Septima jornada

—Hoy es el séptimo día, dijo el Señor. ¿Volverás a ver, Ludovico? ¿Abrirás los ojos?

—Ya te lo dije, depende de ti…

—Entonces, ¿qué esperas de mí?

Ludovico alargó el brazo para tocar a Celestina. La muchacha vestida de paje tomó la mano del ciego y Ludovico habló pausadamente.

—Hace veinte años, el azar reunió en la playa del Cabo de los Desastres a cuatro hombres y una mujer. Conociste entonces nuestros sueños. Nos explicaste por qué serían imposibles. No nos contaste el tuyo. No pudimos decirte por qué sería, también, imposible.

—¿Eso quieres que haga ahora?

—Aguarda, Felipe. A Pedro le dijiste que su comunidad de hombres libres sería derrotada: para sobrevivir, los comuneros se verían obligados a actuar igual que sus opresores. La libertad sería su meta, pero para alcanzarla, deberían emplear los métodos de la tiranía. Luego nunca serían libres.

—¿No hubiese sido así? ¿Y no habría sido peor esa opresión que la mía, puesto que yo no tengo que justificar mis actos en nombre de la libertad y ellos, en cambio, sí? Yo puedo ser excepcionalmente benévolo; ellos no. Yo puedo condonar una falta porque nadie puede pedirme cuentas; ellos no; serían condenados por los demás. Si reprobable es la tiranía de un solo hombre, ¿cómo no habrá de serlo la de una multitud, que sólo multiplica, sin diluiría, la opresión del tirano solitario? Yo puedo juzgar a los hombres considerando que dentro de cada pecho, como dentro del mío, luchan un ángel y una bestia: ellos no, pues la herejía de la libertad es hija de la herejía maniquea, que todo lo concibe en irreconciliables términos de bien y mal. Preferible es, Ludovico, mi ilustrada discreción despótica al deformado celo libertario de la chusma, pues peor opresión es ésta que aquélla.

—¿No darías una sola oportunidad al sueño de Pedro?

—¿Me dio una sola oportunidad el sueño de Pedro a mí? Además, ese viejo ha muerto, ahogado aquí, alanceado allá, lo mismo da…

—Afuera de tu palacio se reúnen los aliados de Pedro. Creiste deshacerte de sus hijos entregándolos a la voracidad de tus mastines. Pero ahora Pedro tiene más hijos que nunca. Tus obreros descontentos. Los hombres de las ciudades, ofendidos por tus caprichosos decretos. Las razas perseguidas, moros y judíos, que son tan parte de esta España como tú o yo, como castellano o aragonés, como godo, romano o celta. Aquí han nacido, crecido y muerto, aquí han dejado trabajo y belleza, templos y libros. No hay otra tierra de este viejo mundo que posea ese don: ser la casa común de tres culturas y tres fes distintas. En vez de perseguirles y expulsarles, busca la manera de que convivan con cristianos y los tres eslabones harán tu verdadera fortaleza.

—Ésta es mi fortaleza, este palacio, construido como custodia de dos sacramentos que son uno solo: mi poder y mi fe. No quiero el caos, el cancro, la Babel que me propones…

—Más allá de las murallas de tu necrópolis y de su severa fachada de unidad, Felipe, otra España se ha gestado, una España antigua, original y variada, obra de muchas culturas, plurales aspiraciones y distintas lecturas de un solo libro…

—El libro de Dios sólo puede leerse de una manera; cualquier otra lectura es locura.

—Sin que tú te percataras, muchos hombres han ido ganando palmo a palmo sus derechos humanos contra tu derecho divino. No te percataste, encerrado aquí, como no te enteraste de la quiebra de tus arcas y debiste acudir a un usurero hispalense…

—Las palabras y las cosas deben no sólo coincidir: toda lectura debe ser lectura del verbo divino…

—Entérate: tal ciudad defendió el santuario dado a un perseguido…

—… pues en escala ascendente todo acaba por confluir en el ser y la palabra idénticos de Dios…

—Entérate: tal otra arrancó fuero contra el capricho real a uno de tus antepasados…

—Dios, Dios, causa primera, eficiente, final y reparadora de cuanto existe.

