales por la Señora, que, convencido estaba, gobernaba en su nombre mientras él se iba desvaneciendo en la soledad, la enfermedad y la sombra de dos cuerpos gemelos: el suyo y el de su palacio.
Cargaban la litera la Madre Milagros y las sórores Angustias, Asunción y Piedad; entraron a la vasta galería de techos y bóvedas labradas, el trono godo y, detrás de éste, el muro semicircular con la pintura fingida de dos paños colgados de sus escarpias, con cenefas y franjas.
—Mirad, qué ricos paños, dijo Sor Piedad, que sólo para esto tuvo ojos, ¿puedo llegarme a levantarlos y ver qué hay detrás?
—Nada hay, inocente, dijo la Madre Milagros, ¿no ves que es cosa pintada para engañar al ojo?
Y el Señor sólo miraba, con horror, a la figura sentada en el trono: un hombre pequeñito, aunque un poquitín más crecido que la última vez que le miró, sentado allí, tocado por boina negra, con uniforme de tosca franela azul, una banda gualda y roja amarrada a la gran barriga fofa, un espadín de juguete, botas negras, ojos de borrego triste, bigotillo recortado, con el brazo derecho levantado en alto, que chillaba con voz tipluda:
—¡Muerte a la inteligencia! ¡Muerte a la inteligencia!
¿Dónde estaba la momia?
—Pronto, sacadme de aquí, gritó el Señor a las monjas.
—Tú, supuesto rey, no corras, chilló el hombrecillo, ¡tú te robaste mi corona, mi preciosa corona de oro, zafiro, perla y ágata y cristal de roca!, ¡devuélvemela!, ¡caco!
Huyeron de allí el Señor en su litera y las cuatro religiosas, y el Señor clamaba para sus adentros, Dios mío, ¿qué le has hecho a España?, ¿no han bastado todas las plegarias, las batallas por la fe, la iluminación de las almas, la penitencia y el desvelo?, ¿ha terminado el homúnculo, la mandràgora, el hijo de los cadalsos y las piras, sentado en el trono de España?
Exhausto, accedió a que el Día de la Transfiguración del Señor le abrieran la postema. Acudieron a atenderle el licenciado Antonio Saura, cirujano de Cuenca, ayudado por un médico de Madrid y fraile jerónimo llamado Santiago de Baena, pues no quería el Señor que sólo manos seglares lo curasen, por no saberse nunca si en realidad eran de marrano converso, sino que ojos divinos atestiguasen cuanto las manos hacían.
Abierta la postema, sacaron los médicos gran cantidad de materia, porque el muslo estaba hecho una bolsa de podre que llegaba poco menos hasta el hueso. Por ser tanta, no contenta la naturaleza con la puerta que habían hecho el arte y el hierro, abrió ella otras dos bocas por donde expelía el Señor tal cantidad de pus, que pareció milagro no morir resuelto en ella un sujeto tan consumido, aunque el fraile Baena trató de apaciguar los ánimos diciendo:
—Es pus laudable.
Una blanca transparencia era la piel toda de don Felipe, y una seda nevada su delgado cabello y sus finos barbilla y bigote, y más contrastaba esta blancura pavorosa con el negro atuendo que jamás, desde que resolvió encerrarse en su palacio, volvió a mudar.
Después de abierta la postema y dada la lancetada, mandó a todos los que allí se hallaran, médicos, cirujanos, frailes, monjas y criados, hiciesen gracias a Dios. Puestos todos de rodillas, las hicieron por la merced otorgada. Con esto quedó el Señor muy consolado y con gran sosiego, sintiendo que imitaba a los santos mártires, que aliviaban sus dolores transportándose a la Pasión del que murió por redimirlos. Dijo tener hambre y le trajeron presto un caldo de gallina. Cuando terminó de beberlo, sintió mucho frío y, tendido en la cama, buscó con una mano, a su lado, al fiel can Bocanegra. Imaginó que el alano le acompañaba siempre, y sonriendo, tiritando, le dijo:
—¿Ya ves, Bocanegra? El fino español y su perro, después de comer, sienten frío.
No pasó, sin embargo, de esa vez su tormento, pues cada vez que le curaban, le jeringaban y exprimían la llaga para sacarle la podredumbre. Entre mañana y tarde, llenaba el Señor dos escudillas de pus, ocasión de gravísimos dolores.
