Felipe, el Señor, Defensor Fides, en nombre de la Fe que defiende y de la sacra potestad de Roma, ha puesto sitio a la ciudad flamenca donde encontraron refugio final las hordas del heresiarca y del duque brabantino que las protegió.
—Todo está perdido, dijo el Duque.
Se acarició un lunar en la mejilla y volvió a dirigirse a Ludovico y su joven acompañante.
—Es decir: perdido para ustedes. Haré las paces con don Felipe y Roma. Algo habré ganado: el derecho de cobrar los diezmos y privilegios de navegación y cartas de comercio para mis industriosos súbditos, si depongo las armas. Y, sin necesidad de acuerdos, pero gracias a la cruzada herética, habré desacreditado por igual a la iglesia, que tan fácilmente fue desafiada y humillada por las chusmas, y a los místicos, que a tales excesos se entregaron. El verdadero triunfo de esta guerra es para la causa secular y laica. Recuerden los hombres del porvenir que se pueden quemar efigies, disolver conventos y expulsar monjes, convirtiendo las riquezas improductivas del clero en savia del comercio y la industria. Recuerden también que el populacho guiado por el misticismo arrasa tierras, destruye cosechas, veja a los burgueses y viola a sus mujeres. Así pues, habré triunfado, si depongo las armas. Cosa que haré. En cambio, piden la cabeza de este muchacho. Tú, ciego, puedes irte libre. Triste es reconocerlo: nadie ve en ti un peligro. Anda.
Ludovico se escondió entre las sombras de la catedral. Hasta allí le llevó un terrible olor de vómito y mierda. Escuchó las voces tedescas de los mercenarios de Felipe. Olió la presencia de Felipe: conocía ese cuerpo, lo había amado, lo había poseído. Le habló desde las sombras. No abrió los ojos. Aún no. Los fantasmas no nos espantan porque no podemos mirarlos: los fantasmas son fantasmas porque no nos miran a nosotros.
Luego huyó. Era de noche. Pegó el oído a la tierra. Siguió los rumores de la retirada del Duque y los suyos. Alistó la carreta. Un ciego con dos cajones de muerto. Muertos de hambre, de guerra, de peste, daba igual. Lo dejaron pasar las murallas. Siguió los rumores de la fuga del Duque y los suyos.
Le guiaron los tambores pardos de la ejecución.
Desnudo y con las manos atadas, el joven y bello heresiarca con la cruz encarnada en la espalda se hincaba ante el muñón de un árbol y allí apoyaba la cabeza.
El verdugo levantó con ambas manos el hacha.