—Entérate: la de más allá comenzó a reunirse en asambleas del pueblo para debatir y votar…

—Y así, la visión del mundo es única…

—Entérate: la de más acá acordó libertad a los siervos emancipados de la gleba…

—Todas las palabras y todas las cosas poseen un lugar para siempre establecido y una función precisa y una correspondencia exacta con la eternidad divina…

—Entérate: ésta conoció un juez que dictó justicia de acuerdo con las leyes y no el capricho, y los hombres abrieron los ojos…

—El mundo del hombre y el mundo de Dios se expresan a través de una heráldica verbal enriquecible, combinable, interpretable, sí, pero al cabo inmutable, Ludovico…

—Entérate: aquélla dijo secretamente de tus mandatos: obedézcanse, mas no se cumplan.

—Pero todo enriquecimiento, combinación o interpretación de las palabras nos llevan siempre a la misma perspectiva jerárquica y unitaria, a una lectura única de la realidad. Y fuera de este canon, toda lectura es ilícita.

—Entérate: el pueblo de España, poco a poco, en secreto, ha gestado las instituciones de la libertad.

—Oh Dios, Ohdios, ohdiosoh, odioso…

—Reúne en haz estos hechos dispersos. Verás cómo germina la planta de la libertad. No la destruyas. Dale esa oportunidad al sueño de Pedro.

—¿Qué habré ganado?

—Nuevo mundo será España, mundo de tolerancia y prueba de las virtudes de un humano trueque. Y sobre este mundo nuevo de aquí, podremos todos fundar un verdadero nuevo mundo allende la mar; y hagamos allá lo mismo que aquí: convivir con la cultura de aquellos naturales.

—Sueñas, Ludovico; y no miro convivencia posible con idólatras y antropófagos.

—No han sido mejores nuestros crímenes en nombre de la religión, el poder dinástico y la ambición bélica. Si te muestras tolerante aquí, seguramente serás persuasivo allá. Como la moral de Quetzalcoatl fue pervertida por el poder de allá, la de Jesús ha sido pervertida por el poder de aquí. ¿No podemos volver juntos, ayunos de terror y esclavitud, a esa bondad original, aquí y allá?

—¿Dices que de mí depende todo esto?

—Si abres tus brazos a cuantos con ánimo de rebelión se han reunido en tejares, forjas y tabernas de esta obra, en los burgos cercanos y entre los capítulos de las procesiones que hasta aquí trajeron a tus antepasados.

—Obreros y burgueses, moros y judíos dices que me rodean y amenazan. Esto ya lo sé. ¿También hay religiosos rebeldes?

—Las treinta procesiones llegaron de muy lejos, de todos los extremos, de Portugal y de Valencia, de Galicia, Cataluña y Mallorca. A ellas se sumaron, disfrazados de frailes y de monjas, de mendigos y de peregrinos, los secretos adeptos de las viejas herejías va Ilienses, cátaras y adamitas. Estás rodeado, Felipe. ¿Les recibirás en paz?

—¿Qué cosa habría de ofrecerles?

—El gobierno común de este reino, contigo. Su libertad, pero tambien la tuya. Pues si nunca nos contaste tu sueño, aquella tarde a la orilla del mar, bien nos dejaste ver tus temores.

—No los tuve. Sabía lo que hacía. Le demostré a mi padre que era digno de sucederle, acrecentar el poder y culminar la unidad. ¿Quieres que ahora lo sacrifique todo a la dispersión que me amenaza?

—No estás solo. Yo tengo tres hijos. Tú tienes tres hermanos.

—¿Los usurpadores, Ludovico?

—Los herederos que no tuviste, Felipe.

—Y que no quise.

—Felipe, mi vida no sería mi vida sin ti: ese amor te tengo. Reconoce a mis hijos, a tus hermanos, como la liga entre tu unidad solitaria y la comunidad plural. Son tres, recuerda: la unidad que crece sin perderse.

