Hasta aquí, le dijo Julián al Cronista, lo que yo sé. Y nadie sabe lo que yo sé, ni sabe más que yo. He sido el confesor de todos; no creas sino en mi versión de los hechos; elimina a todos los demás narradores posibles. Celestina ha creído saberlo todo y contarlo todo, porque sus labios heredaron la memoria y creen transmitirla. Pero ella no escuchó la confesión cotidiana del Señor antes de comulgar, el detalle de las vencidas ilusiones de la juventud, el sentido de sus penitencias en la capilla, el ascenso por las escaleras que conducen al llano, el desafío de su enumeración herética, su relación con nuestra Señora, ni su tardía pasión por Inés. Y yo escuché, además, las confesiones de la Dama Loca, las de las monjas y las de las fregonas; las del bobo y la enana antes de unirse en matrimonio, con mi bendición casados; y las de los obreros. Escuché la confesión de Guzmán; y si cree que huyendo en busca del nuevo mundo deja atrás la memoria de sus culpas, gran frustración le espera. Y escuché, Cronista amigo, los relatos de Ludovico y Celestina en la alcoba del Señor: sólo yo conozco el pasaje que conduce al muro donde cuelga el mapa ocre del rey, y en los ojos del Neptuno que lo adorna horadé hoyos para mis orejas y para mi mirada. Cuantos aquí han hablado, cuantos aquí han pasado, cuantos aquí han actuado, cuantos aquí han sentido o han sido sentidos, diéronme su voz secreta, como yo les presté mi oreja penitente, pues más sufre, a menudo, el confesor que el confesante, que éste se alivia de una carga, y aquél, la asume.
No prestes atención o crédito, así, a lo que otros te cuenten, prosiguió Julián, ni creas en las simples y mentirosas cronologías que sobre esta época se escriban en beneficio de la lógica de una historia linear y perecedera; la verdadera historia es circular y eterna. Ya ves: no le dijo toda la verdad la joven Celestina al peregrino del nuevo mundo, cuando lo encontró en la playa, para no distraerle del propósito central, que era narrar ante el Señor la soñada existencia de una tierra ignota allende la mar; y menos, mucho menos, pudo decirle toda la verdad la Señora al náufrago llamado Juan, cuando le trujo a su recámara y allí, le amó con tan intensa furia. ¿Cómo iba a contarle a nadie, salvo a mí, pues sellan mis labios los fuegos del secreto, Guzmán sus tormentosos actos, los debates de su alma y los propósitos de su vida?, ¿quién, sino yo, iba a saber, y a callar, la ignominia con que adormeció al Señor, echóle encima a los perros, fraguó en su mente el regicidio y optó por matar a nuestro Señor, no con daga, no con filtros de locura, sino potenciando su impotencia, llevándole paso a paso, espejo recompuesto, cántaros colmados al beberlos, velas que crecían al consumirse, los aullidos del perro fantasma, el escándalo de las monjas en la capilla, la muerte de Bocanegra, la imposible pasión de Inés, a enfrentamientos cada vez mayores con cuanto no puede ser?
Todo lo callé, mi candoroso amigo, y si ahora te lo he narrado todo, es porque mi necesidad de confesarme ante ti y de hacer penitencia por los daños que te he causado, supera todos los votos de mi sacerdocio. Incluso los secretos de la confesión. Voy a irme muy lejos. Es necesario que alguien conozca estas historias y las escriba. Tal es tu vocación. La mía me lleva a otros lugares. Pero no quiero que quede trunca esta ahadit-novella, como dices que debe decirse para darle a un relato la dignidad que a la comunicación de nuevas dieron los pobladores árabes de nuestra península. A ti te entrego cuantas nuevas sé, que son todas, tal y como te las he contado desde el día en que regresaste, fatigado, vestido de limosnero, mutilado de un brazo, de la feroz batalla naval contra el turco. Imaginaste bien, amigo; no te fue dada la libertad a cambio de tu esforzado mérito en el combate; pero, manco, de poco servías en galeras. Fuiste abandonado en la costa argelina, y tomado cautivo por los árabes. Te dieron buen trato, pero, cristiano, te enamoraste de una hermosa muchacha mora, Zoraida, y ella de ti: conociste primavera en otoño. El padre de Zoraida quiso apartarla de ti; fuiste abandonado en costa valenciana por piratas de Argel y devuelto a prisión en Alicante. Hasta allí fui a buscarte, una vez que obtuve la nómina de muertos, heridos y repatriados después de la famosa batalla. Nada me costó, con mi puño ágil, fingir la firma del Señor para tu orden de liberación y menos aprovechar el sueño de don Felipe para sellarla con su anillo. Hasta aquí te traje, disfrazado de mendicante, desde las audaces terracerías del moscatel, la almendra y el higo, a lo largo de la huerta de Valencia, por los hondos garriques y arrozales, hasta la árida meseta castellana, a esta torre del estrellero Toribio, donde las tareas de la ciencia y del arte pueden guarecerse, así sea momentáneamente, de las acechanzas de la locura, el crimen, la sinrazón y el tormento que se agitan bajo nuestras miradas. Aquí lo has escuchado todo: cuanto sucedió antes de tu llegada y después de ella, desde el primer crimen de Felipe hasta el último. Te digo, iluso de mí, que te cuento la historia para que la escribas y así, quizás, la historia no se repita. Mas la historia se repite: he allí la comedia y el crimen de la historia. Nada aprenden los hombres. Cambian los tiempos, cambian los escenarios, cambian los nombres: las pasiones son las mismas. Sin embargo, el enigma de la historia que te he contado es que, repitiéndose, no concluye: mira cuántas facetas de este hadit, de esta novel la, a pesar de su apariencia de conclusión, han quedado como en suspenso, latentes, esperando, acaso, otro tiempo para reaparecer, otro espacio para germinar, otra oportunidad para manifestarse, otros nombres para nombrarse…
Celestina dio cita en París al peregrino en una fecha muy distante, el último día del presente milenio. ¿Cómo pondremos punto final a esta narración si desconocemos lo que entonces sucederá? Por eso te he revelado los secretos de la confesión a ti, y sólo a ti, porque escribes para el futuro, porque no te importa lo que hoy se diga de lo que escribes, o las risas que tus escritos provoquen: vendrá un día en que nadie se reirá de ti y todos se reirán de los reyes, príncipes y prelados que hoy acaparan respetos y homenajes. Dijo Ludovico que una vida no basta: se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad. Dijo otras cosas que me impresionaron. Llamó inmortales a los que reaparecen de tiempo en tiempo porque tuvieron más vida que su propia muerte, pero menos tiempo que su propia vida. Dijo que puesto que un hombre o una mujer pueden ser varias personas mentalmente, pueden volverse varias personas físicamente: somos espectros del tiempo, y nuestro presente contiene el aura de lo que antes fuimos y el aura de lo que seremos cuando desaparezcamos. ¿No ves. Cronista amigo, cómo se combinan estas razones con la repetida maldición del Señor en su testamento, su herencia de un futuro de resurrecciones, que sólo podrá entreverse en las olvidadas pausas, en los orificios del tiempo, en los oscuros minutos vacíos durante los cuales el propio pasado trató de imaginar al futuro, un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de esta raza y de esta tierra, las de España y todos los pueblos que de España desciendan?
