El viejo recostado sobre el camastro dentro del molino rio largamente; tenía una capacidad de risa infinita, que mal se avenía con la tristeza de sus facciones; las lágrimas de la risa le corrían por las enjutas mejillas, encontrando cauce hondo en las arrugas del hombre de barbilla cana y desarreglados bigotes. Rio más de una hora y al cabo, con palabras entrecortadas por el regocijo, logró decir:
—Un mendigo y un mancebo… Un ciego y su destrón… ¿Quién me lo había de decir…? ¿Dos de la condición de ustedes…? ¿Que ustedes dos me habrían de desencantar… librarme de esta prisión… donde he languidecido tantos años…?
—¿Prisión este molino?, preguntó Ludovico.
—La más temible: las entrañas mismas del gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania. ¿De qué artes os habéis valido para entrar hasta aquí? Celoso es el gigante…
Pidió sus armas, que como él yacían sobre la paja, y el ciego y el muchacho le armaron con lanza quebrada y escudo abollado. En vano buscaron el yelmo que el viejo les pedía, hasta que él mismo íes indicó, ése, que parece bacín de barbero.
Le incorporaron entre los dos; a cadenas viejas sonaron los huesos del caballero, que apoyado entre el ciego y el joven se fue arrastrando hasta la escalera. Mas apenas tocaron sus pies el primer peldaño, la redonda estancia del molino volvió a iluminarse, se escucharon voces plañideras, otras guturales y temibles, y éstas eran de impotente amenaza, y aquéllas de entrañable súplica, no nos abandones, prometiste socorrernos, liberarnos, vuelve, caballero, no te vayas, sólo te nos escapas porque has introducido dos cadáveres en nuestros dominios, maldito seas, te vas acompañado de la muerte, haz por liberarte de ella cuando te hayas liberado de nosotros…
El viejo se detuvo, se volvió y dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—No maulléis por mí, sin par Miaulina, ni vos, sin par Gasildea de Vandalia, no os abandono, lo juro, me libero para poder regresar al ataque, vencer a vuestros cautores, no gruñáis, temible Alifanfarón de la Trapobana, ni me mostréis las fauces, Serpentino de la fuente Sangrienta, no he puesto punto final a nuestro combate, ni todos los encantadores azules y endiablados lo lograrán jamás: no se me han de helar las migas entre la mano y la boca…
Arrejuntados cerca de la pared circular, vio el muchacho a las damas cautivas, pálidas y temblorosas, apresadas por los enormes puños sangrientos y velludos de los gigantes, y así se lo dijo a Ludovico, es cierto, cuanto dice este hombre es cierto, pero Ludo vico agradeció la ceguera y sonrió, tranquilamente incrédulo.