—Por caridad, Ludovico. Ténganme paciencia. Déjenme desaparecer en paz. Luego tómenlo todo, sin necesidad de rebeliones. Déjenme conocer mi propio destino hasta su conclusión…

—La nada no es un destino.

—Quizás lo sea el poder de la nada: mi privilegio.

—¿Ni eso compartirás?

—Di les a esos obreros descontentos, burgueses amotinados, moros y judíos y herejes excomunicados que, por amor, se dispersen y me dejen en paz, encerrado aquí, sin amor. No pido otra cosa.

—La rebelión es una manera de amar. Y tu destino ya no es tuvo: a pesar tuyo, lo compartes. Hagas lo que hagas, esos tres muchachos ya lo han desviado al llegar hasta aquí, nada será igual a como tú lo pensaste antes, nada será igual a como tú lo quisiste antes…

—Mundo inmóvil…

—La noticia del nuevo mundo lo ha puesto en movimiento. El mundo nuevo ya existe en la imaginación o el deseo de cuantos escucharon o supieron lo que dijo el tercer muchacho…

—Vida breve…

—Alargóla el segundo muchacho, cumpliendo su destino de loco sagrado, encontrando la continuidad dinástica en la más humilde, despreciada y deforme de las mu jeres, Barba rica, el ser más digno de amor que habita tu palacio, Felipe, y encendiendo, al unirse en matrimonio, la chispa de la rebelión, ensanchando la vida a la dinastía de todos los hombres: extrañas vías del destino que ya no es sólo tuyo, Felipe…

—Gloria eterna…

—Arraigóla el primer muchacho en el placer inmediato, el deseo convertido en acto, la pasión radicada en el presente… Felipe: el monje Simón soñó con un mundo sin enfermedad ni muerte. Tú le contestaste con el sueño de tus temores: una soledad inmortal.

—Dije entonces que si la carne no puede morir, el espíritu moriría en su nombre. Yo negaría la libertad de los hombres y los hombres no podrían cambiar la esclavitud por la muerte. Así derrotaría el sueño de Simón.

—Y añadiste que vivirías para siempre encerrado en tu castillo, protegido por tus guardias, sin atreverte a salir, temiendo conocer algo peor que tu propia, imposible muerte: la centella de la rebelión en los ojos de tus esclavos.

—Dices que hoy me rodea y que no es centella, sino fogata. Ya ves: no la temo.

—No, dijiste algo distinto. Trata de recordar conmigo. Una conversación en la playa, hace veinte años. No, no temerías a la marejada simple e irracional de lo numeroso, sino a la rebelión que dejase de reconocerte. A nadie matarías. Sólo decretarías la inexistencia de todos. ¿Por qué no habrían de pagarte ellos con la misma moneda? Ésta sería la venganza del mundo: te asesinaría olvidándose de que existes.

—¿Pido otra cosa? Pero los rebeldes de hoy, Ludovico, me reconocen, puesto que me desafían…

—Es quizás tu ultima oportunidad. Si tú no les reconoces, se cumplirá tu atroz sueño. Serás un fantasma en tu castillo.

—¿Pido otra cosa? Te olvidas de que la otra vez los mandé matar.

—Te quiero tanto como te odio, y no sé explicarme esto. Condenaste mi sueño a un orgullo solitario y estéril. Tenías razón. La gracia del conocimiento adquirido por un solo hombre puede matar a Dios, pero puede matar también a quien la obtiene. Hoy, casi diría que mi odio hacia el egoísmo de la ciencia es capaz de arrojarme otra vez en brazos de la abominable creencia en el Dios cristiano. Te he contado mi historia. No seguí el camino que tú dijiste aquella tarde. La fortuna me unió misteriosamente al destino de tres niños y a la sabiduría de muchos hombres en muchas partes. Esto aprendí: la gracia es un conocimiento compartido. Nadie puede guardarla para sí solo. El conocimiento compartido es la verdadera creación, frágil siempre, mantenida por muchos anhelos, errores, júbilos, miedos, pérdidas inesperadas y súbitos hallazgos. No puedo separarme a mí mismo de las tres vidas que protegí, de las conversaciones con el doctor en la sinagoga del Tránsito, del sueño que tuve en la azotea de Alejandría, de los diez años que acaso viví con los ciudadanos del cielo en el desierto de Palestina, de las palabras del mago tuerto de Spalato, de la visión del teatro de Valerio Camillo en Venecia, de la cruzada del espíritu libre en Flandes, de nuestro encuentro con el viejo del molino de viento y de las historias que nos contó, del sueño de mi tercer hijo en el mundo nuevo y de la compañía de ambas Celestinas, la de entonces y la de ahora. Cuanto sé soy yo más estas vidas, estas historias y estas palabras. Te las ofrezco para ofrecerte, a través de todos estos hechos, ideas y destinos sumados hoy, aquí, lo que pocos hombres han tenido, Felipe: una segunda oportunidad…

