—Treinta y tres meses y medio duró el sueño de Flandes…
—Que son mil días y medio…
—La llegada a Brujas. La Hermana Catarina. Las noches en el bosque del Duque. La cruzada de los pobres. El espíritu libre. El espíritu libre. La batalla final contra ti. La derrota…
—La catedral profanada: por eso construí esta fortaleza del Santísimo Sacramento.
—Esa noche, Felipe, me acerqué a ti; te pedí que te unieras a nosotros: el sueño de la playa, tú y nosotros…
—Dijiste ser invencible, porque nada te podían quitar… Dijiste que si te vencía, me vencía a mí mismo… Ludovico…
—Dos durmieron: nada entendió y nada recordó el que todo lo quiso, el heresiarca de Flandes…
—Pedí su cabeza al Duque de Brabante; me la entregó…
—¿La tienes?
—Guardada en ese cofre, debajo de mi cama.
—Muéstrala.
—Tú, muchacha, que eres más ágil, arrastra hasta aquí ese arcón…
—Ábrelo, Celestina.
—Aquí; se ha arrugado; se ha vuelto negra; se ha encogido; aquí…
—Felipe: mírala: ésta no es la cabeza de ese muchacho.
—Es cierto.
—Ahora los conoces, sabes que el Duque nunca te entregó la cabeza del joven heresiarca, que era soñado, sino la de otro hombre…
—¿Quién es?
—No puedo ver. No quiero ver.
—¿Hasta cuándo, Ludovico?
—Déjame medir mi tiempo. Descríbeme tú esa cabeza cortada.
—Era de un hombre de edad mediana, calvo, pero como la cabeza se ha achicado, ahora tiene una larga melena entrecana…
—¿Y qué más?
—Los ojos entrecerrados; los labios delgados; una nariz larga; es difícil describirle: una cara de rústico, sin grande distinción, un rostro vulgar…
—Pobrecito, pobrecito…
—¿Le conociste?
—El Duque te engañó, Felipe; nos engañó a todos; te entregó la cabeza del más humilde de los adeptos; pobrecito artesano, secreto pintor.
El Señor, para agradecer esta plática, les contó a su vez cómo cuestionó a ese cuadro traído de Orvieto, pidiéndole a Cristo que se manifestara ya y claramente le hiciese saber al más fiel de sus devotos, Felipe, la verdad sobre sus visiones místicas: ¿eran proféticos prospectos de su destino en el cielo eterno, o engañosos anuncios de su condenación al repetible infierno? Nada le contestó el cuadro. Lo fustigó con un látigo penitenciario. Las figuras masculinas giraron con las vergas erectas. LTna herida de sangre se abrió en la tela. Cristo lo llamó cabrón.
No pudieron hablar el resto del día. Sólo a un sobrestante de su mayor confianza hizo llamar el Señor a la capilla y allí le dio instrucciones para que emparedara el tronco mutilado de la Dama Loca en el nicho, y el sobrestante dijo que necesitaría un par de obreros para ayudarle con los ladrillos y la argamasa, mas el Señor se lo vedó. Todo el día se escucharon los lentos trabajos.
Al anochecer, el Señor salió de la capilla y miró la obra acabada. Le agradeció su esfuerzo al sobrestante y le entregó una taleguilla llena de piezas de oro. Al sentir el peso de la recompensa, el sobrestante se hincó ante el Señor, le besé) la mano y le dijo que el pago era excesivo para trabajo tan regalado.
—Te hará falta, dijo el Señor, te juro que te hará mucha falta.
El sobrestante se retiró murmurando mil gratitudes y el Señor caminó entre las sombras de la capilla hacia el altar y su cuadro.
Ahora fue él quien cayó de rodillas, estupefacto.
