Los soñadores y el ciego

—Lo buscarán por toda la ciudad. Nos buscarán en nuestra casa. Mejor pasaremos la noche aquí mismo, les dijo Ludovico a los muchachos; nadie pensará en buscarnos en el lugar más obvio.

Como siempre, los tres jóvenes escucharon con atención a Ludovico y se recostaron a dormir junto a la puerta encadenada. El antiguo estudiante que un día desafió al teólogo agustino en la universidad y otro día escapó del castigo de la Inquisición aragonesa por los tejados de Teruel, volvió a maravillarse: iban a cumplir quince años y eran siempre idénticos entre sí. Es más: el tiempo, en vez de acentuar los rasgos individuales, subrayaba los parecidos. Ya no sabía cuál era cuál, uno hijo de padre y madre desconocidos, raptado una noche del alcázar del Señor llamado el Hermoso; otro, sí, hijo de Celestina e incierto padre: ¿el propio Señor que la tomó para sí la noche de la boda en la troje, mientras Felipe miraba la escena?, ¿los tres comerciantes premiosos que la violaron sucesivamente en el bosque?, ¿el príncipe Felipe, el propio Ludovico, que se alternaron el cuerpo de Celestina en la alcoba del alcázar sangriento y a veces la gozaron al mismo tiempo?; y el tercero, sí, éste seguro, por ser el más fantástico, hijo del Señor muerto y una loba: eso lo maridó decir Celestina en labios de Simón; pero la muchacha estaba medio loca y su palabra no era de liar.

Los miró dormir juntos, esa noche. Mejor que no supieran. Él sí sabía (recordaba; imaginaba): a los veinte años, uno de los niños, el que fue raptado del castillo señorial, tendría la cara del caballero muerto en rija callejera y velado en el templo del Cristo de la Luz. Se llamaba Don Juan. Mas siendo los tres idénticos hoy, ¿seguirían siéndolo mañana? De serlo, entonces los tres tendrían el rostro que Don Juan adquirió al morir.

Mejor que no supieran; y basta. Todos mis hijos; y basta. Todos hermanos; y basta.

Una corriente tumultuosa de amor hacia los tres seres que el azar abandonó a su cuidado le impulsó a despertarles y saberles vivos, alegres, amantes.

Buscó un pretexto para su inmenso amor. Una noticia que justificara despertarles de un sueño hondísimo —habló, les llamó, tocó la cabeza de uno, sacudió el hombro de otro—, esta noticia: el tiempo se acercaba, cinco años faltaban para la cita —encendió una vela, la acercó a los rostros dormidos—, regresarían a España, allí era la cita, allí se prepararían…

Sólo el tercero despertó. Los otros dos continuaron soñando. Y el que despertó le dijo a Ludovico:

—No, padre; déjalos; me están soñando…

—Les tengo una noticia…

—Sí, ya sabemos. Vamos a viajar. Otra vez.

—Sí, a España …

—Aún no.

—Es preciso.

—Lo sé. Iremos juntos, pero estaremos separados.

—No te entiendo, hijo. ¿Qué secreto es éste? Ustedes nunca han hecho nada a mis espaldas.

—Te hemos acompañado siempre. Ahora tú tendrás que acompañarnos.

—Iremos a España.

—Llegaremos a España, padre. Será un viaje largo. Vamos a dar muchas vueltas.

—Explícate ya. ¿Qué secreto es éste? Ustedes…

—No, padre, no nos hemos puesto de acuerdo. Te lo juro.

—¿Entonces…?

—Ellos me están soñando. Haré lo que ellos sueñan que yo hago.

—¿Te lo dijeron?

—Lo sé. Si despiertan, si dejan de soñarme, padre, yo me muero…

—¿Cuál eres tú, por Dios, cuál de los tres…?

—No te entiendo. Somos tres.

—¿Qué saben? ¿Han leído los papeles que vienen dentro de esas botellas?

El muchacho afirmó con la cabeza baja.

—¿No resistieron la tentación?

