Sentada allí, en el centro de la choza humeante, sentada sobre sus propias manos y con el rostro guarecido por una tela blanca que recoge y simula la luz imaginaria de esta noche en el trópico alto, la mujer es una célula fotográfica que detecta sus propios movimientos, ajenos a la inmovilidad interna del miedo. Ella sabe que el movimiento inconsciente interrumpe ese flujo imaginario de la luz (el punto de la luz que en este jacal sombrío es su blanca máscara) y lo convierte en un zumbido enviado al tambor batiente de su cerebro. No hay proporción. Un rostro blanco y enmascarado (el suyo) es la choza entera, con los muros de adobe arruinado y el techo de paja, que recibe el volumen, el ataque, la duración y la decadencia del sonido real o imaginario.
Escuchas el ritmo del tambor en el instante en que ella lo cuenta:
Sólo una vez, nunca repetible: la Vieja Señora dice escuchar constantemente el rumor sordo de un tambor, entre marcial y funerario; pero admite que no alcanza a distinguir ciertas cualidades; te pregunta si las puntas de los palos son de madera, cuero o esponja; ese rumor batiente y constante del nacario es una presencia, pero una presencia lejana. A veces, como ahora, te asegura que ese ruido la obliga a recoger toda la carne en una tensión que obtura los orificios. Inyección y grito retenido. Taladro de la muela. Incisión del bisturí. Despegue de un avión. El cuerpo se convierte, dice, en un orden cerrado, exclusivo, sin referencias a una amenaza que podría ser una delicia. La miras allí, cerrada, temblando, sentada sobre la tierra, junto al fuego de esta choza. Ella escucha atentamente: las puntas de cuero de los palos del tambor definen (o sólo recogen) el cántico solemne: Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris et de animae famulae tuae Joannae Reginae.
Repite las palabras con un tono suave y desencantado, sin el clamor original que debió justificarlas. Sus manos palpan el polvo suelto cada vez que repite el verbo de su deseo, regresa. Guarda un largo silencio y tú escuchas el seco crepitar de las ramas que alimentan este fuego que debe defendernos contra la noche fría de la Sierra Madre. Afuera, nuestros hombres aceitan las bicicletas, cortan la madera para los pontones y pasan en largas filas cargando los puentes enrollados que mañana retirarán de las barrancas. La enramada de arrayanes nos protege; y, más que ella, la bruma que desde la tarde se desprende de la cima del Cofre de Perote. La Vieja Señora se sienta con las piernas cruzadas. La describes como un aeda de anchas faldas rotas que cuenta su propia historia con las hesitaciones de quien habla de un acontecer ajeno. No te cuenta una leyenda; ella te ha dicho que las leyendas se aprenden de memoria; basta cambiar una palabra para que dejen de serlo. Su largo silencio ni es sereno ni es neutral; no es una memoria, es una invención que busca su continuidad, su apoyo, en la hora de la selva que nos rodea.
Dices que la ves allí, cerrada, temblando, murmurando con los labios el sonido de un tambor de duelo, y te dices que el terror es el estado verdadero de toda criatura, autosuficiente, ajeno a cualquier relación dinámica: el terror, estado de unión sustantiva con la tierra, y anhelo de despegarse para siempre de la tierra. La historia —ésta, otra, la de muchos, la de uno solo— no puede penetrar los cuerpos aterrados, a un tiempo paralizados sobre la tierra y arrojados fuera de ella. Seguramente, la Vieja no puede saber si ese ruido, en verdad, se acerca o si su proximidad es idéntica a la voluntad del miedo. Sólo cuando siente la naturaleza impermeable a su cuerpo, la Vieja te dice que escucha ese gemido cada vez más próximo, que siente el tacto de otras manos sobre su cuerpo pero que no podría asegurar si ambas sensaciones son una amplificación de los ritmos esenciales del cerebro, como si el terror fuese un poderoso electrodo aplicado al cráneo y atento al vigor variable de las ondas.
Sólo una vez, nunca repetible: dice escuchar de nuevo ese tambor; pero en ese mismo instante, como de muy lejos, sale al encuentro del acorde la disonancia de algo que podría describirse como el rumor de un vidrio, roto con anterioridad, que se recompone en sus piezas, utilidad y reflejo: un montón de vidrio roto que se levanta del piso, como si el momento de la ruptura hubiese sido grabado en una cinta magnética que ahora, en reversa, Jo reconstruye; el vidrio: un espejo humeante.
El primer escuadrón pasa por el cielo bajo y la Vieja Señora mueve los labios a sabiendas del ultraje. Al mismo tiempo, alguien toca la única campana de la iglesia de esta aldea. Ella, que en medio de las acechanzas de la acción insiste en mantener la distancia de la narración, asumiendo la necesidad de analizar, más que los sucesos, la manera como los sucesos se exteriorizan y relacionan, dice que los aviones y la campana, al ponerse de acuerdo, proclaman su mutua ausencia en el instante de encontrarse: el ruido fugitivo de los cazas parece negar la convención melódica del bronce, pero en realidad una nueva sonoridad —de allí, te asegura la mujer, tu silencio embelesado— se convoca a sí misma a partir del accidente.
Rozas la mano de la Vieja. Ella parece redoblar la atención. Tú tocas fugazmente lo que ella está tocando siempre. Ambos reconocen ese tacto de pelusa y caparazón, alas de pluma y patas de insecto.
—Va muy adelantado, le dices tranquilamente. ¿Qué es?
—Un regalo. Me describieron la forma. Trato de acercarme al modelo. Es muy difícil.
Y pega un manotazo sobre tus dedos curiosos.
—¡Quieto! Espera a que termine.
Arropa el chal sobre sus hombros, fingiendo un frío repentino; un estremecimiento asciende a sus orejas: pabellones de porcelana translúcida. Luego ríe como si se imitara a sí misma; repite la carcajada de una ocasión perdida, pero ahora la risa no es cristalina y audaz, como lo fue sin duda aquella vez, la vez que ella intenta recuperar. Es una parodia de otra risa que ahora te llega encadenada y rota: la diferencia entre la plenitud de una ola y la fragilidad del vidrio. Entonces, sólo por un instante, imaginas que la voz de la Vieja es para ti como el rumor del tambor para ella.
Pero en seguida tus sentidos se distraen. Las soldaderas preparan el desayuno y a la choza llegan los olores enervantes del chile deshebrado, desmenuzado, abierto en rajas, mezclado con los tomates frescos, la cebolla picada y el aguacate molido. Una mano extiende dos escudillas desde la entrada; las tomas y las colocas junto a la mujer. Ella deja de escuchar, de hablar, de recordar (te das cuenta, o imaginas, que hace todo esto al mismo tiempo) y devora, en cuclillas, la comida como si en este momento se hubiese inventado y ofrecido (y amenazado con retirar para siempre de las manos) el alimento. Te mira con algo de burla en los ojillos que apenas distingues detrás de la tela blanca, levantada y arrugada encima del labio superior a fin de comer. Te dice, con la boca llena, que come por el gusto de comer: un gusto suficiente. Dice que no es el momento de pensar o justificar nada. La comida la asienta, la radica aún más en el suelo; es el plomo de un cuerpo (dice) demasiado ligero.
A lo lejos, los bombardeos se reinician. Es la indicación de que el día se aproxima. Pero la Vieja Señora, impermeable en la serenidad como lo es en el terror, discurre ajena a la amenaza renovada que la nueva aurora nos promete. Su pausa prolongada es como una disolvencia cinematográfica, como si esperara la autorización de los primeros rayos de sol para reanudar el relato y como si esta luz naciente, hoy, en la sierra veracruzana, fuese en realidad la luz congelada de un día previsto, prometido, sin sorpresas.
El fuego se está apagando.