—Pobre Celestina. Soñó tanto con el amor pleno. ¿Alguna vez lo conocimos? ¿Lo tuvimos los tres, al amarnos aquellas noches en el alcázar? ¡Qué excitación, Ludovico! Asesinar de día y amar de noche. Allí culminó mi juventud; quizás, mi vida…

—Felipe, óyeme, una segunda oportunidad. Deja entrar a todos, esta vez no los asesines, no repitas la historia, gana tu libertad y la de todos probando que la historia no es fatal, purga para siempre tu primer crimen evitando el segundo.

—No lo supe entonces. Qué extraño. Qué lejano recuerdo, Ludovico. Temí no ser reconocido porque temí no ser amado. Quería ser amado. Quise a Isabel. Quise a Inés. Sí, amé el placer que me dio la joven Celestina, nuestra compañera. Ludovico: he conocido a la vieja, la madre Celestina. No me recuerda. Le pasó con los labios la memoria a esta mujer que te acompaña. La madre Celestina, Ludovico: mira el destino del amor, míralo no más…

—Una segunda oportunidad, Felipe, no repitas el crimen de tu juventud…

—Pero hoy, ¿ves, Ludovico?, no temo nada porque no amo a nadie, ¿ves, Ludovico?, ¿abrirás los ojos, al fin?

—Los abriré el día del milenio.

—¿Qué día será ése?

—Recuerda la profecía del mago de Spalato. La Sibila anunció la venida del último emperador, rey de paz y abundancia, triunfo de la verdadera cristiandad, que vencerá al Anticristo, irá a Jerusalén, depositará su corona y su manto en el Gólgota y abdicará a favor de Dios, iniciando el tercer tiempo de la historia, en espera del juicio eterno que ponga fin a la historia. Está escrito que este rey gobernará sobre todos los pueblos del mundo, reuniéndolos en un solo rebaño, rex novum adveniet totum ruitorus in orbem. Sé tú ese monarca providencial, Felipe, en nombre tuyo y mío te lo pido, en nombre de nuestra juventud perdida y nuestra vida recobrada…

—Carezco de fuerzas, Ludovico.

—Ellos te ayudarán. Para eso los traje hasta aquí. La Sibila habló: una cruz en la espalda, seis dedos en cada pie. Ellos pondrán en movimiento el tercer tiempo.

—El Anticristo. ¿Cómo lo reconoceré?

—Esta es tu oportunidad para recrear la historia, Felipe, Señor: véncete a ti mismo.

No tuvo fuerzas el Señor para conversar más; y esa noche, mientras dormían Ludovico y Celestina junto al hogar cenizo de la alcoba, volvió a sacar del arcón la cabeza cortada y salió con ella a la capilla.

Se detuvo frente al espacio dejado vacío por la fuga del cuadro de Orvieto. Detuvo de los largos mechones grises la cabeza y la levantó en alto, mostrándola al altar. Los ojos entrecerrados de la cabeza parpadearon. El Señor estuvo a punto de gritar, arrojarla al suelo de granito y regresar al refugio de la alcoba. Mas al temblar la mano del Señor y parpadear los ojos de la cabeza, el espacio vacío comenzó a llenarse de formas y colores y el Señor se sintió paralizado por la maravilla: como hacia el triángulo de luz de Julián huyeron las líneas, volúmenes, figuras y perspectivas del cuadro de Orvieto, de los ojos de la cabeza cortada fluían ahora nuevas figuras, siluetas y colores hacia el espacio detrás del altar y allí combatían por organizarse, encontrar su sitio, desplegarse en concierto, integrar al fin un tríptico de tres volantes.