Delgado y corrompido, unas veces padecía demasiado sueño, y otras de no poder dormir con unos pervigilios penosísimos. Venía tiempo que era menester mucha diligencia para despertarle durante el día, según se le cargaban los malos vapores de la pierna podrida en el cerebro, y entonces la Madre Milagros, que estaba mucho tiempo a su cabecera sirviendo en cuanto pedía la licencia, decía un poco recio: ¡No toquéis a las reliquias!
Y luego el Señor, sobresaltado por esta voz, abría los ojos y miraba las que estaban puestas junto a la cama, el hueso de San Ambrosio, la pierna del Apóstol San Pablo y la cabeza de San Jerónimo; tres espinas de la corona de Cristo, uno de los clavos de su Cruz, un fragmento de la propia Cruz y un jirón de la túnica de la Santísima Virgen María; y apoyado contra la cama, el bastón milagroso de Santo Domingo de Silos. En las reliquias buscó la salud que los médicos no sabían procurarle; y al despertar gracias a las voces de la vieja Madre Milagros y mirarlas, solía comentar:
—Por sólo estas reliquias llamara yo mil veces dichosa esta casa. No he tenido ni deseado más divino tesoro.
Mas como estas palabras le recordasen, con melancólico morbo, los tesoros llegados del Nuevo Mundo, pronto volvía a hundirse en un triste sopor.
Alcanzaba a oír algunas conversaciones entre los médicos.
—No me atrevo a abrir los abscesos del pecho, le decía Saura a Baena, pues están demasiado cerca del corazón.
Y el jerónimo asentía. Una tarde, el mismo fray Santiago llegó con una carta dirigida al Señor: un pliego sucio que le fuera entregado, dijo, a las puertas del palacio, por un mendigo, indistinguible de los que en creciente número poblaban los alrededores. Mas este mendigo —sonrió el de Baena— dijo haber sido el más parcial de los validos del Señor, y deberle éste más a él que él al propio rey. Tamaña caradura llamó la atención del fraile pequeñín, de intensos ojos color de fierro y altísima frente alopécica. —He aquí, pues, la carta, Sire.
Sacra, Cesárea, Católica Majestad: Pensé que haber trabajado en la juventud me aprovechase para en la vejez tener descanso, y así ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y mi edad, todo en servicio de Dios, trayendo ovejas a su corral, todo en tierras muy remotas de nuestro hemisferio, e ignotas y no escritas en nuestras escrituras, y acrecentando y dilatando el nombre de mi rey, ganándole y trayéndole a su yugo y real cetro muchos y muy grandes señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos envidiosos que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre. Lancéme solo a esta empresa de conquista y gracias a ella pudieron asentarse en el nuevo mundo los clérigos, inquisidores, oidores y demás tinterillos de las Audiencias y Tribunales, que me acusan de adueñarme de tesoros y consumirlos en papo y en saco y otro más so el sobaco, de manera que el real quinto debido a Vuestra Sacra, Cesárea y Católica Majestad jamás llegó con el monto justo a su destino; de crueldades excesivas con los naturales, como si hubiese otro remedio contra la tenaz idolatría de estos salvajes; de vivir amancebado con indias idólatras, como si un hombre pudiese escoger entre lo que hay y lo que no hay; de deslealtad, desgobierno, intriga y tiranía: ¿pues qué, Señor, expuse la vida en provecho propio, de mi rey y de mi Dios y nada, habría de ganar para mí, sino entregarlo todo a la Iglesia y la Corona? Sólo defendí los derechos que por cédulas Vos me otorgasteis. Hoy nada tengo, y todo, en cambio, lo tienen Iglesia y Corona. Véome viejo y pobre, empeñado, tengo setenta y tres años, no es ésa edad para andar por mesones, sino para coger el fruto de mis trabajos. Sacra, Cesárea y Católica Majestad: sólo justicia os pido. No pido más que una partecica del mundo que conquisté. Vuestra Majestad, gracias a mí, es dueño de un mundo nuevo sin que le haya costado peligro ni trabajo a su Real persona. Torno a suplicar a Vuestra Majestad sea servido ordenar etc., etc., etc…
El Señor se saltó las súplicas y leyó la firma ridicula: El Muy Magnífico Señor Don Hernando de Guzmán. Rio. Rio hasta las lágrimas. El sotamontero, el intrigante, el secretario que se adelantaba a la voluntad del Señor. Rio el Señor por última vez. Miró severamente al fraile de Baena:
—Decidle a ese Don Nadie que no le conozco.
