Manuscrito de un estoico

Escribo en el último año del reinado de Tiberio. El imperio heredado de Augusto conserva su máxima y magnífica extensión. Desde el ombligo solar de la fundación por los hijos de la loba, las posesiones se extienden, en grandes arcos universales, hasta el norte, la Frisia y la Batavia, a través de toda la Galia conquistada por César; y al sur y al occidente, de los Pirineos al Tajo, por las tierras donde Escipión se valió de tres lusitanos para asesinar al rebelde Viriato y donde, fundado todo una vez sobre la revuelta, la sangre y la traición, fue necesario fundarlo todo una segunda vez, en Numancia, sobre el honor del fracaso heroico: Numancia, donde antes de rendirse, los iberos prendieron fuego a sus casas, mataron a sus mujeres, quemaron a sus hijos, se envenenaron, se clavaron puñales en los pechos, cortaron los jarretes de los caballos y, los que quedaron después de esta inmolación, se lanzaron de las torres contra los romanos, con las lanzas por delante, confiando en que al morir estrellados se llevarían, ensartado, a un invasor.

Son romanas todas las tierras comprendidas al oriente del Ródano y al sur del Danubio, de Viena a la Tracia; de Roma son Bizancio, el Bosforo, Anatolia, Capodocia, Cilicia y la gran cuchilla comba que va de Antioquía a Cartago; suyo, el Mar Nuestro: Rodas, Chipre, Grecia, Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares. El mundo es uno solo y Roma es la cabeza del mundo. Roma es el mundo, aun cuando sus más ambiciosos ciudadanos templen esta verdad con miradas dirigidas a lo que todavía falta por conquistar: Mauritania, Arabia, el golfo pérsico, Mesopotamia, Armenia, Dacia, las islas británicas… Sin embargo, podemos decir, orgullosamente, con nuestro gran poeta fundador: Romanos, amos del mundo, nación vestida con la toga.

Como los halcones, desciende, lector, de este alto firmamento que nos permite admirar la unidad y la extensión del imperio, al lugar donde habita Tiberio, el amo de Roma.

Hasta hace poco, nosotros, los narradores, podíamos empezar nuestras crónicas con una advertencia: Escucha, lector; tendrás deleite. No sé si éste sea mi caso, y pido excusas de antemano al conducirte a Capri, escarpada isla de cabras anclada en el golfo de Nápoles, accesible sólo por una pequeña playa, rodeada por hondísimas aguas y defendida por altos acantilados. En la cima: la villa imperial, el más inaccesible lugar de este impregnable islote.

Y sin embargo, esta tarde, un pobre pescador que ha tenido la oportunidad de capturar un enorme céfalo asciende penosamente, aunque con seguridad, pues desde niño ha competido con otros mozos de la isla, a ver quién sube más rápido, por las verticales formaciones rocosas; suda, abre la boca, se hiere las piernas y con una sola mano, en momentos de peligro, se detiene de las afiladas rocas amarillas; con el otro brazo, aprieta contra su pecho el pescado de vientre plateado y ojos (en la vida y en la muerte) medio cubiertos por membranas transparentes. Cae la noche, pero el pescador no ceja en su afanoso esfuerzo por llegar a la cúspide de la isla, allí donde habita Tiberio César; cae la noche y los enormes ojos de Tiberio César no se arredran, pues todos sabemos que él puede ver en la oscuridad.

De noche, mira inclinando hacia adelante su cuello grueso y tieso; de día, rehuye el sol, usando, aun dentro de la villa imperial, un sombrero de alas anchas para protegerse de la resolana. Ahora ha desechado el sombrero y al oscurecerse el cielo, pide a su consejero Teodoro que le ponga en la cabeza una corona de laureles; es sólo la noche, la noche que naturalmente desciende sobre nosotros, le dice Teodoro al César; nunca se sabe, contesta Tiberio, el cielo se oscurece, puede ser la noche, pero puede ser una tormenta que se avecina, coróname de laureles para que nunca me toque un rayo y asegúrate, Teodoro, de que al morir se me entierre a más de cinco pies de profundidad, donde no puedan penetrar los rayos y encomienda mis manes al dios ignipotente, Vulcano, a quien más temo.

El César guarda silencio en la oscuridad y escucha el goteo de la clepsidra que marca su tiempo; un tiempo de agua; y luego, bruscamente, toma la muñeca del paciente consejero que en tierras orientales adquirió, sin jamás renunciar a ellos, los hábitos de su apariencia: túnica de lino, sandalias de fibra de palmera y la cabeza completamente rapada. Teodoro: esta tarde, cuando dormía la siesta, volví a soñar, regresó el fantasma; ¿quién, César?; Agrippa, Teodoro, Agrippa; era él, le reconocí; ese pobre muchacho murió, César, tú lo sabes mejor que nadie; ¿pero no por culpa mía, verdad, Teodoro, no fue culpa mía?, sé franco conmigo, sólo en ti tolero la franqueza, tú eres el hijo de mi maestro de retórica Teselio de Gándara, tú puedes decirme impunemente lo que otros, de decirlo, pagarían con sus vidas…

—César: tu padrastro, el emperador Augusto, te dijo una vez que no importa que los demás hablen mal de nosotros* bástenos impedir que hagan mal; yo, César, al hablar mal te hago bien; ¿de qué otra manera podrías conocer las quejas, las murmuraciones, las cóleras y las tristezas de tu imperio?

—No me importa conocerlas, sino obrar en contra de los quejosos, murmuradores, coléricos y entristecidos; distingue; ¿y no temes, Teodoro, que un día mi furia se vuelva contra ti, te atribuya a ti los crímenes que me denuncias, las opiniones que me transmites?

El consejero se inclina suavemente y Tiberio ve brillar, en la oscuridad, el cráneo rapado, de plata:

—César, ese riesgo corro… ¿Ordeno que iluminen las antorchas?

—Yo puedo ver de noche. Además, prefiero oirte sin verte. Cerraré los ojos. Es como si me hablara a mí mismo. He olvidado cómo hacerlo. Por eso te necesito. Pero a ese fantasma que me visita todas las tardes no puedo hablarle, ni tocarle, ni oírle. Se aparece al pie del triclinio donde he almorzado y después dormito, y me sonríe, sólo me sonríe…

El consejero mira alrededor del aposento. No sabe si sonríen las máscaras de cera que lo adornan: son los antepasados de Tiberio.

—Puesto que deseas escuchar la verdadera historia a fin de calmar tu ánimo, te diré, César, que el primer acto de tu reinado fue el asesinato de ese pobre muchacho que ahora se te aparece en sueños, Agrippa Postumo, el nieto legítimo de Augusto, el heredero de su sangre…

Siempre que habla, Tiberio mueve nerviosamente los dedos:

—Mientras que yo sólo soy el entenado de Augusto, ¿eso quieres decir, verdad? Pero Augusto me escogió a mí, me convocó al lecho de su agonía y me dijo: tú serás emperador, tú, no ese muchachito idiota, grosero, físicamente fuerte pero mentalmente débil, bello pero imbécil, serás tú, no será él… Tú serás César, Tiberio.

—El pueblo piensa otra cosa.

—¿Qué? Dime, no tengas miedo.

—Que te cuidaste de no revelar la muerte de Augusto hasta asesinar a su auténtico heredero, Agrippa Postumo; que el cadáver de Augusto permaneció encerrado, escondido, pudriéndose, mientras tú mandabas asesinar a Agrippa…

—César Augusto dejó una carta…

—El pueblo dice que Livia, tu madre, la escribió en nombre de Augusto su esposo, para abrirte el camino a ti, el hijastro, condenando al exilio al joven Agrippa, el nieto…

—El muchacho fue asesinado por el tribuno de los soldados.

—El tribuno dijo que tú le diste la orden.

—Pero yo lo negué y mandé matar al tribuno por calumniarme… por calumniar al nuevo César, aceptado por el senado y por las legiones… ¿no bastan todas estas legitimidades?

—En todo caso, Agrippa Postumo murió asesinado en el destierro de la isla de Planasia, y quien se te aparece todas las tardes en sueños es sólo un espectro. Aunque yo creo, señor, que nadie, ni un fantasma, podría llegar hasta aquí; has escogido bien tu retiro; la isla es una fortaleza natural.

