La Hermana Catarina volvió a quedarse sola y prometió, desde ese instante, entregarse a la suprema mortificación de su fe iluminada y perseguida.
—Vete, le dijo al muchacho que le robó la virginidad, me entrego a la endura, que es la voluntad de muerte, inmóvil, aquí, con los ojos abiertos y la boca cerrada, apagándome poco a poco. Nada más me queda para reunirme otra vez y para siempre con Dios.
El muchacho besó los ojos abiertos de la alumbrada y le dijo al oído:
—Te equivocas, Catarina. El sueño es la forma inteligente del suicidio.
Vamos más allá, les dijo Ludovieo esa noche en el bosque a los adeptos; si el mundo es obra de dos dioses, uno bueno y el otro malo, no llegaremos al cielo, como ustedes han creído hasta ahora, mediante la pureza y la castidad totales, todo lo contrario, si nuestro cuerpo es la sede del mal, debemos agotarlo en la tierra para llegar limpios de mácula al cielo, sin recuerdo del cuerpo que hubimos, semejantes a nuestro padre Adán en la inocencia primaria; desnudémonos, no tengamos vergüenza del cuerpo, como no la tuvo Adán; pues si aceptáis la culpa de Adán, aceptaréis la necesidad de sacramentos, de sacerdotes, de una iglesia mediadora entre Dios y la criatura caída; mas si aceptáis la libertad del cuerpo y os entregáis al placer, seréis dos veces dignos en la tierra, dos veces libres, lucharéis por la inocencia del cuerpo agotando las impurezas del cuerpo y así, desde ahora, seréis llamados los adamitas, los adeptos de Adán, desnudaos…
El muchacho mostró a los congregados su hermoso cuerpo desnudo y pronto todos le acompañaron, desvestidos, en una ronda alrededor del fuego; nadie sintió frío esa noche, sino que bailaron entre los árboles, copularon en los estanques y copularon con las flores, desnudos montaron los caballos y los cerdos salvajes, la noche se llenó de rumores de cornamusa, despertaron a los pájaros, se soñaron flotando dentro de puros globos de cristal, devorados por los peces, devorando las fresas; y sólo fueron vistos por los búhos y por los ojos de un adepto de mediana edad, que nunca se c|uitó el rústico bonete, como si algo escondiese entre cráneo y capelo.
Con sus ojos entrecerrados y sus delgados labios sin color todo se lo contaba, cuando regresaba al clarear del día a la aldea de Hertogenbosch, a un mudo retablo que acabó por ver lo mismo que los ojos del humilde artesano.