Abres los brazos en un gesto normal de desperezamiento que puede confundirse con una alabanza a ese sol apenas aparecido que ya transforma el frío de la noche en el fresco calor del amanecer tropical (anuncio, a su vez, de una larga jornada húmeda, abrasante, implacable). Pero en el perfil angosto de la mujer, apenas visible detrás de la blanca tela que le cubre la cara (iluminada toda la noche, desde la tierra, por la débil fogata, como ahora, desde el oriente, por el sol errabundo) hay una cifra. Tú mismo te preguntas si esa luz naciente se aclara a sí misma o nos aclara a nosotros. Pero no puedes dejar de pensar que sólo repites la pregunta que la prisionera se formula en silencio.
Como todas las mañanas, los Phantom pasan volando bajo y veloz, ametrallando al azar; todos nos protegemos; ocultamos la cabeza entre las piernas y bajo las manos unidas sobre la nuca. A lo lejos, los aviones dejan caer la carga completa de bombas de fragmentación, giran sobre el cielo, ganan altura y desaparecen. La Vieja empieza a reír sin motivo, luego se arrastra sobre el piso, meneando la cabeza, hasta encontrar lo que busca. El brusco movimiento; el terror de morir cada mañana; pero apenas pasa esa amenaza acostumbrada e instantánea, la normalidad se restaura con una velocidad milagrosa. La Vieja, igual que todos, se había doblado sobre sí misma como un feto; había arrojado lejos lo que traía entre manos. Y ahora, como si no hubiese sucedido nada, lo recobra con naturalidad, lo acaricia una y otra vez, luego encuentra esa vieja vasija llena de cola y empieza a trabajar. Casi no hay luz (la fogata se apaga; no vale la pena encender otra; el día se está iniciando). Permanecen en silencio después del miedo. Se miran de vez en cuando. Esperan. Ella mueve las manos con agilidad. Le preguntas:
—¿Qué es?
—Acércate.
—¿Puedo verlo?
—Hay poca luz. Ven. Toca. No tengas miedo.
—¿Entonces ya terminaste?
Sabes que sonríe y que su sonrisa son dos respuestas: hace tiempo que lo terminé; no lo terminaré nunca.
—Puedes acercarte. ¿Qué te figuras que es?
—Tiene la forma de un pájaro.
—Sí, pero es gratuita. Casi un accidente.
—Es como tocar un pájaro. Son plumas, estoy seguro.
—¿Y en el centro? ¿En el centro mismo?
—Un momento… no, no son plumas… diría… diría que son… hormigas…
—Te equivocas otra vez. Son arañas. Animales sin tiempo.
—Pero esas guías… esa nervadura… que parece dividir la tela…
—Puedes llamarla tela, si quieres…
—… que parece divirla en zonas… de plumas… y luego separar las plumas de ese… campo de arañas, dices… un campo de arañas en el centro mismo, sí…
—Toca, toca, deja correr tus dedos. Sigue las nervaduras. Hasta el extremo.
—Déjame sentir… son ramas… muy delgadas… casi filamentos… pero terminan… terminan… como dardos…
—Flechas. Las flechas van dividiendo el campo. El campo conocido. Lo parcelan. Hace falta luz. Ojalá pudieras ver los colores.
—Está amaneciendo.
—Son parcelas de plumas verdes, azules, granate, gualda.
—Pronto lo podremos ver, juntos.
—Cada campo y su color indican el tipo de ave que allí se puede cazar. Es más: éstas son las plumas verdaderas de las aves que habitan cada sector de la selva. El quetzal, el colibrí, la guacamaya, el faisán dorado, el pato silvestre, la garza. Cada zona es irregular, ¿sientes?, menos la del centro. Ésa es regular; es una circunferencia perfecta. Es la parte vedada del bosque. Allí no hay plumaje; de allí no puede derivarse el sustento; allí nada se puede cazar, y matar, para satisfacer el hambre del cuerpo; allí habitan los dueños de las palabras, los signos, los encantamientos. Su reino es un campo de arañas muertas que yo pego con cola a eso que tú llamas tela. Y los límites de la tela son los del mundo conocido. No se puede ir más lejos. Pero se quisiera ir más lejos. Las puntas de las flechas indican todas hacia afuera. Hacia el mundo desconocido. Son límite; también son invitación. La frontera entre el hogar y el prodigio. Esto me dijo, en su lengua, la india que me entregó esta ofrenda la primera vez que pisé esta tierra.
Recuerdas la escasa información que pudiste obtener, dada la dificultad de las comunicaciones. Entró al país con visa de turista, pero era antropóloga profesional. Al menos eso decían los papeles. Padre inglés y madre española, o viceversa, esto no se aclaró. No pudiste averiguar su nombre, ni su fecha de nacimiento. Fue capturada rondando el campamento, con esa máscara de tela blanca sobre el rostro, dijo que era para protegerse de los mosquitos. No cabía ya, en la situación actual, más que una actitud: la sospecha, la presunción de culpa. Nada había dicho que comprobase la inocencia de su ocupación y de su aparición en el lugar mismo desde donde tú diriges la guerra de resistencia. Por su voz, sus manos, su encorvada figura, dedujiste que era vieja. Así la llamas: la Vieja. Continúa pegando arañas con cola, ahora en silencio. Tú la miras. La vida renace alrededor de nosotros. Tú la escuchas. Los pozos artesianos son bombeados a mano; las llantas de las bicicletas son infladas y dejan escapar un silbido agudo; las balas son introducidas en las recámaras de los fusiles; alguien barre un huerto vecino; los niños refugiados chupan las tetas de las mujeres acuclilladas contra los muros y frente al sol. Pero el pálpito del tambor lo vence y envuelve todo. Un mensajero entra desnudo, sangrante, al campamento, y cae de bruces, jadeando. Se escuchan unos lejanos pífanos indios.
—La música del Nayar, murmuró la Vieja Señora. Conocí un pueblo de coras donde la iglesia ha sido abandonada. Estuve allí una vez y recuerdo esa música de pífanos y tambores. La iglesia fue construida hace poco más de dos siglos, después de la tardía conquista española de esa región rebelde e inaccesible. Los indios, los antiguos príncipes caídos, fueron los albañiles de la obra. Los misioneros les mostraron los grabados de los santos y los indios reprodujeron las imágenes a su manera. La iglesia era un paraíso indígena, un vaso opaco que contenía los colores y las formas del reino perdido. Los altares eran aves de oro encadenadas a la tierra. La cúpula era un inmenso espejo humeante. Los rostros blancos de las esculturas de yeso reían bestialmente; los rostros morenos lloraban. Podía pensarse que los coras, apenas derrotados, reafirmaron la continuidad de su vida apropiándose los símbolos del conquistador, revistiéndolos de una forma que seguía representando los cielos y los infiernos del aborigen. Los misioneros toleraron esa¹transformación. Al cabo, la presidía la cruz. Y un solo signo podía representar la misma promesa, antes fracturada en las mil divinidades del viento y del sol, el agua y el venado, el perico y el matorral ardiente. Cuando terminaron la obra, el misionero señaló hacia el Cristo del altar y dijo que la iglesia era el lugar del amor porque en ella reinaba el dios del amor. Los indios así lo creyeron. Entraron de noche a la iglesia y fornicaron al pie del altar, con risas de pájaro y suspiros de cachorro herido, bajo la mirada de ese Cristo torturado, sufriente como ellos. El misionero los descubrió y los amonestó con una furia infernal. Y los indios no comprendían por qué el dios del amor no podía ser el testigo del amor. Habían recibido la promesa, idéntica al permiso. Y súbitamente, el cumplimiento del anuncio era igual a la prohibición. Los indios se sublevaron, corrieron al misionero y, llenos de una muda decepción, cerraron las puertas de la iglesia del falso dios del amor. Decidieron visitar esa iglesia, que para ellos se había convertido en el claustro del infierno, sólo una vez al año y disfrazados de diablos. Los muros se han cuarteado y el atrio está invadido de hierbas. Un desierto devorador, una tierra arruinada cuyos únicos templos son los magueyes. Pero el firmamento es inmenso y abrasador. Los indios se pintan los cuerpos de negro, blanco y azul, lentamente, acariciándose los unos a los otros, como si volviesen a vestir sus antiguos ropajes ceremoniales: la tierra es la tela; el origen de la pintura es vegetal. Después simulan una fornicación colectiva bajo la bóveda del cielo. Pero los actos de esa larga pasión sensual, celebrada cada semana santa, se identifican con los actos de la pasión cristiana. Los suspiros de abandono en el huerto de los olivos, la bebida del vinagre, el viacrucis, la crucifixión, la compañía de los dos ladrones, la lanzada en el costado, la túnica jugada a los dados, la muerte, el desprendimiento de la cruz y el entierro del santo cuerpo son interpretados sexualmente, como una dolorosa sodomía: Dios amó, físicamente, a los hombres. Es muy extraño. La iglesia era un símbolo y en ella quisieron efectuar un acto real. El sol es real y bajo su luz sólo repiten un acto simbólico. Toda la ceremonia es vigilada por un hombre enmascarado, a caballo, con sombrero de charro. El charro se cubre el cuerpo con una capa de seda roja y el rostro con una máscara de plumas. Sólo muestra su cara el sábado de gloria: ha resucitado Cristo, pero no nuestro Cristo histórico, que padeció bajo el reino de Tiberio y fue entregado por Pilatos, sino el dios fundador, el que entregó a los hombres las semillas del maíz, les enseñó a labrar y a cosechar: un dios sin el tiempo de Cristo, pero con todo el tiempo de un origen constantemente renovado. Es muy extraño. ¿Conoces ese lugar y esa ceremonia?
