—Déjame sacar bien las cuentas, Ludovico; quiero razonar; ¿dices que treinta y tres meses y medio duró cada uno de los sueños de cada uno de los tres muchachos?
—Treinta y tres meses y medio.
—Que son dos años, nueve meses y quince días…
—Que son mil días y medio…
—Razón te pido, Ludovico…
—La vida fue más corta.
—Pudieron durar mil días y medio los sueños de Flandes y el mundo nuevo…
—Pero el sueño fue más largo.
—… mas no el sueño de La Mancha…
—Dos durmieron: nada entendió y nada quiso el que todo lo recordó: el andariego de La Mancha.
—Te digo que nada recordó ese muchacho; encontró a un viejo loco en un molino, se toparon con una cuerda de galeotes, lo capturaron, lo supliciaron por agua, no hubo tiempo de más…
—Mil días y medio duró el sueño de La Mancha…
—No es cierto, Ludovico; las acciones no coinciden con el tiempo que dices; no entiendo tu aritmética…
—Aritmítica, Felipe. Entre la aventura del molino y la aventura de los galeotes, sobre la carreta, por los caminos, mil aventuras y media vivimos con el caballero de la triste figura. Cada día narró una historia diferente, Cómo fue armado caballero. La estupenda batalla con el vizcaíno. El encuentro con los cabreros. La historia que un cabrero contó sobre la pastora Marcela. Los desalmados yangüeses. La llegada a una venta que tomamos por castillo. La noche con Maritornes. La aventura del cuerpo muerto. La rica ganancia del yelmo de Mambrino. La aventura de la Sierra Morena. La penitencia de Beltenebros. La historia de la hermosa Dorotea. La novela del curioso impertinente. La brava y descomunal batalla contra unos cueros de vino tinto. La aparición de la infanta Micomicona. El discurso de las armas y las letras, que se llevó un día entero, con su noche. La historia del Cautivo. La historia del mozo de mulas. La aventura, de los cuadrilleros. El encantamiento de nuestro pobre amigo. La pendencia con el cabrero. La aventura de los disciplinantes. El encantamiento de Dulcinea. La aventura con el carro de las Cortes de la Muerte. El encuentro con el Caballero de los Espejos. La aventura de los leones. Lo sucedido en la casa del Caballero del Verde Gabán. La aventura del pastor enamorado. Las bodas de Camacho el rico. La cueva de Montesinos. La aventura del rebuzno. Y la del retablo de Maese Pedro. La famosa aventura del barco encantado. La bella cazadora. El desencantamiento de Dulcinea. La llegada al castillo de los Duques. La aventura de la Dueña Dolorida. La venida de Clavileño. La ínsula Barataría, y lo que allí sucedió al escudero de nuestro amigo. Los amores de la enamorada Altisidora. La dueña Rodríguez. La aventura de la segunda Dueña Dolorida. La batalla contra el lacayo Tosillos. El encuentro con el bandido Roque Guinart. El viaje a Barcelona y la visita a un maravilloso lugar donde por encantamiento se reproducen los libros. El Caballero de la Blanca Luna. Cuando el caballero se hizo pastor. La aventura de los cerdos. La resurrección de Altisidora. El regreso de nuestro amigo a la aldea de cuyo nombre no quería acordarse, pues estrecha prisión era para sus magníficos sueños de gloria, justicia, riesgo y belleza.
—Cincuenta cuentos has mencionado, y me hablaste de mil días y medio…
—Cincuenta cuentos son cuentos sin cuenta, Felipe. Pues de cada cuento salieron veinte, que así salen las cosas a deshora o intempestivamente, a las veinte, y cada cuento contenía otros tantos: el cuento narrado por el caballero, el cuento vivido por el caballero, el cuento que le contaron al caballero, el cuento que el caballero leyó sobre sí mismo en la imprenta de Barcelona, la versión oral y anónima del cuento contada antes de que existiese el caballero, como pura inminencia verbal, la versión escrita en los papeles de un cronista arábigo, y la versión, basada en aquella, de un tal Cicle Hamete; la versión que, con la furia del caballero, ha escrito apócrifamente un sinvergüenza de nombre Avellaneda; la versión que el escudero Panza cuenta sin cesar a su esposa, hartándola así de intangibles espejismos como de rudos refranes; la versión que el cura le cuenta al barbero para matar las horas largas de la aldea; y la versión que para resucitar las mismas horas muertas, le cuenta el barbero al cura; el cuento como lo cuenta ese escritor frustrado, el bachiller Sansón Carrasco; la historia que, desde su particular punto de vista, anda contando sobre todos estos sucesos Merlín el mago; la historia que se cuentan entre sí los gigantes desafiados por el caballero, y la fantasía que han fabricado las princesas desencantadas por él; el cuento contado por Ginés de Parapilla como parte de sus memorias eternamente inacabadas; lo que don Diego de Miranda, mirándolo todo desde el ángulo de la amistad, asienta en su diario; el cuento soñado por Dulcinea, imaginándose labradora, y el cuento soñado por la labriega Aldonza, imaginándose princesa; y, finalmente, el cuento escenificado una y otra vez, para regocijo de su corte, por los Duques en su teatro de resurrecciones…
—¿Y qué logró ese enloquecido caballero repitiendo veinte veces cada una de sus cincuenta aventuras y las versiones de sus aventuras a ustedes?