Fue ésta su última alegría. Como estaba tan lastimado de la herida y abertura, y con las bocas abiertas por donde se descargaba la naturaleza, quedó tan dolorido y sensible que no le era posible menearse ni revolverse en la cama. Le era forzoso estar de espaldas de noche y de día, sin mudarse de un lado ni de otro.
Así se convirtió aquella cama real en muladar podrido, de donde salían continuos olores malísimos: estaba el Señor tendido sobre su propio estiércol.
En treinta y tres días que duró esta enfermedad, no se le pudo mudar de ropa, ni él lo hubiese tolerado; ni moverle o levantarle un poco para limpiarle los excrementos de la necesidad natural y mucha parte del pus que le salía por las postemas y llagas.
—Estoy sepultado en vida. Y la vida huele mal.
Siendo una vez forzoso levantarle un poco la pierna en alto para que corriese la materia y limpiarle la que le corría por la corva abajo, sintió tan excesivo dolor que dijo no podía sufrirlo de manera alguna, y replicándole los médicos que era muy necesario y no se podía excusar la cura, dijo el Señor con vivo sentimiento:
—Protesto, que moriré en el tormento.
Hizo tanta fe de su dolor con estas palabras, que cesaron por aquella vez la cura. Otras muchas veces, cuando le curaban, mandaba, vencido de los dolores agudos, que parasen y detuviesen. Otras, rompía en alabanzas divinas, ofreciendo a Dios su trabajo. De estar echado de esta manera, sin poderse rodear, se le vinieron a hacer llagas en las espaldas y en las nalgas, porque ni aun estas partes careciesen de su pena.
Dolores de cabeza, sed perpetua, malos olores; le era imposible retener la comida. Un día, de sólo haberle dado un caldo de ave y azúcar, vomitó cuarenta veces. Y cuando no vomitaba, sobreveníale una diarrea como de cabra, que inundaba de heces verdes el lecho de negras sábanas. Fueron traídos, de mala gana, unos criados que, cubriéndose las narices y las bocas con paños mojados, se metieron debajo del lecho y con cuchillos practicaron un hoyo entre los maderos y el delgado colchón de paja de la cama, por donde pudiera escurrirse la mezcla de mierda, orina, sudor y pus. Salieron corriendo estos lacayos, bañadas sus caras y cuerpos de inmundicia, y fue la propia Madre Milagros, en un acto de sabrosa contrición, quien se hincó para colocar un bacín debajo del hoyo de la cama.
—Sólo me quedan la piel y los huesos, dijo Felipe. Nadie los portará con más honor que yo, puesto que se trata de morir.
Colmábase el bacín once veces diarias, y cuando a toda la podredumbre se unió el color de la sangre, el Señor pidió la extremaunción y confesarse y comulgar por última vez, mas los frailes temieron que vomitase la hostia, le dijeron al Señor que éste sería un horrible sacrilegio y el Señor les preguntó:
—¿No acabaría, de estar sano, defecando también la hostia? ¿Peor cosa es que la arroje por la boca?
Pero a sí mismo se preguntó si ni siquiera podía su cuerpo de pecador recibir el cuerpo del salvador:
—¿Entonces me habita ya el demonio?
Hundióse otra vez en los humores gruesos, pútridos, melancólicos, que subían de todo el cuerpo al cerebro, unas veces más húmedos e indigestos, otras más deseados y vivos. De allí caían algunas veces a la región del corazón, y dábanle unos sobresaltos tristes que le desasosegaban mucho. Pero al cabo decía:
—Sólo tengo sanos los ojos, la lengua y el alma.
La última noche, sin embargo, le despertó un cosquilleo desconocido. Dormían en la alcoba, sobre el piso, la Madre Milagros y tres monjas. Los cabos de vela brillaban bajos, chisporroteando y consumiéndose. Se alargaban, temblando, las sombras del pútrido aposento. Las religiosas dormían con los rostros ocultos detrás de paños olorosos a bergamota. El Señor sintió la cosquilla en la nariz. Buscó, débilmente, un pañuelo para limpiarse los mocos que se le iban, junto con todos los jugos de su cuerpo. Pero luego sintió, con horror, que el moco no le escurría, sino que avanzaba por su propio poder, como un cuerpo: se contraía, se detenía, volvía a avanzar hacia la salida de la aleta nasal de Felipe.