Sí, los conoces, pero nada le dices a la mujer. Sospechas la intención real de su pregunta. Ella la repite, se calla, y luego, ¿qué día es?, pregunta. Te parece inútil contestarle. Se incorpora con lentitud. Temes que se desplome. Te levantas para tomarla de los brazos, pero tu instinto te mantiene alejado y sin embargo pendiente de ella: imitando, cerca de ella, pero sin tocarla, de manera natural, su paso inseguro, previendo el derrumbe inminente de ese cuerpo fatigado que, al cabo, se apoya bruscamente contra la estaca que en el centro mismo de la choza sostiene el techo de palapa. Avanzas hacia ella; ella se abraza a la estaca y extiende las manos hacia ti, implorando con palabras que no alcanzas a escuchar.
—¿Qué? ¿Qué dices? No te oigo bien.
Te acercas a ella como a una niña o a un animal. Tratas de adivinar su deseo. No puedes dejar de olería. Antigua sal. Cáscaras minerales. Peces herbívoros. Naranjas corruptas. Un espesor negro y volátil. Una segunda piel viscosa que pasa de sus manos a tu propia piel indefensa, ahora que por fin la tomas como a una niña o a un animal, tratando de adivinar su deseo, la conduces al mínimo huerto que crece a espaldas de la choza: esta parcela marcada por tres barrotes de caña y un paredón de adobe, con una pretensión de propiedad privada que el lejano bombardeo hace ridicula.
No puedes dejar de olería. De tocarla. Los trapos húmedos que la envuelven. Sientes el vértigo de una memoria inapresable.
En el huerto olvidado las hierbas crecen salvajes, y si alguna vez alguien las cuidó, hoy sólo existen otras pruebas del trabajo humano: ruedas oxidadas de bicicleta, serruchos, una caja de clavos, algunos barriles de gasolina vacíos. Parece un jardín mineral; una sala de esculturas de cascajo. Nadie ha prestado atención al huerto salvo para ir depositando allí los objetos inútiles que el día menos pensado volverán a sernos útiles. Los alambres de las ruedas pueden atar. Los barriles vacíos pueden flotar. El paredón, nuevamente, puede servir.
—¿No ves?
—Sí. El huerto. Las cosas.
—No. Algo más.
—No sucede nada aquí.
—Dame de beber.
Le pasas el guaje y miras alrededor. La espesura es indiferente a tu mirada; sólo te describe su propia naturaleza compacta, verde, atajada por los tres costados de la verja de cañas liadas con gruesos mecates y la muralla de adobes arruinados. La maleza asciende desde un suelo húmedo y termina doblándose en puntas secas, quemadas.
Conocemos palmo a palmo este territorio, del río Chachalacas al Cofre de Perote y de la Huasteca tamaulipeca a las bocas del Coatzacoalcos: la asediada media luna de nuestra última defensa contra el invasor. El resto de la república está ocupado por el ejército norteamericano. Y frente a las costas del Golfo, la flota del Caribe vigila, bombardea e incursión a. Aquí, en Veracruz, fuimos fundados por una conquista y aquí, casi cinco siglos más tarde, otra conquista intenta destruirnos para siempre. Conocemos palmo a palmo, sierra a sierra, de barranca en barranca, de árbol en árbol, esta ciudadela final de nuestra identidad.
El brazo de la Vieja Señora se extiende; su mano manchada aparece entre los trapos y un dedo indica hacia el fondo de la selva. Más allá de los árboles cimarrones, de las violetas adormecidas y las flores de tigre, jaspeadas y hambrientas. Señala y luego se agacha como si trazara un círculo en el polvo. Su índice es un cetro nudoso. Los velos que caen de su cabeza se agitan y ella salta como un puma. Clava las uñas en tu pecho y estás a punto de caer con la mujer encima de ti; sientes sus manos como un torniquete en tu cuello y el aliento de un viaje cansado junto a tu boca:
—¿Por qué permanecemos aquí? ¿Por qué no me conduces a otro lugar?
Dice (y lo sabes) que la pregunta sólo pasa por sus labios que son el conducto de la selva que les contempla y de las joyas que la selva esconde. Estás abrazado a ella en un combate pasivo; en su mano, la Vieja trae esa tela (no sabes de qué otra manera llamarla: ¿mapa, guía para la caza, plano de operaciones, talismán?): las plumas, arañas y filamentos. El único tambor resuena, cada vez más veloz y sofocado.
Arrojas a la Vieja a un lado con un sentimiento de asco físico (el aliento; las manos bestiales; la ropa sucia; sobre todo el aliento de hongo y niebla). Le dices con seguridad y rabia:
—Conozco ese lugar. Es una pirámide abandonada. Nos hemos escondido allí varias veces. Nos ha servido de depósito de armas. Te lo cuento porque tú ya no podrás revelárselo a nadie.
Pero al mirarla allí, en el suelo del huerto, mirando hacia el paredón, tienes que luchar contra la piedad que la mujer te provoca. La rodea un gran silencio, tangible como una ausencia real; un silencio, un reposo merecido, semejante a la muerte; semejante, al menos, a la muerte crónica del sueño.
El tambor resuena y ella está al pie del paredón. No entiendes qué espera, a qué te invita, qué espera de ti, si quiere permanecer allí o dirigirse a la suntuosa tumba totonaca que la selva ha devorado.
La Vieja se revuelca en el suelo del huerto y lanza un grito que no puede distinguirse de otros: las guacamayas que abandonan la selva en bandadas de temor ahora que los Phantom regresan con un vuelo bajo.
El silbido, el impacto, la explosión, repetidos, intolerables en su descenso al rasgaire, amortiguados por el follaje de los blancos inútiles: devastan la selva, la nada.
Levantas el puño para maldecirlos una vez más: ésa es tu oración cotidiana, tu signo de la cruz: gringos hijos de su chingada. Vuelan tan bajo que puedes leer esas insignias negras en las alas: USAF.
