Tenía una vaga idea de su propio rostro. Sólo lo miraba, de pasada, en espejos teñidos que los fugitivos habitantes de palacio dejaron olvidados, aquí y allá, en esta recámara, en aquella torre. No las arrugas, no las canas, no los achaques: cada vez más, le rodeaban las sombras. Ésa era su vejez. Recordaba ciertos patios, ciertas galerías de emplomados blancos, por donde anteriormente se filtraba la luz del día. Ahora no. Las sombras, palmo a palmo, secuestraban su palacio.
—¿Dónde se han ido todos?
Mandó y ordenó que se vistiera a cien pobres con trajes olvidados en los arcones de los que huyeron, y que se dieran diez mil ducados para casar mujeres pobres, y las que fueran huérfanas y de buena fama habrían de preferirse. Aullaron quedamente las monjas cuando la madre Celestina hizo su periódica visita, el domingo anterior al miércoles de ceniza. El Señor deleitábase comprobando la usura dañina que el tiempo iba cobrando en el cuerpo de la vieja trotera, que el labio superior se le poblaba de un oscuro bozo, y crecíale la barba blanca en el mentón. Sin darse cuenta, el Señor le repetía viejas palabras dichas antes por la alcahueta, vieja te has parado; bien dicen que los días no van en balde; figúraseme que eras hermosa; otra pareces; muy mudada estás. Y ella, por los dos, le contestaba, riendo, vendrá el día que en el espejo no te reconocerás, y él agradecía que las crecientes sombras de su palacio fuesen el signo único del paso del tiempo, pero la vieja raposa no soltaba la prenda, y entre quejumbre y risa decía:
—Bien parece que no me conociste hace veinte años. ¡Ay! Quien me vio y quien me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor. Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme… ¿Lo sabe también Su Mercé?
Luego le reiteraba lo que el Señor quería saber, más que nunca después de leer el manuscrito del consejero Teodoro el hombre del César, que el príncipe Bobo dormía su larga siesta con la enana en Verdín, que el peregrino del nuevo mundo había sido trabado de un brazo por el pico asesino de un azor y que ambos, muchacho y ave, se ahogaron en la costa del Cabo de los Desastres; la tercera seguridad la tenía el Señor en su propia casa: estaban para siempre unidos, en perversa ley de amor, el burlador y la novicia, en cárcel de espejos. ¿Y qué más? Pues que crece la turba de mendigos alrededor de este palacio, Monseñor, y parece que las cocinas sólo trabajan para ellos, pues so majestá no prueba bocado, dícese, y crece la fama de su caridad en todo el reino.
Muchas dolencias le afligían; entre las del cuerpo, la más prolija e inoportuna era la gota, causándole dolores agudísimos por aquella división que va haciendo el humor corrompido en los artejos y coyunturas de las manos y pies, partes sensibles por extremo, por ser de poca carne, todo nervio y huesos que, como se descansan, atormentan despiadadamente, como lo mostraban los gritos del Señor; y viose forzado de traer siempre, por la ternura de los pies, una cayadilla en qur afirmar. Inflamábanse, también, de continuo sus encías, y se le pudrían las muelas, y por todos estos motivos mandó y ordenó que Ir trajeran cuanta reliquia sagrada hubiese en el niño, y aún mas allá, sin perdonar ningún género de costas ni de intereses, y un día de diciembre le llegaron veinte cajas grandes de reliquias, cerradas y selladas con muchos sellos y testimonios y envueltas en lienzo pata que el agua ni la nieve no pudiesen ofenderlas.
«Por ser estas reliquias de santos tan antiguos y de aquel tiempo que la sinceridad y pobreza de los cristianos resplandecían tanto en la Iglesia, están guarnecidas muchas de ellas pobre y toscamente, unas en cajas de palo, otras en cobre, de simplicísimas labores y guarniciones con pedrezuelas de vidrio, alguna poca y pobre aljófar, que todo es un fidelísimo testimonio de la pureza, reverencia y verdad de aquellos buenos siglos en que había tanta Fe y tan poca plata.»
Así decía el pliego con que le fueron entregadas las cajas, y aunque lo firmaba un Rolando Vueierstras, Notario Apostólico designado para dar fe y testimonio, de los lugares donde se sacaron y congregaron las reliquias, el Señor creyó reconocer una letra que ya había visto antes.
Hincado ante el altar de la capilla y el tríptico flamenco celosamente oculto detrás de sus puertecillas pintadas, el Señor pasó días enteros besando un brazo de Santa Bárbara y otro de San Sixto, Papa, la costilla de San Albano, la mitad del hueso del anca de San Lorenzo, el hueso del muslo del Apóstol San Pablo, y la rodilla toda entera aserrada, con sus pellejos, del mártir San Sebastián; con delectación lamieron sus gruesos labios la canilla de la santa virgen y mártir Leocadia, que padeció en las mazmorras de Toledo, toda entera con su piel y su pellejo, muy linda, que convidaba a darle mil besos.
