Tercera jornada

—Escucha y entenderás, Felipe. Dos durmieron: nada quiso y nada recordó el que todo lo entendió: el peregrino del nuevo mundo.

—Los arrancaste del sueño, Ludovico, ese sueño circular y eterno; ¿qué les habrás dado, en cambio?

—La historia. Los devolví a la historia.

—¿Qué es eso?

—De ti depende.

—Aguarda… el peregrino… el viajero del nuevo mundo… lo soñó… no estuvo allí… la barca de Pedro nunca zarpó…

—Pedro murió ahogado en la tormenta del Cabo de los Desastres. Eso lo vi en la realidad. Pero en el sueño, murió atravesado por una lanzada en la playa de las perlas.

—Aguarda… luego el nuevo mundo no existe… fue soñado por un muchacho soñado… que todo lo entendió, dices… mas nada recordó y nada quiso…

—Sino el amor de una mujer de labios tatuados, y ella le devolvió el recuerdo.

—No, no pudo recordar veinte días, habiendo vivido cinco, ni cinco días habiendo vivido veinte…

—Mis labios le devolvieron el recuerdo, Felipe; una vez, cuando me desvirgó en la montaña; otra vez, aquí, en tu alcoba. Sólo amándome recuerda.

—No hay pruebas…

—No sé, Felipe…

—Yo tenía razón…

—El peregrino fue soñado por los otros dos…

—¡Aquí culmina mi mundo!

—Pero regresó con una prueba: el mapa de plumas y hormigas.

—Ah, Ludovico, Celestina, qué armas me han dado…

—El mapa, Felipe, óyeme, entiende, yo no se lo di, lo trajo de su sueño…

—Lo decreté, el nuevo mundo no existe, ellos no lo creen, prefieren ir en pos de la ilusión, todos se irán, a cazar fantasmas de oro, se derrumbarán en la gran catarata del mar, me quedaré solo, aquí…

—Acompañé al joven heresiarca de Flandes…

—Lo escrito es cierto: mi decreto de inexistencia…

—Acompañé al andariego de La Mancha…

—Lo dicho no es cierto: cuanto relató ese muchacho mientras te amaba, Celestina…

—No acompañé al peregrino del mundo nuevo…

—Me río, Ludovico, ¡pobre ambición de Guzmán, pobre celo del agustino, pobre cálculo del usurero: vanse en expedición contra la nada!

—Me quedé esperando en la playa con Pedro y los dos féretros…

—¡He triunfado! Ah, no crean que los desanimaré; al contrario, les daré cédulas reales, flotas, protección, cuanto me pidan, a fin de que se embarquen y no regresen nunca…

—El peregrino fue el único que fue soñado solo, sin la compañía de los otros dos…

—¡Mi palacio! Todo concurre: no hay nuevo mundo, no hay herederos, aquí culmina mi línea…

—Fue el único que regresó solo por el mar, arrojado por la marea a nuestros pies…

—¡Yo solo!

—No despertó. Fue la primera vez que los tres soñaron juntos, Felipe…

—¡Todo aquí, inmóvil, hasta la hora de mi muerte!

—Y así nació mi idea de arrojarles dormidos al mar, el día de la cita, para que despartasen juntos, sin que el tercero pudiese haberle contado su sueño a los otros dos, como antes ocurrió…

El Señor relató entonces los pormenores de su última cruzada de armas contra la herejía adamita en Flandes: la sagrada gloria de su triunfo fue mancillada por las blasfemias y violaciones de los mercenarios teutones en la catedral; juró entonces levantar un templo, palacio y panteón de los príncipes, impreñable fortaleza de la Santísima Trinidad. Y para renunciar a las batallas, arrojó desde el torreón de la ciudadela la Bandera de la Sangre al foso: de allí en adelante, sólo soledad, mortificación y muerte.

Cuando salió por tercera vez, esa noche, a la capilla, fue sorprendido por las voces de contienda al pie de la escalera de los treinta y tres escalones. Más honda era la sombra; más fácil esconderse. Brillaban dos aceros desenvainados. Sollozaba una voz detrás de la celosía de las monjas. Murmuraba procacidades un trémulo criado escondido detrás de una pilastra. Tembló también el Señor: el lugar construido para proteger la Eucaristía era profanado una vez más, monjas aullantes, perro muerto, aceros cruzados. Tembló como el criado. Se escondió como el criado.