El estruendo raya los tímpanos con la irritación doméstica de un cuchillo frotado contra un sartén. Tomas de las axilas al derviche enloquecido que grita agudamente y trata de aferrarse al polvo, al pie de la muralla acribillada; tratas de arrastrarla a la fuerza dentro de la choza donde deberían mantenerse bocabajo el tiempo que dure el bombardeo, esta vez más cercano y más severo, y además imprevisto: generalmente, pasan una sola vez, de madrugada, arrojan la carga de napalm y lazy dogs y regresan a sus bases. Hoy, han repetido su diaria incursión. ¿Qué sucederá, te preguntas; será éste un portento de su victoria o de nuestra resistencia? Ese trecho entre el huerto y la choza te parece fantásticamente largo: la Vieja es al mismo tiempo un bulto inerme y un nervio mineral, un saco de trapos rotos y una raíz hundida varios metros bajo tierra; es un conducto eléctrico de voces, temores y deseos que se sirven, quizás, de esta debilidad para instalar su fuerza. Otras tradiciones cuentan que los seres de esta naturaleza son reconocidos inmediatamente y pueden penetrar sin obstáculos todos los lugares, los sagrados y los profanos: su voz y su movimiento son los de una inminencia que lo mismo puede anunciarse en el templo que en el burdel.
¿Por qué no te atreves a arrancarle la tela blanca que le cubre el rostro? El templo y el burdel. La Vieja habló de la iglesia de Santa Teresa, en la Sierra del Nayar. Ella ha estado, entonces, allí, en ese lugar que tú tanto temes. La escuchaste describirlo y no supiste si esta mujer atentaba contra tu patria o contra tu vida; si espiaba a las fuerzas rebeldes, o si te espiaba a ti, cuando llegó hasta este oculto campamento en la selva veracruzana. La escuchaste describir el templo construido por los coras bajo la vigilancia de los misioneros españoles y recordaste el tiempo que pasaste allí, en otra época, cuando creiste que tu vocación era otra: el pincel, no el fusil. Fuiste enviado —tendrías veinte años, no más— con un grupo de restauradores de Churubusco a devolverle su esplendor a un viejo y olvidado cuadro de grandes dimensiones, dañado por los siglos, la humedad, el hongo, el descuido, arrumbado detrás del altar de ese templo de Dios que los indios convirtieron en burdel del diablo. La superficie vencida y descascarada describía, en un primer plano, a un grupo de hombres desnudos en el centro de una vasta plaza italiana. Daban la espalda al espectador y sus actitudes eran de angustia, de desolada espera, de terror ante un fin inminente. A la derecha del espacio frontal, un Cristo con las ropas tradicionales de su prédica, manto azul y túnica blanca, miraba intensamente a estos hombres. Al fondo de la tela, en una honda perspectiva semicircular, diminutas, se desplegaban las escenas del Nuevo Testamento. Profesionalrnente, se dispusieron a relinear el óleo vencido, a remediar sus heridas, a fijar sus colores. Alguien, mucho tiempo antes, debió azotar el cuadro con un látigo; se diría que había corrido la sangre sobre la tela, y que la piel de la pintura aún no terminaba de cicatrizar.
Esta ocurrencia tuya provocó la risa de tus compañeros; pero pronto todos vieron que tu fantasía les revelaba una verdad: este cuadro estaba pintado sobre uno anterior; era difícil notarlo a simple vista, porque ambas pinturas, la original y la superpuesta, eran muy antiguas, y la materia de ambas muy similar. Discutieron si podría tratarse de un pentimento; imaginaron a un viejo pintor arrepentido que, escaso de materiales, empleó la misma tela para cubrir una obra fallida y hacer otra, más perfecta. Alguien dijo que quizás sólo era un cuadro en el cual el estrato superficial tendía a separarse del estrato preparatorio. Otro, que sin duda era sólo un abbozzo: el autor había dejado pasar demasiado tiempo entre la fase preparatoria y la final.
Radiografiaron la tela, pero los resultados fueron muy confusos. Abundaban en la pintura los colores menos permeables a los rayos X: el blanco de plomo, el bermellón y el amarillo de plomo. La lastra radiográfica apenas permitía distinguir las imágenes ocultas: como una sucesión de fantasmas superpuestos unos a otros, las figuras reflejaban varias veces sus propios espectros, la pintura era espesa, antigua, quizás lo que ustedes miraban era sólo una calca fiel del original, una restauración pasada, un nervioso enjambre de arrepentimientos artísticos, una simple trasposición de los colores. Pediste permiso para hacer una prueba final: recurrir a un pequeñísimo corte transversal con tu bisturí; el óleo, de todas maneras, estaba tan maltratado, que bastaría levantar un pequeño fragmento de por sí quebrado, tratarlo con resina y bálsamo sobre un vidrio y examinar al microscopio si entre un estrato y otro del color aparecía una sutil película de suciedad o de barniz amarillento. Tu prueba tuvo éxito: el color revelado no era el color original de la pintura; un intangible filo de tiempo separaba a ambos.
Limpiaron, con creciente excitación, el cuadro; pero también con gran cautela. Aplicaron a su superficie los solventes, la dividieron en pequeñas zonas rectangulares, arrancaron con los bisturís los estucos, los hongos, las tenaces durezas y poco a poco cayó, desollada, la falsa piel del óleo, y poco a poco, no más de treinta centímetros diarios, aplicando con sumo cuidado los aceites, las gotas de amoniaco, el alcohol, la esencia de trementina, fue apareciendo ante los ojos asombrados del pequeño grupo de artistas la forma original del cuadro.
Era un extraño y vasto retrato de corte. Y esa corte sólo podía ser la de España; y no una sola corte, sino todas, siglos reunidos en una sola galería de piedra gris, bajo una bóveda de tormentosas sombras. En primer término, un rey arrodillado, con aire de intensa melancolía, un breviario entre las manos, un fino sabueso echado a su lado, un rey vestido de luto, un rostro de sensualidad reprimida, delgado perfil ascético, gruesos labios entreabiertos, señalado prognatismo, ojos ausentes pero indagantes, cabello y barba sedosos y ralos; y en círculo, frente a él, una reina de suntuoso atuendo, complicados miriñaques, abombados guardainfantes, altas golas y un azor prendido al puño; jamás habías visto, en ojos tan zarcos, en piel tan blanca, una expresión tal de vulnerable fuerza y de cruel compasión; un hombre vestido de sotamontero, con una mano posada sobre la empuñadura de la vasca, un halcón encapuchado al hombro y una jauría de alanos detenidos con fuerza por la otra mano. A la izquierda y al fondo, entraba al cuadro una procesión fúnebre; la encabezaba una anciana envuelta en trapos negros, mutilada, sin piernas ni brazos, un bulto de ojos amarillos conducido en una carretilla por una enana chimuela y cachetona, drapeada en telas demasiado holgadas para su corto tamaño; y detrás de ellas un atambor y paje, todo vestido de negro, con sumisos ojos grises y labios tatuados; y detrás del atambor, un suntuoso féretro sobre ruedas y una vasta compañía de alcaldes, alguaciles, botelleros, secretarios, damas de compañía, labriegos, mendigos, alabarderos, cautivos hebreos y musulmanes, acompañando la interminable fila de carrozas fúnebres que se perdían al fondo de la perspectiva del cuadro, rodeadas de obispos, diáconos, capellanes y capítulos de todas las órdenes. Y en el espacio de la derecha, como mirando el espectáculo, un flautista acuclillado, un mendigo de tez aceitunada y verdes ojos saltones, y detrás de él, un enorme monstruo con la boca abierta, una cruza de tiburón y hiena, flotando en un mar de fuego y devorando cuerpos. Y en el centro mismo del cuadro, detrás del círculo presidido por la figura negra del rey arrodillado, en el lugar antes ocupado por los hombres desnudos, un trío de muchachos, desnudos también, entrelazados, de espaldas al espectador; y en las tres espaldas, impresa, la señal de la cruz, una cruz de carne, encarnada. Y detrás de este plano, cada vez más perdidas en la honda perspectiva de piedra gris y sombra negra, un grupo de monjas semidesnudas, azotándose a sí mismas con cilicios penitenciarios; y una de ellas, la más hermosa, tenía vidrios quebrados en la boca, y los labios le sangraban; procesiones de encapuchados con largos cirios encendidos; una torre y un monje pelirrojo observando el impenetrable ciclo; una alta torre paralela y un escribano manco doblado sobre viejos pergaminos; la estatua de un comendador a caballo; un llano de suplicios, estacas humeantes, potros de tortura, hombres retorcidos por el dolor, empicotados; escenas de batalla y degüello; detalles minúsculos: espejos rotos, mandrágoras emergiendo de la tierra quemada al pie de las piras, velas a medio consumir, ciudades apestadas, un monje enmascarado con pico de ave, una lejana playa, una barca a medio construir, un viejo marino con un martillo en la mano, un vuelo de cuervos, una doble fila, perdida en los confines de la tela, de sepulcros reales, túmulos de jaspe, estatuas yacentes, meros esbozos, infinita sucesión de la muerte, vertiginosa atracción hacia el infinito: oscuridad creciente al fondo; deslumbrante sinfonía cromática al frente: azul, blanco, amarillo, dorado, rojo vivo y rojo naranja.