Entonces el César grita, levanta el brazo, alarga un dedo tembloroso y Teodoro, el hijo del maestro de retórica, intenta, con los ojos angostados, penetrar esa oscuridad que tan familiar le resulta a su amo; ¡el fantasma, ha regresado, esta vez de noche, allí, ha entrado por ese balcón, detrás de la cortina, prende la antorcha, Teodoro!, grita, temblando, el basto Tiberio de los ojos inmensos y la nuca tiesa; y mientras el consejero prende el hacha de estopas, se escucha el murmullo de una voz humilde y azorada:

—César… el hombre más modesto de esta isla te ruega que aceptes nuestra hospitalidad…

La luz de la antorcha revela a un hombre maduro, con la cabeza inclinada, la barba rala, el pelo revuelto y las uñas negras, cubierto sólo con un taparrabos: las piernas heridas, el pecho y los brazos brillantes de sudor y un pescado abrazado al pecho; alarga los brazos y ofrece el céfalo al emperador.

—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Soy pescador: te ofrezco lo mejor de mi humilde hospitalidad; el fruto del mar; este hermoso céfalo, señor, mira qué grande es, qué gris es su costado, y de plata su vientre, y qué bellas sus aletas…

—Entonces cualquiera puede llegar hasta aquí…

—Desde niño. César, yo…

—… y tú puedes guiar a cualquiera…

—No entiendo; mis padres me enseñaron que lo debido es que los humildes ofrezcan hospitalidad a los poderosos y que éstos, sin mengua de su grandeza, la acepten…

—Inocente: le has mostrado el camino a los fantasmas.

A la gritería del César, irrumpe en el aposento la tropa numerosa de los criados: llevan antorchas, lámparas, cirios, candelas, luminarias nocturnas; y sólo detrás de la servidumbre entra la guardia y torna, temblando los hombres de la guardia y temblando el pescador, a éste; y el César, temblando también, murmura que cualquiera puede llegar hasta aquí, incluso un pobre pescador, incluso un fantasma, el fantasma que le persigue todas las tardes y ahora envía mensajeros de noche con pescados envenenados; no, César, te lo juro, lo pesqué esta misma tarde, es el céfalo más grande que se ha pescado jamás en estas aguas, me pareció que pecaría por orgullo si lo conservaba para mí y mi pobre familia, es mi homenaje, César, es costumbre de hospitalidad, los demás pescadores dicen que Agrippa no ha muerto, que ha sido visto en las otras islas, en Planasia y en Glosa, que pronto desembarcará aquí, con su ejército de esclavos, a reclamar la herencia de su abuelo, César Augusto, dicen que es joven y rubio y sólo se muestra de noche y nunca dos veces en el mismo lugar: Agrippa Postumo; yo disputé con mis compañeros, César, les dije que tú eras el emperador y que yo te ofrecería, con mi pescado, la hospitalidad de Capri para que tus sueños sean tranquilos y los míos también, queremos paz, César, mi padre murió en la guerra civil luchando contra Casio y Bruto, yo sólo quiero pescar en paz y honrar a César…

—Imbécil, dice Tiberio, sólo has duplicado mis pesadillas. Guardias, embárrenle el céfalo en la cara a este bruto, frieguen el hocico y ios dientecillos del pescado contra los del pescador; y ahora qué dices, imbécil, ¿volverás a tener la osadía de subir esos acantilados detrás de mi palacio y hacerme creer que cualquiera, hasta el fantasma de Agrippa, puede hacerlo si tú lo has hecho, qué dices?

—Digo, César, que todo está bien y que doy gracias de haber pescado un céfalo de suaves carnes y no haberte traído un cangrejo…

Y Tiberio ríe, manda a un hombre de la guardia traer un cangrejo de la cocina y a un criado traer a la guardia de relevo que a esta hora descansa en la barraca y hace que al desventurado pescador le frieguen la cara con el cangrejo hasta que el hombre llora, sangrante, y temiendo perder la vista, es arrojado fuera del palacio.

—Cree tú también, desde ahora, en un fantasma usurpador, le dice Tiberio al aire, al pescador, a Teodoro, a sí mismo; y luego ordena a la guardia de relevo que tome a los hombres de la guardia nocturna que no fueron capaces de impedir el paso a un miserable pescador y llegaron al aposento imperial después que los propios criados; seguramente le engañaban, no eran verdaderos soldados los componentes de esa guardia, sino esclavos liberados en los testamentos de sus amos, orcivi, liberados por la gracia de Orcus, dios de la muerte; poco duraría la tal gracia; que se recompense a estos cobardes de la guardia nocturna dándole mucho de beber a cada hombre y que luego a cada uno le aten las partes genitales para que no puedan orinar y así pasen la noche con el agua estrangulada y los riñones [linchados y sólo en la mañana, cuando él, Tiberio César, pueda asistir al espectáculo, sean todos y cada uno arrojados al mar desde lo alto del acantilado; y que una banda de marinos espere en el mar para romperles los huesos con garfios y remos a los que no mueran ahogados, y aún a éstos; y mírense en mi justicia, los de la guardia de relevo.

Piensa el consejero Teodoro que peor es la suerte de los parricidas, quienes son azotados con varas, cosidos dentro de un saco de cueto junto con un perro, un gallo, un mono y una serpiente, y arrojados al mar.

—Teodoro: tenía entre mis animales una serpiente. Un día, la descubrí devorada por las hormigas. El augur me previno contra el poder de las multitudes.

—Haces bien en prevenirte, César; ya ves, te resististe a asistir al gladatorio de Fidanae; el anfiteatro se derrumbó y murieron veinte mil espectadores; pudiste ser uno de ellos. Aléjate de la muchedumbre, César. Recuerda a tu antepasada, la segunda Claudia, cuya mascarilla de cera cuelga allí, junto al balcón.

—Lo haré. Y tú trata de recordar por qué no me has informado sobre esa leyenda que corre…

—Señor: me pides tantas cosas.

Tiberio aplaude ruidosamente; vengan mis criados, desvístanme; condúzcanme al baño, convoquen a mis pescaditos, tengan lista la cena y la fiesta, las muchachas, los efebos, olvidemos a los pescadores y a los fantasmas, regresen los pescadores al mar y los fantasmas a sus cenizas; adiós pescador, ven pescadito…

—César, corre el rumor: esta aparición no es, desde luego, el fantasma de Agrippa, sino la persona muy verdadera de su esclavo, Clemente, el cual ha aprovechado un extraño parecido físico, siendo de la misma edad y altura, con su amo, para difundir la nueva de que el heredero no murió. Esta noticia se murmura secretamente, a la manera de las historias prohibidas, en la soledad de la noche o gracias a la pareja protección de las multitudes en los espectáculos, pues ni la noche ni la muchedumbre poseen rostro discernible; la escucha todo necio que tiene las orejas paradas, todo descontento subversivo; Clemente sólo se muestra de noche y nunca dos veces en el mismo lugar; quien le ve o le escucha una vez no vuelve a verle o escucharle, pues el hombre es tan veloz e intangible como el rumor que disemina. La publicidad, unida a la inmovilidad, revela las verdades con demasiada nitidez, César; la impostura requiere del misterio y el veloz movimiento de un lugar a otro. Toda Italia cree que Agrippa vive…

—Agrippa es sólo cenizas; que Italia las conozca…

—El esclavo Clemente se las robó, César.

—¿Por qué has tardado tanto en contarme esto? ¿Cómo quieres cjue me entere, si no es por ti? ¿Debo esperar a que un pescador idiota suba a contármelo?

—César: no he querido añadir temor a tus temores; ¿qué nos importa una impostura condenada a desaparecer, sea por la fuerza del ridículo, sea por la de las armas que pueden aplastar sin misericordia a una chusma de esclavos? Que el rumor se agote a sí mismo; ningún milagro dura más de nueve meses; cansa; búscame nuevas maravillas… Además, Agrippa no es el primer heredero asesinado. También lo fue Cesarión, el hijo de Julio César y Cleopatra.

