Primera jornada

—La enfermedad…

—Las mujeres del pueblo, húmedas de sobacos y anchetas de caderas, contagiaron a tu padre.

—El mal…

—Tu padre me contagió cuando me tomó la noche de mi boda en la troje.

—La corrupción…

—Celestina te pasó el mal de tu padre cuando la tomaste para ti, conmigo, en el alcázar del crimen.

—Entonces también te contagió a ti…

—Yo no volví a tocar a mujer alguna.

—Yo no toqué a mi esposa…

—¿Amaste carnalmente a otra?

—A una novicia que luego amó a uno de estos que llamas tus hijos…

—Mis hijos son incorruptibles…

—Mas son hijos de la corrupción: hermanos…

—Por su destino, no por su sangre.

—No, Ludovico, por lo menos dos de ellos son hijos de mi padre…

—¿Cómo saber?

—El hijo de Celestina es hijo de mi padre.

—Copulé con tres viejos en el bosque, Felipe; contigo, con Ludovico; con el demonio…

—No sería tan oscuro el enigma si los tres hubiesen nacido al mismo tiempo y del mismo vientre, como todos los hermanos antiguos.

—Y el hijo de la loba es hijo de mi padre…

—Pero éstos… mi voluntad los ha hecho hermanos: mis hijos.

—Y si dos de ellos son hijos de mi padre, por fuerza el tercero debe serlo también…

—¿Quién es la madre del niño que Ludovico y yo secuestramos del alcázar?

—No sé, Celestina. Todos son hijos de mi padre. No hay otra ligazón posible…

—Había dos mujeres en la recámara donde le encontré.

—Y si son hijos de mi padre, los tres son mis hermanos…

—Una fregona.

—Los bastardos…

—Una joven castellana…

—¡Calla, Ludovico, por amor del cielo, calla!

Luego, para corresponder a la narración de Ludovico y Celestina, el Señor les contó la muerte de su padre y el voluntario sacrificio de su madre, la mutilación de la mujer y su decisión de vivir siempre acompañando el cadáver embalsamado de su marido.

Al caer la noche, salió a la capilla que imaginaba desierta para serenar su ánimo orando ante el altar y el cuadro de Orvieto, cuando escuchó a sus espaldas unas terribles maldiciones, miró hacia la doble fila de las tumbas y, hurgando entre ellas, distinguió una encorvada figura de mujer que sin respeto parecía amonestar a los restos:

—¡Malhaya! ¡De mal cancro sean comidos! ¡Suden agua mala, y mala liendre les mate! ¿Quién se me adelantó a robar estas ricas tumbas?

El Señor la tomó del brazo y le preguntó quién era; la mujer embozada cayó de rodillas, miró al Señor y pidió disculpas; llamábanla la madre Celestina, mujer más honrada no había en toda España, que preguntara su majestad en las tenerías a lo largo del Manzanares, que su palabra era prenda de oro en cuantos bodegones había; honrada y devota, que en peregrinación había venido hasta este santo lugar, de larga y bien ganada fama, a adorar las santas reliquias de los antepasados del Señor; y aunque la primera en hacerlo, no sería la última, pues tan insigne mausoleo atraería a las, multitudes, deseosas de compartir la pena del Señor y hacer homenajes a sus duelos.

Arrancó el Señor el capuz que ocultaba el rostro de la mujer; supo que era ella, la muchacha de la boda en la troje, la embrujada Celestina que su padre violó porque él, Felipe, no tuvo arrestos para hacerlo y su virginidad guardaba para la prima inglesa, la infanzona de bucles de tirabuzón y almidonadas enaguas: Celestina sin memoria de nada, trasladado cuanto vivió y supo a la otra, la mujer vestida de paje que le aguardaba con Ludovico a unos pasos de aquí, en la recámara; Felipe ataba cabos, Felipe se reanimaba, su proyecto contra el mundo recuperaba fuerzas, Celestina, una imprevista aliada, ella no le recordaba, él recomponía el rostro juvenil detrás de esa máscara avejentada por la codicia, la promiscuidad, la gula, el vino, la mirada alerta y maliciosa que nada recordaba, en verdad, porque vivía para el día, la carne hinchada, fofa y arrugada, la boca sin dientes, la nariz de quebradas venas: Celestina…

—Pero dices que alguien se te adelantó… ¿Quién?

