El sueño circular

Los negros papas embarrados de sangre le tomaron por los brazos y las manos y le extendieron sobre la piedra de la cima de la pirámide, entre los humeantes pebeteros y frente al trono de la mujer de los labios pintados…

Sonrió con tristeza. Para llegar hasta ella huyó de pueblo en pueblo, por las selvas y valles del mundo nuevo, hasta llegar al templo junto al volcán; valióse de todas las tretas del picaro, engañó, asumió el papel de un dios blanco y rubio que debía, según las leyendas de los naturales, regresar por el oriente, aceptó los dones, pidió que todo se lo convirtieran en oro, se cargó de pesadas taleguillas, enamoró a las mujeres, desplegó todas las facetas de la astucia, exigió sacrificios en su nombre, presidió los fastos de la muerte, más, más, siempre más, el dios es insaciable, explotó la debilidad, el temor, ordenó la muerte de los viejos, por inservibles, de los jóvenes, por alimenticios, de los niños, por inocentes, enfrentó a pueblo contra pueblo, exigió la guerra como prueba de devoción, conoció el incendio de las aldeas, miró los cadáveres en los llanos, y en su ascenso de la costa a la meseta prometió a cada nación liberarla del tributo del más fuerte, sólo para someterla al tributo de la siguiente nación de su recorrido: así creó una cadena de exacciones, peor que cualquier servidumbre antes conocida en estas tierras: se justificó diciendo que todo lo hizo para sobrevivir; un hombre solo contra un imperio… ¿había conocido la historia empresa comparable a la suya? Ejércitos de Alejandro, legiones de César: él solo, Oulixes, hijo de Sísifo, rompiendo para siempre la fatalidad del padre: esta vez, la roca, empujada hasta la cima, la coronaría para siempre. Mas, ¿quién sabría esta odisea, quién la contaría a las generaciones por venir?, ¿vale la pena cumplir actos memorables sin testigos que luego los canten?

El solo.

La mujer de los labios pintados acercó la boca a su oreja:

—¿Nada más recuerdas?

—No.

—¿Has olvidado los cinco días?

—Sólo he vivido veinte.

—¿El hermoso año que pasamos juntos, tú regalado, tú atendido, tú y yo amándonos?

—No recuerdo nada.

Sobrevivió. El papa negro levantó el cuchillo de pedernal y lo dirigió, con un solo veloz movimiento, al corazón del muchacho…

En el instante en que el cuchillo de piedra tocó su pecho, despertó.

Suspiró con alivio. Estaba dormido junto a un árbol, sobre un montón de hojas secas. Tembló de frío e intentó desperezarse. Tenía las manos atadas. Quiso ponerse de pie. Cayó de vuelta entre las hojas húmedas. Una soga juntaba sus pies. Dos soldados avanzaron hacia él, cortaron la soga de los pies y le llevaron a un claro del bosque.

A caballo, el Duque le miró con tristeza, dio la orden y se fue galopando. La orden fue corta y decisiva:

—Llévenle la cabeza al Señor victorioso, don Felipe, en prueba de mi buena fe.

Le obligaron a hincarse frente a un muñón de árbol y a inclinar la cabeza, hasta descansar el mentón en el tronco.

El verdugo levantó con ambos brazos el hacha y la dirigió, con un sólo movimiento veloz y certero, a la nuca del muchacho…

En el instante en que el hacha tocó su cuello, despertó.

Le habían dado un puntapié en las costillas. Abrió los ojos y miró a un monje alto, que vestía el hábito de la orden de San Agustín; el rostro parecía una calavera, tan delgada era su piel y tan pegada al hueso.

—¿Estás dispuesto a hablar?

—¿Qué quiere que diga?

—¿Dónde naciste?

—No sé.

—¿Quiénes fueron tus padres?

—No sé.

—¿Qué significa esa cruz en tu espalda?

—No sé.

—Nada sabes, menguado, pero algo sabía nuestro antiguo Señor, que gloria haya, que hace veinte años ordenó tu muerte, apenas nacido, cuando desapareciste una noche de la alcoba de nuestra actual Señora, la infanta Isabel; ¿nada te dicen mis palabras?

—Nada.

—Empecinado de ti: de todas maneras vas a morir; pero si hablas, te ahorrarás la tortura. ¿Nada sabes?

—Nada recuerdo.

—Que cante por ansias.

Apenas pudo mirar por última vez el suelo de ladrillo de la celda, las gruesas paredes de piedra, las rejas cubiertas de gotas de agua como rocío: le taparon el rostro con un paño que le cubrió las narices, impidiéndole respirar, y así le echaron el agua a chorros a través del paño, que se hundía hasta lo más profundo de la garganta, me ahogo, me ahogo, me muero…