De los tres muchachos abrazados y retorcidos en su abrazo como Laocoonte en su lucha con las serpientes, sólo uno mostraba la cara. Y esa cara era la tuya.
El cuadro no tenía fecha, aunque sí firma: Julianus, Pictor et Frate, fecit.
Todos, como tú, se asombraron primero de verte retratado en un cuadro pintado cuatro, cinco, seis siglos antes… Hablaron de coincidencias, luego todos echaron el asunto a broma, salieron de la iglesia, comieron con los indios vestidos de blanco, bajo el sol inmenso, sobre la tierra enferma del pueblo cora.
«El silencio jamás será absoluto; esto te dices al escucharlo. El abandono, posiblemente, sí; la desnudez sospechada, también; la oscuridad, cierta…»
Esto lo dice ella, mientras la arrastras; lo dice ella: lo dice con tu voz. Caen las escamas negras de los párpados. Las yemas blancas se cubren de venas verdes. Los ojos giran en las órbitas de la anciana como dos lunas cautivas: ha caído el velo blanco.
«Pero el aislamiento del lugar o de las figuras abrazadas para siempre (te dice: señor caballero) parece convocar esta junta sonora (el atambor; las ruedas rechinantes del carruaje; los caballos; el cántico solemne, luminis claritatem; el jadeo de la mujer; el lejano estallido de la costa donde hoy amaneciste, otra vez, en otra tierra tan desconocida como tu nombre) que en el aparente silencio (como si aprovechase la fatiga de sus propias armas) incrusta su insinuación más pertinaz, más afilada, más rumorosa…»
Las hormigas recorren el rostro lívido de la Vieja arrojada bocarriba en el polvo de este huerto.
«No se engañe, señor caballero, es mi voz y son mis palabras las que salen de su garganta y de su boca.»
No puedes decir nada; sus labios de hebras silencian tu boca y mientras te besa repites lo que ella dice sin desearlo, en nombre de lo que ella convoca, arrojada encima de ti. Como ella, eres la inercia que se transforma en conducto de la energía; fuiste encontrado en el camino; tu destino es otro; ella separa sus labios de los tuyos y recorre tus facciones con las manos, como si dibujase un segundo rostro sobre el que te pertenece. Sus dedos son pesados y rugosos. Poseen colores y piedras que se ordenan sobre el que fue tu rostro, tu antigua faz perdida en cada trazo de las manos de la mujer. Las uñas acarician tus dientes y los afilan. Las. palmas secas peinan tu cabello tiñéndolo de rubio y rojo y al pasar sobre tus mejillas, sus manos hacen brotar una barba ligera como un plumaje. Su tacto construye sobre tu antigua piel.
«El silencio que nos rodea (señor caballero, te dice, con la cabeza recostada sobre tus rodillas) es la máscara del silencio: su portavoz.»
Tantea lamentablemente. Le ofreces el guaje lleno de pulque que ella bebe sin contención, con grosería vital. Roza de nuevo tus labios con sus dedos. El pulque se escurre por la barbilla temblorosa de la mujer. Bebiste lo que su boca te ofrecía. Escuchas sus arrullos y vuelves a sentirte niño, en el regazo de tu madre, lejos de la guerra, lejos de la muerte; ella dice que eres hermoso, joven, niño, duerme, duerme, descansa, descansa; ojos tan claros, mejillas tan suaves, labios tan húmedos. Te acaricia las axilas. Levantas los brazos y reposas tu cabeza entre las manos unidas; ella se divierte con el vello húmedo de tu pecho, pezoncitos irritados, de niño travieso.
«He logrado engañarte. Todas las noches, cuando no me miras, le escribo una carta: Amado mío, pienso constantemente en ti desde esta tierra llena de los recuerdos de nuestros mejores años… Todo, aquí, me habla de ti; tu Lago de Como, que tanto amaste, se extiende ante mis ojos en toda su azul serenidad y todo parece igual, como antes; sólo que tú estás allá, tan lejos, tan lejos… Yo sé leer de noche, señor caballero.»
Cuenta tus costillas, riendo. El dedo de la mujer se hunde en tu ombligo, se humedece con el sudor y la tierra acumulados allí, leves testimonios, hace días que no bajas al río, no hay tiempo, todo se ha vuelto indispensable, comer, dormir, despertar, en el río nos bañamos juntos pero nadie mira a los demás, guerrilleros y soldaderas, nuestros cuerpos también son nuestro uniforme, tenemos que ganar nuestra última batalla o ya no tendremos razones para seguir viviendo, la hierba de la ribera nos oculta, nuestros cuerpos son del color de las hierbas profundas que son el lecho del río tropical. El vientre es una piedra lisa en el fondo del río plácido. Ella te acaricia y murmura. El vello es el musgo de las piedras que descansan en el fondo del río turbulento.
«Aire y luz. Los necesitan los que aún cultivan el engaño de sus sentidos. Las ideas florecen y se marchitan velozmente, los recuerdos se pierden, los sentimientos son inconstantes. El olfato, el tacto, el oído, la vista y el gusto son las únicas pruebas seguras de nuestra existencia y de la refleja realidad del mundo. Tú lo crees así. No lo niegues»
Escorpión, alacrancito morado, racimo de lodo húmedo. Te acaricia, te empuña, te toma el peso.
«Hemos salido de nuestro hogar y debemos pagar el precio del prodigio. El exilio es un homenaje maravilloso a nuestros orígenes.»
Su boca desdentada cae sobre tu vientre.
«Tú crees que el tiempo avanza siempre hacia adelante. Que todo es porvenir. Tú quieres un futuro; no te imaginas sin él. Tú no quieres darnos una oportunidad a los que necesitamos que el tiempo se desvanezca y luego regrese sobre sus pasos hasta encontrar el momento privilegiado del amor y allí, sólo allí, se detenga para siempre.»
Asciende con la lengua por la lisura ardiente de tu pene; lo apresa con sus encías sin dientes; todo es mucosa, humedad abierta; encuentra el haz vivo de tus nervios.
«Es lástima que tú no vivirás tanto como yo; lástima grande que no puedas penetrar mis sueños y verme como yo me veo, eternamente postrada al pie de las tumbas, eternamente cerca de la muerte de los reyes, deambulando enloquecida por las galerías de palacios que aún no se construyen, loca, sí, ebria de dolor ante la pérdida que sólo el matrimonio del rango y la locura saben soportar. Me veo, me sueño, me toco, errante, de siglo en siglo, de castillo en castillo, de cripta en cripta, madre de todos los reyes, mujer de todos, a todos sobreviviendo, finalmente encerrada en un castillo rodeado de lluvia y pastos brumosos, llorando otra muerte acaecida en tierras del sol, la muerte de otro príncipe de nuestra sangre degenerada; me veo seca y encogida, pequeña y temblorosa como un gorrión, susurrando, desdentada, a las orejas indiferentes: ‘No olvidéis al último príncipe, y que Dios nos conceda un recuerdo triste pero no odioso…’.»