Se llevó la mano cerosa a la nariz y extrajo de ella un blanco gusano; sofocó el grito; se sonó en el pañuelo: una colonia de huevecillos blancos explotó sobre la tela de fina holanda: los hijos del gusano blanco que se retorcía en la palma de la mano del Señor.
Gritó. Se levantaron las religiosas, acudieron los alabarderos que guardaban la entrada a la alcoba, los médicos que dormitaban en la capilla, los frailes que oraban ante el altar. La Madre Milagros se acercó con una candela en la mano y el Señor, con la voz entrecortada, dijóle:
—Dadla acá, que ya es hora.
Ordenó que entre todos le llevasen a la capilla, no importaban ya los dolores, ni la hediondez, ni nada, que le metiesen ya en su ataúd, que puesto que no era digno de recibir el cuerpo de Jesucristo, por lo menos fuese digno de asistir a su propia muerte, tan anhelada, desde hace tanto tiempo, de asistir a su propios funerales, él que había dado reposo en este pudridero a toda la realeza española, él que había construido este palacio de la muerte, creyó que se estaba confesando, hablaba a gritos mientras era trasladado, con inmensa pena, de la alcoba a la capilla, Señor, no soy digno, me confieso, Pedro, me acuso, Ludovico, mea culpa, Celestina, no soy digno, Simón, perdón, Isabel, perdón, perdón, perdón, y fue recostado en el ataúd de plomo que desde días anteriores le esperaba frente al altar y una vez allí se calmó, se sintió forrado por las mismas sedas blancas que forraban el féretro, protegido por la tela de oro negra que lo cubría por fuera, y por la cruz de raso carmesí y la clavazón dorada.
Hundido en su ataúd, pidió que le abrieran los volantes del tríptico flamenco, que un fraile le leyera el Apocalipsis de San Juan, que las monjas cantaran el Réquiem y que otro fraile tomase dictado de sus disposiciones finales.
Domine, ex audio orationein mcam, Et Clamor meus ad te veniat,
Llevóme un espíritu al desierto, y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuerpos,
Mando y Ordeno,
Chorus Angelorum te suscipiat, et cum Lazaro quondam paupere aeternam habes requiem,
La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas,
Que se me corone con la corona goda de oro, ágatas, zafiro y cristal de roca, la primera corona de España, y con ella se me entierre, Ego sum resurrectio et vita,
Y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación con los reyes de la tierra,
¿Dónde está Celestina? ¿Qué fue de ella? ¿Por qué se me olvidó preguntarle a Ludovico?,
Qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet,
Babilonia la grande, la madre de las rameras,
¿Simón? ¿Qué fue de Simón? ¿Por qué no me habló Ludovico del destino de Simón?,
Et omnis, qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum,
Las aguas que ves, sobre las cuales está sentada la ramera, son los pueblos, las muchedumbres, las naciones y las lenguas,
Mando y ordeno: Encontrad la tercera botella, eran tres, sólo encontré dos, sólo leí dos, buscad la tercera botella, debo leer el último manuscrito, debo conocer los últimos secretos,
In tuo adventu suscipiant te Martyres,
Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires,
Que se me rasure y depile, y que los dientes me sean extraídos, molidos y quemados, para que no se sirvan de ellos las brujas para sus maleficios,
De profundis clamavi ad te Domine,
La mujer que has visto es aquella ciudad grande que tiene la soberanía sobre todos los reyes de la tierra,
Que no se enajenen o empeñen las reliquias, sino que se conserven y anden juntas en la sucesión.
Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda.
Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio,
Que todos los papeles abiertos, o cerrados, que se hallaren y que traten de negocios y cosas pasadas, se quemarán,
Dies illa, dies irae, calamitatis et miseriae,
Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves: Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes,
Requiem aeternam, dona eis, Domine,
Oídme todos: pasarán los siglos, pasarán las guerras, pasarán las hambres, pasarán los muertos, pero esta necrópolis seguirá dedicada al culto eterno de mi alma y el último día del último año del último tiempo habrá alguien orando junto a mi sepulcro.
