Los galeotes

Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?, preguntábame siempre mi escudero, que me abandonó por quedarse a gobernar ínsula insalubre insípida e insensata y yo siempre le respondí:

—¿Qué? Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Guardó silencio un largo rato el viejo de la triste figura, tirado entre los dos cajones de muerto y tomándose entre ambas manos la cabeza que le dolía, y más, con el crujiente vaivén de la carreta. Luego suspiró y dijo:

—Muchos son los caminos para cumplir tan sagrada empresa y el mío sólo uno de ellos. Mas ved mi signo, señores, que cuanto yo vi fue la verdad y todos tuviéronla por mentira; el encantamiento fue de los demás; y mayor el encantamiento de mi encantamiento al ver que sólo yo, maldito por la estatua del padre de Dulcinea, miraba a los gigantes y los demás, como si estuviesen encantados, sólo miraban molinos de viento.

Se acercó, dando de tumbos, al ciego y al muchacho; miróles con ojos airados:

—¿Mas sabéis cuál será mi venganza?

Rio de nuevo y se pegó con el puño sobre el pecho:

—Me declararé razonable. Guardaré mi secreto. Aceptaré que cuanto he visto es mentira. No trataré de convencer a nadie.

Carcajeándose, colocó una huesuda mano sobre el hombro del muchacho.

—Viví la juventud de Don Juan. Quizás Don Juan se atreva a vivir mi vejez. Tú, muchacho… Recuerdo mal… Creo que me parecía a ti en mis años mozos. Tú, muchacho, ¿aceptarías seguir viviendo mi vida por mí?

El joven no tuvo tiempo de responder, ni el ciego de comentar. El viejo alzó los ojos y vio que por el camino que llevaban venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas… El viejo, reanimado, saltó de la carreta, espada en mano, dio con sus huesos por tierra, pues el carro no se había detenido, y polvoso, y maltrecho, gritóle al muchacho:

—¡Ea!, aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables, ¿no me acompañas, mozo?, ¿no sigues la aventura conmigo?, mirad la injusticia, mirad estos galeotes llevados contra su voluntad, abusados, atormentados, ¿sufriríais que quede impune tamaña ruindad?, ¿no batallarás conmigo, mozo?

El muchacho saltó de la carreta, ayudó al viejo a levantarse y los dos esperaron, serenos, el paso de la cuerda de galeotes.