El cuadro de Orvieto, ante el cual había orado e imprecado tantas veces, el testigo de sus dudas, blasfemias, soledades y culpables demoras a lo largo de los dias y las noches de la erección de este palacio, monasterio, necrópolis inviolable, el escenario del ascenso por los escalones a un lejano y espantable futuro, el actor de las palabras de su testamento, el espectador del espanto de las monjas, la muerte de Bocanegra, el entierro de los treinta cadáveres de los antepasados y la llegada de los misteriosos forasteros, el paje de los labios tatuados y el peregrino del nuevo mundo, ese cuadro venido, decíase, desde la patria de unos cuantos pintores tristes, austeros y enérgicos, el cuadro que en la imaginación del Señor todo lo que aquí ocurrió lo había visto, escuchado y dicho, el cuadro desaparecía ante su mirada: su barniz se resquebrajaba, jirones enteros de la tela se pelaban como piel de uva, como ropaje de melocotón, y las formas allí pintadas, el Cristo arrinconado y sin luz, los hombres desnudos en el centro de la plaza italiana, los detalles contemporáneos a ese lugar, que ocupaban el primer plano, y los múltiples y mínimos detalles del fondo, todas las escenas del Nuevo Testamento, dejaban de ser forma discernible y concreta, se volvían otra cosa, pura luz, o puro líquido, y como un arco de luz, o un río de colores, mezclados y fluyentes, corrían por encima de la cabeza del Señor, se iban, se iban…
Buscó el Señor, con la mirada enloquecida, el origen de la fuerza que despoblaba su cuadro y lo convertía en arroyo de aire cromático; con un solo movimiento nervioso dio la espalda al altar y distinguió, entre las sombras siempre crecientes de la capilla, el punto hacia donde huían las formas: un monje, al pie de la escalera que conducía al llano, un fraile, con un objeto entre las manos, algo que brillaba como la cabeza de un alfiler o la punta de una espada; no tuvo el Señor fuerzas para levantarse, a gatas se alejó del altar, se dirigió hacia la escalera, siguiendo la ruta de esa vía luminosa, que como una constelación artificial, corría por el cielo de la capilla.
Se detuvo cuando pudo distinguir nítidamente.
El fraile Julián, con un espejo entre las manos, estaba de pie, inmóvil, junto al primer peldaño de la escalera acabada por inacabada, terminada pero interminable, abierta pero prohibida, transitable pero mortal, y hacia ese espejo, un triángulo, fluían las formas revueltas, líquidas, disueltas, del cuadro de Orvieto: el espejo triangular las recogía y aprisionaba velozmente en su propia imagen neutra.
—Julián… Julián, logró murmurar el Señor, otra vez cautivo de las maravillas, como el inmenso cuadro lo era del pequeño espejo.
No le miró el fraile, que parecía de piedra, absorto en su tarea, pero dijo:
—Castigadme, Señor, si crees que me robo lo tuyo; perdonadme si sólo recojo lo mío para entregarlo a los demás; ni mío, ni tuyo: el cuadro será de todos…
Fray Julián dio la espalda al Señor y dirigió la luz del espejo a lo alto de la escalera, al llano de Castilla, y por allí huyeron las formas momentáneamente capturadas en el espejo triangular.
Vacióse el espejo; el Señor se incorporó, reteniendo un gruñido salvaje, una voz de animal cazado, de lobo herido en sus propios dominios por sus propios descendientes, los príncipes de mañana que en la pobre bestia no reconocerían a un antepasado incapaz de ganarse la eternidad del cielo o del infierno, arrancó el espejo de manos de Julián, lo arrojó al piso de granito, lo pisoteó, pero el cristal no se rompía, ni se doblaba la forma del metal que por los tres costados le ceñía. Julián dijo tranquilamente:
—Es inútil, Señor. El triángulo es indestructible porque es perfecto. No hay otra figura, Sire, que siempre se resuelva con tal exactitud, teniendo tres partes, en una sola unidad. Dadle tres números, los que gustéis, a cada uno de los tres ángulos. Sumadlos de dos en dos e inscribid el número resultante en el lado que une los dos ángulos correspondientes. Cada número angular, unido al número que resulta de la suma de los otros dos ángulos, arroja siempre, siempre, la misma cifra. ¿Qué podemos, vos o yo, contra semejante verdad? Ved en este maravilloso objeto la reunión de la ciencia y el arte, pues lo hemos fabricado juntos el fraile estrellero y yo; Toribio y Julián.
—Julián, dijo el Señor con voz entrecortada, siempre supe que de alguna misteriosa manera, tú eras el autor de ese cuadro culpable…
—Pudisteis acusarme a vuestro antojo, Sire.
