La Hermana Catarina

No, dijo la Haya de las begardas, la sospecha de interdicción nos afecta, mas no hemos sido causa de ella, sino los príncipes de estos Países Bajos, que cada día se apartan más del poder de Roma y pretenden obrar con autonomía para cobrar indulgencias, nombrar obispos y aliarse con mercaderes, navegantes y otros poderes séculares y así, confúndense los propósitos de Satanás y de Mercurio, y no sabemos qué cosa nacerá de este pacto…

Ludovico asintió al escuchar estas razones y le dijo a la Haya que conocía bien el propósito de las beguinas, que era renunciar a sus riquezas y unirse en comunidad de pobreza y virginidad, dando ejemplo de virtud cristiana en medio de la corrupción del siglo, aunque sin segregarse de él; mas, ¿acaso no era también cierto que a estos conventos seglares llegaron a refugiarse los últimos cataros, vencidos en las guerras provenzales, y que las santas mujeres no les rehusaron protección, sino que aquí Ies permitieron reconstituirse, cumplir sus ritos y…?

La Haya tapó la boca de Ludovico; éste era un lugar santo, de intensa devoción a las reglas de la imitación de Cristo, pobreza, humildad, deseo de iluminación e integración a la persona de la divinidad: aquí habitaba la legendaria y nunca bien alabada Hermana Catarina, pura entre las puras, virgen entre las vírgenes, quien en su estado de unión mística había llegado a la perfecta inmovilidad: tal era su identificación con Dios, que todo movimiento le era superfluo y sólo de tarde en tarde abría la boca para exclamar:

«¡Regocijáos conmigo, que me he convertido en Dios! ¡Alabado sea Dios!»

Y luego volvía a caer en trance inmóvil.

Ludovico pidió acercarse a la santa hermana. La Haya sonrió compasivamente:

—No la podrás ver, pobre de ti, hermano.

—¿Hace falta? La sentiré.

Fue conducido a una apartada choza donde habitaba, al fondo del prado de gansos y sicomoros, Catarina la santa. La nieve empezaba a derretirse bajo la fina y constante lluvia del norte. La Haya, con familiaridad, abrió la puerta de la choza.

La Hermana Catarina, desnuda, era montada por el joven acompañante del ciego; gritaba que cabalgaba sobre la Santísima Trinidad como sobre montura divina, enlazaba sus piernas abiertas sobre la cintura del muchacho, estoy iluminada, madre, soy Dios, arañaba la espalda del muchacho, y Dios nada puede saber, desear, o hacer, sin mí, y la espalda desnuda del joven se llenaba de cruces sangrantes, sin mí nada existe…

Cayó de rodillas la Haya sobre la nieve derretida y accedió a convocar a los cátaros refugiados en esta región y darles cita en el remoto Bosque del Duque, donde solían reunirse en secreto ciertas precisas noches del año.

Ludovico descubrió la carreta y la Hava vio los dos féretros allí colocados.

—No, no podemos enterrar a nadie. Eso es parte de la interdicción.

—No están muertos. Sólo sueñan.