A su cama de negras sábanas, de noche, se llevaba una quijada entera de aquella niña de trece años, más fuerte que todos los jayanes del mundo, de aquella enamorada cordera, Inés la Mártir, que al morir dijo que la sangre de su Esposo Jesucristo hermoseó sus mejillas, y ahora el Señor repetía esas palabras, acariciando de noche la quijada de la mártir:
—Sanguis eius ornavit gennas meas.
Otras noches llevaba al lecho un brazo de San Ambrosio, pero lo que más le agradaba era acariciar, hasta dormirse abrazado a ella, la cabeza del valeroso rey y mártir San Hermenegildo, martirizado por su padre, y a la testa le decía:
—No pidió menor tirano ni verdugo tan ilustre mártir.
Cabezas abundaban entre el largo arancel de las reliquias traídas, y a menudo el Señor dormía con dos de ellas, la del mismo que el Evangelio llama San Simón Leproso, que dicen fue uno de los setenta y dos discípulos, y la del Santísimo Doctor San Jerónimo, sana, madura y grave cabeza; y una madrugada espantáronse los criados que le llevaban el desayuno de pasas secas, al ver junto a la cabeza del Señor, recostada en su misma almohada, saliendo como cosa viva de entre las sábanas negras, la cabeza de Santa Dorotea, virgen y mártir.
—Pues mis brazos no tienen fuerzas, decíase, démelas el brazo fuerte, jamás torcido, de San Vicente, mártir español, natural de Huesca, y el de la santa virgen y mártir Águeda, de noble sangre, aunque según su doctrina, más noble por ser sierva de Jesucristo.
Y se colgaba con alfileres estos santos brazos de las mangas, y con la fuerza que le daban recorría interminablemente las filas de sepulcros en la capilla.
Ordenó se dispusiera una mesa para cenar en el aula del seminario, y que las monjas sirviesen la copiosa merienda, como en los mejores tiempos, e hizo sentar en altas sillas los cuerpos enteros que se contaban en el padrón de las reliquias, y con miradas inciertas y temblorosas manos colmaron las hermanas Angustias y Prudencia, Dolores y Remedios, Milagros y Esperanza, Ausencia y Caridad, de ocas y francolines, ansarones y palominos, los platos de piorno frente a los inmóviles cuerpos sentados del santo mártir Teodorico, presbítero del tiempo de Clodoveo, y del glorioso mártir San Mercurio, y el de aquel valeroso Capitán de la santa Legión de los Tebeos, llamado Mauricio, y el de San Constancio, mártir, martirizado en la persecución de Diocleciano. Presidía la mesa el Señor, pero él sólo comía sus pasas. Y en la cabecera opuesta a la suya, fue sentado el cuerpecito entero de un santo niño inocente, natural de Belén, de la misma tribu y descendencia de Judá, y era tan chiquito, que parecía de un mes.
—Verdad es, le dijo el Señor al niño para iniciar la conversación, que la carne y aun el hueso, cuando son tan tiernos, vienen con el largo tiempo a encogerse mucho…
Y no contestándole el niño, se dirigió a San Mercurio, cuyo cuerpo, con el tiempo y con el poco cuidado en las custodias llenas de polvo, mirábase gastado y negro:
—Deléitanos, le dijo; cuéntanos tus padecimientos en la persecución de Decio, y cómo, después de algunos años, fuiste escogido por Nuestro Señor para librar a su Iglesia de la malicia de Juliano, apóstata, y vengar las blasfemias que contra Dios decía, dándole una lanzada de que murió por mano tuya…
Y no contestándole San Mercurio, y enfriándose los guisos en frente de los convidados, el Señor masticó unas cuantas pasas y señaló hacia la bóveda pintada del aula, donde se mostraba la Santísima Trinidad en un trono; explicóles a sus huéspedes que aquellas criaturas altas eran los ángeles; más bajo se miraban el sol, la luna y estrellas, y en lo ínfimo la tierra con sus animales y plantas:
—Por una parte se ve la creación del hombre: por otra, cómo pecó comiendo del árbol vedado, engañado por la envidia de la antigua serpiente, y le echan del Paraíso, y así se cifra todo lo que se lee en la primera parte de Santo Tomás, cuyas son estas cátedras y cuya doctrina aquí se profesa. Y se ven aquellas dos emanaciones que hay en Dios, que nuestros teólogos llaman Ad intra et ad extra. La de las divinas personas consustanciales ab aeterno, y las de las criaturas todas en el principio del tiempo.