Abres tus piernas para su boca.
«Yo se lo había dicho: no te deshonres, sé siempre el emperador, haz que se inclinen ante ti; un monarca es un buen pastor, un presidente es un mercenario; una república es una madrastra, una monarquía es una madre. Tú y yo seremos los padres de este pueblo, le dije mientras subíamos del mar, de Veracruz, a la meseta, a México, y mirábamos las fronteras de nopal, los niños desnudos y barrigones, las mujeres morenas, impasibles, envueltas en rebozos; los hombres rígidos, mudos. Los quisimos tanto, ¿verdad, Maxl? Recuerdas, Maxl, cuando nos escondíamos detrás de las cortinas de Miramar para ver cómo fustigaban y fusilaban los soldados de tu hermano a los rebeldes italianos; cuando permitimos que una mujer embarazada fuese azotada, en Trieste, hasta convertir el castigo en una ablución de sangre. Me contaron que matamos a noventa mil mexicanos. Éramos sus padres. Ellos no tenían nombre. Sólo tú y yo teníamos un nombre en esta tierra anónima. Pero ahora que te imagino, querido Maxl, solitario, sitiado, lejano, muerto, quisiera gritar, en nombre de los que asesinamos sin mover un dedo, en nombre de los que morían fusilados por nosotros mientras nosotros bailábamos en Miramar y Chapultepec, ¡por la piedad que no tuvimos, ténganla ustedes! Castiguen nuestros crímenes con su piedad. Que nuestro suplicio sea vuestra misericordia. Castiguen y atraviesen nuestros cuerpos con la intolerable humillación del perdón. No nos concedan el martirio. No lo merecemos. No lo merecemos. ¿Víctimas de México, tú y yo, Maxl, y todos nuestros ancestros, los reyes de sangre flamenca y austriaca y española que primero conquistaron la tierra indiana y finalmente, aquí mismo, agotaron su linaje real? No, al fin hijos de México, porque sólo el odio da la medida del amor hacia México, y sólo la venganza de México la medida de su amor. Las campanas tocan en el cerro. ¿No las escuchas, Maxl? ¿No ves que están intentando vencer el rugido del sol mexicano, el llanto de los fusiles, los suspiros de las oraciones y el temblor de la tierra seca? ¡Devuélvanme el cuerpo de mi amado!»
El silencio presonaba. El silencio personaba. Leche agria, cortada, de estertores. Permanece en la boca de la Vieja, la saliva y el semen se confunden, ambos aprisionados en la boca de la mujer que ahora deja fluir los líquidos mezclados desde los labios hacia su origen, la piel de tus testículos exhaustos, que respiran con el ritmo de un animal enjaulado: los muestras al cielo.
«No hay trueque posible, hijo mío. Un verdadero don no admite una recompensa equivalente; una ofrenda auténtica supera toda comparación y todo precio. Nos regalaron un imperio: ¿cómo íbamos a pagar con la simple muerte, con la simple locura? Regresé, pobre de mí, a buscar lo que había perdido. Me interné de nuevo en estas selvas malditas. Me dejé guiar por el mapa del nuevo mundo, el mapa de las flechas y los insectos que nos permite abandonar el mundo conocido, aventurarnos por donde nadie nos reclama, llegar al corazón del bosque virgen, a la pirámide misma.»
Jadeas bajo el sol, junto al paredón.
«Fue inútil. Mi lugar ya estaba ocupado. En la escalinata de la pirámide estaba otra mujer. Una india. Lucía collares de jade y turquesa y empuñaba una daga de pedernal. La reconocí; ella misma, cuando yo desembarqué del Novara, me ofreció este regalo, esta máscara de plumas. Posaba los pies desnudos sobre la piedra porosa de la escalinata, pero en sus tobillos eran visibles las heridas del fierro y la cadena. Supe que estaba esperando a alguien, quizás a otro hombre, para guiarlo de nuevo. Para repetir el eterno viaje de las derrotas y de las victorias, de la selva y el mar a la meseta y el volcán. Tuve piedad de ella. Le devolví el mapa. Ahora yo tengo que reconstruirlo, si quiero escapar de aquí, olvidar, regresar a la penumbra que me espera… al castillo de las brumas.»
Un mensajero entra, jadeante, y cae de bruces, sangrando.
«Ahora descansa. Olvidarás todo lo dicho. Todas mis palabras fueron dichas ayer.»
La Vieja imita la respiración del hombre herido que llega al campamento de la sierra veracruzana y tú te levantas lentamente, te abrochas la bragueta, te pasas la mano por la cabeza y apagas con los pies el fuego de la noche; una pirámide de cenizas.
«Todos tenemos el derecho de llevarnos un secreto a la tumba.»
Después de entregar la prisionera a la tropa, apagas la grabadora de baterías que durante toda la noche ha repetido, hipnóticamente, una sola cinta con el rumor permanente de un tambor funerario. Esa grabadora es lo único que la Vieja Señora traía consigo cuando fue capturada. Esperabas escuchar un mensaje, descifrar una clave, algo que la comprometiese. Sólo una cinta con el rumor de un tambor de duelo. Buscas en vano la tela —no sabes llamarla, como ella, un mapa de la selva— que la mujer inducida al trance fabricó ante tu mirada, en esta misma choza.
Sales al huerto y pierdes un tiempo precioso hurgando entre los escombros, al pie del paredón, cerca de la maleza. Todo inútil. Si sólo pudieses recordar el trazo exacto de esa tela, seguramente un mapa de caza primitivo, la precisa composición de las zonas de plumaje en relación con la circunferencia de las arañas, el color de las plumas, las direcciones señaladas por las flechas. Has perdido el tiempo. Dejas caer los brazos. Sales y preguntas por el mensajero que esta mañana llegó, jadeando, herido, a nuestro campamento.
El mensajero está recostado sobre un petate, a la sombra. Bebe con dificultad del guaje que le ofreces. Dice que anoche pasó por El Tajín y aprovechó para hacer un recuento de las armas escondidas dentro de la pirámide, como le encargaste que lo hiciera. Una tormenta eléctrica lo sorprendió allí y decidió pasar la noche protegido por los aleros del templo totonaca. De por sí es difícil hacer la distinción entre la vegetación lujosa y el lujo labrado de la fachada. Las sombras de la selva y las sombras de la piedra integran allí una arquitectura inseparable. Los engaños son comunes. Pero él te jura que al reclinarse contra uno de los huecos de la fachada, buscando un alero bajo el cual guarecerse, tanteó con las manos y tocó un rostro.
Retiró la mano, pero venció el miedo y recorrió el muro con la linterna que siempre trae sujeta al cinturón. Primero sólo iluminó las grecas suntuarias del templo. Pero finalmente descubrió, inserto en esas cavidades del frontón que seguramente fueron las aéreas sepulturas de la estirpe, lo que buscaba. Y ahora te dice que había allí un cuerpo extraño, un perfil lavado por el tiempo y la corrupción; un cuerpo viejo, centenario, metido dentro de un cesto relleno de algodones y bañado con perlas; un rostro devorado, sin facciones, y dos negros ojos abiertos, de vidrio.