Basta; agua tibia, agua lustral; cómo me descansa, cómo me renueva; pronto, mis pescaditos, niños tiernos, dóciles, al agua, yo sentado y ustedes nadando, veloces, tiernos, entre mis piernas, pescaditos, ustedes bronceados y yo pálido, ustedes esbeltos y yo fofo, entre mis piernas, pescaditos, hasta encontrar su anzuelo de oro, mi débil llama, mi viejo pene cansado, mis testículos apasados, anden, pescaditos; qué inútil, pero qué delicioso, pescaditos, no cejen, no se impacienten, no importa, laman, chupen, acaricien; basta. Teodoro, voy a salir del agua, séquenme, vístanme, la toga, el laurel, los coturnos, que todo esté preparado en el sigma lunar, los mújoles y los cangrejos y el agua tibia para mezclar con el vino y las ánforas bien selladas con yeso; cárguenme hasta allí; recuéstenme; entren mis jóvenes ninfas, mis pervertidos jóvenes; coman, beban, lean el libro de la poetisa Elefantis donde se describen más de trescientas posturas, una para cada noche del año; tú, Cintia, y tú, Gayo, y tú, Lesbia, introduce tu lengüecita en el hermoso sexo depilado de Cintia y tú Cintia introduce en tus labios el sabroso pene babeante de nuestro Gayo y tú Persio monta a Gayo, aparta los tiesos pliegues de su ano, reblandece con tus dedos ensalivados el culo de nuestro efebo e introduce por él tu duro y largo pene africano y tú Gayo chupa los irisados pezones de nuestra Cintia, y los niños, los pescaditos, que se acerquen, que acaricien con sus manos bronceadas lo que queda libre, las nalgas de Lesbia y los testículos de Persio y las axilas de Gayo y el ombligo de Cintia; y tú Fabiano mastúrbate, que tu mano se deslice poderosa desde la raíz de la verga hasta la cabeza escarlata, así, así, que tus pesados duraznos sientan la dulce energía de tu mano, que tus lúbricos pellejos se estiren y brillen reventones de sangre y de semen, siempre me he preguntado por qué no eyacularnos sangre, sería vistoso, roja sangre y blanca toga, que tus nervios se hinchen como tripas de cerdo, así, así, oh, riégalos ahora, báñalos de leche plateada, a todos, a los niños, a los hombres, a las mujeres, ahora despréndanse todos, rómpase la cadena, beban el semen de nuestro Fabiano, embárrenselo entre los pechos, entre las piernas, recójanlo con los dedos y métanse ese espeso vino por el culo, que sus cuerpos se cubran de la costra de ardiente nieve de nuestro cabrío, de nuestro garañón fuerte y hermoso y velludo, casi blanco de tan rubio y lleno de rojas cicatrices en el hoyo de las nalgas y la punta del pene y los labios pintados, hermoso Fabiano de las puntas coloradas, ahora cambien todos de posición, no se vengan todavía, ahora téjase una nueva guirnalda, ahora cada uno busque una boca, un pubis, una vagina, un pene, unos testículos, un ano, unos senos, unas axilas, unos pies, un ombligo nuevo, baquen, desnudos, en Venus, luchen cara a cara, ataquen sin temor y hiéranse de muerte, luchen sin cuartel, no teman, no habrá descendencia, no habrá fruto, las mujeres están extirpadas, muerta la semilla de los hombres, sus cuerpos son puros, lavados, depilados, lústrales, plenos, envidiable Príamo, Teodoro, que sobrevivió a todos sus parientes y no dejó descendencia alguna: él fue la culminación de su estirpe, también Tiberio quiere serlo, puede serlo, debe serlo…

—Mucho has adelantado en tu propósito, César: envenenaste a Germánico tu hijo adoptivo; y permitiste que tu nuera envenenara a tu otro hijo, pero luego la condenaste a viajar sin término, cargada de cadenas y en una litera cerrada, con sus hijos prisioneros: no existirán para el mundo; mandaste asesinar a tus nietos; a Ñero en la isla de Poncia; a Druso en el sótano del palacio; ambos murieron de hambre; Druso trató de comerse el relleno de su colchón; mandaste desperdigar los restos del muchachito. César: no tienes descendencia, puedes ser tan feliz como Príamo. Sólo te amenaza un fantasma, y ese fantasma, ya lo sabes, es un esclavo, tiene nombre y cuerpo, se le puede hallar y crucificar; puedes castigarle, como has castigado a tantos. Justos castigos, César, dignos de tu magnificencia y ecuanimidad, al patricio vendido como esclavo porque cortó los pulgares de sus hijos a fin de hacerles inservibles para la guerra; a las cohortes decimadas por su cobardía en combate; a todos los hombres torturados y encarcelados y privados por ello de la ciudadanía…

—… sí, repítelo, ahora que me deleito con el placer de los cuerpos, hazme ese bien, Teodoro, déjame pensar en aquello mientras miro esto, pensar en el dolor mientras veo el placer, y mi placer se duplicará y te viviré agradecido, mira, mira, Teodoro, mi sexo crece de sólo pensarlo, milagro, milagro, no cejen, Persio, Fabiano, pescaditos, Lesbia, cuéntame lo que le hice a Agrippina, la esposa de mi hijo Germánico, cuando se atrevió a sospechar de mí, Cintia, Gayo, sigan…

—La exiliaste a la isla de Pandateria, César, y como persistió en decir que tú asesinaste al valiente Germánico, hiciste que un centurión la golpease hasta hacerle saltar un ojo, y como entonces, tuerta, la mujer dejó de comer para morir de hambre, ordenaste a tus soldados abrirle la boca con ganchos y rellenársela de comida…

—… sigan, habla, consejero, habíame de los castigos injustos, excítame…

—Condenaste a muerte y quemaste los libros de un poeta que llamó a Bruto y a Casio los últimos romanos…

—… yo soy el último romano, Teodoro, sólo yo; Roma es la unidad de toda la historia, lo que el mundo ha deseado siempre, a partir de las más desoladas tribus y primitivas aldeas, la unidad, Roma la ha conquistado, Roma ha conquistado algo más que tierras, mares, ciudades, pueblos, botines, ha conquistado la unidad: una sola ley, un solo emperador, no puede, no debe haber nada sino la dispersión después de Roma que es Tiberio y de Tiberio que es Roma; que regrese Agrippa resurrecto al trono y que entre sus manos, como arenas de la luna, se pierdan el poder y la inmensidad reunidos de Roma; lo deseo, créeme, tanto como deseo besarle el culo a Cintia, que suceda eso después de mí…

—Está pasando en tu tiempo, César; oye las quejas: no has nombrado los puestos vacantes de las decurias de caballeros ni has cambiado a los tribunos de los soldados, ni a los prefectos y gobernadores de las provincias: una inmensa inquietud responde a tu desidia…

—… pronto, todos, cada uno dele al más cercano el beso negro, el beso de mierda, pronto…

—Has abandonado durante años a España y a Siria sin gobernadores consulares, has permitido que Armenia sea avasallada por los partos, Moesia por los dacios y las provincias galas por los alemanes. El pueblo dice que en todo ello hay peligro y deshonor para el imperio, y te culpan.

—… no me hables de obligaciones, Teodoro, háblame de placeres…

—Has mandado matar al hombre que azotó a un esclavo cerca de tu estatua, y al hombre que se cambió de ropa cerca de otra estatua tuya…

—… ¿han bebido todos bastante?, pues orinen, orinen unos en boca de los otros, pronto…

—… has mandado matar a un hombre que entró en un mingitorio con un anillo que tenía tu efigie y a otro que entró con anillo similar a un burdel…

—… ahora los hombres de pie, Fabiano y Persio y Gayo, cójanse por el trasero y las mujeres de rodillas besándoles los testículos y todos pensando que van a morir, que les espera la tumba, que a la hora de la muerte van a pensar en sus cuerpos como en odres ridículos, y en sus actos como bufonadas indecentes que les condenaron a muerte; cuenta, consejero; alia mis placeres…

—Mataste a un patricio que permitió que se le rindieran honores en su aldea natal sólo porque en otra ocasión, pero en esa misma fecha y lugar, se te habían rendido a ti; el tiempo de cada aldea, César, se inicia el día en que tú la visitas…

—Cuánta minucia, nada visito hoy, estoy encerrado en mi villa de Capri, contento, imaginando, imaginando lo sublime: ¿cómo puedo hacer que coincida mi muerte con la de mi imperio? No puedo tolerar el pensamiento de que alguien me suceda, sería como si nuestra bella Cintia, en vez de ofrecerme sus blancas nalgas de animado marfil, empezara a sentir en estos momentos los dolores del parto y se acostara aquí, en mi sigma, a dar a luz, imagina el horror; igual horror me da imaginar que alguien pueda sucederme, recostarse en mis lugares, tocarle una teta a Lesbia, arrancarle un pelo del pubis a Fabiano, no, no, mueran todos antes y muera yo solo con mi imperio, Teodoro, hay que estar alertas, al menor pretexto, ejecuciones, que no quede nadie, quiero morir solo pero morir el último, ejecuten, Teodoro, ejecuten, eyaculen, ejecuten y que los cadáveres sean arrojados de las escaleras luctuosas del foro y arrastrados al Tíber por garfios…

—Ya se ha hecho, César…

—… que puesto que es costumbre impía estrangular a las vírgenes, primero las violen los verdugos y luego las ahorquen…

—Ya se ha hecho, César…

—… que nadie se suicide sin mi consentimiento…

—Cármulo acaba de suicidarse, César, el descontento Cármulo.