En estas y otras sabrosas pláticas cristianas pasó la cena que el Señor ofreció a los mártires. Luego, todos fueron devueltos a sus cajas de cristal y a sus cofres guarnecidos con muchas flores y torzales de oro, el Señor fue a acostarse con la grave cabeza de San Jerónimo y los criados repartieron las viandas frías entre los mendigos del lugar.
Y de la milagrosa Santa Apolonia, curandera del dolor de muelas, llegaron en dos cajas hasta el palacio doscientos y dos dientes de sus divinas mandíbulas, que mucho apreció el Señor como alivio de su mal, colocándolos en vasos de oro en forma de cimborios.
El Miércoles Santo de la Semana Mayor, día de la ceniza, le fue entregado al Señor un largo pliego enviado por Guzmán. Lo leyó Felipe, con ávida repugnancia, mientras en la capilla el obispo gordo y ya casi centenario, acompañado de diáconos, acólitos y cantores, se hincaba y, quitada la mitra, cantaba el himno Veni, creator Spiritus. Narraba Guzmán la nueva: el sueño del joven peregrino era cierto, llegaron las carabelas a las mismas costas descritas por el muchacho, desembarcaron en playa de perlas, las recogieron a manos llenas, algunos llegaron a tragárselas. Siguieron la ruta de la selva hacia el volcán. Los naturales desconocían el caballo, la rueda y la pólvora; era fácil espantarles, pues tomaban a los jinetes por seres sobrenaturales, y a los arcabuces y cañones por cosa de magia. Vivían, además, en la disensión, los pueblos más débiles sometidos a los más fuertes, y todos a un emperador llamado el Tlatoani, cuya sede era la ciudad de la laguna. Que perdiese cuidado el Señor: el poder de las armas servía al poder de la fe. A su paso, la esforzada hueste española derrumbó ídolos, incendió templos y destruyó papiros de la abominable religión del Diablo. Tenía queja contra el fraile Julián, que entrometíase e intentaba salvar ídolos y papeles, y pretendía que estos salvajes eran tan hijos de Dios como nosotros, y dueños también de un alma. Aprovechó Guzmán los rencores de los pueblos para azuzarlos contra el gran Tlatoani; cayó la ciudad de la laguna, por la acción combinada de la hueste hispana y las tribus rebeldes. Hundióse en el fango la vasta ciudad; cayeron los ídolos, arrancóse el oro y la plata de templos y aposentos reales; fue arrasada la ciudad antigua y sobre ella comenzó a construirse una ciudad española, de severo trazo, semejante, Cristiano Señor, a la parrilla donde sufrió martirio el Santo Lorenzo; creo respetar así vuestras intenciones, que son las de trasladar a estos dominios las supremas virtudes de España.
Contaba en seguida que, caída la ciudad imperial, vieron los naturales que otra sumisión les aguardaba, y Guzmán no les desengañó. Agotóse el asombro de los naturales; rebeláronse; Guzmán supo cómo responder. A los dóciles los arrastró en mesnada contra los demás pueblos; asoló los campos; quemó las cosechas; a los prisioneros los cargó de cadenas, los herró como ganado y los repartió como esclavos entre su tropa. Cada soldado de esta expedición, así, ha llegado a tener mil esclavos o más en su posesión, y el que salió en cueros de España, pronta hidalguía ha ganado en estas tierras. En grandes corrales, para escarmiento de todos, reunió a hombres, mujeres y niños; los hombres, con unas prisiones al pescuezo; y las mujeres, atadas de diez en diez con sogas; y atados de cinco en cinco los niños; los arrastró de pueblo en pueblo, por todas las regiones, mostrándolos y advirtiendo que quien quisiera escapar a esa suerte, más le valdría someterse ya. En cada aldea herró a algunos, mató a otros, prometió la vida a muchos más si aceptaban vivir como bestias de carga, dio licencia a sus soldados para tomar las mujeres que apetecieran, y espantó a todos. Aun entre los pueblos que no opusieron resistencia siguió su táctica para establecer buen ejemplo: proponía la servidumbre o la muerte; pero entre los que aceptaban ser siervos, mataba, de todos modos, a muchos; y entre los que se llevaba encadenados y atados, a muchos dejaba morir de hambre, y prefería la muerte de los niños muy pequeños, privados de la leche materna, que se quedaban a lo largo de los caminos y así eran vistos por todos. Esta saña contra los niños culminó en un pueblo de los llamados purépechas o tarascos, donde los habitantes, para manifestar su ánimo pacífico, le entregaron varios puercos a Guzmán, y él, para agradecer el regalo, les devolvió un costal lleno de niños muertos. Al llegar al siguiente pueblo, repetía estas hazañas. No ha quedado, entre Tzintzuntzan y Aztatlán, entre Mechuacán y Shalisco, entre el lago de Cuitzeo y el río de Sinaloa, aldea que no llore a un niño, desprecie a una mujer o recuerde a un hombre.