—Doblemente habéis mancillado mi honor, Don Juan, decía el viejo Comendador, dotado por la cólera de arrestos mal avenidos con la fragilidad de sus miembros.

—Hablas de lo que careces, vejete, le contestaba el gallardo joven, con una mano en la cintura y la otra jugueteando desdeñosamente la punta del acero contra el filo de la espada del padre de Inés.

—¿Añadirás el insulto al daño, mendaz?

—¡Vive Dios! Vendiste tu hija al Señor. ¿Ése es tu honor?

—A ti te falta, caballero, al mencionar siquiera tal prueba, pues honor es silencio sobre cuanto daña el honor ajeno.

—Honor es apariencia, vejete, y hasta la apariencia te arruina.

—Honor es respetar el sello de una carta; y tú abriste la mía valiéndote de un picaro que a ti y a mí nos cobró su infidencia.

—Dícese que honor es severo cumplimiento de deberes, y tú has faltado a todos: el que le debes al Señor, por haberte engrandecido, el que te debes a ti mismo, por gratitud, y el que le debes a tu hija, si honor también es honestidad y recato de las mujeres.

—Diose al Señor y a Dios, supremas honras de la tierra y del cielo; tú la sedujiste, sin título ni honra: eso te reclamo.

—Agradece que, mancillada, le otorgara mis favores.

—¡Monstruo, vil bellaco!

—Honor es gloria que sigue a la virtud, señor Comendador de Calatrava, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas del que se la granjea: mayor es el mío al seducir que el tuyo al entregar, y mayor hazaña…

Pensativo, el usurero sevillano bajó la guardia y apoyó la barbilla sobre la empuñadura de la espada:

—Consideremos.

Rio Don Juan, lanzando alegremente la espada al aire y tomándola de nuevo, al vuelo:

—Consideremos.

El viejo y el joven se sentaron en el primer escalón de los treinta y tres que conducían del llano a la capilla.

—Dices que la honra es apariencia, murmuró el Comendador.

—Para los demás; no para mí, que la fama pública en nada sabría dañar el alto concepto íntimo que de mi propio honor tengo.

—¿Luego nadie es ofendido sino de sí mismo?

—Tal dicen los maestros de la ética: no os puede todo el mundo hacer injuria, cuando no os tocan en el ánimo, pues éste sólo lo puede dañar uno mismo.

—Pues para mí tengo que cada uno es hijo de sus obras y no de su linaje. Dice Platón que ningún rey hay que no sea venido y haya tenido su principio de muy bajos, y ningún bajo tampoco que no haya descendido de hombres muy altos. Pero la variedad del tiempo lo ha todo mezclado, y la fortuna lo ha abajado o levantado. ¿Quién, pues, es el noble? Y contesta Séneca: Aquel a quien naturaleza ha hecho para la virtud. Tal es mi caso, señor Don Juan, que mi honra descansa en mi virtud, mi virtud en mis obras, y mis obras en mi hacienda.

—Así, quitarte tu hacienda es quitarte tu obra, tu virtud y tu honra.

—Perderla, caballero, sería perder mi propio ánimo. Y todo lo perderé si no me devuelves esa carta.

—Aguarda: ¿antes perderías la vida o el honor?

—Dígote: si cada uno es hijo de sus obras, cada uno puede ser cabeza de linaje; mas no hay linaje sin hacienda, ni honra y gloria para toda la vida y aun después de la muerte, pues las obras nos procuran la fama que nos sobrevive. Don Juan: devuélveme mi carta.

—¡Vive Dios, que necias interpretaciones das a la moral! Pues en estos reinos se tiene por sabiduría que al rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios.

—Y tú, Don Juan, ¿prefieres el honor o la muerte?

—El honor no se me da un higo; y en cuanto a la muerte, de aquí allá hay gran jornada.

—Don Juan: creo que podemos entendernos. Devuélveme mi carta y salva así mi hacienda, mis obras, mi virtud y mi honor, pues nada te importa el tuyo.

—Pero sí me importa mi vida, vejete.

—No la expongas, entonces.

