La semana del señor

Muchos años después, caminando por las galerías desiertas del palacio, tapándose los ojos con una mano para evitar el daño de la luz que alcanzaba a filtrarse por los emplomados blancos, el Señor recordaría sus últimos encuentros con los compañeros de su juventud, Ludovico el estudiante, ciego por voluntad, calvo y de cargadas espaldas, vestido como un mendigo, el rostro avejentado por los afanes de la memoria y la interrogación, Celestina, sí, Celestina, no, joven, no tan joven, tan parecida a la otra, la muchacha embrujada que los dos amaron veinte años antes, pero no, no tan parecida, una ilusión, un conjunto de rasgos, talla, ademanes que no resistían una mirada cercana: una semejanza nacida de la posesión o del recuerdo…

Ludovico y Celestina, veinte años después. Un goce sombrío iluminaba el pálido rostro de Felipe; todo lo sabía; todo volvía a ser una sucesión de interrogantes; preguntó cuanto ya sabía, durante siete jornadas; permanecieron en la alcoba, allí comieron, allí durmieron, a horas fijas se acercaron alguaciles y botelleros, camareros y guardias; a muy temprana hora ofició la misa fray Julián, mas el Señor pidió gran soledad en las noches de la capilla; siete jornadas: el Señor recordó la narración alternada de Ludovico y Celestina: el número siete, la fortuna, la progresión de la vida, el tiempo camina sobre siete ruedas.