Vastos son los tesoros de templos, palacios y minas, superando cuanto nos dijo aquel pobre soñador y peregrino. Y si mucho han visto mis ojos, más han escuchado mis orejas. Cuéntase de una ruta que por desiertos del norte conduce a siete ciudades de oro. Háblase de un pueblo de guerreras amazonas que se han mutilado todas el seno derecho para flechar con pericia de varón. Háblase, Señor, de una fuente de la eterna juventud, perdida en las selvas, en donde basta bañarse una vez para recuperar la edad moza. Tan fantásticas historias no son, lo sé, sino espejismos; alimentan, sin embargo, el afán de gloria y la codicia de mis hombres, animándoles a correr riesgos jamás vistos. Nada trajo de su sueño el joven peregrino; en cambio, Sire, yo os envío, con este correo, la prueba más cumplida de las riquezas del mundo nuevo. Es apenas el quinto real que os debemos. El botín ha sido repartido entre los esforzados miembros de esta expedición, que a las de Alejandro, Aníbal y César superan en audacia y merecimientos. Nadie ha rehusado su parte, ni siquiera el fraile Julián a quien sólo tolero por mandato vuestro. Cumple, sin embargo, los encargos de la fe, levantando capillas e iglesias en los lugares que conquistamos. No se diga, pues, que sólo el afán del oro nos trajo aquí, sino el de servir a Dios.
Firmaba este largo pliego el Muy Magnífico Señor don Hernando de Guzmán.
El Señor levantó la mirada. El sacristán mayor, con un cedazo dorado, iba cerniendo ceniza por la capilla, haciendo con ella dos líneas que se cruzaban en medio del templo de esquina a esquina. Cantaban los cantores el Benedictus Domine Deus Israel mientras el obispo, con el báculo pastoral, iba escribiendo en la ceniza el alfabeto latino, y luego en la otra que cruzaba el alfabeto griego, diciendo con voz más quemada que las cenizas:
—Mira, Israel, que no hemos de escribir aquí tu alfabeto hebreo, a fin de demostrar la ingratitud de tu pueblo que, con ser el primero y a quien se hicieron las promesas de tan soberanos tesoros, no supiste conocerlos, prefiriendo quedarte fuera, pueblo ciego, oscurecido y duro.
Caminó penosamente el Señor hacia el altar, arrastrando los adoloridos pies entre la ceniza; y allí, al pie de la santa mesa de la Eucaristía, estaba el enorme cofre rebosante de oro, oro fundido, oro de orejeras, brazaletes, ídolos, suelos, techumbres, collares fundidos para despojarlos de signo pagano y darles su valor real de tesoro, dinero, caudal para armar ejércitos, combatir herejes, levantar palacios, aplacar nobles, favorecer conventos, regalar clérigos. Miró el Señor la mirada de codicia que, en medio de las oraciones de la ceniza, dirigían hacia el cofre el obispo, los diáconos, el sacristán y los cantores.
En voz alta dijo el Señor:
—Que nunca se mueva de aquí este tesoro. Que quede siempre aquí, abierto, como ofrenda a Dios Nuestro Señor. Que nadie lo emplee, le dé curso o saque de él provecho alguno, sino Dios mismo, a cuyos pies lo coloco.
Inclinóse para recoger ceniza del suelo; trazó, con el dedo, una negra cruz sobre su frente.
Regresó a su alcoba, desde donde podía mirar, sin ser visto, las ceremonias de este y todos los días, de este y todos los años.
Muchos pasaron sin que volviese a escuchar los ladridos de las monjas anunciando un visitante. ¿Por qué no regresaba a verle la Madre Celestina? ¿Qué habría sido de Ludovico, la joven Celestina y el monje Simón, abandonados, aunque libres, en el llano? Olvidó a su madre; seguramente, habría muerto viva o viviría muerta; respetaba la voluntad de abandonarla en tumba amurallada, sin inscripción ni ceremonia. Escribió con la mano artrítica: «Sólo se gobierna el mundo, por la mano de Dios guiado. Respétese mi soledad. Respétese mi devoción. ¿De qué le valdrá a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Tengo hambre de Dios. Tengo hambre de muerte. Ambas se confunden en mis deseos. Comuníquenseme por escrito las nuevas mayores. No han de ser buenas. Sabré soportarlas con ánimo resignado.»
Tuvo razón. De tarde en tarde, le llegaron misivas, rumores consignados al papel, advertencias, proposiciones, sugerencias, decretos que requerían su firma. Muchas cosas las firmó sin mirarlas siquiera; otras, las olvidó, hasta que le fue recordada la necesidad de su letra. Dudó; aplazó la firma; volvió a dudar. Semejante lentitud en la resolución le valió el calificativo de el Prudente. Recibió, con horror, libros impresos por herejes que se divorciaban para siempre de la tutela de Roma y fundaban nuevas iglesias. Guardó como secretos las noticias que le fueron comunicadas: si eran cosas sabidas por todos, él se comportaría como si las desconociese.