Yo, Julián, fraile y pintor, te digo que así como las palabras enemigas del Señor y de Ludovico se confunden para ofrecernos una nueva razón nacida del encuentro de dos contrarios, así mismo se alian sombras y luces, silueta y volumen, color plano y honda perspectiva en un lienzo, y así deberían aliarse, en tu libro, lo real y lo virtual, lo que fue con lo que pudo ser, y lo que es con lo que puede ser. ¿Porqué habías de contarnos sólo lo que ya sabemos, sino revelarnos lo que aún ignoramos?, ¿por qué habías de describirnos sólo este tiempo y este espacio, sino todos los tiempos y espacios invisibles que los nuestros contienen?, ¿por qué, en suma, habías de contentarte con el penoso goteo de lo sucesivo, cuando tu pluma te ofrece la plenitud de lo simultáneo? Empleo bien mi verbo, Cronista, y digo: contentarte. Descontento, aspirarás a la simultaneidad de tiempos, espacios, Hechos, porque los hombres se resignan a ese paciente goteo que agota sus vidas, y no bien han olvidado su nacimiento, que ya se enfrentan a la muerte; tú, en cambio, has decidido sufrir, volando en pos de lo imposible, con las alas de tu única libertad, que es la de tu pluma, aunque atado al suelo por las cadenas de la maldita realidad que todo lo aprisiona, reduce, enflaca y aplana. No nos quejemos, amigo; es posible que sin la fea gravedad de lo real nuestros sueños carecerían de peso, serían gratuitos, y así, de escaso precio y menuda convicción. Agradezcamos esta lucha entre la imaginación y la realidad para darle peso a la fantasía y alas a los hechos, que no vuela el ave si no encuentra resistencia en el aire. Pero en algo menos que aire se convertiría la tierra si no fuese, constantemente, pensada, soñada, cantada, escrita, esculpida y pintada. Escucha lo que dice mi hermano Toribio: matemáticamente, la edad de todos es cero. El mundo se disuelve cuando alguien deja de soñar, de recordar, de escribir. El tiempo es una invención de la personalidad. No lo tienen la araña, el azor o la loba.
Dejar de recordar. Temo a la memoria sucesiva porque significa duplicar el dolor del tiempo. Vivirlo todo, amigo. Recordarlo todo. Mas una cosa es vivir recordando todo, y otra recordar viviéndolo todo. ¿Cuál camino escogerás para completar esta novella que hoy te entrego? Te miro aquí, junto a mí, adivino del tiempo, del pasado, del presente y del futuro, y miro cómo me miras, reprochándome los cabos sueltos de esta narración mientras yo te pido que me agradezcas el olvido en que he dejado tantos gestos no cumplidos, tantas palabras no dichas… Pero veo que mi sabia advertencia no sacia tu sed de adivinanza: te preguntas, ¿cuál será el futuro del pasado?
He violado para ti los secretos de la confesión. Me dirás que el secreto es igual a la muerte: el secreto es una palabra y un hecho que ya dejaron de existir. Entonces, ¿todo pasado es secreto y muerto? No, ¿verdad?, porque el pasado recordado es secreto y vive. ¿Y cómo llega a salvarse por la memoria y deja de ser pasado? Convirtiéndose en presente. Luego ya no es pasado. Luego todo verdadero pasado es secreto y muerte impenetrables. ¿Quieres que habiéndote contado cuanto del pasado quiero rescatar para convertirlo en presente, te cuente además lo que debe ser secreto y muerte para seguir siendo pasado? Y todo ello para entregarlo a lo que tú mismo desconoces: una historia que terminará en el futuro. Oh, mi indiscreto escriba, por eso fuiste a dar con tus huesos a galeras, confundes sin cesar la realidad con el papel, igual que ese mago tuerto arrojado, hecho cuartos, a las aguas del Adriático. Agradece, te digo, los cabos sueltos; acepta la verdad dicha por la Dama Loca: todo ser tiene el derecho de llevarse un secreto a la tumba; todo narrador se reserva la facultad de no aclarar los misterios, para que no dejen de serlo; y al que no le guste, que reclame su dinero…
¿Quién decía esto? ¿Quién? Espera. Un momento. El que quiera saber más, que abra la bolsa… Hay tantas cosas que yo mismo no entiendo, mi amigo. Por ejemplo, dependo, tanto como tú, de Ludovico y Celestina para comprender la historia de los tres muchachos… Para mí fueron siempre tres usurpadores, tres aliados para frustrar los propósitos del Señor y prolongar la historia más allá de los límites de muerte e inmovilidad indicados por el rey; tres herederos, tres bastardos, sí, incluso tres fundadores, como dijo Ludovico, pero, te lo juro, jamás entendí bien esta relación, estos signos. Le repetí a la Señora lo que Ludovico me pidió que repitiera: una cruz encarnada en la espalda, seis dedos en cada pie, el reino de Roma aún no termina, Agrippa, suya es la continuidad de los reinos originarios, frases, frases que repetí sin entender, cabos sueltos, acéptalos, agradécelos, te digo…
¿Las tres botellas? ¿Qué contenían las tres botellas? Tampoco lo sé, te digo, y el que quiera saber más, que… ¿Igualdad? ¿Igualdad me pides entonces, aceptas desconocer lo que yo desconozco, pero sólo me pides saber todo lo que yo conozco, ningún secreto me permites, nada me puedo llevar a la tumba sino lo que, como tú, ignoro, nada menos que este trato te permitirá, oh mi amigo, perdonarme que haya sido causa de tu daño, tus galeras, tu certeza de muerte la víspera de la batalla, tu mutilación en ella, tu entrega a los árabes, tu prisión alicantina, nada más?
