Alma de cera

Embarcóse el fraile Julián en una de las carabelas de Guzmán que ayer zarparon del puerto de Cádiz; quedéme yo solo con mis plumas, papeles y tintas en la torre del estrellero. Digo solo, porque Toribio trabajaba febrilmente, como si le quedase poco tiempo y de sus tareas dependiese la salud del mundo; poco caso hizo de mi presencia. Agradecí la situación. Podría terminar la narración iniciada por Julián. Sería el fantasma del rey don Felipe: la cera donde se imprimiesen las huellas de su alma, hasta la conclusión de todo. Quería ser fiel testigo. Mas desde el momento en que me sentó a escribir la parte final de este hadit, mi imaginación intrusa se presentó a desviar los fidedignos propósitos de mi crónica. Primero escribí estas palabras: «Todo es posible.» En seguida, al lado, éstas: «Todo está en duda.» Supe así que, por el solo hecho de escribirlas, escribía en el umbral de una nueva era. Añoré las certidumbres que me fueran inculcadas durante mi fugaz paso por las aulas de Salamanca. Las palabras y las cosas coinciden: toda lectura es, al cabo, lectura del verbo divino, pues, en escala ascendente, todo acaba por confluir en el ser y en la palabra idénticos de Dios, causa primera, eficiente, final y reparadora de cuanto existe. De esta manera, la visión del mundo es única: todas las palabras y todas las cosas poseen un lugar establecido, una función precisa y una correspondencia exacta en el universo cristiano. Todas las palabras significan lo que contienen y contienen lo que significan. Pensé entonces en aquel caballero que Ludovico y sus hijos encontraron dentro de un molino de viento y empecé a escribir la historia de un hidalgo manchego que sigue adhiriéndose a los códigos de la certidumbre. Para él, nada estaría en duda pero todo sería posible: un caballero de la fe. Esa fe, me dije, provendría de una lectura. Y esa lectura sería una locura. El caballero se empeñaría en la lectura única de los textos e intentaría trasladarla a una realidad que se ha vuelto múltiple, equívoca, ambigua. Fracasaría una y otra vez; y cada vez volvería a refugiarse en la lectura: nacido de la lectura, seguiría viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura; sería fiel a ella porque para él no habría otra lectura lícita: los encantadores que conocía por su lectura, y no la realidad, seguirían cruzándose entre sus empresas y la realidad.

Me detuve en este punto y decidí, audazmente, introducir una gran novedad en mi libro: este héroe de burlas, nacido de la lectura, sería el primer héroe en saberse, además, leído. Al tiempo que viviría sus aventuras, éstas serían escritas, publicadas y leídas por otros. Doble víctima de la lectura, el caballero perdería dos veces el juicio: primero, al leer; después, al ser leído. El héroe se sabe leído: nunca supo Aquiles tal cosa. Y ello le obliga a crearse a sí mismo en su propia imaginación. Fracasa, pues, en cuanto lector de epopeyas que obsesivamente quiere trasladar a la realidad. Pero en cuanto objeto de una lectura, empieza a vencer a la realidad, a contagiarla con su loca lectura de sí mismo. Y esta nueva lectura transforma al mundo, que empieza a parecerse cada vez más al mundo del libro donde se narran las aventuras del caballero. El mundo se disfraza: el hechizado termina por hechizarlo. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. Recobra la razón. Y esto, para él, es la suprema locura: es el suicidio; la realidad le remite a la muerte. El caballero sólo seguirá viviendo en el libro que cuenta su historia; no le quedará más recurso que comprobar su propia existencia, no en la lectura única que le dio vida, sino en las lecturas múltiples que se la quitaron en la realidad pero se la otorgaron para siempre en el libro y sólo en el libro. Dejaré abierto un libro donde el lector se sabrá leído y el autor se sabrá escrito.

Fundado en estos principios, lector, escribí, paralelamente, esta crónica fiel de los últimos años del reinado y la vida del Señor don Felipe. Cumplí así el temeroso encargo de quien hasta aquí narró esta historia, el fraile Julián embarcado en carabela con la esperanza de hallar, más allá del océano ignoto, un nuevo mundo que fuese, en verdad, una Nueva España. Me desvelaré penosamente. Mi única mano se cansará, pero mi alma está alumbrada.