Las sombras, se dijo, y no los años, van cercándome. Mi edad se mide por la creciente extensión de las sombras; palmo a palmo, se adueñan de mi cuerpo y de mi palacio.
Así vivió, hasta que una noche escuchó un temible grito en la capilla. Era la víspera de otro Miércoles de Cenizas. Tomó la cayada. El grito retumbaba por las bóvedas de la capilla. Intentó ubicarlo. Recorrió lentamente la doble fila de sepulcros reales. Al llegar al rincón vecino al pie de la escalera, escuchó al fin el origen del rumor: el nicho donde su madre, la llamada Dama Loca, vivía amurallada, moría emparedada.
—¡Hijo, hijo mío!, ¿dónde estás?, gritaba, ¡ay mi hijo!, ¿ya me olvidaste?
—¿Dónde estás madre? ¿Quién eres ahora, madre?
—¡Suenen las campanas!, aulló la Dama Loca; ¡corónenme las tres espinas de la soberanía de Cristo, clávenme una mano con el clavo de la verdadera Cruz, y en la otra déjenme empuñar el sagrado bastón de Santo Domingo de Silos: ciñan mi enorme vientre con el cinturón del convento de San Juan de Ortega!; estoy pariendo, hijo, a mi último hijo, seis he dado a luz y todos han muerto, y en cambio viven y prosperan los bastardos de mi marido el rey; doy a luz a mi pobre hijo, el sexto heredero de la casa de Austria en España, nacido el sexto día del mes del Escorpión; con él venceré a los bastardos, éste vivirá, venceré el veneno acumulado de las seis generaciones, ha nacido, tráiganlo a mi lecho, a mis brazos, caséme con el rey a los quince años, él tenía cuarenta y cuatro, podrido por la herencia y su propio exceso, miserable fasto, nos casamos en una polvosa aldea, Navalcarnero, miserable fasto de España, te digo, una aldea escogida para nuestras bodas porque lugar donde se casan monarcas no paga tributo nunca más, y por eso me casé en el villorrio de pulgas y cabras y tarados y ciegos, y parí hijos muertos, y ahora tú, éste, que me lo traigan, éste vivirá, éste reinará sobre el andrajoso reino derrotado, derrotada la Gran Armada, evaporado el oro de las Indias, derrotados los tercios en Rocroy, perdida España, impotente España, tu grandeza es la del hoyo que más crece mientras más se cava, no podemos pagar los salarios de la servidumbre de palacio, los reyes de España comemos perro, capón y migajas menos grandes que las moscas que las cubren: tráiganme a mi hijo, sano y lucido, lindo y en buena disposición, mi hijito, mi hermoso hijito con el cual responderé a la muerte y la miseria de España; mi hijo, débil, las mejillas cubiertas de empeine, la cabeza cubierta de escamas, como un pescado o una lagartija, mi hijo, el hechizado, cúbranle la cabeza con un gorro, el pus le escurre por las orejas, cúbranle el sexo, que nadie mire esa trunca y amoratada cola de escorpión, no importa que crean que es mujer, nadie debe mirar ese nabo purulento, el hechizado, coronadlo pronto, que su cabeza se acostumbre al peso de la corona, tiene cinco años, no puede aún caminar, debe cargarlo siempre su menina, no aprende a hablar, sólo se comunica con perros, enanos y bufones, crece envarado, tieso, tartamudo, impotente, babeante, tu placer es coronarte de palomas heridas y sentir los hilos de sangre que corren a lo largo de tu rostro amarillo, helado tu lecho, inflamado tu corazón de odio hacia mí, tu madre, que quiero por tu bien gobernar en tu nombre, prisionero idiota de astutos ambiciosos que me mandan cortar la cabellera, vestir hábito de monja, cubrirme de velo el rostro, me encarcelan en el alcázar de Tordesillas, te quedas solo, rodeado de intrigantes, solo, mi hijo, hechizado, con tu lengua hinchada y el estupor de tus ojos, imitando los ruidos de los animales, llorando sin razón en los rincones, apretando los dientes para no comer, tu sangre poblada de hormigas, tu cerebro de ranas, tu vientre de serpientes, tus manos de pescados, Dios te bendiga: pasas días sin sentido, prisionero de un lúgubre sueño; el Diablo te perdone: pasas días arañándote, arrancándote la rala cabellera, eres el perseguidor y verdugo de ti mismo: ves a una mujer y vomitas; una fresa de dolor crece en mi me impide consultar a un médico, y además mi fervor cristiano: ¿hay médico que no sea judío, árabe o converso?; muero, alegremente, antes que tú, y desde los púlpitos de España mis fieles Jesuitas cantan mis loas: Feliz el Cáncer, a quien Juno transformó en constelación; feliz en verdad, pero no tanto como el que ha matado a nuestra augusta Reina, pues ese cáncer encontró en el Seno Real que atormentó, no sólo la luminosa esfera de su muerte, sino el alimento de su vida. ¿Qué será de ti sin tu madre, mi pobre rey hechizado? Mi nombre es Mariana.