Me voy muy lejos, mi pobre amigo. Nada sabré de lo que aquí suceda. Queda en tus manos, tus ojos y tus oídos continuar la historia del Señor don Felipe. A donde yo voy, pocas noticias me llegarán. Y seguramente, menos noticias, o ninguna, tendrás de mí. No sé si el mundo nuevo es. Sólo sé que lo imagino. Sólo sé que lo deseo. Para mí, en consecuencia, es. Soy un cristiano exasperado. Quiero conocer, y si existe, protegerla, y si no existe, prohijarla, una comunidad mínima de pueblos que vivan con arreglo a la naturaleza, que no tengan propiedad alguna, sino que todas las cosas les sean comunes: mundo nuevo, no porque se halló de nuevo, sino porque es o será como fue aquel de la edad primera de oro. Recuerda, mi cándido y culpable amigo, cuanto te he narrado y pregúntate conmigo, ¿qué ceguera es ésta?, llamámosnos cristianos y vivimos peor que brutos animales; y si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería, ¿por qué no la dejamos del todo? Abandono este palacio; abandono a mis amigos, tú, mi hermano Toribio; abandono al Señor. Me voy con quien más me necesita: Guzmán. Es cierto; no me mires con semejante asombro. Sé que yo voy en busca de la edad de oro feliz; sé que Guzmán va en busca de los lugares del oro, con gran malicia y codicia, y que su edad en el nuevo mundo será de hierro y peor; sé que yo busco, a tientas, la restauración del verdadero cristianismo, mientras Guzmán busca, con certeza, la instauración del guzmanismo afortunado. Más falta hago allá que acá; hará falta quien recoja las voces de los derrotados, perpetúe sus sueños fundadores, defienda sus vidas, proteja sus trabajos, afirme que son hombres con almas y no simples bestias de carga, vele por la continuidad de la belleza y el gusto de mil pequeños oficios y encauce sus ánimos para la gloria de Dios a la construcción de nuevos templos, templos del nuevo mundo, nunca vistos, una nueva floración de un nuevo arte, que derrote para siempre la fijeza del icono que refleja la verdad revelada una sola vez y para siempre, y en cambio revele un nuevo conocimiento que se despliegue en todos los sentidos y para goce de todos los sentidos, un encuentro circular de lo que ellos saben y de lo que yo sé, un arte mestizo, templos levantados a imagen y semejanza del paraíso que todos encerramos en nuestros sueños: libérense el color y la forma, expándanse y fructifiquen en celestiales bóvedas de racimos blancos, parras polícromas, frutos de plata, ángeles morenos, fachadas de azulejos, altares de hojarasca dorada, imágenes, sí, del paraíso común a ellos y a mí, catedrales para el futuro, anónima semilla de rebelión, imaginación renovadora, aspiración constante e incumplida: vasto círculo en movimiento perpetuo, amigo dulce, mis manos blancas y las manos trigueñas unidas para hacer más, mucho más de lo que yo jamás pudiera hacer en el viejo mundo, pintando secretamente cuadros culpables para turbar la conciencia de un rey: templos mestizos del nuevo mundo, solución de todas nuestras mudas herencias en un abrazo de piedra: pirámide, iglesia, mezquita y sinagoga reunidas en un solo lugar: mira ese muro de serpientes, mira esa ojiva trasplantada, mira esos azulejos moriscos, mira esos pisos de arena…
¿No hay tal lugar? No, mi amigo, no lo hay, si lo buscas en el espacio. Búscalo, mejor, en el tiempo: en el mismo futuro que indagarás en tus novelas ejemplares por escandalosas. Mis manos blancas y esas manos morenas yuxtapondrán los espacios simultáneos del viejo y el nuevo mundos para crear la promesa de otro tiempo. Asumiré, dulce, amargo, amable, desesperado amigo mío, los sueños soñados y perdidos por Ludovico y Celestina, Pedro y Simón, aquella lejana tarde en la playa del Cabo de los Desastres. Asumiré, sin que ellos lo sepan, los sueños del Señor y de Guzmán, del Comendador y del Inquisidor, pues no saben ellos y nosotros lo que hacemos, pero Dios sí, cuyos instrumentos somos. Guzmán buscará nuevos países por el deseo de oro y riquezas; el Señor aceptará los hechos para trasladar allá los pecados, la rigidez y la voluntad de extinción de acá, pero Dios, y vuestro servidor Julián, trabajaremos para más altos fines. Amigo: ¿será el nuevo mundo, en verdad, el mundo nuevo desde donde se pueda recomenzarlo todo, la historia entera del hombre, sin las cargas de nuestros viejos errores? ¿Estaremos los europeos a la altura de nuestra propia utopía?
