Segunda jornada

Mis hermanos, murmuró el Señor; tus herederos, le contestó Ludo vico y Felipe asintió: mi madre así ha proclamado a uno de ellos, pero Ludovico negó, no puede ser uno solo, los tres, y el Señor dijo con voz muy baja, opacada por la angustia, ¿la dispersión otra vez, la guerra de hermanos contra hermanos, la parcelación del reino, la pérdida de la unidad representada por mi persona y mi palacio: yo, este lugar, la cima?

Miró hacia la alta lucarna de la alcoba, como si por ella entrase la disgregada luz de la historia; recordó cuántos dolores causaron a España las pretensiones de los bastardos reales, y cuánta sangre vertieron para hacerlas valer; mas Ludovico no cejó en su argumento: los tres en uno, igual que en el sueño: el primero recuerda lo que el segundo entiende y el tercero quiere; el segundo entiende lo que el primero recuerda y el tercero quiere; el tercero quiere lo que el primero recuerda y el segundo entiende…

—¿Quiénes son, Ludovico?

—Yo mismo no lo sé, Felipe. Has oído las mismas historias que yo.

Celestina le aseguró al Señor que todo se lo habían contado, incluso lo que ella nunca le dijo al muchacho que le tocó encontrar en la playa y traer hasta el palacio.

—¿Los usurpadores, Celestina?

—¿Los herederos, Felipe?

Desde la capilla llegaron los cantos de la misa por los difuntos reales; el Señor se hincó ante el crucifijo negro de la recámara y entonó las plegarias iniciales del oficio de tinieblas, Confíteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper Virgini, beato Michaeli Archangelo, beato Joarmi Baptistae, sanctis Apostolis Petro et Paulo, ómnibus sanctis, et vobis, fratres: quia peccavi nimis cogitationes, verbo et opere, y golpeóse tres veces el pecho, repitiendo, como un eco espectral, las palabras de los monjes en la capilla, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.

Le dominó un acceso de tos. Luego, con la voz ronca, como si sus palabras prolongasen las de la misa de difuntos, invocó con crédula certeza las escritas en su testamento, sin fisura alguna entre el tono de su voz al orar por los muertos y el tono de su voz al atraer la visitación de los nonatos: esto les heredo: un futuro de resurrecciones que sólo podrá entreverse en las olvidadas pausas, en los orificios del tiempo, en los oscuros minutos vacíos durante los cuales el propio pasado trató de imaginar al futuro.

—¿Los fundadores, Ludovico, Felipe?, dijo Celestina con un tono plateado de la voz, como si sus estrofas integrasen la antifonía del cántico en la capilla y la oración del Señor, cántico y oración de negros terciopelos.

—Esto les heredo: un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra…

Bajo todos los soles, dijo Ludovico, en todos los tiempos, dos hermanos lo fundan todo, luchan entre sí, un hermano mata al otro, todo vuelve a fundarse sobre la memoria de un crimen y la nostalgia de una muerte.

—Dies irae, dies illa…

Le pidió a Felipe que se remontara al origen de todo, dos hermanos, Abel y Caín, Osiris y Set, la Serpiente Emplumada y el Espejo Humeante, los hermanos rivales, la disputa por el amor de la mujer vedada, la madre o la hermana, Eva, Isis o la princesa de las mariposas, ¿por qué han soñado, pensado o vivido lo mismo todos los hombres en el albor de su historia, venciendo todas las distancias, como si todos, Felipe, todos, nos hubiésemos conocido antes de nacer en un lugar de encuentros comunes y luego, en la tierra, sólo nos hubiesen separado los azares de espacios alejados, tiempos diferentes, ignoradas ignorancias? Un día todos fuimos uno. Hoy todos somos otros.

—Quantus tremor est futurus…

¿Recordaba cómo fue salvado del derrumbe en la casa del rico Escopas el poeta Simónides por Cástor, Pólux, los Dióscuros? Desde la capilla llegaron las estrofas que el Señor repetía hincado ante el crucifijo, lacrimosa dies illa, qua resurget ex favilla, judicandus homo reus. Cástor era mortal y murió en la lucha contra los primos a los que los gemelos les robaron sus mujeres. Y entonces Pólux, el inmortal, hijo de Zeus, rehusó la inmortalidad sin su hermano Cástor. Prefirió morir con su hermano.

—Así es el amor que se profesan mis tres hijos…

—¿Mis tres hermanos? ¿Los usurpadores?, preguntó el Señor sin variar la voz solemne del cántico fúnebre.

—Te digo que sé tanto o ignoro tanto como tú mismo.

Celestina, con los ojos cerrados, habló con voz de sueño: los gemelos… socorro de marineros náufragos… mantenedores del fuego de San Tolmo…

El Señor se incorporó, Dona eis requiem, Amén, miró hacia el mapa que cubría un muro de su alcoba y dijo que pensaba más bien en otros signos, otros hermanos, otros rivales, otros fundadores, Rómulo y Remo, arrojados al Tíber, amamantados por loba, fundadores de Roma. Rómulo levantó la muralla de la ciudad. Remo se atrevió a saltarla. Rómulo mató a su hermano y fundó también el poder con estas palabras: «Así muere quien salta sobre mis murallas.» Luego desapareció en medio de una tormenta: el fundador exiliado, el prófugo de sí mismo:

—Mira, te digo, a los hermanos en esa historia…

—Pero ahora son tres. El hermano no matará al hermano, porque si muere uno, los otros dos no recordarán, ni entenderán, ni querrán. Mira, entiende, Felipe: por primera vez tres hermanos fundan una historia; tres, el número que resuelve las oposiciones, la cifra fraternal del encuentro y el mestizaje, la disolución de la estéril polaridad del número dos: entiende, y dales cabida en tu historia…

—Han desafiado con sus historias mi voluntad de culminar aquí, conmigo, ahora, esta dinastía. Han hecho cuanto han contado para destruir mi proyecto de muerte. Han…

—Et lux perpetua luceat eis.

