El beguinaje de brujas

Cuéntase que una noche de invierno, hará cosa de cinco años, entró a la ciudad de Brujas una lenta carreta, tirada por caballos famélicos. La conducía un muchacho muy joven, de hermosa estampa; a su lado iba sentado un mendigo ciego. Remendadas lonas cubrían la carga de esa carreta.

Algunos rostros se asomaron por las estrechas ventanas de las casas, pues tal era el silencio de la noche y tan duro y helado el suelo, que las ruedas crujían como si acarreasen el peso de una armada a cuestas.

Muchos se santiguaron al ver esa aparición fantasmal avanzando bajo la ligera y pertinaz nevada, entre las blancas calles, sobre los negros puentes; otros juraron que las siluetas de la carreta, el mendigo y el destrón y los escuálidos rocines, no se reflejaban en las aguas inmóviles de los canales.

Se detuvieron frente al gran portón de una comunidad de beguinas. El mendigo ciego descendió, ayudado por el muchacho, y tocó suavemente a la puerta, repitiendo una y otra vez:

—Pauperes virgines religiosae viventes…

La nieve cubrió las cabezas y los hombros de los miserables peregrinos, hasta que un arrastrado rumor de pies se acercó al otro lado del portón y una voz de mujer inquirió quién turbaba la paz del lugar en esa hora profana y dijo que nada podía ofrecérsele allí a los peregrinos, pues el beguinaje estaba afectado de interdicción papal y tan grave censura impedía celebrar oficios divinos, administrar sacramentos o enterrar en sagrado… Vengo de la Dalmacia, dijo el mendicante ciego, nos envía la gitana de los labios tatuados, añadió el muchacho, se escuchó el rumor de más pies, el graznido de los gansos despertados, la puerta se abrió y más de veinte mujeres encapuchadas, con túnicas de lana gris y velos sobre los rostros, observaron en silencio el ingreso de la crujiente carreta al prado del beguinaje.