—Yo sabía que aquí te habríamos de encontrar. ¿Tú eres Pedro, verdad?
El viejo de gris pelambre dijo que sí, que las palabras sobraban y que si querían ayudarle tomasen clavos, martillos y sierras.
—¿Ya no me recuerdas?
—No, dijo el viejo, nunca te he visto.
Ludovico sonrió:
—Y yo, ahora, tampoco te puedo ver a ti. Pedro se encogió de hombros y continuó colocando tablones en el armazón de la nave. Al muchacho rubio, esbelto, que acompañaba al ciego, le preguntó:
—¿Qué edad tienes?
—Diecinueve años, señor.
—Ojalá, suspiró Pedro, ojalá fuesen los pies de un hombre joven los primeros en pisar las playas del nuevo mundo.