Para corresponder a los relatos de Celestina y Ludovico, el Señor empleó el resto del día en narrar, con tristeza, sus bodas nunca consumadas con Isabel, en explicar sus ideales de amor caballeresco y en recordar la desgracia de la Señora al caer sobre las losas del alcázar y permanecer allí en espera de unos brazos dignos de recogerla: los brazos que nunca la habían tomado como mujer.

Y sin embargo, al caer la noche, salió Felipe a la capilla con paso aligerado; en años no se había sentido tan joven; latía su pecho, pulsaban sus brazos, aclarábase su mente; mas la capilla llenábase de sombras, como si se invirtiese la ecuación entre el recobrado vigor de Felipe y la eternidad de la piedra levantada para soportar el peso de los siglos: luminosa mirada del Señor, anuncios de muerte en las sombras crecientes del sagrado recinto. Se detuvo. Miró hacia el altar. Un joven envuelto en una capa de suntuosos brocados escudriñaba el cuadro de Orvieto; a su lado, un zafio peón de la obra le importunaba, con una carta en la mano. El Señor, protegido por la sombra, se acercó, ocultóse detrás de una pilastra y escuchó.

—Aunque soy Catilinón, soy, mi señor Don Juan, hombre de bien y fidelísimo servidor vuestro…

—¿Quién te ha dado tal manda?, dijo el joven que miraba intensamente el cuadro.

—Nadie, sino que os la pido, que calva pintan la ocasión y aunque he sudado el hopo, tan buen pan hacen aquí como en Francia y ¡tomo mi purga!, sino que hasta las forjas y tejares de esta obra ha llegado vuestra justa fama, llevada por la Azucena y la Lolilla, y al saberlo me dije, Catilinón, ese noble Don Juan necesita criado que le sirva, advierta, averigüe, a él se adelante para abrir brecha, a él se retrase para cubrir la fuga, catalogue sus amores y hazañas, le suplante si necesario y, con fortuna, de sus sobras goce, que cuando me dan la vaquilla, corro con la soguilla y en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.

—Huélesme a ruin, y a aventurero. Pues las aventuras del noble señor son hazañas, pero las del villano pecados.

—Ay, mi señor Don Juan, que ambos a la muerte vamos.

—¿Tan largo me lo fiáis?

Don Juan volvió a mirarse con fascinación en el rostro del Cristo apartado en una esquina del lienzo: se miró a sí mismo; miró su rostro; el Señor miró la mirada viva de Don Juan, la mirada muerta del Cristo: reconoció el rostro del peregrino del nuevo mundo: Don Juan se volvió hacia el picaro:

—Sé sincero; ¿por qué a mí te acercas?

—Rumores de motín escucho en la obra, y no quiero estar entre los pordioseros, que batalla de pobres es promesa de cárcel, y buscando galardón, encuentra baldón el miserable.

—¿Qué se prepara, pues?

—La gran babilón de las Españas.

—¿Quiénes son los actores?

—Gente de adentro y gente de afuera.

—¿Afuera?

—El descontento de los obreros; el rencor de los humillados; la venganza de los desposeídos; mucha judería embozada; mucho hereje que llegó disfrazado de monje entre las procesiones fúnebres; mucho enaltecido mercader y doctor de los burgos que conspira y se arma contra los tributos, la desaparición de justicias y el nuevo poder de la Santa Inquisición…

—¿Y adentro?

—Guzmán que va y viene, nos azuza, nos espanta, nos promete gobierno de hombres libres y nos amenaza con reinado de locos y enanas; y ese viejo usurero, el Comendador de Calatrava, que escribe cartas a sus cofrades de otras tierras: mirad, dije que tenía prima en Génova, casada con marinero que guía su varinel entre las dos costas, las de acá y las de allá, Guzmán puso en mis manos esta carta, para que la hiciera llegar a las Italias, a asentista de nombre Colombo. Pagóme treinta maravedíes, ¡el precio de una libra de carnero capón!, para hacerlo; la abrí, la leí, os la entrego: prueba es de culpable intriga contra el Señor, que bien podría darnos por ella el capón entero.

—¿Y qué te hace pensar, belitre, que yo soy parcial del Señor?

—Nada, señor caballero Don Juan, nada; pienso sólo en vos al entregárosla; ¡válgame la Cananea, y qué salado está el mar!; todo en mal estado está, y si es corta la mayor vida y hay tras la muerte infierno, prefiero vivir la vida con vos, Don Juan, que siendo peor que ellos me defenderás por igual de perro rabioso, turco, hereje o fantasma, y cuando nos vayamos al diablo al diablo mismo habéis de vencer: ved así cómo, a pesar de todo, he de seros fiel, pues mi temor hará lugar al celo, pondrá riendas a mis sentimientos y me obligará a aplaudir lo que mi alma podría odiar. Buen carnaval viviré con vos, y buen agosto para rellenar la arquilla, pues veo que entre los pobres sólo cosecharé duelos, y con el Señor don Felipe, burlas, que ya corren las letrillas chocarreras que así lo cantan:

Cierto príncipe fantástico,

con pretensión de filípico,

de parte de madre, cómico,

y de sus embustes, químico.

Díganlo, díganlo,

díganlo y cántenlo,

chulos y picaros.