Et lux perpetua luceat eis,
Háganse dos aniversarios perpetuos, en el día de mi nacimiento uno y el otro en el de mi muerte, vísperas, nocturnos, misa y responsos, cantado todo, quiero y mando que por mi devoción, y en reverencia del Santísimo Sacramento, estén continuamente dos frailes delante de él, de noche y de día, rogando a Dios por mi alma y las de mis difuntos, hasta la consumación de los siglos,
Dies illa, dies irae, calamitatis et miseriae,
Y sobrevino una úlcera maligna sobre los hombres que tenían la marca de la bestia,
Mando y ordeno: a mi muerte, díganse treinta mil misas de un golpe: hágase violencia al cielo,
Requiem aeternam, dona eis, Domine,
Confundiéronse así los cantos lúgubres y el triste fulgor de las velas bajas, la lectura de San Juan y el humo del incienso, los mandatos del Señor y la luz concentrada en ese impenetrable tríptico flamenco del altar, jardín de las delicias, reino milenario, infierno eterno, donde el Señor miraba todos los rostros de su vida, su padre y su madre, sus hermanos bastardos, su esposa, los compañeros de su juventud, aquella lejana tarde en la playa, el mar abierto ante sus miradas, la verdadera fuente de la juventud, el mar, le dio la espalda, regresó a la meseta parda y árida, en ella construyó un palacio, monasterio y cementerio reales sobre el cuadrángulo de una parrilla semejante a la que conoció el suplicio de San Lorenzo, un concierto de líneas austeras, una simplicidad mortificada, un rechazo de todo ornamento sensual, infiel, pagano, una convergencia del tumulto del universo en un centro único, dedicado a la gloria de Dios y al honor del Poder: miraba desde su ataúd, actor y testigo de sus propias exequias fúnebres, el cuadro flamenco, como al principio miró el cuadro, decíase, traído, se dijo, de Orvieto, interrogándole, preguntándole si en estos actos de la agonía había, el mérito suficiente para abrirle a quien así los sufría las puertas del Paraíso.
Pero antes, necesitaba saber, una vez más, moribundo ya, si la suma de hechos, sueños, pasiones, omisiones, visiones y revisiones de su vida fueron dirigidas por la mano de Dios o por la mano del Diablo: en verdad, ni la Divinidad ni el Demonio se manifestaron nunca, plenamente; ¿era indigno de compasión el hombre que, como él, ahora, se preguntase las eternas preguntas: por qué prefiere Dios la ciega fe de los mortales a la tangible certeza de Su existencia, si sólo la manifestase visiblemente?, ¿jamás entraría al Paraíso quien, como él, ahora, volviese a preguntarle la eterna pregunta a Dios: por qué, si eres el Bien, toleras el Mal, permites que sufran los virtuosos y se enaltezcan los perversos? De allí, se dijo el rey don Felipe, abriendo la boca para aprisionar el aire fugitivo de la humeante capilla de cirios, inciensos, cánticos y profecías, que tantas veces hubiese dejado a la fatalidad, la indiferencia, la simple etiqueta, actuar libremente, en nombre del Señor, pero sin su intervención; si tal hacía Dios, ¿qué podía exigírsele a la pobre criatura?; de allí que hubiese accedido, tantas veces, a las proposiciones de otros: Guzmán, el Inquisidor de Teruel, el Comendador de Calatrava, su propio padre llamado el Hermoso; de allí, también, que tantas veces él hubiese actuado con conciencia tan profunda de la indisoluble unidad del bien y del mal, del ángel y de la bestia: el Cronista, fray Julián, la libertad de Ludovico y Celestina, la de Toribio en su torre. Actué o dejé de actuar, murmuró mientras se alejaban o borraban de su vista las imágenes sensuales del cuadro flamenco, porque Dios y el Diablo se negaron a manifestarse claramente; si la obra fue de Dios, alabada sea; si fue del Demonio, yo no tuve culpa alguna: no hice, dejé de hacer; no condené, perdoné; o cuando condené, fue por lo secundario y no por lo principal. Si pequé, ¿por qué no interviniste, Dios mío, para impedirlo?
Pidió a gritos una hostia consagrada, mas nadie le escuchó, nadie acudió a dar alimento a su alma: todos cantaban, oraban, se hincaban alrededor del ataúd, como si él ya hubiese muerto.
Sólo podía confesarse a sí mismo.