Quiso investigar más de cerca; levantó una capa empapada por la tempestad y devorada por la polilla; pero lo distrajeron dos hechos simultáneos: detrás de él, iluminada por los relámpagos, apareció una joven india, descalza, triste, lujosamente ataviada, con los labios tatuados, la mirada serena y los tobillos heridos por los grilletes, sentada, como en espera de algo, al pie de la pirámide: tenía entre las manos una tela de plumas y flechas, y a sus pies, un círculo de mariposas muertas; al mismo tiempo, escuchó un ruido sorprendente: un tambor parecía avanzar por la selva, anunciando una ejecución pasada o futura; creyó que soñaba: entre la maleza se abría paso una procesión fúnebre, compuesta por gente de otra época, blancas cofias monjiles, pardos monjes encapuchados, cirios encendidos, mendigos, damas vestidas con brocados, caballeros de negras ropillas y altas golas blancas, cautivos con la estrella de David al pecho, cautivos de aspecto arábigo, alabarderos, pajes, labriegos con varas al hombro, antorchas y cirios. Nuestro mensajero se sintió confundido, apagó la lámpara y empezó a correr. Por encima del tamborileo, varios fusiles tronaron al unísono. El mensajero sintió los aguijonazos en el hombro y en el brazo. No sabe cómo pudo llegar hasta el campamento.
Más tarde, das algunas órdenes, comes el rancho del mediodía y revisas los puentes colgantes que esa noche nos permitirán cruzar las barrancas, atacar el flanco de una posición enemiga y luego desaparecer en la selva. Sólo atacamos de noche. De día nos preparamos para el combate y nos confundimos con la selva y con la población. Todos nos vestimos como los campesinos de la comarca: somos camaleones. Comemos, dormimos, amamos, nos bañamos en el río. Si quieren exterminarnos, deberán exterminar los bosques, las aguas, las barrancas, las ruinas mismas, el aire y la tierra enteros.
Después del asesinato del Presidente Constitucional y su familia, tu hermano asumió el puesto de Primer Ministro en el régimen militar y te rogó que te unieras a él. Libertad, soberanía, autodeterminación: palabras vanas que le costaron la vida al Presidente por defenderlas como si fuesen algo más que palabras. Debías mirar la realidad de frente. El gobierno emanado del golpe había solicitado la intervención del ejército norteamericano para mantener el orden y asegurar el tránsito a la paz y la prosperidad. La división del mundo en esferas de influencia impermeables era un hecho que a todos nos salvaba del conflicto nuclear. Te dijo todo esto en su despacho del Palacio Nacional, mientras apretaba una serie de botones y las pantallas de televisión se encendían. Había una docena de aparatos colocados sobre un estrado; por sus espejos humeantes pasaron escenas que tu hermano, innecesariamente, describió. La cruda realidad era ésta: el país no podía alimentar a más de cien millones de personas; el exterminio en masa era la única política realista; era preciso un lavado de cerebro colectivo para que los sacrificios humanos volviesen a aceptarse como una necesidad religiosa; la tradición azteca del consumo suntuario de corazones debería unirse a la tradición cristiana del dios sacrificado: sangre en la cruz, sangre en la pirámide; mira, te dijo indicando hacia las pantallas iluminadas, Teotihuacán, Tlatelolco, Xochicalco, Uxmal, Chichén-Itzá, Monte Albán, Copilco: nuevamente, están en uso. Con una sonrisa, te hizo notar que el comentario era distinto en cada programa; los asesores de relaciones públicas, sutilmente, distribuyeron entre los doce canales a los comentaristas adecuados para darle a las ceremonias un tono deportivo, religioso, festivo, económico, político, estético, histórico; este locutor, con voz premiosa y excitada, llevaba cuentas de la competencia entre Teotihuacán y Uxmal: tantos corazones a favor de este equipo, tantos a favor del contrario; aquél, con voz untuosa, comparaba los lugares de sacrificio con los supermercados de antaño: el sacrificio de vidas ayudaría directamente a alimentar a los mexicanos exentos de la muerte: pasaba entonces por la pantalla una sonriente y típica familia de clase media, beneficiaría supuesta del exterminio; otro locutor exaltaba la noción de la fiesta, la recuperación de perdidos lazos colectivos, el sentido de comunión que tenían estas ceremonias; otro más, hablaba seriamente de la situación mundial: la crueldad y el derramamiento de sangre no eran, de manera alguna, fatalidades inherentes al pueblo mexicano, todas las naciones las practicaban para resolver los problemas de sobrepoblación, escasez de alimentos y agotamiento de energéticos: México, simplemente, aplicaba una solución acorde con su sensibilidad, su tradición cultural y su idiosincrasia nacional: el cuchillo de pedernal era orgullosamente mexicano; y un eminente médico hablaba con aire solemne de la aceptación universal de la eutanasia y de la opción, desaprovechada por la ignorancia de las masas y un anacrónico culto del machismo, de emplear anestesia, local o general, etc.
Miraste con horror las ceremonias de la muerte en los espejos electrónicos del gabinete de tu hermano. ¿Para esto habían nacido y soñado y luchado y muerto millones de hombres desde el albor del tiempo mexicano? Otras imágenes humeantes se superpusieron en tu imaginación, hasta vencerlas, a las que pasaban por las pantallas de la oficina de nogal y brocado en este palacio de tezontle y cantera levantado sobre el sitio mismo del templo de Huitzilopochtli, el sangriento mago colibrí, en la plaza misma que sirvió de asiento al poderío azteca: una vasta catedral católica erigida sobre las ruinas de los muros de las serpientes, las casas de los conquistadores españoles en el sitio donde se levantaba el muro de las calaveras, un palacio municipal cimentado sobre el vencido palacio de Moctezuma, sus patios de aves y bestias y sus cámaras de albinos, jorobados y enanos y sus aposentos tapizados de oro y plata: la imágenes de una lucha tenaz, a pesar de todas las derrotas, en contra de todas las fatalidades. Pobre pueblo tuyo: no necesitaste moverte del lugar donde estabas para escenificar, en esas parpadeantes pantallas, detrás de las gruesas cortinas del despacho, afuera, en la inmensa plaza de piedra quebrada, asentada sobre el fango de la laguna muerta, todos los combates contra la victoria de los fuertes, contra los destinos impuestos a México en nombre de todas las fatalidades históricas y geográficas y anímicas; pantalla y plaza: los pueblos sometidos al poder de Tenochtitlán, arrancados a sus ardientes tierras costeras, sus feraces valles tropicales, sus pobres llanos de pastoreo, sus altos y fríos bosques, para alimentar el insaciable hocico de la teocracia azteca, sus temibles fiestas, del sol moribundo y la guerra florida; pantalla y plaza: un sueño invencible, vivo en los ojos de los esclavos, el buen dios fundador, la serpiente emplumada, regresará por el oriente, restaurará la dorada edad de la paz, el trabajo y la hermandad: pantalla y plaza: de las casas que caminan sobre el agua descendieron el día previsto para el regreso de Quetzalcóatl, los dioses enmascarados, a caballo, con fuego entre las uñas y ceniza entre los dientes, a imponer la nueva tiranía en nombre de Cristo, dios bañado en sangre, pueblo herrado como las bestias, esclavo de la encomienda, prisionero encadenado a las entrañas de la mina de oro que alimentó la fugaz grandeza de España, mendicantes al cabo el vencedor y el vencido: el conquistador encumbrado y el príncipe derrotado; pantalla y plaza: un sueño pertinaz, verdugo y víctima, español e indio, blanco y cobrizo, pueblo nuevo, raza morena, mantendremos lo que nuestros propios padres quisieron devastar, pueblo huérfano, padre ignorado, madre mancillada, hijos de la chingada, salvaremos lo mejor de dos mundos, mundo nuevo en verdad, Nueva España, el salvador cristiano redimido por los