—No entiendes, miserable. Ésta es mi vida: lance que inicio, de amor o duelo, es lance que termino airoso: vivo para el placer, no para Dios, el rey, la hacienda, la virtud, las obras, el linaje o el honor.

—Témeme; me vengaré de ti, aun después de muerto.

—Pues si a la muerte aguardas la venganza, es bueno que ahora pierdas la esperanza.

Azogado, se incorporó el usurero; sereno, Don Juan.

—¡Devuélveme esa carta, Don Juan, o por mi honor, te lo juro…!

—¿Qué, vejete? ¿Me atravesarás con tu débil brazo?

—Moriré con honor…

—Con honor se nace; pero tú…

—Con honor se muere, también…

—¿Tan largo me lo fiáis?

—¡Toma pues, cabresto!

El viejo se lanzó contra Don Juan con la espada por delante; Don Juan lo ensartó al vuelo, como mariposa, y así detuvo la frágil silueta del Comendador, como una sombra atravesada, al aire…

Escuchóse un grito desde la celosía monjil; Don Juan, con un latigazo de la muñeca, zafó de su acero el cuerpo del viejo, que cayó sin ruido sobre el granito de la capilla, y sin ruido escabullóse detrás del altar, seguido por el amedrentado Catilinón, exaltado el sirviente por el miedo y también por la novedad de estos códigos, razones y ceremonias incomprensibles de la gente de alcurnia, rumbo a las galerías, los patios, las mazmorras, los escondites de la servidumbre, Azucena, Lolilla; hincóse y persignóse velozmente el picaro al pasar frente al altar y allí repitió, haciéndolas suyas, las palabras de su amo:

—No se me da un higo…

Cuando la monja Inés entró corriendo a la capilla y se hincó, llorando, junto al cuerpo inerte de su padre, el Señor emergió de las sombras y se acercó a la lamentable pareja.

Inés levantó la mirada llorosa, besó la mano del Señor que se alzaba, largo y pálido, junto a ella, e imploró:

—Oh, Señor, Señor, mirad a este pobre viejo, muerto, desperdiciada toda su vida de afanes y cuidados, muerto apenas alcanzó la honra por la que tanto se esforzó, Señor, si en algo os he complacido, complacedme ahora a mí; prometedme que en Sevilla levantaréis una estatua sobre la tumba de mi padre, un mausoleo de piedra que perpetúe, en la muerte, el honor que tan pasajero le resultó en vida…

—Nada me cuesta esa prenda, Inés. La hacienda de tu padre pasará ahora a mi peculio.

La monja colgó la cabeza, sin soltar la mano del Señor:

—Os dije una noche que regresaría a vuestro lecho por mi voluntad. Mi corazón necesitaba vaciarse. Llenadlo de vuelta. Es ahora mi voluntad.

—Mas no la mía.

—¿Cómo podré agradeceros, entonces, la honra que a mi padre diste?

—Tomad este anillo. Id con él a vuestra superiora, la madre Milagros. Decidle que es mi orden que en horas veinticuatro se tapice de espejos una de las celdas monjiles.

—¿De espejos, Señor?

—Sí. No faltan aquí. Todos los materiales del mundo han sido traídos a esta obra. Mas yo preferí la piedra al espejo, como la mortificación a la vanidad. Ha llegado la hora de los espejos. Que de ellos cubran toda una celda: paredes, suelos, puertas, techos, ventanas. Que no quede una pulgada sin reflejo. Luego, Inés, seducirás a ese muchacho llamado Juan y allí le conducirás.

—Oh, Señor, Don Juan nada quiere de mí, ni de mujer alguna por segunda vez.

—Entonces le seducirás por tercerona. Conozco a una. Deja que regrese. Ahora anda en comisión mía.

—Oh, Señor, hay algo peor… Un embrujamiento me ha cerrado los labios de mi pureza, volviéndome a la condición de virgen…

El Señor comenzó a reír, como no había reído nunca, como si estas acciones le devolviesen no sólo la juventud, sino que le transformasen el carácter; rio, primero suavemente, luego a carcajadas; rio, riendo, que nunca había reído. Y entre carcajadas le dijo a Inés:

—Pues mira que para tu mal también tengo cura. Muchos virgos ha remendado la madre Celestina; ahora, por primera vez, demostrará su arte en operación contraria: te lo descoserá, bella Inés…