Así, acepto tu proposición para predicar con el ejemplo: llegue yo limpio de culpables secretos y odiosas cargas al nuevo mundo. Ignoremos lo mismo, tú y yo; sepamos lo mismo; y el que quiera saber más, que abra la bolsa, y al que no le guste lo que cuento, que reclame su dinero. Esto decía aquel Juglar de ancha sonrisa pintarrajeada que divertía con sus bufonadas en el alcázar del padre del Señor, con la mueca del día moribundo en los orbes gemelos de sus ojos cerca de la caperuza hundida hasta las cejas, y cómo no iba a mirar las miradas de codicia carnal que el padre del Señor dirigía a la hermosa niña Isabel, llegada de Inglaterra tras la muerte de sus padres, a encontrar refugio y consolación al lado de sus tíos españoles: tiesas enaguas de calicó, largos rizos de tirabuzón, Elizabeth, si desde niña la deseó ese Señor incontinente y putañero que violó a todas las labriegas de la comarca, poseyó por derecho señorial a todas las honradas mozas de sus dominios, persiguió a las muchachas de Flandes mientras su esposa paría en una letrina del palacio de Brabante a su hijo, nuestro actual Señor, con loba llegó a saciar sus apetitos y apenas vio brotar las teticas y poblarse los sobaquillos de su sobrina inglesa la desvirgó a oscuras, después de jugar con ella, y ofrecerle muñecas y regalos, y quebrar sobre el piso las mismas muñecas que le regaló.
¿En quién iba a confiar la niña, sino en el único hombre que en ese alcázar, como ella, jugaba: el Juglar? Mas si a mí nada me dijo, yo, que desde entonces la entretenía con mis pinceles y estampas y miniaturas, la encontré llorando un día, y noté la creciente plenitud de su vientre y sus pechos y ella, llorando, me dijo que lloraba porque desde hacía dos meses había dejado de sangrar.
Arredróme la noticia: ¿qué hacer con la niña inglesa, que con ojos de amor era vista por el joven heredero, Felipe, y que había cometido la indiscreción —peor que el acto— de contarle la verdad al más falaz y turbio de los cortesanos, ese Juglar de agrias facciones, bufón porque ningún motivo de alegría encontraba en su existencia? Inútil era hacerle saber al Juglar que yo compartía el secreto, e instarle a guardarlo. Hubiese puesto un precio a su silencio, como al cabo se lo puso, intrigante pero estúpido, cuando le dijo al padre del Señor que sabía la verdad.
Primero ordenó nuestro insaciable Amo que la infanzona Isabel fuese trasladada durante siete meses al viejo castillo de Tordesillas para recibir allí disciplinada educación en las artes de la corte, acompañada sólo de un maestre de campo, tres dueñas, una docena de alabarderos y el famoso médico judío, el contrahecho doc tor José Luis Cuevas, sacado de prisión, donde purgaba el delito inconfeso de hervir en aceite a seis niños cristianos a la luz de la luna, tal como lo había hecho un su antepasado con los tres infantes reales, por lo cual el Rey de entonces mandó quemar vivos a treinta mil falsos conversos en la plaza de Logroño. Fue llevado Cuevas a Tordesillas con promesa de quedar exonerado si cumplía bien su oficio en el sombrío castillo, viejo albergue de mucha realeza loca. Asistió Cuevas al parto; maravillóse de los monstruosos signos del niño y riendo dijo que más parecía hijo suyo que de tan hermosa muchacha; rio por última vez: los alabarderos le cortaron la cabeza en la cámara misma del parto, y a punto estuvieron de hacer lo mismo con el recién nacido, de no haberle defendido, como una loba a su lobezno, la joven Isabel, quien apretándolo contra su pecho, dijo:
—Si lo tocan, lo ahorcaré primero y luego me mataré yo misma, y a ver cómo explicáis mi muerte a vuestro Señor. Que la vuestra os avizora: sé que apenas regresemos al alcázar, el Señor os mandará matar como a este pobre doctor hebreo, para que nadie hable de lo aquí ocurrido. Yo he prometido, en cambio, guardar eterno silencio, ante Dios y ante los hombres, si el niño sale vivo de aquí conmigo. ¿Qué valdrá más, mi palabra o la vuestra?
Y con esto, los alabarderos huyeron, pues bien conocían la violenta disposición del padre del Señor, y no dudaron de las palabras de Isabel, quien regresó al alcázar con dos de las dueñas, mientras otra, con el maestre de campo, conducía al niño por ruta diferente. Advertido por mi joven Arria de las fechas aproximadas de los sucesos, rondé el palacio de Tordesillas desde varios días antes, y embozado, con chambergo y ropa de bandolero, asalté a la dueña y al maestre de campo, cabalgué de regreso al alcázar señorial con el bastardo en brazos y lo entregué en secreto a la niña madre, Isabel.
La discreción era mi arma y mi deseo: el heredero, Felipe, amaba a esta muchacha; se casaría con ella; la futura reina me debería los favores más señalados; yo gozaría de paz y protección para proseguir mi vocación de fraile y pintor y, también, extenderlas a hombres como tú. Cronista, y mi hermano el estrellero Toribio. Mas si la verdad se supiese, ¡qué confusión, entonces, qué desorden, qué rencores, qué incertidumbre de mis fortunas! Felipe repudiaría a Isabel; la madre de Felipe, que tantos engaños le había perdonado a su esposo, no le absolvería de esta particular transgresión; incierta sería mi fortuna: ¡derrotado, como Edipo, por el incesto! Busqué por las carcavas de Valladolid a una vieja picaza, renombrada trotaconventos, experta en renovar virgos, y condújela en secreto a la alcoba de Isabel en el alcázar, donde la vieja escofina, con grande arte, remendó el mal de la muchacha y fuese como vino, abejón entre las sombras.