En el primero de ellos, a la izquierda, el Señor miró la promesa perdida del paraíso terrestre, una armoniosa claridad, una luz que reúne todas las especies de la creación, animales, vegetales, minerales; de un estanque emergen penosamente las primeras bestias, los peces alados, nutrias, tordos y un valle de suaves colinas conduce a un bosque de naranjos y a un lago azul, en cuyo centro se levanta, color de la rosácea aurora, la fuente de Juvenció; en sus aguas abrevan los unicornios y nadan los cisnes, los gansos y los patos, en el llano inmediato se detienen las jirafas y los elefantes y más allá se alzan las montañas azulencas, circundadas por bandadas de pajarillos, y en el primer plano se dibujan tres figuras: un muchacho desnudo, sentado, es el peregrino del nuevo mundo, y en su cara se miran inocencia, asombro y olvido; hincada cerca de él está una mujer desnuda, de larga cabellera cobriza, tiene el rostro de la joven Celestina y entre ambos él, el Señor, con el pelo más largo, los mismos labios gruesos, la misma mandíbula prógnata escondida por la misma barba, los mismos ojos de serena locura, la misma calvicie incipiente, que toma a la mujer con una mano y se la ofrece al hombre. Deleitóse el Señor con esta visión, preguntóse cómo habría de unir él a ese hombre y a esa mujer, miró el bienhechor árbol de la vida cabe el cual se sentaba el muchacho, hojas de palma, acariciantes hiedras, frutos en drupa; se acercó, siempre con la cabeza cortada en alto, al volante del paraíso y miró, con horror, los detalles desapercibidos a la distancia: un gato montes huye con una rata muerta entre las fauces, un alacrán mata a un sapo, una bestia parda, melenuda, casi humana, devora un cuerpo yacente, imposible saber si es hombre o animal, los cuervos anidan en las cuevas de la montaña y en la base de la fuente de la juventud, encerrado dentro de un círculo, vigila el búho, ave sin tiempo…