—Sencillamente, aplazar el día del juicio, que fue recobrar la razón, perder su maravilloso mundo, y morir de científica tristeza…
—Entonces la fatalidad, de todos modos, le venció…
—No, Felipe; en Barcelona vimos sus aventuras reproducidas en papel, por centenares y a veces miles de ejemplares, gracias a un extraño invento llegado de Alemania, que es como coneja de libros, pues metes un papel por una boca y por la otra salen diez, o cien, o mil, o un millón, con los mismos caracteres…
—¿Los libros se reproducen?
—Sí, ya no son el ejemplar único, escrito sólo para ti y por tu encargo, iluminado por un monje, y que tú puedes guardar en tu biblioteca y reservar para tu sola mirada.
—Mil días y medio, dijiste, pero sólo has dado cuenta de cincuenta (lientos en veinte versiones: falta un medio día…
—Que jamás se cumplirá, Felipe. Es la infinita suma de los lectores de este libro, que al terminar de leerlo uno, un minuto después otro empieza a leerlo, y al terminar éste su lectura, un minuto más tarde otro la inicia, y así sucesivamente, como en la vieja demostración de la liebre y la tortuga: nadie gana la carrera, el libro nunca termina de leerse, el libro es de todos…
—Entonces, mísero de mí, la realidad es de todos, pues sólo lo escrito es real.
Contó más tarde el Señor su extraña experiencia en la escalera de los treinta y tres escalones, y cómo cada peldaño devoraba un largo tranco de tiempo, de tal manera que quien los ascendía perdía su vida pero ganaba su muerte, su metamorfosis en materia y su resurrección diabólica en cuerpo de bestia: más valía, así, perpetuar el pasado y recrearlo en mil combinaciones que extinguirse en la pura linearidad de un futuro sin fin.
Salió apesadumbrado esa noche el Señor a la capilla. No perdía de vista los motivos de su exaltación reciente, que tan bien se concertaban con su personal proyecto. El mundo nuevo era un sueño. Dos de los bastardos, los herederos, sus hermanos, estaban fuera de causa: encerrado en mazmorra uno, encamado en monasterio el otro; y el tercero no tardaría en caer en la trampa urdida por el Señor. Mas, ¿de qué servían estos triunfos (se preguntó) si la singularidad misma de las cosas y su permanencia, eterna en la página escrita, volvíanse propiedad de todos?
—El poder se funda en el texto. La legitimidad única es reflejo de la posesión del texto único. Mas ahora…
Hincóse ante el altar y miró el cuadro de Orvieto. Las sombras se servían un banquete de formas y colores. El Señor no pudo reconocer los rostros allí pintados.
—Oh Dios misericordioso, ¿debo emplazar nueva batalla, esta vez contra la letra que se reproduce por millares, y así otorga poderes y legitimidades a cuantos la poseyeran: nobles y villanos, obispos y herejes, mercaderes y alcahuetas, niños, rebeldes y enamorados?
Se levantó de allí y buscó refugio para sus dudas recorriendo los treinta sepulcros, quince y quince, alineados a ambos costados de la capilla: uno por uno los visitó, tocó con los dedos las frías laudas, acarició los veteados mármoles, miró las estatuas yacentes que reproducían en piedra y bronce y plata las figuras que en vida hubieron sus antepasados. Leyó las singulares inscripciones de cada sepulcro: estos textos fúnebres, al menos, serían irreproducibles, únicos, inseparables de cada figura rememorada en este vasto pudridero.
Al llegar a la última tumba, la más cercana a la escalera de los treinta y tres peldaños, tembló adivinando, al fin, que esos tres escaños de más, que él nunca ordenó construir, los reservaba la Providencia para sus tres hermanos. Pues las conversaciones con Ludovico y Celestina sólo una convicción habían impreso en su ánimo: los tres eran hijos de su padre, el hermoso y putañero príncipe de insaciables apetitos: su padre fue capaz de preñar al mismo mar, al aire, a la roca.