Lloró Isabel a causa de sus muchas desgracias; preguntéle por el niño; la atolondrada gimió que, no sabiendo cómo cuidarle, ni alimentarle, ni nada, lo había entregado a manos de su amigo el Juglar, que en parte secreta del castillo le guardaba. Maldije la imprudencia de la joven, pues armas y más armas daba al intrigante bufón, quien, ni tardo ni perezoso, hizo saber cuanto sabía al desaforado Príncipe putañero, nuestro Señor, y pidióle dinero a cambio de guardar el secreto. El Señor llamado el Hermoso, ¿ves?, estaba convencido de que la dueña y el maestre de campo habían abandonado, según las indicaciones del rey, al recién nacido en una canasta en aguas del Ebro. Poco duró, por otra parte, el codicioso proyecto del Juglar, pues esa misma tarde, reunida toda la corte en la sala del alcázar, ofrecióle el Señor nuestro amo una copa de vino para animarle en sus bufonadas, y el incauto mimo, en medio de una cabriola, murió sofocado por el veneno.
Dime a buscar al niño perdido y encontróle en el lugar más obvio: un camastro de paja en la celda ocupada por el Juglar. Y a la dueña de Isabel, Azucena, le entregué al niño. La dueña lo llevó a Isabel y le explicó que, al morir, el Juglar había dejado en su camastro a un niño recién nacido. Ella había decidido ocuparse del niño, pero sus senos estaban secos. ¿Podría amamantarse de las tetas de la perra que acababa de parir en la alcoba de Isabel? Isabel, quien aún sangraba de su propio parto, dijo que sí, y a su tío el Señor luego le dijo:
—Nuestro hijo pasa por serlo del Juglar y de Azucena. No mates a nadie más. Tu secreto está a salvo. Nada diré yo, si no tocas a mi hijo. Si lo matas, todo lo contaré. Y luego me mataré a mí misma.
Pero este feroz y bello Señor no quería matar a nadie, quería amar de nuevo a Isabel, quería querer sin límite, quería poseer a toda mujer viviente, a toda hembra sangrante, y nada podía saciarle; esa misma mañana, en la capilla, vio a Isabel escupir una serpiente en el momento de recibir la hostia, vio los ojos de amor con los que su propio hijo, Felipe, miraba a Isabel, y no pudiendo amarla más, y por ello deseándola con más ardor que nunca, se emborrachó, salió cabalgando en su caballo amarillo, decapitando los trigales a latigazos, encontró a una loba capturada, desmontó, violentó a la bestia, aulló como ella y con ella, se sació de todas sus turbias necesidades, insatisfacciones y ardientes fuegos: animal con animal, el acto no le horrorizó, contra natura hubiese sido amar otra vez a Isabel, bestia con bestia no, era natural: esto me dijo al confesarse conmigo otra noche, cuando Isabel y Felipe acababan de casarse y los cadáveres quemados en la pira del patio eran sacados en carretas; esto me confesó, más todos sus crímenes anteriores, seguro de mi silencio, necesitado de vaciar su atormentada alma ante alguien:
—¿Habré empreñado a una loba?, me preguntó a través de la rejilla, buscando salida a su imaginación monstruosa.
—Calma, Señor, por favor, calma; tal cosa es imposible…
—Casta maldita, murmuró, locura, incesto, crimen, sólo nos faltaba amar como bestia a una bestia, ¿qué le heredo a mi hijo? Cada generación añade taras a la que le sigue; se acumulan las taras hasta conducir a la esterilidad y la extinción; y los degenerados se buscan; una fuerza imperiosa los lanza a encontrarse y unirse…
—La semilla, Señor, se fatiga de crecer sobre el mismo suelo.
—¿Qué nacería de mi ayuntamiento con bestia? ¿Impulsóme una oscura necesidad de renovar la sangre con cosa viviente pero inhumana?
—Pese a la sabiduría clásica, Señor, la naturaleza a veces da extraños saltos, dije ingenuamente, pensando así absolverme de todo conocimiento respecto a la paternidad del niño y promover la creencia corriente de su origen: ved ese niño, añadí, no hijo de hombre y loba, sino de juglar y fregona, que tan monstruosos signos de degeneración porta…
—¿Qué?, gritó el Señor, quien nunca había visto al niño.
—Una cruz en la espalda; seis dedos en cada pie…
Ahora aulló el Señor llamado el Hermoso, aulló y su grito animal retumbó por las bóvedas de la iglesia, y se alejó gritando, ¿no conoces la profecía del César Tiberio?, ¿el signo de los usurpadores, los esclavos rebeldes, he engendrado a los esclavos y a los rebeldes que habrán de usurpar mi reino, mis hijos parricidas, el trono levantado sobre la sangre del padre?
Supe que ordenó matar al niño, pero éste había desaparecido, como desaparecieron esa misma noche, para gran tristeza de Felipe, sus compañeros Ludovico y Celestina; supe que ordené) que todos los sábados se diese caza a los lobos errantes hasta exterminarlos. Sólo yo entendía la razón detrás de estas órdenes. Di gracias cuando el Señor murió, después de jugar muy recientemente a la pelota; el príncipe Felipe ocupó su lugar y mi señora Isabel ascendió al que le correspondía.
Grán severidad y discreción guardó Isabel como esposa del nuevo Señor, Don Felipe, y yo jamás imaginé que el virgo recosido por la urraca de las carcavas de Valladolid se mantenía intacto. Constante fue mi respetuosa amistad con la Señora; procuraba entretenerla, como siempre, con mis esmaltes y miniaturas, y dándole a leer los volúmenes de amor cortesano del De arte honeste arnandi de Andreas Capellanus, pues miraba detrás de su dignidad una melancolía creciente, como si algo le faltase; a veces suspiraba por sus muñecas y sus huesos de durazno, y yo me decía que demasiado veloz había sido el tránsito de mi Señora de su condición de niña extranjera a esta de reina solitaria y secreta madre de un niño perdido. La plebe murmuraba: ¿cuándo nos dará esta extranjera un heredero español? Se anunciaron felices preñeces, seguidas siempre de malhadados abortos.