Caminó hacia atrás, mirando ahora el espacio central del tríptico y vio un vasto jardín de delicias, un universo de pequeñas formas humanas entretejidas en sucesivos planos hasta formar un suntuoso tapiz de carne encarnada, pues flores semejan estos cuerpos, plenos de gracia, nacarados, entrelazados en juego casto, río de carne que fluye de un primer plano inferior a un segundo plano intermedio y culmina en un tercer plano perdido en el horizonte, bañado el conjunto por azules claros, rosas tiernos, verdes olivos: brillantes y dulces reflejos de una humanidad feliz; los ojos del Señor se perdieron en un vértigo de sensualidad ideal, inobtenible, pero los ojos entreabiertos de la cabeza cortada parpadeaban con velocidad y entre las figuras aparecen animales monstruosos, peces gigantes, aves rapaces, gigantescas fresas, frambuesas, cerezas y ciruelas; unos cristales con forma de seno cubren a una pareja y otros cuerpos desaparecen dentro del doble caparazón de una almeja: un hombre solitario devora una inmensa fresa con tanta codicia como la bestia parda a su víctima, un hombre ensarta un ramillete de flores en el ano de otro hombre y luego le azota las nalgas con otro ramo, un cuervo se posa sobre las plantas levantadas de los pies de un hombre que para liberarse del ave de mal agüero le ofrece una enorme ciruela, en el río flota una fruta escarlata con una apertura por donde emerge un cilindro de cristal, un hombre dentro de la fruta mira a un ratón detenido en la orilla del vidrio, ambos se miran, encima de ellos flota un globo azuloso, una membrana transparente, la habita una pareja amorosa, capturada para siempre en esfera de espejos, una mujer clavada de cabeza en el río muestra las piernas abiertas al aire y se oculta el sexo con las manos, sobre ese sexo anida una frambuesa rota: los cuerpos son prisioneros de algo, todos, de sí mismos, del cristal, del espejo, de la almeja, del coral, de las aves, de las conchas, de la mirada solitaria de los buhos: —Felicidad y vidrio pronto se rompen, dijo en lengua flamenca la boca de la cabeza cortada; el Señor estuvo a punto de soltarla, cerró los ojos por un instante, perseveró, dirigió la mirada al segundo plano del espacio central del tríptico, otra vez la fuente de la juventud, alrededor de ella una cabalgata de hombres y mujeres desnudos, montados en caballos, unicornios, cerdos salvajes, tapires, grifones, cabras, tigres, osos, un círculo eterno de delicias y llantos, temblores de orgasmo y placeres exhaustos, mujeres blancas y mujeres negras báñanse en el manantial, coronadas de aves: pavorreales, cigüeñas y cuervos. El Señor desvió rápidamente la mirada hacia el último, el más lejano nivel de este cuadro: una laguna helada, mineral, en su centro una esfera azul de acero, coronada por cuernos de mármol rosa, la fuente adúltera, las parejas prohibidas, el negro y la blanca, el hermano y la hermana, la madre y el hijo, el padre y la hija, la mujer y la mujer, el hombre y el hombre, rodeados de un mundo frío, plantas de mármol, flores de perlas, árboles de oro, arroyos de azogue, todo vigilado y cercado por cuatro castillos de roca: el Señor se acercó, eran tan diminutas las figuras, tan difíciles de distinguir los rostros y aquí de cerca, tan horribles al distinguirse: el Señor se tapó el rostro con una mano y entre las rendijas de los dedos vio, sí, multiplicado cada rostro, aquí y allá, él, él mismo, desnudo, metido dentro de un tonel, alimentado por el pico de un ave monstruosa, Isabel, la Señora, su mujer, embarcada en amor con un negro, su madre, la llamada Dama Loca, escondida en la torre de un castillo, metiéndole un dedo en el culo a una figura escondida dentro de otro tonel, ¿Felipe, Felipito, mi hijito, te meto mi dedo en tu culito?, Julián y Toribio, el confesor y el estrellero, asomándose desde una choza vegetal, entregando un enorme pez a Isabel, las religiosas, Milagros, Angustias, Clemencia, Dolores, desnudas, acariciándose, coronadas de cerezas, él, el Señor, de rodillas, con flores ensartadas en el ano, azotado por Ludovico, Celestina dentro de un cilindro de cristal, con una manzana en la mano, vigilada por las sombras de la Dama Loca y Barbarica la enana, Isabel, Isabel transformada, sin cabellera, sin afeites, con toda la tristeza del mundo en los ojos, mirando al mur diabólico que avanza por el túnel de cristal a comerse el rostro de la reina, encima de ella el globo de cristal, la cárcel, Don Juan, Inés, acoplados en cárcel de espejos transparentes, Guzmán, Guzmán es un búho con cuatro brazos y cuatro piernas, y otra vez Don Juan, el bobo y el peregrino del nuevo mundo, desnudos, con Celestina, arrancando frutos de un bosque; y otra vez, todos, montados en los corceles de la pasión, todos sujetos a la misma espuela, todos regidos por freno igual: cielo, tierra, mar, fuego, viento, calor, frío, y los crecimientos y menguas de la menstrua luna que corona todo el cuadro: círculo, horror, pasión, inquebrantable ley, advertencia, advertencia, fragilidad, fuga, flor de un día: tal vieron los ojos del Señor, hasta que la boca de la cabeza cortada volvió a hablar:

—Eso ves tú, corrupto… Yo pinté otra cosa… El acto sexual tan puro que a los ojos de Dios es una oración… El acto de la carne sin remordimiento ni temor de Dios… El hombre exterior no puede manchar al hombre interior… ¿Quién ama más a Dios? Un pueblo despreciado y subyugado, un pueblo de pecadores, de publicanos y de samaritanos que aman a su prójimo… Mira lo que yo pinté… A la izquierda, el paraíso original, cuando el maléfico Dios separó al hombre de la mujer, que antes eran uno solo, imagen del buen Dios, de la suprema divinidad andrógina… Al centro el paraíso restaurado por el espíritu libre del hombre, sin necesidad de Dios: no hay culpa original, toda carne es inocente… Y ahora, triste de ti, mira a la derecha, mira el verdadero infierno de tu creación…

