Zarparon una tarde, guiados por la estrella vespertina. Navegaron siempre hacia el oeste. Cazaron escualos. Presenciaron el combate mortal de un leviatán y un peje vihuela. Se estancaron en el mar de los sargazos, límite del mundo conocido, mas de allí les arrancó un hondo torbellino que les hundió en las profundidades del ponto, tumba marina, túnel de los océanos por donde se derrumba, sin fin, la gran catarata del mundo.
De pie en la playa, entre dos féretros, Ludovico se quedó solo, dando la espalda al mar, murmurando:
—Regresen. A mis espaldas no hay nada.