—… ¡entonces se me ha escapado!, ves, consejero, cuánta liviandad, qué falta de atención y escrúpulo…

—También Agrippina venció en su destierro, también ella acabó por morir de hambre, como lo deseaba…

—… ¡que nadie se me vuelva a escapar, atentos todos!…

—¿Nadie, César?, ¿ni los que quieren morir?

—Ni esos…

—¿Cómo les condenarás, entonces?

—Obligándoles a vivir…

—¿A quién más acudiremos, César? Italia está llena de espías, de delatores, de hombres resentidos y agraviados. El juego es inmenso, aun los ofendidos por ti piensan que su caso no tiene por qué ser único y delatan a un amigo o a un enemigo y los parientes de éstos a otros amigos y enemigos y así Italia se funda sobre la venganza de las venganzas y no sabemos a dónde vamos a parar; y se dan casos de que quienes no tienen a nadie asesinado por ti en sus familias, se sienten menospreciados y velozmente urden una intriga que les haga merecer tal honor; a todos los delatores se les escucha, sus deseos son tus muertes; ¿a quién más podemos acudir…?

—Escúchese a los enanos, Teodoro, ellos huelen a los traidores, tienen un gran olfato para la deslealtad, esa gracia les han hecho los dioses a cambio de sus contrahechas figuras. Si un enano pregunta por qué se le permite vivir a éste o a aquél, siendo tan traidores a mi persona, que de inmediato se ejecute a los delatados, así sean Fabiano o Cintia mis amores; dime de quién desciendo, recuérdame mi dura estirpe. Teodoro…

—De los Lucios, César, pero te cambiaste el prenornbre cuando los de la familia así llamada fueron condenados por robo en despoblado y asesinato. De las Claudias, César. De la primera Claudia que para demostrar que su castidad no podía ser puesta en duda, se echó unas cuerdas sobre los hombros y arrastró desde los bancos lodosos del Tíber un barco atascado, cargado de objetos sacros…

—… ¡qué mujeres, Teodoro, qué hembras…!

—De la segunda Claudia, condenada como traidora por el senado porque un día la muchedumbre de las calles le impidió el paso en su litera y ella, descendiendo, pidió públicamente que su hermano Pulquer resucitara y perdiese otra vez, como lo había hecho en vida, otra flota ante el enemigo y así hubiese menos muchedumbre en Roma y los patricios pudiesen pasearse sin contratiempos.

—… eso, eso, qué mujeres, siempre han despreciado al vulgo…

—Y la segunda Claudia ni siquiera al ser juzgada se vistió de luto para pedir clemencia. Clemencia para los esclavos y los castrados, dijo, no para una mujer que desea encontrarse a todos sus amigos y admiradores en el Averno, del otro lado de las perezosas y negras aguas del río estigio…

—… eso, eso, Teodoro, esa línea culmina conmigo; mira, busca en tus archivos y en tus recuerdos, busca el testimonio más oscuro, más desconocido, más olvidado, de una rebelión contra mí; una rebelión individual, surgida de la muchedumbre, pero que signifique la revuelta contra nosotros, que siendo singulares representamos una ética colectiva, encarnada en templos y leyes marmóreos, que sólo yo y nadie más que yo puede convertir en polvo y escarnio, no el vulgo, no la muchedumbre, no las hormigas que devoraron mi serpiente: nuestra ley romana, Teodoro, idéntica para todos y en un vasto y unificado imperio sustentada: Roma única, de nadie puedes ser sino del único Tiberio: muere conmigo, Roma; y tú, hijo de retórico, busca, vete con tus sandalias de palma y encuentra lo que te pido y déjame gozar de mis niños y efebos y ninfas, ¿qué les pasa?, ¿ya se cansaron?, pronto, consulten a Elefantis, otra postura, pronto, mi placer no admite intermedios, y ustedes están aquí para mi placer, no para el suyo, pronto, Elefantis al auxilio…

(ii)

Yo, Teodoro, el narrador de estos hechos, he pasado la noche reflexionando sobre ellos, escribiéndolos en los papeles que tienes o algún día tendrás entre tus manos, lector, y considerándome a mí mismo como otra persona: tercera persona de la narración objetiva; segunda persona de la narración subjetiva: sí, el segundo de Tiberio, su observador y criado; y sólo ahora, en la reclusión del cubículo lleno de papeles amontonados que he ido recogiendo a lo largo de mis viajes, sentado en un camastro de tablones, cerca de una ventana sin vista al mar, sin más paisaje que las rocas desnudas y ocres de Capri, puedo considerarme, en mi soledad, que es mi escasa autonomía, primera persona: yo, el narrador.

He asistido a estos hechos; a los más monstruosos, pues comprendería la lubricidad del emperador si, en efecto, los niños que él llama sus pescaditos fuesen niños normales, o hermosas hembras las llamadas Lesbia y Cintia, o bellos jóvenes Fabiano, Persio y Gayo; pero tener que asistir a estas orgías, aceptando la belleza que Tiberio imagina e impone a sus secuaces sexuales mientras mis ojos miran lo que miran, es algo capaz de turbar la serenidad del hombre más discreto y ecuánime: ciegos son los pobres niños, enanos Cintia y Gayo, jorobado Persio, albino Fabiano y Lesbia un monstruo que perdió la parte inferior del rostro, desde la nariz hasta la barbilla, de manera que la cara de la pobre mujer es sólo un inmenso hoyo cicatrizado en partes, y abierto en otras para que degluta la comida molida, un rostro presidido por dos ojos enloquecidos que intentan decirme: Tú que me miras con compasión, explícame cómo he llegado hasta aquí, que hago aquí, por qué repito estos actos que no comprendo, por qué me someten a esta befa y a esta tortura…

Quisiera explicarle que el César está atento al nacimiento de seres deformes, indaga en los circos, en los puertos asolados por enfermedades repentinas, en las apartadas montañas donde el incesto es soberano, en los barrios subterráneos de las ciudades criminales, y de allí manda traer hasta su villa imperial a estos pobres seres obligados a enterarse del libro de la poetisa Elefantis y a representar una belleza cuyos patrones ha inventado el César, no sé si para que su propia normalidad y proporción se impongan comparativamente, o para que, comparados con su senectud e impotencia, los monstruos se sientan, a pesar de todo, bellos porque aún pueden hacer, con sus cuerpos deformes, lo que nuestro emperador ya no puede hacer con el suyo.

No sé; ni mi función es averiguarlo, optando por soluciones, comprometiéndome emotivamente en todo esto. Cumplo una simple función de testigo. Sin decirlo, Tiberio requiere un testigo de su carácter; y esa necesidad es la que nos salva, y nos salvará siempre, a quienes, de otra manera, seríamos los primeros en morir arrojados a los leones. Una vez asistí a una venación c on el emperador; un hombre luchó en la arena contra las bestias y al final fue devorado por ellas. Me sorprendió no encontrar una sola centella de miedo en los ojos de ese gladiador, era un hombre tranquilo; nada esperaba, nada perdía.

Quizás yo también soy un perdido; mi muerte es aplazada por la necesidad cesárea de tener un testigo. El debe saber que yo escribo, que dejo constancia de estos hechos y que los romanos del futuro sabrán de ellos. En consecuencia, sabe que no consigno hechos halagüeños. Y sin embargo, lo permite; es más, lo quiere. Porque acaso yo no soy sólo testigo de los hechos, que son meras acciones, sino ante todo del carácter, que es agente. Las acciones cambian, y diversos hombres pueden actuarlas; el carácter no cambia, y sólo un hombre puede ser su agente. El carácter final de Tiberio siempre ha sido su carácter, aunque en la primavera de su vida nadie, acaso ni él mismo, lo advirtiese; el hombre bueno no se vuelve malo, ni el malo bueno. El poder no altera el carácter de un hombre: sólo lo revela. Sepamos esto y entenderemos siempre el carácter de los poderosos. Por lo menos, el poder posee esta virtud: quien lo detenta, ya no puede mentir; la luz de la historia es demasiado poderosa y de nada le servirá al poderoso ser hipócrita, pues el ejercicio del poder revelará el tamaño de su hipocresía. Así equilibra la sabia naturaleza el hecho de darle mucho a pocos y poco a muchos: los pocos no pueden ocultar la verdad, y ésta es la penitencia de su fuerza; los muchos no pueden dejar de verla, y éste es el premio de su debilidad.