Nada más desgraciado, sin embargo, que el accidente que por entonces sobrevino a mi Ama, estando su esposo de guerra en Flandes contra los herejes adarnitas y los duques que les protegían. La humillación de los treinta y tres días y medio que pasó arrojada sobre las baldosas del patio del alcázar transformó la voluntad de mi Señora: desató fuerzas, pasiones, odios, anhelos, memorias, sueños que, sin duda, latían desde hace mucho en su alma y sólo esperaban un hecho asombroso, a la vez terrible y absurdo, como éste, para manifestarse plenamente. Un ratón, pues, y no el miembro viril de nuestro Señor, royó la virginidad restaurada de mi Señora. Llamóme a su alcoba, cuando al fin regresó a ella; me pidió que terminara la labor iniciada por el mur; la poseí, acabando de romper la red de hebras adelgazadas que allí cosió la trotera de Valladolid. La abandoné en medio de un sueño delirante, maldiciéndome a mí mismo por haber roto mi promesa de castidad: voto renovable, sí, y menos sagrado que mi resolución de entregar todos los jugos de mi cuerpo a mi arte. A perfeccionarle dediqué estos años.
Salía a menudo por parajes de la tierra, en busca de rostros, paisajes, edificios y actitudes que dibujaba al carbón y guardaba celosamente, incorporando estos detalles de la realidad cotidiana a las figuras y espacios del gran cuadro que en secreto pintaba en un hondo forno del nuevo palacio que el Señor construía en conmemoración de su victoria sobre los duques y herejes de la viciosa provincia flamenca. Topéme, así, una mañana que recorría los campos de Montiel, con una carreta conducida por un rubio muchacho, a cuyo lado se sentaba un ciego de ojos verdes, tostado por el sol, y que entonaba una flauta. Pedíle permiso al ciego para apuntar sus rasgos en mis papeles. Él accedió con una sonrisa irónica. El muchacho agradeció el descanso; se acercó a un pozo vecino, sacó una cubeta llena de agua y se desnudó, bañándose a baldazos de agua. Dejé de ver al ciego que no podía mirarme, para mirar la espléndida belleza de ese joven, semejante a las perfectas figuras de Fidias y Praxiteles. Entonces, con asombro cercano al horror, me fijé en el signo de la espalda: una cruz encarnada entre las cuchillas; y al mirar sus pies desnudos, supe que contaría seis dedos en cada pie.
Dominé el temblor de mi puño. Me rnordí la lengua para no decirle al ciego lo que sabía: ese muchacho era el hijo de mi Señora, el hermano de nuestro actual Señor, el bastardo desaparecido la noche en que se aliaron la boda y el crimen. Dije, en cambio, ser fraile y pintor de la corte, al servicio del muy alto príncipe don Felipe, y entonces fue el ciego el que se turbó y sus facciones luchaban entre el deseo de huir y el afán de saber. Pregúntele qué cosa acarreaba en su carreta, bajo pesadas lonas. Alargó una mano, como para proteger su carga, y me dijo:
—No toques nada, fraile, o el muchacho te quebrará los huesos aquí mismo.
—Pierde cuidado. ¿Adónde te diriges?
—A la costa.
—Larga es, y da la cara a muchos mares.
—Eres bien fisgón, fraile. ¿Te paga bien tu Amo para andar de correveidile por su reino?
—Aprovecho su protección para atender secretamente mi vocación, que no es la de delator, sino la de artista.
—¿Y qué clase de arte será el tuyo?
Deliberé conmigo mismo unos instantes. Quería ganarme la confianza del ciego que acompañaba al hijo perdido de mi Señora. No quería, sin embargo, contarle lo que yo sabía. Traté de atar cabos: este hombre, de alguna manera, estaba relacionado con la desaparición del niño; quizás lo había recibido de otras manos; pero acaso él mismo lo había robado del ensangrentado alcázar, aquella noche; ¿y quiénes habían desaparecido al mismo tiempo que el niño? Los compañeros de Felipe: Celestina, Ludovico. Conocí al estudiante rebelde; no podía reconocerle en el ciego. Asumí el riesgo, sin saber si me ganaría la buena fe del ciego o una paliza de su joven acompañante; di una honda estocada en la oscuridad.
—Un arte, le contesté, similar a tus ideas, pues lo concibo como un acercamiento directo de Dios al hombre, una revelación de la gracia innata en cada ser humano, que nació sin pecado y, así, puede obtenerla inmediatamente, sin que medien las agencias de la opresión. Tus ideas encarnan en mi pintura, Ludovico.
El ciego estuvo a punto de abrir los ojos; te juro, amigo Cronista, que una luz de extraña esperanza cruzó sus párpados obstinadamente cerrados; apreté su puño cobrizo con mi pálida mano; el muchacho devolvió la cubeta al pozo y se acercó, desnudo, secándose con sus propias ropas, a nosotros.
—Me llamo Julián. Puedes contar conmigo.
Cuando regresé al palacio, encontré a mi Señora agitada por un sueño que acababa de tener. Pedí que me lo contara, y lo hizo. Contestéle, fingiendo estupor, que yo había soñado lo mismo: un joven náufrago arrojado sobre una playa. ¿Dónde? Mi sueño, le dije, tenía sitio: la costa del Cabo de los Desastres. ¿Por qué? El lugar de mi sueño, le dije, tenía historia: las crónicas abundan en noticias de varineles hundidos allí con los tesoros de las Molucas, Cipango y Catay, de naos desaparecidas con toda su tripulación gaditana y con todos los cautivos de la guerra contra el infiel. Pero también, para compensar, se habla de veleros abatidos contra las rocas porque en ellos huían parejas de enamorados.
Preguntóme:
—¿Cómo se llama este muchacho con el que ambos hemos soñado?
Contestéle:
—Depende de la tierra que pise.