Apagóse la voz de la amurallada, pero otras persiguieron en esa ocasión a don Felipe mientras se dirigía, con lentitud y con pena, apoyado en la muleta, al salón presidido por la momia de real retacería fabricada por su intocada esposa, Isabel. Por el panal de galerías y patios escuchó, retumbando por las bóvedas de piedra y aire, las letrillas, las burlas, los motes, el rey sin reino es el rey, el rey está saltando, la reina llorando^ la monarquía declinando, las monjas hablando y las chulas aullando, Dios perdone a vuestro padre, que adoleció de este mal, y para hacerse mortal, prosiguió con mal de madre, chilindrón, que el hijo de puta, con potestad absoluta, prende, sin ton ni son, chilindrón, que a su gobierno, para hundirnos el infierno, le ha echado la bendición, chilindrón, chilindrón, chilindrón, díganlo, díganlo, díganlo y cántenlo, chulos y picaros, el duende, el duende, el duende: sentado en el trono gótico se encontraba un obeso y rubicundo rey, empelucado con blanca peluca, tocado con tricornio, en la cabeza, y con bicornio, en la frente; la magnificencia de su casaca de negro terciopelo y brocados de oro, medallones y entorchados, espadín de plata y medias de raso blanco, no vencía la miseria de su mirada estúpida, sus labios entreabiertos, su nariz aguileña, roja, reticulada por venecillas rotas, sus labios entreabiertos. Y esta vez, acompañábanle una fea mujer de carnes pálidas y rostro deslavado, que con vano intento se pintaba el rostro, se peinaba la cabellera de ratón con altos copetes rizados y bucles embarrados con saliva sobre las orejas y vestía un impúdico traje de gasa cuyo alto talle ceñía el busto arrugado, haciéndolo saltar, apretado, fuera de la tela transparente. Y un niño, fiel réplica de padre y madre, mezcla de buitre y de ratón, jugueteaba al pie de sus progenitores y, al ver a Felipe en el umbral, rio chillando e hizo rodar hacia el Señor, como pelota, un orbe de oro y diamantes.
—¿Qué quiere ese fantasmón?, chilló el niño, interrogando las miradas imbéciles y negras y redondas de sus progenitores.
Huyó Felipe, aterrado, preguntándose si los espectros que él miraba, mirábanle a él como otro espectro. Huyó de regreso a su reclusión, a sus hábitos, al paso de unos años que midió con la vara de las sombras crecientes.
A veces, sentado en la silla curul, ayudándose de un corto cabo de vela que le quemaba los dedos y manchaba de cera los viejos, casi ilegibles papeles, releía el manuscrito del consejero Teodoro y pensaba, mortificado, en la posible relación entre aquellos destinos de la antigüedad y el suyo, o más bien, el de los suyos, pues en la memoria solitaria había reclamado la posesión, para su alma desvelada, de todos los seres que coincidieron con su vida: suyos, los que amó; pero suyos, también, los que odió, los que combatió, los que mandó matar…
Acre era entonces su sonrisa, y sentíase mediocre y miserable. Qué insignificante le parecía su despotismo comparado al del César, Tiberio. No tendría tiempo de ser un tirano peor que aquél; mayores dominios eran los de España hoy que los de Roma ayer, y sin embargo, él no podía decir, como el César, soy la cabeza del mundo; otros poderes disputaban el suyo; la herejía mostraba la faz en los mismos lugares donde él la derrotó, Flandes, los Países Bajos, Alemania; la infidelidad musulmana se había instalado en la sede misma de la Segunda Roma, la Sublime Puerta, Constantinopla, y desde allí continuaba amenazando a la cristiandad y burlándose, Mare Nostrum, del pronombre posesivo; los judíos expulsados de España aportaban luces y mañas a los reinos del norte, y ambas combatían la hegemonía española; los descendientes de Isabel ocupaban el trono de Inglaterra, y todos sus actos parecían encaminados a desafiarle a él, a vengarse de él, a humillarle a él; en todo caso, el poder se diluía en tan vasta extensión; no quería saber, una vez que los escuchó por primera y última vez, nada de esos nombres lejanos, Gholula, Tlaxcala, Machu Picchu, Petén, Atacama, ni aun cuando se disfrazaban con sagrados nombres hispánicos, Santa María del Buen Aire, Santiago del Nuevo Extremo, Santo Domingo, Buenaventura: juró que jamás pisaría las tierras nuevas; los grandes crímenes eran cometidos por una nube de moscardones, los pequeños césares del nuevo mundo, Guzmán, los guzmanes. La imprenta le arrebataba la singularidad de lo escrito para sus ojos únicamente. La ciencia le decía que la tierra era redonda. El arte le decía que la obra de la creación no fue completada en un solo acto, inmutable, de revelación, sino que se desarrollaba, sin tregua, en lugares y tiempos nuevos.