Un hombre como yo, que comprende estas cosas, debe, sin embargo, optar entre dos actitudes al escribir la historia. O bien la historia es sólo el testimonio de lo que hemos visto y podernos, así, corroborar; o bien es la indagación de los principios inconmovibles que determinan estos hechos. Para los antiguos cronistas griegos, que vivían un mundo inestable, avasallado por invasiones, guerras civiles y catástrofes naturales, la reacción era clara: la historia sólo se ocupa de lo permanente; sólo lo que no cambia puede ser conocido; lo cambiante no es inteligible. Roma ha heredado esta concepción, pero le ha dado un propósito práctico: la historia debe estar al servicio de la legitimidad y de la continuidad; el accidente del devenir debe apoyar el acto de la fundación. El derecho de Roma es un acto que define los accidentes varios, individuales, de la paternidad, la posesión, el matrimonio, la herencia, el contrato. Ninguno de estos hechos sería legítimo sin referencia al principio, al acto, a la norma general, superior a los individuos, que los legitima. ¿Y cuál es la base de esta legitimidad? La nación misma, la nación romana, su origen, su fundación. ¿Y cuál es la proyección de esta legitimidad? El mundo entero, puesto que la nación romana encarna principios universales capaces de convertir a la pura naturaleza, al cosmos, en mundo social e histórico, en ecúmena. Este es el privilegio de Roma; por eso ha sido capaz de conquistar al mundo, de imponer la unidad, de ser caput muñáis; pero cabeza de un mundo concebido como extensión del acto intangible de nuestra ley, nuestra moral, nuestra administración civil y militar, no de un mundo natural en el que el accidente priva sobre el acto y que, en consecuencia, es un mundo destinado a la dispersión. Nuestro éxito es la mejor prueba de esta verdad: somos el ánfora que da forma al vino de la pura creación.

Ante estas verdades y disyuntivas, yo escojo ser el testigo del accidente fatal que es mi amo Tiberio, preguntándome en virtud de qué azares pudo vestir la púrpura imperial un hombre que niega todas las virtudes fundadoras de una sociedad tan preocupada por legitimarse y legitimar sus conquistas. He conocido el oriente: ¿por qué mienten nuestros preceptores al comparar la supuesta corrupción levantina con la igualmente supuesta creencia en la simplicidad, fuerza y bondad de Roma? ¿Y por qué, creyéndolo, se fomenta secretamente el vicio en Roma, los cultos de Venus y Baco, mientras que a los poetas se les presiona para que exalten las virtudes representadas por un gobierno que mantiene el orden, tan desastrosamente alterado después del asesinato de Julio César aquel aciago día de marzo? ¿Y por qué extraña contradicción eximen todas estas necesidades de verdadera responsabilidad a nuestro amo Tiberio?

Sé que mis preguntas implican una tentación: la de actuar, la de intervenir en el mundo del accidente y poner mi grano de arena en la azarosa playa de los hechos. Si sucumbo a ella, puedo perder la vida sin ganar la gloria; mi reino no es el de la necesidad, es el de la frágil libertad, que a pesar de la necesidad, pueda ganarme. A la tentación de actuar opongo una convicción: puesto que ni quiero ni puedo influir sobre los hechos del mundo, mi misión es conservar la integridad y el equilibrio internos de mi mente; y ésa será mi manera de reconquistar la pureza del acto original; seré mi propia ciudadela y a ella me retiraré para salvarme de un mundo hostil y corrupto. Seré mi propia ciudadela y, en ella, mi propio y único ciudadano.

Confieso aquí que la sola tentación a la que realmente sucumbo es a la de presentarme a mí mismo, cuando de mí mismo escribo en la tercera persona, bajo una luz más digna, más simpática. La verdad no es tan bella.

Pero esa tentación de actuar… esa tentación demasiado humana…

(iii)

César: Nada más oscuro he podido encontrar entre mis papeles, o en los nichos más hondos de mi memoria, le dijo Teodoro a Tiberio ese mediodía, mientras el emperador desnudo, antes de comer, se acercaba al gran fuego y los criados le rociaban con agua fría y luego le frotaban el cuerpo con aceite: nada más oscuro, nada más olvidado.

Eres Mercurio, heraldo de los dioses, rio Tiberio. No, César, una simple rata de archivos y humilde viajero de oriente; considera mi método: primero pensé en algo que nadie jamás había pensado; es decir, pensé lo imposible, lo que ignoraba, a partir de tu propia premisa: encontrar el testimonio más desconocido de una rebelión individual surgida de la muchedumbre. Repasé la historia de Roma; está demasiado documentada. Luego revisé la de las provincias, una por una, hasta llegar a una de las más pobres, apartadas e insignificantes, la Judea. Examinando su historia, encontré un hecho reciente (y por ello desconocido, pues sólo lo antiguo tiene tiempo de ser memorable) que me llamó la atención.

Uno de tus procuradores, Poncio Pilatos por nombre, subordinado al gobernador romano de Siria y protegido de tu favorito Seiano, fue depuesto y obligado a suicidarse el año pasado, a causa de una queja de sevicia de los llamados samaritanos, que hace siglos poblaron y dominaron la parte norte del reino de Israel Me pregunté, César, ¿qué cosa puede forzar la abdicación y muerte de un procurador de Tiberio, por oscuro que fuese; qué fuerza puede poseer una secta o tribu de la desértica Judea para lograrlo; por qué; qué antecedentes existen?

Recordé súbitamente una imagen que había olvidado: pasaba yo, hace cinco o seis años, por Jerusalén rumbo a Laodicea, en el caluroso mes del Nisán. Cruzaba la ciudad, a la altura de la plaza llamada de Antonio o Gabbath, donde se hallaba reunida una chusma hebrea. Pude ver, de lejos, a dos figuras de pie en el atrio del pretorio; un hombre vestía la toga y se lavaba las manos ante la multitud; junto a él estaba, con la cabeza colgante y coronada de espinas, una figura de burla, un mendigo barbado, lacerado, sangrante, inmóvil. ¿Qué sucede?, pregunté a mi guía; y él me contestó:

—El procurador de César dicta justicia aquí.

Pasamos; tenía sed; estaba cansado; quería llegar a Laodicea. No volví a recordar, hasta hoy, el incidente. Pero a partir de él, pude imaginar las respuestas a mis sucesivas preguntas. El procurador está encargado así de impartir la justicia como de conservar la paz; la única amenaza contra la paz de Judea es el mesianismo hebreo, que sostiene la venida de un redentor del pueblo judío, descendiente del rey David, que restaurará la soberanía política de Israel. Estos redentores o mesías han sobrado en Judea, señor; agítese una palmera del desierto y de ella caerán veinte dátiles y diez redentores. Mi pesquisa se angostaba: ¿tuvo algo que ver el procurador Pilatos con uno de estos casos?, ¿fui yo mismo, aquella tarde de canícula, testigo inconsciente del encuentro del procurador y uno de esos profetas judíos?

Desenterré los papeles menos consultados de nuestros archivos; pude hallar al fin un mínimo informe burocrático en que se cuenta la ejecución, hace apenas cinco años, de un mago, profeta o picaro hebreo, de costumbres dudosas, pues fraternizaba con prostitutas y vivía con doce obreros, llamado El Nazir, o sea, el santo de Dios. Este El Nazir decía descender de David y ser el Mesías profetizado, el rey de los judíos. Vagó algunos meses por los lugares apartados de la Judea, predicando esta singular rebelión que coincide con lo que me solicitaste, César: una revuelta puramente individual aunque surgida de la muchedumbre, pues El Nazir era hijo de carpintero y nació en un establo. Decía, sin embargo, ser hijo de Dios, nacido sin obra de varón, y aseguraba que de nada valen el poder y la riqueza terrenos, pues lo único importante es salvar el alma y ganar el reino de los cielos, o sea el reino de ese único Dios, supuesto padre de El Nazir.