La cabeza le giró vertiginosamente: el pene le colgaba entre las piernas como un pétalo negro y marchito; buscó apoyo contra una lauda; se reconfortó, mientras un frío sudor le manchaba la ropa, con un solo pensamiento:
—Mandé construir treinta escalones, uno para cada uno de mis antepasados muertos; los artesanos, guiados por la mano de la Providencia, construyeron treinta y tres: cada escalón convoca, así, la muerte de uno de esos usurpadores aquí llegados; no hay escalón para mí.
Inquirió jadeando pesadamente entre sus espumosos y gruesos labios separados, ¿nunca moriré, entonces? y en seguida dijo en voz alta:
—Tampoco hay escalón para mi madre. ¿Viviremos ella y yo eternamente?
—Sí, hijo, sí, se levantó un apagado murmullo desde un rincón de la capilla y cripta, desde un bulto negro allí arrojado, indistinguible a simple vista. Felipe retrocedió, ahíto de misterio, hambriento de razón; y por el mismo motivo avanzó hasta ese bulto, se hincó junto a él y descubrió el mutilado cuerpo de su mache, la llamada Dama Loca, como ál mismo era llamado, por chulos y picaros, príncipe fantástico, cómico y químico, pretencioso y embustero.
El azoro enmudeció al Señor; la severa máscara de cera de la vieja, iluminada apenas por una agria sonrisa, dijo:
—¿Créesme muerta? ¿Créesme viva? En ambos argumentos, aciertas, hijo, pues no puede morir lo que nació muerto, ni vivir lo que murió en vida, y de estas opuestas razones se alimenta lo que puedes llamar, si te place, mi actual existencia. No me entierres, Felipe, hijo: no estoy tan muerta como éstos, nuestros ancestros; pero tampoco me devuelvas a la vida común, a la ambición, al esfuerzo, a la apariencia, a la comida, a la defecación, al vestido y al sueño: dame el lugar que merece mi particular existencia, natural resultado de mi vida y mi muerte enteras, como un día se lo expliqué a un pobre caballero que encontré en el camino hacia aquí, en las dunas de una playa, hace tanto tiempo, me parece, ¿sabes?, los sentidos nos engañan, no nos dan fe de la vida ni su ausencia es prueba de la muerte: somos dinastía, hijo, algo más que tú y yo solos o la sucesión entera de los príncipes, perecen los individuos, se prolongan las herencias, agótase el esfuerzo de un hombre, acreciéntase el poder de un linaje, porque ellos arrebatan para tener algo para sí, y así acaban por perderlo todo, mas nosotros vivimos de la pérdida, el exceso, el fasto, el don suntuario, el desgaste, y así acabamos por ganarlo todo; chitón, hijito, no me interrumpas, no me respondas, respeta a tus mayores, óyeme nada más, todo error se paga, todo exceso se compensa, todo crimen se expía: la historia es la cuenta secular de un rescate; mas si los hombres comunes pagan el error enmendándose, compensan el exceso con el voto de la frugalidad venidera y expían el crimen con la pena del arrepentimiento, nosotros, al revés, pagamos el error con más errores, compensamos el exceso con nuevos excesos, expiamos el crimen con crímenes peores: cuanto nos es ofrecido lo devolvemos en natura, centuplicado, hasta culminar en el don para el cual no hay respuesta posible: nadie puede pagarnos, compensarnos o expiarnos, por temor a que les devolvamos, multiplicados y engrandecidos, los males mismos que ellos nos dan para vencernos; ni me entierres, Felipito, ni me devuelvas a mi alcoba; dame el lugar que me corresponde; hazlo en recompensa de mi doloroso amor hacia ti: nunca te herí, hijito, nunca te dije toda la verdad; colócame en ese nicho de donde caí; luego mándame emparedar hasta los ojos; oculta detrás de vil ladrillo mi cuerpo mutilado; que sólo asomen mis ojos; no hablaré; nada pediré; seré un fantasma amurallado; mis ojos brillarán en las sombras crecientes de tu capilla; no me pongas lápida ni inscripción; no habré muerto; no sabremos qué fecha ponerle a mi muerte; no sabremos qué nombre ponerle a mi tumba en vida; concentraré en mi mirada todas las historias de las reynas, seré el espectro de las que me precedieron y el fantasma de las que me seguirán; desde mi pedestal emparedado las soñaré a todas, viviré por todas, moriré para todas, acompañaré a todas sin que se percaten que yo las habito, suspendida entre la vida y la muerte, seré lo que fui, Blanca, Leonor y Urraca, seré lo que soy, Juana, seré lo que seré, Isabel, Mariana y Carlota, eternamente próxima a las tumbas de los reyes, eternamente viuda y desconsolada, eternamente cerca de ti, hijo mío: pasa de vez en cuando por mi nicho amurallado, busca mis ojos, cuéntame las tristes historias de los hombres y las naciones: me sobran días, me sobran muertes…