—Nosotros no. Tú sí que deberás resistirla. Las hemos vuelto a sellar. No son para ti…

—Esa maldita gitana, esa tentadora… Si no les hubiera vedado abrir las botellas, ustedes…

El muchacho volvió a afirmar con la cabeza; Ludovico sintió que no habían huido a tiempo de Venecia, que la ciudad los había apresado en su propio sueño espectral, que el destino común de Ludovico y los tres muchachos se separaba en cuatro caminos distintos. Por primera vez, alzó la voz:

—Óyeme: yo soy tu padre… Sin mí, los tres hubieran muerto, de hambre, o asesinados, o devorados por las bestias…

—No eres nuestro padre.

—Son hermanos.

—Eso es cierto. Y como padre te veneramos. Nos diste tu destino por un tiempo. Ahora nosotros te daremos el tuyo. Acompáñanos.

—¿Qué encantamiento es éste? ¿Cuánto tiempo durará?

—Cada uno será soñado treinta y tres días y medio por los otros dos.

—¿Qué cifra es ésa?

—La cifra de la dispersión, padre. El número sagrado de los años de Cristo en la tierra. El límite.

—Treinta y tres, veintidós, once… Lejos de la unidad, los números de Satanás, me lo dijo el doctor de la sinagoga del Tránsito…

—Entonces los días de Satanás son los días de Cristo, pues Jesús vino a dispersar: el poder de la tierra era de uno; él se lo entregó a todos, rebeldes, humillados, esclavos, miserables, pecadores y enfermos. Todos son César, luego César es nadie, padre…

Asombróse Ludovico de oír en boca de uno de sus hijos estas razones que negaban toda aspiración a recuperar la unidad perfecta. Con tristeza, se supo ante una rebelión incontenible; por primera vez, se sintió viejo.

—Treinta y tres días y medio… Es poco tiempo. Podemos esperar.

—No, padre, no me entiendes. Cada uno será soñado ese tiempo por los otros dos y así, será soñado durante sesenta y siete días. Pero el soñado vivirá por su parte un tiempo equivalente; y éstos son ya cien días y medio. Y como al dejar de ser soñado uno de los otros dos, el soñado, a fin de no morir, deberá unirse a uno de los soñadores para soñar al otro, éstos son ya doscientos dos días. Y como al dejar de ser soñado éste deberá unirse al que ya fue soñado para soñar al que sólo ha soñado pero no ha sido aún soñado, entonces habrán pasado trescientos cuatro días.

—Tampoco es mucho; nos quedarían más de cuatro años, volvió a encoger los hombros Ludovico.

—Espera, padre. Te queremos. Te contaremos lo que hemos soñado, una vez que lo soñemos.

—Así lo espero.

—Mas contarte lo que hemos soñado nos tomará tanto tiempo como haberlo soñado.

—¿Novecientos doce días? Es ya la mitad del tiempo que yo quería. Cinco años tienen mil ochocientos veinticinco días.

—Más, mucho más, padre, pues cada uno contará lo que soñó de los otros dos, más lo que los otros dos soñaron de él, más lo que en realidad vivió soñando; y luego cada uno deberá contarle a los otros lo que soñó que soñaba al ser soñado; y cada uno lo que sonó al soñar lo que el otro soñado al ser soñado por él; y luego lo que cada uno soñó soñando que soñaba al ser soñado; y luego lo que los otros dos soñaron soñando que el tercero soñó soñando que soñaba al ser soñado; y luego…

—Basta, hijo.

—Perdón. No me burlo de ti, ni éste es un juego.

—Entonces, dime, ¿cuánto tiempo durarán todas estas combinaciones?

—Cada uno de nosotros tendrá derecho a treinta y tres meses y medio para agotarlas.

—Que son mil días y medio para cada uno…

—Sí: dos años, nueve meses y quince días para cada uno…

—Que serían ocho años y cuatro meses para los tres…

—Serán, padre, serán. Pues sólo si cumplimos exactamente los días de nuestros sueños podremos, luego, cumplir los de nuestros destinos.

Ludovico sonrió amargamente:

—Menos mal que conocen los tiempos exactos. Por un momento pensé que las combinaciones serían infinitas.

El muchacho le devolvió la sonrisa, pero la suya era beatífica:

—Todas las combinaciones de nuestros sueños deberemos, por turno, contártelas a ti, pues ningún secreto te guardamos.

—Así lo espero, repitió Ludovico, pero ahora con un dejo entristecido.

—Y será eso, la narración, no el sueño, lo infinito.