Con estas ideas, a todos irritó o descorazonó. Desalentó, César, a quienes esperaban un llamamiento a las armas; El Nazir, en cambio, predicaba el amor al prójimo, la dulzura y otras virtudes nada marciales, como ofrecerle la otra mejilla al que nos abofetea. E irritó a los sacerdotes de Jerusalén y a la aristocracia seducea, nuestros aliados, porque exponía ante el vulgo críticas y reproches contra el orden hebreo y su sabia alianza con Roma. Se metió, literalmente, en la boca del lobo: fue a Jerusalén y provocó desórdenes, injuriando a los mercaderes de palomas, fustigando a los cambistas establecidos en el atrio del templo y violando el sabat con curaciones que los judíos atribuyeron a Belcebú, aunque sólo se debían a Esculapio. Ofendió groseramente a los doctores de la ley, a los escribanos y a los fariseos, llamándoles sepulcros blanqueados y otras lindezas. Esto permitió a la aristocracia hebrea denunciarlo como un peligroso agitador ante Pilatos, y tu procurador, César, primero se mostró dudoso, a pesar de la presión de su esposa, quien le enviaba mensajes diciendo que no tuviese nada que ver con «el justo» porque la hizo sufrir en sueños; pero al fin capituló ante este argumento: El Nazir se dice rey de los judíos; pero nosotros, los jerarcas hebreos, no admitimos más rey que Tiberio; si liberas al agitador, Pilatos, demostrarás que no eres amigo de Tiberio César.

Pilatos convirtió la necesidad en política; vio una oportunidad, en todo esto, para congraciarse con el sacerdocio y la aristocracia y también para espantar a los demás inspirados judíos; éstos, como El Nazir, amenazaban por igual el dominio de Roma y la estabilidad de los poderes hebreos aliados con Roma. Y, como te dije antes, abundaban: uno decía llamarse El Ungido y tener el poder de resucitar a los muertos: otro llamábase Yehohannan y ahogaba a los malhechores en el Jordán mientras él caminaba sobre las aguas. Etcétera.

Con el acuerdo de todos. El Nazir fue llevado a la cruz y allí murió el día catorce del mes de Nisán; pero sus empecinados discípulos dicen que resucitó y subió a los cielos, y que su reino de esclavos será eterno en tanto que tu reino de patricios es pasajero; y en recuerdo del sacrificio de su maestro, estos seguidores acostumbran hacer con la mano la señal de la cruz sobre sus caras y pechos, de la misma manera como nosotros los romanos, en signo de adoración, nos llevamos la mano derecha a los labios.

Pero volvamos a tu procurador, César. La crucifixión de El Nazir fue la última instancia de equilibrio entre el poder romano y los colaboradores hebreos. Ensoberbecido por su éxito político al librarse de El Nazir, Pilatos creyó que podría aprovecharlo para extender el poder local de Roma, confundiéndolo con su propio poder. Había liquidado al profeta; pensó que también podría someter a quienes le ayudaron a crucificarle. No se percató, ingenuamente, de que los sacerdotes y la aristocracia judías conocían bien la popularidad de El Nazir y que, al forzar la mano de Pilatos, en realidad desprestigiaban a la justicia romana, debilitaban nuestro poder y aumentaban el suyo. La verdad es que el pobre Pilatos sucumbió a esta humana tentación: no contentarse con el equilibrio que pensaba haber logrado, no preservarlo, sino romperlo. ¿Por qué? Para aumentar su propio poder, sí, o la representación propia de un poder ajeno, sí; pero sobre todo para tener vida, César, para tener una vida que sólo nace, siempre, de la ruptura de un equilibrio anterior.

Ofendió a los poderes hebreos, que abominan de las imágenes, haciendo desfilar por Jerusalén a nuestros soldados con los estandartes imperiales y tu imagen en ellos y colocó a la vista de todos, en el antiguo palacio de Herodes, escudos votivos con tu nombre sobre ellos; no lo dudes, César; Pilatos imaginaba allí su propio nombre, no el tuyo. La Judea está lejos; ¿por qué no representar el papel del emperador, sentirse un pequeño César?, ¿no se había proclamado El Nazir rey de los judíos y no había actuado Pilatos, sin consultar a César, en nombre de César y para afirmar que no había más rey que César? Imagina la confusión de Pilatos, señor, pues al hacerse estas preguntas por fuerza se hizo otras: ¿Era El Nazir hijo de Dios o sólo fantasma de Dios, un espectro convocado por los espejismos reverberantes del desierto? ¿Mató el representante de Tiberio al representante de Dios; o mató Tiberio a Dios? Pilatos, para superar este conflicto, sólo tenía un camino: insistió en someter, innecesariamente, a quienes ya estaban sometidos, provocando su resistencia pasiva, cargando sobre el tesoro del templo los gastos de un acueducto para Jerusalén y, finalmente, procediendo con crueldad innecesaria contra los samaritanos. Quería, oscuro empleado de un oscuro confín del imperio, repetir su hora de gloria: el instante en que dictó la muerte de Dios. Pues pensó que si sólo había mandado crucificar a un inofensivo agitador, poco memorable era su hazaña. Mas si había entregado a la muerte al hijo de Dios, la memorable gloria era suya, sólo suya. Empleado tuyo, César, pudo ejecutar a un insignificante curandero y charlatán, en nombre tuyo; pero si en nombre de Pilatos crucificó a un Dios, entonces Pilatos era más que Tiberio.

Especulo, César. La verdad es que la confusa soberbia de Pilatos ponía en peligro nuestro delicado acuerdo con los hebreos. A fin de salvar esta realidad política, hubo de intervenir Vitelio, llegado de Siria, para deponer a Pilatos. El antiguo procurador vino hasta Roma a pedirte audiencia y tú, sabiamente, se la negaste: salvada la realidad política, ¿a quién le interesaba salvar la realidad, anímica o administrativa, de Poncio Pilatos? Creo que Pilatos enloqueció, se le vio en las riberas del Tíber, lavándose repetidamente las manos; por fin se suicidó, ahogándose en las propias aguas tiberinas, pero su cuerpo asfixiado fue rechazado por ellas. La voz del pueblo relata que el cadáver de Poncio Pilatos es llevado de río en río, arrojado a las aguas y devuelto con repugnancia por los fluyentes cursos en los que ningún hombre puede bañarse dos veces, pues ningún agua que corre, dice el filósofo, es dos veces la misma. No ha encontrado reposo.

Aquí termina esta narración. Espero, César, que no te disguste del todo esta sombría relación patibularia; y una vez que te la he contado, regrese esta pequeña crónica policial al olvido y a la oscuridad de donde nunca debió haber salido.

(iv)

Mientras escuchaba la narración de su consejero, el César hizo que sus criados le chamuscaran las piernas con cáscara de nuez ardiente, a fin de que el vello le creciera suave. Después, distraídamente, Tiberio se dejó vestir; con torpeza hizo ese signo de la cruz sobre su frente y, contento, riendo, se dirigió a su triclinio y allí se recostó a almorzar:

—Me gusta, Teodoro, me gusta; el signo de la cruz; un instrumento de tortura y muerte; un signo asociado con el dolor de los cuerpos; me agrada… ¿Por qué no convertirlo en el signo de esa muerte, de esa dispersión, de esa multiplicación, de esa muchedumbre que anhelo para después de mi muerte? Óyeme, consejero, si Roma es única, si Roma es la cima de la historia, su unidad no debe repetirse o Roma dejaría de ser excepcional. Que todos los reinos del futuro, parciales y disgregados, se sueñen en la irrepetible unidad de Roma; que luchen entre sí, bajo el signo de esa cruz, que combatan y se desangren por el privilegio de ocupar Roma y de ser la segunda Roma; y que de esta creciente fragmentación nazcan nuevas guerras, multiplicadas y absurdas fronteras dividiendo a minúsculos reinos regidos por Césares cada vez más pequeños, como ese tal Pilatos, luchando por ser la tercera Roma, y así, así, sin fin, sin fin; oh, gracias, consejero; me has dado las armas y los signos de mi deseo, la cruz de los esclavos, la rebelión de un vagabundo judío; triunfen El Nazir y su cruz, y dispérsense como ceniza, viento, polvo, el poder y la unidad de Roma… No nos vencerá algo importante, ni los alemanes ni los partos ni los dacios que hoy hostigan nuestras marcas, ni las disidencias internas, ni la licencia, la lujuria y la decadencia del carácter y la disciplina, ni la pérdida del espíritu cívico, ni la incapacidad del poder imperial para dominar al ejército, ni el estancamiento del comercio, la baja productividad, la escasez de oro y plata, ni el desgaste de la tierra, la desforestación y la sequía, ni las plagas y enfermedades, ni nuestro creciente desprecio por el trabajo y dependencia de la conquista, el tributo y la esclavitud, nada de esto, sino una triste filosofía judaica de la pasividad y la esperanza en el reino de los cielos… ¿Imaginas un triunfo mayor de mi imaginación, imaginas algo más ridículo, Teodoro, que el triunfo del más oscuro de los redentores hebreos y de la señal derivada del potro de su tormento?