Se interrogó, así, sobre las ocasiones en que sí actuó, en que sí fue responsable; engañó a las hordas mesiánicas de su juventud, las libró a la matanza en el alcázar, le negó su sexo a Isabel, se lo entregó a Inés, derrotó a los herejes de Flandes, ordenó construir, a toda furia, esta necrópolis: ¿había virtud en estos actos, puesto que de ellos sí fue consciente, sí fue responsable?, ¿y qué era la virtud de un rey? Miró desde el ataúd donde yacía, las bóvedas grises de esta Ciudadela de la Fe: era también la Basílica del Poder, y la virtud de un rey era su honor, y su honor su pasión, y su pasión su virtud y su virtud, así, su honor; honor llamábase el sol de una monarquía, y mientras más se alejaban de él los sujetos de un reino, mayor frío, y mayor dispersión, conocerían: el Señor todo lo quiso concentrar en un lugar: este palacio, monasterio y tumba; en esta persona: la suya; lugar y personalidad finales, heráldicas, definitivas en su voluntad de culminar como lo fue el acto mismo de la revelación en su voluntad de crear: el icono inmutable del Honor del Poder y de la Virtud de la Fe, sin descendientes, sin bastardos, sin usurpadores, sin rebeldes, sin soñadores, sin enamorados…
Escuchó en lo más hondo de sus orejas putrefactas, por donde asomaban ya los gusanos, la carcajada horrible de Guzmán, del usurero sevillano elevado a la calidad de Comendador, de los comuneros que le combatieron en Medina y Ávila, Torrelobatón y Segovia, y encontraron sepulcro en Villalar: la tiranía de un rey invoca el honor; el gobierno de los hombres comunes lo combate y luego lo ignora; la virtud es la excelencia del individuo, y la determinan sus intereses: lo que el individuo quiere, eso es bueno. Y a esos hombres pequeños, ambiciosos, que desafiaban el concepto central del honor y le oponían estas nuevas palabras, liberal, progreso, democracia, el Señor les dijo, con acento agónico: vivan, pues, disgregados, lejos del sol del honor; aprecien más la riqueza que la vida, aferrándose a la existencia para gozar de la fortuna; ríjanse por leyes generales, como lo exigieron los comuneros rebeldes, obedeciendo lo que debe hacerse y evitando lo prohibido; y el día de vuestra desilusión, señores, volved vuestras miradas a mi sepulcro y entended las reglas de un honor que fue el mío: désele toda importancia a la fortuna, mas ninguna a la vida; evítese cuanto la ley no prohíbe, y cúmplase cuanto la ley no exige: tal es, señores, la virtud del honor. Y los nidos de blancos huevecillos cegaron su mirada: oh Dios mío, oh mi Demonio, ¿cómo se entenderán la libertad y las pasiones, no es mejor freno de éstas el honor de un monarca que la ambición de un mercader?
No supo contestar. No pudo contestar. La pregunta se quedó para siempre suspendida entre los humores de incienso, sebo de candela, pus, mierda y sudor de llaga. Los médicos se acercaron a él. Le pusieron cantáridas en los pies y palomas frescamente matadas en la cabeza. Dijo el doctor Sayra:
—Es para prevenir el vértigo.
Luego llegaron unos pinches de la cocina con calderones hirvientes y el fraile de Baena sacó de ellos entrañas humeantes de toro, gallina, perro, gato, caballo y halcón y las colocó sobre el vientre del Señor.
—Es para recalentarlo y que sude.
El Señor hubiese querido contestarles:
—Es inútil. Sólo tuve una edad. Nací en una letrina; morí en otra.
Y nací viejo.
Pero ya no podía hablar. Se sintió distinto. Sintió que era otro. Murmuró para sí:
—Un fantasma, gota a gota, me agota.
Entonces los dos cirujanos volvieron a acercarse al ataúd, con finos y afilados cuchillos en las manos. Con ellos le rasgaron primero las hediondas ropas negras y descubrieron su cuerpo lampiño, pálido, gredoso. El Señor gritó: no pudo escuchar su propia voz y supo que nadie más la escucharía, nunca más. Los médicos, las religiosas, los frailes: ellos estaban sordos; no él, no él.
Le abrieron los cuatro abcesos del pecho. Tres, dijeron, estaban llenos de pus. El cuarto era una cueva de piojos.
Con el cuchillo, Saura le abrió el cuerpo en canal. Los dos médicos lo exploraron, extrajeron las visceras, y dijeron, a medida que las arrojaban a los mismos calderones donde llegaron las entrañas de las bestias:
—El corazón del tamaño de una nuez.
—Tres grandes cálculos en el riñón.
—El hígado lleno de agua.
—Los intestinos putrefactos.
—Un solo testículo negro.