—Un día te expliqué por qué no…
—¿Evitar contiendas dispensables, no darle más armas de las necesarias a la Inquisición? Todas se las habéis dado, si ciertos son los decretos que se han publicado en estos días, firmados por vos…
—Pero tú, Julián, tú y Toribio, de mi orden más amada y más protegida, los Dominicos…
—Los perros del Señor, Señor: tan fieles como fiel os fue Bocanegra.
—Tú colocaste allí ese cuadro, ese negro talismán, ese espejo que me ha torturado incesantemente…
—Sin él, Sire, ¿serías hoy quien eres y sabrías lo que sabes?
—Siempre supe lo que ese cuadro me enseñó a saber aún más: el ángel de mi corazón luchará eternamente con la bestia de mi sangre. Sea; ¿qué has hecho de ese cuadro, tuyo y mío?
—Fue visto por quienes debió ser visto en este tiempo y lugar; ahora será visto por quienes deberán verlo en otro lugar y otro tiempo.
—¿Quiénes?
Señor: he leído vuestro testamento, en los papeles que Guzmán me entregó y que yo entregué a mi cofrade el estrellero. Habláis allí de las rendijas del tiempo, los oscuros minutos vacíos durante los cuales el pasado trató de imaginar al futuro…
—Sí, eso les lego, eso está escrito, un futuro de resurrecciones, un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra…
—No hago sino cumplir vuestros proyectos; y todos coinciden con los de mi Orden, que es la de los Predicadores; pues, ¿qué hemos de predicar sino lo que recordamos?, ¿y qué hemos de recordar sino lo que hemos escrito o pintado? No quedará más testimonio de las entidades que lo que yo haya pintado en cuadros, estampas y medallones: así, las identidades de ayer serán las de hoy, cuando mañana, Sire, sea hoy.
—No caben estas magias en las reglas de la memoria, que Santo Tomás incluye como parte de la virtud de la prudencia. Y sin prudencia, no hay salvación. ¿Condenarías tu alma, fray Julián, para salvar tu arte?
—Ahora os lo puedo afirmar, Señor. Sí. Condéneme yo, si se salva mi arte, que puede salvar a muchos.
—Qué miserable es tu soberbia. Tu arte, pobre de ti, es un espacio vacío al fondo del altar. Mira.
—Mi arte no está firmado, Sire, y así, no representa una afirmación de mi necia individualidad, sino un acto de creación: reconcílianse en él la materia y el espíritu y ambos no sólo viven juntos, sino que, en realidad, viven. Y antes de este acto, no. Véis magia en lo nuevo, Señor. Yo sólo miro lo que da vida al inasible espíritu y la yerta materia: la imaginación. Y es ésta la que cambia, ni el espíritu o la materia en sí, sino la manera de imaginar su unión. Mi cuadro ya ha estado aquí, en esta capilla. Ha sido visto. Y ha visto. Correspóndele ahora ver y ser visto en otros lugares.
—¿Dónde, fraile?
—En el nuevo mundo, en la tierra virgen donde el conocimiento puede renacer, despojarse de la fijeza del icono y desplegarse infinitamente, en todas las direcciones, sobre todos los espacios, hacia todos los tiempos.
—Candoroso amigo mío: el nuevo mundo no existe.
—Ya es demasiado tarde para decir eso, Señor. Existe, porque lo deseamos. Existe, porque lo imaginamos. Existe, porque lo necesitamos. Decir es desear.
—Id, pues, navegad en el barco de los locos hacia el gran precipicio de las aguas, desplegad, fraile, los velámenes de la navis stultorum… Desplómate, necio, con tu arte, en la catarata del ponto, ¿qué dejarás detrás de ti? Mira otra vez: un espejo vacío.
—Llenadlo, Sire.
—¿Yo? ¿No pintarías, mejor, tú mismo otro cuadro en mi altar?
—No. Mi cuadro ya habló. Que ahora hable otro. Es su turno.
—¿Quién, fraile, qué? Debes saberlo, tú que sabes acelerar los desastres…
—Señor: mostrad la cabeza cortada de ese pobre pintor flamenco, que guardáis en un arcón de vuestra alcoba, al espacio vacío que ocupó mi pintura…