Rio; bebió la última copa y Teodoro preguntó:

—Todo esto que has dicho, ¿supone una orden, César?

—Juguémoslo a la mora.

Los dos escondieron las manos y luego las mostraron súbitamente; «uno», dijo el consejero; «tres», dijo el César. Tiberio fue quien vio perfectamente el número de dedos mostrados por Teodoro; Teodoro se equivocó lamentablemente: Tiberio también mostraba tres dedos. El César no había visto, no había adivinado; se había limitado a repetir el número que él mismo había escogido. Siempre lo hacía así; siempre ganaba. No había tiempo de adivinar o de ver; sólo había tiempo de escoger y repetir lo escogido.

—Sí, dijo Tiberio, es una orden.

—¿Cómo debo ejecutarla?

—Mi augur dice que todo hombre vivo tiene treinta fantasmas a sus espaldas: tres veces diez; tal es el número fidedigno de nuestros antepasados muertos. Yo he incrementado, con varios asesinatos, ese número.

—Haces bien, César; quizás la función del poder es aumentar el número de los fantasmas… ¿A ellos les heredarás tu imperio?

—Me quedé sin descendencia, Teodoro; ay de mí; si la tuviese dividiría el imperio entre tres hijos, y a ellos les haría prometer que dividiesen sus tres reinos entre nueve hijos, y así sucesivamente; y en memoria de nuestra fundación, también les haría prometer que copularían con lobas, para que de ellas naciesen los herederos, y que cada uno portase, como una secreta burla, la cruz de El Nazir encarnada en la espalda; ellos serían mis herederos, pero en otro tiempo, el tiempo de la derrota y la dispersión… ¿Desvarío, consejero?

—No, César; quieres heredar un imperio fantasma, y fantasmas nos sobran. Tus deseos, si son ciertos, pueden cumplirse.

—Basta. Me he quedado sin descendencia. Y siento modorra. Déjame dormir, Teodoro.

Tiberio respiró hondamente; yo corrí las cortinas y espere. Me dejé envolver por la suave tarde de Capri; vi cómo moría el luego en el hogar; escuché el goteo de la clepsidra que marcaba el tiempo de Tiberio César, gordo, tieso, dormido incómodamente, respirando con dificultad; yo respiré el salvaje perfume de las rosas de laurel que rodean la villa imperial y me dije: cuídate, Teodoro, esas rosas Inicien bien pero son venenosas; me incorporé, cubrí con una tela de seda la cara de mi amo, pues las moscas se acercaban buscando los restos del almuerzo, e hilos de vino y miel escurrían entre los gruesos labios del emperador; agradecí la vigencia de la santa ley del silencio.

Y entonces yo mismo la rompí; mire la clepsidra; era la hora. Cuéntase que hay aposentos a los que no se puede entrar sino por necesidad y previa purificación; sin ellas, se siente miedo… y quien en estos cuartos se acuesta, es arrojado con gran fuerza de la cama por fuerzas impalpables, y luego hallado medio muerto. Caminé hacia el balcón que mira sobre el ancho mar vinoso, mar de nereidas y delfines, brillante corte de Neptuno, líquida cueva de Circe. Volví a mirar la placidez de la estancia imperial; las llamas muertas del fuego se avivaron súbitamente; temblé, ya no dudé, corrí la cortina y encontré allí, de pie, al fantasma de Agrippa; el sol le daba de espaldas y aureolaba su cabeza, pero en su sombría faz sólo se reflejaba la oscuridad del aposento. Vestía una túnica negra y permanecía inmóvil. Detrás de él se desprendía del balcón y se escurría hacia las afiladas rocas, el pescador que le había mostrado el camino; el pescador conocía esta ruta desde niño, sabía montar las rocas y pescar los más grandes céfalos de estos mares; su rostro estaba herido por las agudas pinzas y el rudo caparazón de un cangrejo; no lo vi más; huyó. Sólo las cabras preñadas se detenían en la altura rocosa.

Y el fantasma de Agrippa entró al aposento mientras yo retrocedía sin darle la espalda, intentando descubrir esa mirada tan honda y cubierta, como si poseyese el don de convocar sus propias sombras; pero el fantasma no me miraba a mí, me traspasaba con su mirada ausente, como ausente parecía mi cuerpo ante el avance del suyo. Pude imaginar su meta: era el triclinio de Tiberio, donde mi amo dormitaba, donde yacía su pesada, indigesta, impotente, senil figura: mi amo, el amo del mundo, el asesino, el pervertido; y yo su criado, su inseparable testigo y cronista, su sicofante; y el negro y dorado fantasma de Agrippa Postumo que se acercaba, se inclinaba sobre el rostro dormido del César, respiraba cerca de la pálida y apergaminada mejilla de Tiberio y luego, de un golpe, violentamente, retiraba primero la tela de seda que cubría el rostro y en seguida la almohada sobre la cual reposaba la cabeza del emperador; y los ojos de mi amo, que sabían ver en la oscuridad, se abrían como dos lagunas de terror; y mi lúcida cabeza, al mirar ese terror, sólo se preguntaba: ¿por qué, si todas las tardes, a la hora de la siesta, mi amo es visitado por este fantasma, muestra ahora semejante miedo?; debería estar acostumbrado. Mi cortesanía pudo más que mi asombro; los presenté:

—César… el fantasma de Agrippa.

Y César, gritó, pudo gritar, no, no, éste no es el fantasma, al fantasma le conozco perfectamente, el esclavo, Clemente, éste es el esclavo Clemente, los ojos son distintos; yo puedo ver en la oscuridad, yo puedo distinguir las dos miradas diversas, son dos distintos, el fantasma y el esclavo, Agrippa y Clemente; dime, esclavo, ¿cómo pudiste convertirte en Agrippa?, y el ser de negro y oro inclinado sobre el César habló por fin, con la almohada en la mano, contestando:

—De la misma manera como tú te convertiste en César…

Levantó los brazos esbeltos, fuertes, pálidos, tomó con las dos manos la almohada y con un poder increíble cubrió con ella la cara de Tiberio; el avivado fuego del hogar lanzaba altas llamaradas y duplicaba el temblor de las figuras en lucha; sucumbí a la tentación; acudí al lado del esclavo, del fantasma, de quienquiera que fuese este verdugo, recordando la mirada implorante de la desfigurada Lesbia, su humillación, su horror, y le ayudé a sofocar la vida de mi amo.

Viejo y basto, Tiberio luchó, se estremeció, al fin libró sus manes con un estertor espantable. El temible visitante retiró la almohada manchada de saliva y sangre; los ojos enormes de Tiberio le contemplaban y el fantasma, o el esclavo, disfrutaba, tenía derecho a disfrutar de esta visión. Yo, en cambio, corrí hasta el patio, convoqué con sigilo a la guardia, regresamos corriendo al aposento y capturamos a este hombre infernal que permanecía hincado junto a mi amo muerto, como si le hubiese paralizado la mirada final de Tiberio: el abismo incalculable de esas cuencas negras y vidriosas.

(v)

Yo, Teodoro, el narrador, escribo todo esto al día siguiente de los sucesos; lo escribo por triplicado, de acuerdo con la lógica particular de ese vago testamento de mi amo; e introduzco los tres escritos en otras tantas botellas, largas y verdes, que sello cuidadosamente con cera roja y la imprenta del anillo de Tiberio.