Y así miró el Señor inmóvil como las víctimas de la Medusa el último y tercer volante, el infierno, la conflagración, todo en llamas, todo bañado por el color del fuego, todos otra vez reunidos, Inés es una cerda y seduce a un Don Juan emaciado, los otros dos muchachos crucificados, el bobo a un arpa, el peregrino a una rebeca, los dos devorados por las serpientes, la Dama Loca desnuda, devorada por una salamandra, Isabel con un dado sobre la cabeza, Ludovico tapándose la cara, con un demonio encapuchado sobre la espalda, Toribio desnudo, conducido de la mano por un pajarraco vestido y cimbrón, Guzmán, sí, Guzmán, clavado a la derrumbada mesa de los juegos de azar, Barbarica bailoteando con el gran falo rosado de una cornamusa entre las manos, las monjas son esos monstruos de inmensas bocas y ojos sin párpados y rostros sin nariz que cantan las notas que leen escritas sobre el pentagrama de unas nalgas, los monjes se asoman entre los resquicios de un salterio, Toribio recostado desnudo, torturándose con manivelas de fierro, él, él mismo, el Señor, es un monstruo indescriptible, una liebre humana, coronado por una caldera de cobre, sentado en un retrete de madera, devorando a los hombres, uno tras otro, luego expeliéndolos por el asiento del trono de mierda, cagándolos hacia el pozo excrementicio, y en el centro de todo, la cabeza, la misma que detenía del pelo, la cabeza cortada, pálida, montada sobre una cáscara quebrada de huevo, su torso y sus largas piernas de puro hueso blanco hundidas en inmensos zuecos azules, rostro, torso y piernas, cara, huevo y hueso de un atroz abedul petrificado en su espectral blancura; y atrás, atrás, el incendio del mundo, el edificio en llamas, su palacio, la construcción de su vida, la sede de su poder, la fortaleza de su fe, un holocausto, una ruina, una cloaca…

El Señor, sofocando un gruñido, cerró con una mano la boca de la cabeza cortada; esos labios delgados y esas quijadas mal rasuradas eran duras como piedras y se cerraban con esfuerzo; luego cubrió los ojos de la cabeza con la mano, cerró los párpados, la carne de los ojos era flácida y rugosa, como la de un reptil; arrojó la cabeza contra el cuadro; se estrelló contra la esfera de acero en el centro del retablo, la helada fuente de la eterna juventud; cayó, dejando una estela de sangre sobre la pintura; y esa línea de sangre, al correr sobre el cuadro, escribió sobre la pintura, con menudos caracteres góticos, un nombre que el Señor apenas alcanzó a leer:

y corrió a cerrar los volantes del tríptico, a exorcizar para siempre esa monstruosa visión de la vida, la pasión, la caída, la felicidad y la muerte de cuanto ha sido concebido o creado; y esperando así cerrar las puertas del cuadro flamenco, se encontró con las manos posadas sobre una nueva pintura, y esta imagen final era la del mundo entero, una esfera perfecta, transparente y deshabitada, rodeada de las aguas, el primer paisaje de la tierra, iluminado sólo por la luz de la luna, y Dios era allí sólo una ínfima figura, relegada a un extremo del mundo, como si el mundo hubiese existido antes, mucho antes (jue Dios, y la divinidad fuese un recién llegado, un impuntual extranjero a punto de ingresar al mundo, rencorosa, débil, tardía, apresurada, virtualmente; y hasta arriba del cuadro estaba escrito, con letras doradas, Vides hic terram novam: ac caelum novum: novas ínsulas.

—Oh Dios mío, oh dios, ohdios, ohdiosoh, gritó el Señor, ¿es éste el fin del mundo?, ¿es éste el principio del mundo?, ¿es el principio del mundo el fin de mi mundo?