Corrió una rencorosa cortina sobre la actualidad que se ensañaba en contra de él, colándose por entre los bien aparejados bloques de granito de su palacio, su monasterio, su necrópolis imperial. La historia era un gigantesco rompecabezas; entre las manos transparentes del Señor, sólo había dejado unas cuantas piezas quebradas. Cerraba los ojos e intentaba encajar las herejías trinitarias que rompieron la unidad primera del cristianismo, los secretos contados aquí, en esta misma alcoba, por Ludovico, con la pieza maestra de la maldición de Tiberio: la Cábala, el Zohar, los sefirot, la magia numérica del tres, e imaginaba que, independiente de la voluntad de Tiberio, una figura invisible, una trama tejida de arena y agua se dibujaba en todo el contorno del Mediterráneo: un destino común, encarnado siempre en tres personas, tres movimientos, tres etapas, podía leerse en las escarpadas rocas del islote de Capri, en el desbaratado encuentro del Nilo con las callejas hambrientas de Alejandría, en la espectral comunidad de los ciudadanos del cielo en el desierto palestino, en las cuevas y el palacio de la costa adriática, en el ilusorio teatro de la memoria veneciano, en esta nueva cicatriz del mundo hebreo, latino y árabe que era su propio palacio, monasterio y sepulcro; ¿qué secreto pensamiento unía las palabras y los actos de Tiberio el César, el fantasma de Agrippa Postumo y el esclavo rebelde, Clemente; de los invisibles elegidos del desierto, el mago tuerto de la Porta Argentea y las mareas de herejes combatidos por Felipe en las nubladas tierras de Flandes?; ¿qué idea rectora inspiraba la construcción de estos edificios, sólidos y espectrales a la vez, el palacio de Diocleciano, el Teatro de la Memoria de Valerio Gamillo, la necrópolis española del rey Felipe?, ¿qué profecías gemelas murmuraban las voces del déspota romano, el fratricida egipcio y el mago griego?, ¿qué atroz e imborrable marca del origen de la humanidad señalaban esas historias paralelas, separadas por los siglos y los mares, de los tres hermanos, el bienhechor, el asesino y la incestuosa, en las arenas del río egipciaco y en las selvas del mundo nuevo?, ¿eso escenificaron en este palacio los tres muchachos marcados por una cruz en la espalda y desfigurados por el sexdigitismo: un acto más de la representación del origen, una dolorosa aproximación a la memoria del alba, a los terribles actos de la fundación de la ciudad en la tierra? Ariadna dio un hilo a Perseo en el laberinto: el Señor soñó con una mujer de labios tatuados, presente en Alejandría y Espalato, ausente en Capri, Palestina y Yenecia, otra vez presente aquí, en España, y en los dominios españoles de ultramar, antes de ser conquistados. Despertó y se preguntó a sí mismo, con esa repentina y fugaz lucidez que puede acompañar el regreso a la vigilia: ¿había leído Ludovico el manuscrito de Teodoro, conocía la maldición de Tiberio, o todo sucedió con independencia de la voluntad y la lógica, todo fue una serie gratuita de hechos, ajenos a cualquier relación de causa y efecto?
Supo entonces que nunca sabría.
Y sin embargo, una centella insistente brillaba en lo más hondo de sus preguntas, sueños y vigilias. Tan importante para la educación de un príncipe es lo que se sabe como lo que se ignora; la abeja no se posa en todas las flores.
—Debes conocer estas cosas, hijo mío. A ti te corresponderá heredar un día mi posición y mis privilegios, pero también la sabiduría acumulada de nuestro dominio, sin la cual aquéllos son vana pretensión.
—Sabe usted que leo las viejas escrituras en la biblioteca, padre, y que soy aplicado estudiante del latín.
—La sabiduría a la que me refiero va mucho más allá del conocimiento del latín.
—Nunca volveré a decepcionarle.