El esclavo Clemente, esta misma mañana, ha sido arrojado de lo alto del acantilado al mar, donde una banda de marineros esperaba la caída del cuerpo para acabar de matarle a golpe de remo y de garfio. No asistí al espectáculo; estoy enfermo de sangre; basta, basta, siento náuseas…

Pero esta tarde bajé a la aldea de Capri y escuché lo que se murmura en las tabernas y entre las redes y las lanchas de la marina vieja: el esclavo Clemente fue arrojado al mar, pero en vano lo buscaron los marinos para asegurar su muerte a remazos, rompiéndole los huesos; en vano, pues al ser precipitado a las aguas, Clemente, en el aire, se transfiguró realmente en Agrippa Postumo, nieto de Augusto y heredero del imperio; su cuerpo desnudo fue envuelto por una nube, y la nube se transformó en blanca toga, y la toga en alas que depositaron al condenado sobre el lomo de un delfín que le ha conducido a puerto seguro, desde donde el heredero luchará contra la usurpación, al frente de las legiones, sin nombre ni número, de los esclavos.

Sé que todo esto es fantasía; pero, ¿quién puede impedir que la leyenda sea creída por los ignorantes, y qué amenazas encierra esa fe? Esto no lo sé. Yo me he limitado a seguir de cerca las órdenes finales de mi amo Tiberio; yo mismo, con un cuchillo, tracé anoche una sangrante cruz sobre la espalda del esclavo asesino e invoqué, ante su contenido dolor, las palabras de mi amo:

—Resucite un día Agrippa Postumo, multiplicado por tres, de vientres de lobas, para contemplar la dispersión del imperio de Roma; y de los tres hijos de Agrippa, nazcan más tarde otros nueve; y de los nueve, veintisiete, y de los veintisiete, setenta y uno, hasta que la unidad se disgregue en millones de individualidades, y siendo todos César, nadie lo sea, y este poder que ahora es nuestro, no pueda volver a ser. Y sucedan estas cosas en todos los confines deshebrados del imperio, lo mismo bajo las secretas arenas egipciacas donde se sepultan los misterios trinitarios de Isis, Set y Osiris, que bajo el árido sol de la Hispania rebelde y descontenta, patria del insurrecto Yiriato y de los suicidas numantinos, que a las orillas de Lutecia en la insumisa Galia rendida por Julio César, ciudad de mentes inquisitivas y sospechosas, que en los desiertos de Israel que conocieron las prédicas de El Nazir y la vulgar ambición de Pilatos. Y puesto que la cruz de la infamia presidirá estas vidas (uturas, como presidió la muerte del profeta judío El Nazir, llámense los hijos de Agrippa, que portarán la cruz en la espalda, con el nombre hebreo de Yehohannan, que quiere decir «La gracia es de Yavé».

Esto último, me apresuro a añadir para quienes lean estos papeles, fue sólo una pequeña fantasía erudita de mi parte.

Lo grave no es esto; lo grave es que pude ver al fin, al marcar con el puñal la cruz en la espalda del rebelde Clemente, sus malditos ojos, y en ellos vi repetida dos veces esa misma cruz de sangre; ésa era su mirada. Y éstas sus últimas palabras:

—Mi muerte no importa. Las muchedumbres se levantarán.

No sé si reí al maldecirle:

—Que te crezca un dedo más en cada pie para levantarte y correr más de prisa…

No sé si reí; no era dueño de mis palabras; mi verdadera voz sólo quería agradecerle que no me hubiese delatado.

(vi)

La noticia de la muerte de Tiberio vuela a Roma en las alas de caballos no menos veloces que Pegaso. Las flautas fúnebres se escucharán en toda Italia y no nos dejarán dormir; se levantarán las voces y el llanto de la conclamación luctuosa. Esto imagino piadosamente; mi sentido de la verdad proclama, en cambio, que las multitudes recorrerán jubilosamente las calles de Roma, celebrando la muerte del tirano, gritando «Tiberio al Tíber», pidiendo que el cadáver de mi amo sea arrastrado por garfios y levantando preces a la Madre Tierra para que el César no encuentre descanso más que en el infierno. Pobre, estúpido vulgo. Sólo quiere ocasiones de festejo, carnavales, circos, saturnalias. ¿Por qué, en vez de ocuparse de los muertos, no se ocupa de los vivos? ¿Por qué no se pregunta quién sucederá a Tiberio y qué nuevas desgracias acechan a Roma?

Pero ése no es mi problema. Mi espíritu estoico dicta a mi mano hedonista las últimas palabras de estos folios y digo que en toda buena acción, lo meritorio es el esfuerzo; el éxito es sólo cuestión del azar, y recíprocamente, cuando se trata de actos culpables, la intención, aun sin efecto, merece el castigo de la ley; el alma está manchada de sangre, aunque la mano permanezca pura.

¿Ayudé realmente al esclavo; o luché sin éxito contra sus esfuerzos por sofocar a mi amo? No poseo más refugio moral que el de haber escrito lo que he escrito; si alguna de estas botellas es pescada por alguno de mis contemporáneos, seré castigado; si mis papeles son leídos en un lejano futuro, acaso sea alabado. Escribo hoy: corro ambos riesgos. ¿A quién hemos matado aquí: al fantasma de la carne, o a la carne del fantasma? ¿Fue todo una ilusión, un engaño, una comedia de larvas errantes y de lémures chocarreros? La historia verdadera quizás no es historia de hechos o indagación de principios, sino farsa de espectros, ilusión que procrea ilusiones, espejismo que cree en su propia sustancia. Yo, como Pilatos, me lavaré las manos y esperaré a que el tiempo decida; que decidan las reencarnaciones aquí consignadas, aquí deseadas, aquí maldichas por la última voluntad de Tiberio César.

Escrito lo cual, sello, como he dicho, las tres botellas y las arrojo, una tras otra, del alto mirador de Capri a las hondas e interminables aguas del Mar Nuestro, tan negro, esta noche, como la mortaja de terciopelo que envolvió los restos de mi amo el César, de quien, siendo yo niño, me dijo mi padre, el maestro de retórica Teselio de Gándara:

«Es lodo mezclado con sangre.»

Boguen, sí, las botellas con mi manuscrito a todos los confines del Mediterráneo, a la costa hispánica y a la costa palestina, y guárdeme yo el más secreto de mis secretos: la sabiduría de que esta maldición de Tiberio empezó a cumplirse desde antes de que él la pronunciara; pues en realidad mis ojos vieron, aquella no tan lejana tarde del mes de Nisán en Jerusalén, cuando viajaba rumbo a Laodicea, a Poncio Pilatos juzgando a tres hombres idénticos en el pretorio, tres magos o profetas igualmente andrajosos, barbados, quizás tres hermanos, los tres coronados de espinas, los tres heridos por los fuetes y por los fuetes marcados, en las espaldas, con la señal de sangre de una cruz. ¿A cuál de los tres condenó Pilatos como al falso Mesías, entregó al Sanedrín y a la muerte en la cruz? ¿Qué fue de los otros dos? Dicen las crónicas que en el Gólgota había tres condenados: El Nazir y dos ladrones. ¿Eran, en verdad, estos ladrones los dos hermanos de El Nazir; optó Pilatos, salomónicamente, por la muerte de un solo Mesías, despojando de esa dignidad a los otros dos profetas, condenándoles como viles ladrones? ¿Pensó que de esta manera equilibraba las relaciones entre el poder de Roma y los poderes judíos, dándoles a éstos algo mas no todo lo que pedían, dándose a sí mismo el privilegio de matar a un solo Dios, de negarles a los judíos más de un solo Dios, de burlarse astutamente de la fe judía en un Dios único? Tres no: el panteón, la reunión de todos los dioses, es privilegio de Roma; ustedes, judíos, tengan un solo Dios y dos ladrones. Roma: un César y muchos dioses. Israel: un Dios y muchos césares. Pilatos y El Nazir: un César y un Dios. Pobre iluso: su singularidad fue su mortalidad; sospecho, en cambio, que esos tres magos idénticos que yo distinguí de lejos, entre los vahos de la canícula levantina, serán eternos por intercambiables…

Y entonces oigo las risillas desde el aposento, oigo los gemidos y gritos y suspiros de Lesbia y Cintia, de Gayo, Persio y Fabiano; oigo la voz de mi amo Tiberio que me llama a la estancia, ven, Teodoro, entra, no temas, háblame de los cuerpos, Teodoro, alia mis placeres, el dolor y la lujuria, Teodoro, no temas, ven…