La Señora me extendió sus manos:
—Fraile, llévame a esa playa, llévame hacia ese muchacho…
—Paciencia, Señora. Deberemos esperar dos años, nueve meses y quince días, que son mil días y medio: el tiempo que vuestro marido tarde en terminar la necrópolis de los príncipes.
—¿Por qué, fraile?
—Porque este joven es la respuesta de la vida a la voluntad de muerte del rey nuestro Señor.
—¿Por qué sabéis estas cosas, fraile?
—Porque las hemos soñado, Señora.
—Mientes. Sabes más de lo que dices.
—Pero si todo lo dijese, la Señora dejaría de tener confianza en mí. No traiciono los secretos de la Señora. No me exijáis que traicione los míos.
—Es cierto, fraile. Dejarías de interesarme. Cumple con lo que me has prometido. Traeme a ese muchacho dentro de mil días y medio. Y si lo haces, fray Julián, tendrás goce.
Miento, mi amigo. No le contesté diciendo «No pide otra cosa mi alma compungida y devota»; no, no quería ser el amante de mi Señora; no quería gastar en su lecho el vigor y la vigilia que debía dedicar a mi cuadro; y temía a esta mujer, empezaba a temerla; ¿cómo pudo haber soñado lo que sólo pasó entre Ludovico y yo, cuando el viejo me dijo que se dirigía al Cabo de los Desastres, a la playa donde más de diecisiete años antes se reunieron él y Celestina, Felipe, Pedro y el monje Simón, y que esta vez la nave de Pedro partiría en busca del nuevo mundo allende el gran océano, y que el muchacho de la cruz en la espalda se embarcaría con él y regresaría un día preciso, mil días y medio después, a esta misma playa, la mañana de un catorce de julio, y que entonces podría ir conmigo, viajar al palacio del Señor don Felipe, y allí cumplir su segundo destino, el de su origen, como en el nuevo mundo habría cumplido su primer destino, el del futuro? Mal comprendí estas razones; el lugar y la fecha, en cambio, se grabaron en mi mente: yo vería el modo de que, entonces, mi Ama recuperara a su hijo perdido. Mas Ludovico añadió una condición más a nuestro pacto: que viese la manera de avisarle a Celestina que ese mismo día pasara por la misma playa. ¿Celestina? El ciego sabía lo que Simón le había contado cuando el ciego regresó, me dijo, a España: disfrazada de paje, tocaba un fúnebre tambor en las procesiones de la madre de Felipe, la Dama Loca, que por toda España arrastraba el cadáver embalsamado de su impenitente marido, rehusándose a sepultarlo. No me fue difícil hacer llegar un mensaje al paje de la reina atreguada.
Pero mi Señora, te digo, me espantaba: ¿cómo soñó ese sueño?, ¿las pociones de belladona que le suministré para apaciguar su delirio?, ¿el recuerdo de algún apunte mío de naufragios vistos o imaginados?, ¿la presencia en su recámara de un furtivo mur que a veces miré moviéndose entre las sábanas del lecho, agazapado, mirándonos?; ¿una blanca y nudosa raíz con figurilla humana, casi un hombrecito, que en ocasiones vi moverse con sigilo entre los cortinajes de la alcoba?, ¿un pacto satánico, algo que yo desconocía y que me hacía temblar al entrar a la alcoba de mi Ama, un horrible secreto que hería y amedrentaba tanto las razones de mi arte como las creencias de mi religión?, ¿y no era mi propósito, cándido amigo que me escuchas, conciliar de vuelta razón y fe por medio del arte, devolver la unidad amenazada por el divorcio a la inteligencia humana y a la convicción divina, pues para mí tenía, y tengo, que la religión enemistada con la razón es fácil presa del Diablo?
Busqué, para alejar de mí este creciente temor de lo demoniaco y alejarme también del creciente apetito sexual de la Señora, mancebos gráciles para conducirlos en secreto a su alcoba; convertíme, lo confieso, en vil tercerón, tan alcahueta como esa urraca remendona de Valladolid; y en algo peor, pues estos muchachos llevados hasta la alcoba nunca salieron vivos de allí, o si lo hicieron, desaparecieron para siempre y nadie volvió a saber de ellos; algunos fueron encontrados, blancos y desangrados, en pasillos del palacio y en perdidas mazmorras; de otros, muy pocos, llegué a saber algo: éste murió en la horca, aquél en la picota, el otro en el garrote. Temía cada vez rnás por la salud de la mente de mi protectora; debía darle a su pasión un cauce para mis propios afanes benéfico, y para los de ella, fuesen cuales fuesen, convincente. Busqué en aljamas y juderías, en Toledo y Sevilla, en Cuenca y Medina. Buscaba algo muy particular. Lo encontré. Lo llevé al palacio en construcción.
Llámase Miguel en solares de vieja cristiandad castellana. Llámase Michah en las juderías. Y en las aljamas se le conoce por Mijail-ben-Sama, que en árabe significa Miguel de la Vida. Vuestro marido, el Señor, ha agotado su vida en mortales persecuciones contra herejes, moros y judíos, y este muchacho es dueño de las tres sangres y de las tres religiones: es hijo de Roma, de Israel y de Arabia. Renovad la sangre, Señora. Basta de intentar el engaño de vuestros subditos; el consabido anuncio público de la preñez a fin de atenuar las expectativas de un heredero sólo os obliga a fingir, rellenando de almohadones vuestro guarda infante, un estado que no es el vuestro, seguido del igualmente consabido anuncio de un aborto. Las esperanzas frustradas tienden a convertirse en irritación, si no en rebeldía abierta. Debéis ser precavida. Detened el descontento con un golpe de teatro: colmad, verdaderamente, la esperanza, teniendo un hijo. Contad conmigo: la única prueba de la paternidad serán los rasgos del Señor vuestro marido que yo introduzca en los sellos, miniaturas, medallas y estampas que representen a vuestro hijo para el vulgo y para la posteridad. El populacho y la historia sólo conocerán la cara de vuestro hijo por las monedas que, con la efigie por mí inventada, se troquelen y circulen en estos reinos. Nadie podrá comparar la imagen grabada con la real. Combinad, Señora, el placer y el deber: dadle un heredero a España.