pecados de la historia, la serpiente emplumada liberada por la distancia de la leyenda, pueblo mestizo, fundador de una nueva comunidad libre: el padre perdonado, la madre purificada; pantalla y plaza: bandera verde, blanca y roja, el pueblo victorioso vencido por sus libertadores, república de criollos rapaces, caudillos codiciosos, clérigos cebados, tricornios emplumados, caballería de parada, espadas relucientes e inútiles leyes, proclamas, discursos: un basurero de palabras huecas y medallas de cartón sepulta al mismo pueblo andrajoso, esclavizado, eternamente atado al peonaje, sometido a la exacción, entregado al sacrificio: pantalla y plaza: las banderas extrañas, las barras y las estrellas, el tricolor napoleónico, la bicéfala águila austríaca, el águila mexicana coronada, la tierra invadida, humillada, mutilada; pantalla y plaza: un sueno invencible, dar la vida para vencer a la muerte, no hay parque para combatir a los yanquis en Churubusco y Chapultepec, los franceses queman todas las aldeas y ahorcan a todos sus habitantes, un indio oscuro, tenaz, temible porque es el dueño de todos los sueños y pesadillas de un pueblo, contra un príncipe rubio, dubitante, temeroso porque es el dueño de todas las lacras y espejismos de una dinastía; pantalla y plaza: el pueblo victorioso otra vez vencido, caídas todas las banderas, regresa el soldado descalzo al latifundio, el guerrillero herido al trapiche, el indio fugitivo al despojo y al exterminio: los opresores de adentro ocupan el lugar de los opresores de afuera; plaza y pantalla: penacho, entorchado y vals, el eterno dictador sentado en trono de pólvora frente a un telón de teatro: el déspota ilustrado y su corte de ancianos científicos y ricos hacendados y empomados generales; plaza y pantalla: más dura el sueño que el poder, rasgan el telón las bayonetas, cae ametrallada la fachada, aparecen detrás de ella los hombres de ancho sombrero y carrillera al pecho, incendiados ojos de Morelos, roncas voces de Sonora, callosas manos de Durango, polvosos pies de Chihuahua, rotas uñas de Yucatán, un grito rompe una máscara, una canción la siguiente, una carcajada la que nos ocultaba debajo de la anterior, en el paredón de adobe acribillado aparece el rostro auténtico, descarnado, anterior a las historias porque ha esperado durante siglos, soñando, el tiempo de su historia: carne y hueso, indistinguibles: inseparables, mueca y sonrisa; tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea, todos mis tiempos son uno, mi pasado ahorita, mi futuro ahorita, mi presente ahorita, ni desidia, ni nostalgia, ni ilusión, ni fatalidad: pueblo de todas las historias, sólo reclamo, con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte que todo suceda, instantáneamente, hoy: mi historia, ni ayer ni mañana, quiero que hoy sea mi eterno tiempo, hoy, hoy, hoy, hoy quiero el amor y la fiesta, la soledad y la comunión, el paraíso y el infierno, la vida y la muerte, hoy, ni una máscara más, acéptenme como soy, inseparable mi herida de mi cicatriz, mi llanto de mi risa, mi flor de mi cuchillo; pantalla y plaza: nadie ha esperado tanto, nadie ha soñado tanto, nadie ha combatido tanto contra la fatalidad, la pasividad, la ignorancia que otros han invocado para condenarle, como este pueblo sobrenatural, pues hace tiempo debió haber muerto de las causas naturales de la injusticia, la mentira y el desprecio que sus opresores han acumulado sobre el cuerpo llagado de México; pantalla y plaza: ¿todo para esto, te preguntas, tantos milenios de lucha y sufrimiento y rechazo de la opresión, tantos siglos de invencible derrota, pueblo surgido una y otra y otra vez de sus propias cenizas, para terminar en esto: el exterminio ritual del origen, el sometimiento colonial del principio, la alegre mentira del fin, otra vez?
Tu hermano miró tu mirada y te advirtió: la resistencia sería inútil; un gesto heroico, pero vacío; unos cuantos guerrilleros no derrotarán al ejército más poderoso de la tierra; necesitamos orden y estabilidad, aceptar la realidad del mundo actual, conformarnos con ser un protectorado de la democracia anglosajona, somos interdependientes, nadie acudirá en nuestra ayuda, las esferas de influencia están perfectamente definidas, USA, URSS, China, la Arabia Mayor, despójate de ideas anacrónicas, sólo hay cuatro poderes en el mundo, vamos a realizar el sueño del gobierno universal, arrumba tu apolillado nacionalismo…
Tomaste el cortapapeles que descansaba sobre la mesa del Primer Ministro y lo hundiste en su vientre; tu hermano no tuvo tiempo de gritar; la sangre le brotó por la boca, ahogándole; clavaste el puñal de bronce en su pecho, en su espalda, en su cara; tu hermano cayó sobre los botones multicolores y las pantallas se apagaron lentamente, los espejos volvieron a cubrirse de humo.
Saliste tranquilamente del despacho, te despediste amablemente de las secretarias; tu hermano pedía que no se le interrumpiese por ningún motivo. Caminaste con lentitud por los corredores y patios del Palacio Nacional. Te detuviste un instante frente a los murales de Diego Rivera en la escalinata y el patio centrales. La Junta Militar había ordenado tapiarlos con planchas de madera. Se dio como excusa la necesidad de una pronta restauración.
Abres los ojos. Miras el mundo real que te rodea y sabes que tú eres ese mundo y que por él combates. No es la primera vez que luchamos. Dejas de sonreír. Quizás sea la última.
—¿Qué hacemos con la vieja, comandante?
—No sé. No quiero juzgar.
—Perdone; pero si usted no, ¿quién?
—Se le puede recluir en alguna parte. Güero. En alguna casa solitaria y bien guardada. En un manicomio o un convento, güerito.
—¿No hay un oficial superior que decida estas cosas?
—No, mi comandante. Ya no hay tiempo.
—Tienes razón. Tampoco hay hombres de sobra para custodiar prisioneros…
—Que además limitan nuestra movilidad.
—Y el escarmiento, güerito, el escarmiento. Seguro que era una espía, uno del enemigo. Ésta no es su tierra.
—Está bien. Fusílenla hoy mismo. Allá atrás, en el muro de mi choza.
—¿Qué está haciendo la vieja?
—Escribe nombres en el polvo, con el dedo.
—¿Qué nombres?
—Nombres de viejas. Juana, Isabel, Carlota…
Caminas bajo el sol, de regreso al jacal. Te preguntas si al revelarse cada mañana, el sol sacrifica su luz en honor de nuestra necesidad: si esa luz, de alguna manera autosuficiente, gasta su transparencia revelando nuestra opacidad. Pero la luz da contorno y realidad a nuestros cuerpos. Debes despertar de esta pesadilla. Gracias a la luz, sabemos quiénes somos. Pero sin ella, acabaríamos por inventarnos antenas de la identidad, detectores de los cuerpos que deseamos tocar y reconocer. Te preguntas si es posible fusilar a un fantasma. Ya no te mientes: sabes dónde viste, antes, los ojos de una anciana envuelta en trapos negros, mutilada, sin piernas ni brazos, los ojos de una reina de vulnerable fuerza y cruel compasión. La pesadilla te convoca de nuevo: tú también eras parte de ese cuadro…
Te detienes. Junto a la entrada del jacal, una joven indígena de tez delgada y firme (estás seguro), labios tatuados y tobillos heridos, teje y desteje, con destreza y ánimo sereno, una extraña tela de plumas. A su lado, un soldado ha tomado la guitarra y canta. Te acercas a la muchacha. En esc instante, se reinician los bombardeos.
El lazy dog, o perro perezoso, consiste en una bomba madre fabricada de metal ligero, que estalla a escasa altura del suelo o en el suelo mismo. Dentro de la bomba madre hay trescientas bolas de metal, cada una del tamaño de una pelota de tenis, que al liberarse del seno materno ruedan por su cuenta y en diversas direcciones, estallando de inmediato o esperando, en la maleza o el polvo, a que el pie de un niño o la mano de una mujer las toque para estallar y volar la mano, el pie, la cabeza de quien primero la toque, mujer o niño. Los hombres están todos en la sierra.