Ordenó Ludovico que le construyeran los carpinteros del squero de San Trovaso dos féretros ligeros y bien ventilados, que no era su finalidad yacer bajo tierra, sino viajar con él y reposar largos días mientras cada uno de sus hijos vivía el sueño que en su nombre soñaban los otros dos.

Vio alejarse las doradas cúpulas y los rojos techados y los muros ocres de Venecia, desde la barca que los conducía a tierra firme. Los desafíos estaban lanzados. Uno era el destino infinito que los tres jóvenes habían escogido, violando la caución de la gitana de Spalato, olvidando el ejemplo aleccionador de Sísifo y su hijo Ulises, después de leer los manuscritos contenidos en las tres botellas; otro, el que él les había trazado, bien finito, pues tenía hora: la de la tarde, día: un catorce de julio, año: dentro de cinco, lugar: el Cabo de los Desastres, propósito: ver cara a cara a Felipe, saldar las cuentas de la juventud, cumplir los destinos en la historia y no en el sueño. No coincidían los tiempos previstos para los sueños de los muchachos y para que él, Ludovico, acudiera a su cita en la costa española. Debería, por fuerza, acortar los sueños de los muchachos, robarles tres años y cuatro meses, interrumpirles a tiempo… engañarles, impepedirle a éste que contara al otro lo que soñó que soñaba al ser soñado, desviar a aquél de la relación de lo que el otro soñaba al ser soñado por él, mutilar el sueño que el tercero soñó que soñaba al ser soñado… mutilar los sueños… Al decirse todo esto, Ludovico combatía contra el hondo y extraño amor que sentía hacia los tres jóvenes puestos bajo su amparo. Calló su decisión: tendría la entereza, la inteligencia y el amor suficientes para reunir ambos, el destino de Ludovico y el de los tres muchachos, con sacrificios parejos para los cuatro. Pero pensar esto, ¿no era admitir desde ahora que ninguno de los cuatro tendría el destino íntegro que un sueño soñó o una voluntad quiso? Calmó su agitación diciéndose:

—Tal es el precio de un destino en la historia: ser incompleto. Sólo el infinito destino imaginado por los tres muchachos puede ser completo: por eso no puede ocurrir en la historia. Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad. Haré cuanto me sea posible para asegurar que esa fecha finita de la historia —la tarde, un catorce de julio, dentro de cinco años— no prive a mis hijos de su infinito destino en el sueño…

Se propuso, así, un desafío a sí mismo, impuesto por él mismo, acto de voluntaria laceración que diese fe ante su conciencia de la buena voluntad que le animaba. Nada mejor que ver por última vez la esplendorosa totalidad de Venecia, las brillantes escamas de los canales, la sellada luz de las ventanas, las blancas fauces de mármol, los solitarios campos de piedra, el silencioso bronce de las puertas, el inmóvil incendio de las campanas, las playas de brea de los astilleros, las verdes alas del león, el libro vacío del apóstol, los ojos ciegos del santo: era un hombre de cuarenta años; calvo, de tez aceitunada, ojos verdes y bulbosos, triste sonrisa marcada por las líneas de la pobreza, el amor y el estudio… Una inmensa amargura le embargó. Felipe había tenido razón. La gracia no era inmediata ni gratuita: había que pagar, siempre, el precio de la historia: la delación de una bruja que negaría la eficiencia pragmática de la gracia, dijo entonces Felipe; la mutilación de los sueños que se prolongaban más allá de los calendarios, dijo hoy Ludovico.

No se arrancó los ojos. No los cerró siquiera. Simplemente, decidió no ver, nada, nunca más, ciego por voluntad, ciego él y dormidos sus hijos, hasta que los destinos de todos confluyesen y todos se reuniesen, por disímiles rutas, con diferentes propósitos, ante la presencia de Felipe: se cobrarían entonces sus empeños tanto la historia teñida por el sueño, como el sueño penetrado por la historia.

No miraría más. Se alejaban. Lejos, San Marco, San Ciorgio, la Carbonaria, la Giudecca; lejos, Torcello, Murano, Burano, San Lazzaro degli Armeni. Se quedaría con la imagen de la más bella de todas las ciudades que sus ojos peregrinos miraron. No huyeron a tiempo. Nadie huye a tiempo de Venecia. Venecia nos apresó en su propio sueño espectral. No vería más. No leería más. El sonador tiene otra vida: la vigilia. El ciego tiene otros ojos: la memoria.