—Mire vuesa mercé, que aquí falta una pierna, y aquí una cabeza, y aquí las uñas, y aquí el alacrán…

—¿Quién?

Escucharon llanto y suspiro; Celestina tomó de la mano al Señor, llevóse un dedo a los labios y ambos caminaron entre los sepulcros reales, hasta detenerse al lado del que pertenecía al padre de Felipe: allí lloriqueaba y gemía Barbarica sobre la tumba abierta y en ella reposaba, sobre los restos del antiguo Señor putañero, el nuevo príncipe bobo traído hasta aquí por la Dama Loca. Espantóse la enanita al ver al Señor y a la madre Celestina; santiguóse, unió las manos en plegaria al cielo y a la tierra, no me castiguéis, Señor, miradle cómo se me ha dormido mi esposo, que nada le devuelve en sí, sino que allí está, como amenguado, y vuestra Señora Madre nos prometió vuestro trono, pero mal lo hemos de ocupar el lejano día de vuestra desaparición, Señor mío, que Dios guarde por muchos años, si mi soberano esposo se queda alelado para siempre aquí, sobre los restos embalsamados de vuestro Señor Padre, miradle allí…

Felipe acarició cariñosamente la cabeza de Barbarica:

—¿Quieres en verdad reinar, monstruito, o prefieres unirte para siempre a tu amante?

—Oh, Señor, las dos cosas ambas, si a vuesa merced pluguiese.

—No puedes, Escoje una sola.

—Oh bondadoso príncipe, entonces quedarme para siempre con él…

—¿Conoces el monasterio de Verdín?, le preguntó el Señor a la madre Celestina.

—No hay monasterio. Señor, donde no tenga frailes deudos míos.

—¿Eres discreta?

—Pierda cuidado, munificente príncipe, que no soy yo como aquellas que empicotan por hechiceras, que venden las mozas a los abades…

—¿Sabes qué pasa en Verdín?

—Que es lugar de encamados, Señor, donde todos los que se cansan de la vida o la vida se cansa de ellos, viejos fatigados, jóvenes sin ilusiones, familias deshonradas, se meten en la cama y hacen promesa de no levantarse jamás, hasta que se los lleve la Parca con los borceguíes por delante. En suma, que quien hasta allí llega, hace voto de meterse entre sábanas y no levantarse más, y es maravilla ver a padre, madre, hijos y a veces hasta fámulos, encamados unos al lado de los otros, suspirando unos, llorando otros, éste fingiendo que duerme, aquélla rezando la Magnífica en voz alta, unos evitando mirar a los demás, otros mirándose ensimismados o con sonrisas enigmáticas, los viejos implorando pronto tránsito, los jóvenes pronto acostumbrándose a llevar esta vida, hasta creer que no hay otra: el mundo de afuera es una pura ilusión. Nadie dura mucho. La muerte se apiada de quienes la imitan.

—Allí llevarás a este muchacho, dormido ya, y a la enana, con escolta y cédulas que te daré…

—¡Pero que sea en la misma cama!, chilló Barbarica, quien atendía con creciente deleite las razones que pasaban entre el Señor y Celestina.

—Siendo honrada, pobre soy, murmuró la madre Celestina, y cuando se cierran las bocas, ruego que se abran las bolsas…

El Señor arrojó una pesada taleguilla a los pies de la madre Celestina, diose media vuelta y se fue de regreso a la alcoba. La remendadora y la enana se arrojaron sobre la bolsa, disputándosela, mas Celestina, de un coz, tendió en el suelo a Barbarica y del puño de la enanita salió rodando una lustrosa perla negra.

—¿Conque tesoros guardas, remedo de hembra?

—¡Es la perla Peregrina, que mi ama me obsequió!

—Huele a caca.

—¡Es mía!

—¡Daca esa perla, asna coja!

—¡Que es mía, trotera vieja!

—De otro coz te duermo, hedionda, y de una vez me los llevo dormidos a encamar a los dos, tú y tu atreguado marido… ¡Cargados de hierro y cagados de miedo!