Sordo de conveniencia, no oí, Cronista, te lo juro, no oí lo que la Señora dijo contestando a mis razones:
—Pero, Julián, si yo ya tengo un hijo…
Lo dijo serenamente, pero no hay peor locura que la locura tranquila; te digo que no la oí; proseguí; le dije: Recobrad la unidad verdadera de España: mirad a este hermoso joven, Mijail ben-Sama, Miguel de la Vida, Miguel castellano, moro y hebreo, te lo juro, Cronista, no me mires así, esto lo dije entonces a la Señora, no se lo dije después, al llevarle a su propio hijo, el muchacho recogido en el Cabo de los Desastres, cuando te conté esto te mentí, acepto mi mentira, sí, porque no sabía entonces cómo iba a terminar esta historia, creí que nunca le revelaría a nadie mi secreto máximo, pensé hoy, al comenzar a hablarte, que el peor secreto sería otro cualquiera, por ejemplo, cuando el Señor me contó lo que vio en su espejo al ascender por los treinta escalones, yo me dije, éste es el secreto, el padre del Señor fornicó con una loba, pero esa loba no era otra que una vieja reina, muerta hace siglos, la que cosía banderas con los colores de la sangre y de las lágrimas, un alma desapacible metida en cuerpo de loba, resurrecta, con razón pudo nacer otro niño de su vientre, la sangre llama a la sangre, los degenerados se encuentran y copulan y procrean, tres hijos del Señor llamado el Hermoso, tres bastardos, tres usurpadores, tres hermanos de Felipe, ¿no te basta conocer este secreto?, ¿no sacia tu curiosidad?, he querido ser honesto contigo, hacerme perdonar, no me acuses ahora de algo tan espantoso, le pedí a la Señora que tuviera un hijo con Mijail-ben-Sama, tú, tú eres el verdadero culpable, Cronista amargo y desesperado porque tus papeles no son idénticos a la vida, como lo quisieras, tú interrumpiste mi proyecto con tu necio poema, tú sacaste a Mijail de la vida y lo metiste en la literatura, tú tejiste con papel la soga que había de atarte a la galera, indiscreto, candoroso, tú mandaste a Mijail a la hoguera, ¿no lo recuerdas?, compartiste con él la celda la noche anterior a tu exilio y su muerte, ¿cómo iba a ser yo el tercerón inicuo que entregase el hijo al amor carnal de la madre?, ¿cómo iba a saber que esto es lo que deseaba la Señora?, lo reconoció, sí, lo reconoció, la cruz, los dedos, yo creí que reunía compasivamente a la madre y al hijo, ella sabía quién era, sabía que fornicaba con su propio hijo, lo sabía ella, y lo gozaba a gritos, lo sabía yo, y lo lamentaba con oraciones y golpes de pecho: la sangre llama a la sangre, el hijo nacido del incesto ha cerrado el círculo perfecto de su origen: la trasgresión de la ley moral, Caín mató a Abel, Set a Osiris, el Espejo Humeante a la Serpiente Emplumada, Rómulo a Remo, y Pólux, hijo de Zeus, rehusó la inmortalidad al morir su hermano, Cástor, hijo del cisne: hijos de la bruja, hijos de la loba, hijos de la reina, éstos fueron tres, no se mataron entre sí, los salvó su número, pero no hay orden que no se funde sobre el crimen, si no de la sangre, entonces de la carne: pobre Iohannes Agrippa, llamado Don Juan, a ti te correspondió trasgredir para fundar de vuelta, en nombre de los tres hermanos: ni Set, ni Caín, ni Rómulo, ni Pólux, tu destino, Don Juan, es el de Edipo: sombra que camina hacia su fin caminando hacia su origen: el futuro sólo responderá al enigma del pasado porque ese porvenir es idéntico al origen: la tragedia es la restauración del alba del ser: monarca y prisionero, culpable e inocente, criminal y víctima, la sombra de Don Juan es la sombra de don Felipe: en su hijo, Don Juan, conoció la Señora la carne de su marido, don Felipe: sólo así, Cronista, sólo por esta vía, cándido amigo de las maravillas, alma de cera, escúchame, yo creí que le devolvía a su hijo perdido, ella recuperó a su verdadero amante, tú tienes la culpa, tonto, no yo, no yo, no eran éstos mis propósitos, te lo juro, perdóname, yo te perdono a ti, los hechos adquieren vida propia, se nos escaparon de las manos, yo no me propuse tan horrible infracción de las leyes divinas y humanas, tú frustraste mi proyecto con tu literatura, ahora sabes la verdad, ahora varía todas las palabras y la intención toda de esta larga narración, ahora revisa cuanto te he contado, Cronista, y trata de encontrar en cada frase la mentira, el engaño, la ficción, sí, la ficción, duda ahora de cuanto te he dicho, ¿cómo harás para cotejar mis subjetivas palabras con la objetiva verdad?, ¿cómo?, mandaste a la hoguera a Miguel de la Vida, y a mí me condenaste a ser el cómplice de la trasgresión incestuosa: mira los fuegos de la hoguera en cada página que llenes, Cronista don Miguel, mira la sangre del incesto en cada palabra que escribas: quisiste la verdad, ahora sálvala por la mentira…
—Señor: este gran cuadro os ha sido enviado desde Orvieto, patria de unos cuantos pintores tristes, austeros y enérgicos. Sois el Defensor de la Fe. En homenaje a Vos y a la Fe os lo ofrecen. Mirad sus grandes dimensiones. Las he medido. Encajan perfectamente con las del espacio vacío detrás del altar de vuestra capilla.