Recordó entonces a su padre como a un desconocido, siempre alejado de él, hasta que él mismo salió por primera vez al mundo, se unió a los soñadores, a los rebeldes, a los niños, a los pecadores, a los enamorados, y los entregó a la matanza en el alcázar. Su padre, en recompensa, le dio la mano de Isabel. Al poco tiempo, murió; él heredó el trono y su madre se tendió a esperar la muerte en el patio, luego aceptó la mutilación, luego viajó por toda España arrastrando el cadáver embalsamado de aquel príncipe su padre, el violador de aldeanas, el putañero Señor que perseguía a las muchachas del Palacio de Brabante mientras su hijo era parido en una letrina: la centella se convirtió en una fogata, su madre, sólo por su madre sabía quién era su padre, ella lo quería sólo para ella, si no en la vida, entonces en la muerte, sólo para ella, que nadie se acerque, ni mujer, ni hombre, ni hijo…
—Debe conocer la maldición que pesa sobre los herederos de Roma…
—Todo te lo perdono, tus mujeres, tus apetitos, tus burlas, todo; eso no te lo perdonaría…
—Yo he vivido y reinado con esa maldición a cuestas, pesándome, restándole noche a mis noches y días a mis días…
—No se la pasarás a mi hijo…
—Nuestro hijo, Juana…
—Mío sólo, que como Raquel lo parí con dolor, abandonada, en una letrina flamenca… mientras tú… Cayó la Primera Roma, vencida por las hordas de los esclavos. Cayó Constantinopla, la Segunda Roma, vencida por las chusmas de Mahoma, España será la Tercera Roma; no caerá, no habrá otra; y Felipe reinará sobre ella.
—Estás loca, Juana; Aragón y Castilla apenas reinarán sobre Castilla y Aragón…
—Bastantes males hereda mi hijo de nuestra estirpe; yo le evitaré esa angustia que a ti te ha carcomido, pobre señor mío, llamado el Hermoso, espantoso eres debajo de tu piel, yo le ahorraré a mi hijo el temor de la extinción, yo me encargaré de que nuestra línea no tenga fin…
—Estás loca, Juana; hablas como si pudieras resucitar a los muertos…
—Aunque nos gobiernen nuestros fantasmas, no se extinguirá. No le heredarás tu miedo de ser el último rey, avasallado y ahogado por la muchedumbre anónima, a mi hijo; él no será devorado por las hormigas como la serpiente de tu pesadilla. Sabrá lo que yo quiera que sepa; ignorará lo que yo quiera que ignore…
El Señor hubiese querido correr a la tumba de su padre; debió apoyarse en el bastón; a dolorosos trancos salió de la alcoba a la capilla renegrida por las ceremonias del miércoles de ceniza y le asaltó un hedor espantoso, Dios mío, oh mi Dios, oh Dios oh, la misma pestilencia del día de la victoria, el mismo execrable olor de la catedral profanada por las legiones mercenarias que ganaron el día para la Fe.
Se acercó, rengueando, al altar. Miró el cofre lleno del oro del nuevo mundo. Brillaba como el oro. Pero el oro no tenía olor. Y este cofre lleno de mierda sí: rebosante de excrementos, transmutado, oro en mierda, ofrenda del nuevo mundo, oh Dios, oh Dios oh, alquimia de tu creación: si tu creación es la ruina, la caca es tu ofrenda. Oh Dios oh, ¿de qué templos selváticos, de qué palacios de idólatras fue arrancado este oro que ahora es mierda? ¿sólo podía ser oro allá y excremento aquí?
—El oro, Felipe, es el excremento de los dioses, dijo una hueca voz desde el tríptico flamenco detrás del altar.
Apoyado penosamente en la cayada, llegó sin aliento al sepulcro de su padre, se apoyó, afiebrado, sobre la lauda, el doctor Pedro del Agua había embalsamado ese cuerpo, podría verle tal como fue en vida, murió joven y hermoso aún, un apuesto y putañero príncipe cuya piel disfrazaba las lacras de las entrañas, muerto antes de cumplir la cuarentena, ahora él le rasgaría la ropilla, las calzas, vería el miembro embalsamado que desvirgó a Isabel, el sexo de clavo y acíbar del hombre que poseyó y preñó a su mujer, Isabel, la verga conservada que hizo lo que el hijo nunca pudo hacer, poseer y preñar a Isabel, Isabel, sólo hay una cicatriz allí, una escarcha de vello antiguo, una telaraña entre las piernas, el doctor del Agua extrajo y cortó todo lo corrupto y todo lo corruptible, el doctor del Agua castró a mi padre muerto, el sexo de mi padre es una herida, como el sexo de una mujer…
Pero en ese mismo sepulcro donde yacía el padre del Señor fue enterrado un día, encima de él, el príncipe bobo, la noche de sus bodas con la enana Barbarica, y allí amó Barbarica al doble de su atreguado esposo, el burlador, el putañero, el incontinente muchacho, el verdadero heredero de su padre, el hijo de su padre y de Isabel, Don Juan, y allí, junto al cadáver embalsamado, descansaba otra botella verde, la segunda, sellada con yeso lacrado.
El Señor la tomó, regresó lentamente a su alcoba y volvió a sentarse en la silla curul.
Extrajo el manuscrito de la botella.
Y esto leyó, a la débil luz de la alta luneta, aquella aurora.