Abandonaron Spalato antes del tiempo previsto. Tres veces regresó Ludovico, solo, a la playa; las tres veces encontró allí, imborrables, las huellas de los pies de la gitana. Viajaron a Venecia, ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua. En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles: la laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden contra este encantamiento los cuerpos pasajeros de los hombres, sólidos o espectrales, igual da. Venecia toda es un fantasma: no expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie les reconocería por tales allí; y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.
Encontraron alojamiento en las abundantes soledades de la isla de la Giudecca; Ludovico se sentía reconfortado cerca de las tradiciones hebraicas que tan a fondo había leído en Toledo, aun cuando no compartiese todas sus enseñanzas. Las monedas que Celestina le envió en manos del monje Simón se agotaron en el último viaje; Ludovico preguntó en los barrios de la vieja judería, donde muchos refugiados de España y Portugal habían encontrado asilo como él ahora, si alguien necesitaba a un traductor; entre risas, todos le recomendaron cruzar el ancho canal Vigano, desembarcar en San Basilio, internarse por las rías de los astilleros y los almacenes del azúcar, caminar a lo largo de la fondamenta de los trabajadores de la cera, cruzar el Ponte Eoscarini, y preguntar por la casa donde habitaba un tal Maestro Valerio Camillo, entre el río de San Barnabá y la iglesia de Santa Maria del Carmine, pues era cosa notoria que nadie, en Venecia, acumulaba mayor número de viejos manuscritos que el tal Dómine, que hasta las ventanas estaban tapiadas con pergaminos, a veces los papeles caían a la calle, los niños hacían barquillas con ellos y los echaban a los canales, y grande era el estrépito con que el magro y tartamudo Maestro salía a rescatar los inapreciables documentos preguntando a gritos si el destino de Quintiliano y Plinio el Viejo era remojarse y servir de diversión a atolondrados pilletes.
Ludovico llegó sin dificultad al lugar descrito, mas las puertas y ventanas de la casa impedían el paso de persona o de luz algunas; la residencia del Donno Valerio Camillo era una fortaleza de papel, montañas, muros, pilares de documentos acumulados, a la intemperie, fojas amontonadas sobre fojas, amarillentas, a punto de derrumbarse y mantenidas de pie sólo gracias a los efectos de la presión de una columna de papeles contra y sobre las demás.
Dio una larga vuelta para ubicar el jardín de la casa. En efecto, cerca de un pequeño sottoportico que desembocaba en el vasto campo de Santa Margherita, se abría una estrecha reja labrada con series de tres cabezas constantemente repetidas, loba, león y perro; de los muros pendían olorosas enredaderas y en el umbrío jardincillo un hombre muy flaco, lo descamado del cuerpo disfrazado por la amplitud de una larga túnica drapeada, pero la angulosidad del rostro subrayada por la negra caperuza, semejante a la de los verdugos, que ocultaba cabeza y orejas, revelando sólo el perfil de águila, se ocupaba en adiestrar a unos mastines de aspecto feroz, encarnándoles con jirones de carne cruda que mantenía en lo alto de una pica, de tal suerte que los perros saltaban, ladrando, para alcanzar la comida; mas cada vez, el hombre interponía su propio brazo entre la carne cruda y los colmillos de las bestias, salvándose milagrosamente de ser herido por ellas. Con velocidad asombrosa, el enteco y encapirotado Donno retiraba a tiempo el brazo lamido y decía, tartamudeando:
—Muy bien, muy bien, Biondino, Preziosa, muy bien, Pocogarbato, más sabrosa es mi carne, ya saben que confío en ustedes, no me decepcionen, que a la hora de mi muerte no estaré en condición de regañarlos.
Luego arrojó el pedazo de carne a los mastines y miró con deleite cómo lo devoraban y luchaban entre sí para apresar las mejores partes. Cuando miró a Ludovico detenido en el umbral del jardín, le preguntó con descortesía si tan poco interesante era su vida que tenía que andar fisgoneando la ajena. Ludovico pidió excusas y explicó el motivo de su visita, que no era la curiosidad gratuita, sino la necesidad de trabajo. Le mostró una carta firmada por el anciano de la sinagoga del Tránsito y después de leerla Donno Valerio Gamillo dijo:
—Muy bien, muy bien, monseñor Ludovicus. Aunque tomaría varias vidas clasificar y traducir los papeles que a lo largo de la mía he acumulado aquí, algo podemos hacer y por algún lado se empieza. Considérese contratado, bajo dos condiciones. La primera es que nunca se ría usted de mi tartamudeo. De una vez le explico la razón: mi capacidad para leer es infinitamente superior a mi capacidad para hablar; empleo tanto tiempo leyendo, que a veces olvido por completo cómo se habla; en todo caso, leo tan rápidamente que, en compensación, tropiezo largamente al hablar. Mi pensamiento es más veloz que mi palabra.
—¿Y la segunda condición?
El Maestro arrojó otro jirón de carne a los mastines:
—Que si muero durante su etapa de servicios, se sirva usted asegurarse de que no se me entierre en sagrado, ni se arroje mi cuerpo a las aguas de esta pestilente ciudad, sino que se me tienda, desnudo, en mi jardín, y se suelte a los perros para que me devoren. Los he entrenado para ello. Ellos serán mi sepultura. No hay otra mejor ni más honrada: materia a la materia. No hago más que seguir un sabio consejo de Cicerón. Si a pesar de todo resucito un día con el cuerpo que hube, no habrá sido sin darle todas las oportunidades digestivas a la divina materia del mundo.
Diariamente, se presentó Ludovico a casa del Maestro Donno Valerio Camillo y diariamente, el enjuto veneciano le entregó viejos folios para su traducción a la lengua de las diversas cortes donde, misteriosamente, insinuaba que enviaría su invención con todos los documentos fehacientes de la autenticidad científica.
A poco, Ludovico se percató de que cuanto traducía del griego y el latín al toscano, el francés o el español, tenía un tema común: la memoria. De Cicerón, tradujo el De inuentione: «La prudencia es el conocimiento de lo bueno, de lo malo y de lo que no es ni bueno ni malo. Sus partes son: la memoria, la inteligencia y la previsión o providencia. La memoria es la facultad mediante la cual la mente recuerda lo que fue. La inteligencia certifica lo que es. La previsión o providencia permite a la mente ver que algo va a ocurrir antes de que ocurra.» De Platón, los pasajes en los que Sócrates habla de la memoria como de un don: es la madre de las Musas, y en toda alma hay una porción de cera, sobre la cual se imprimen los sellos del pensamiento y la percepción. De Filostrato, la Vida de Apolonio de Tiana: «Euxemio le preguntó a Apolonio por qué, siendo un hombre de elevado pensamiento y expresándose tan clara y prontamente, nunca había escrito nada. Y Apolonio le contestó: ‘Porque hasta ahora no he practicado el silencio.’ A partir de ese momento, resolvió enmudecer; nunca volvió a hablar, aunque sus ojos y su mente todo lo absorbieron y lo almacenaron en la memoria. Aun después de cumplir cien años, recordaba mejor que el propio Simónities, y escribió un himno en elogio de la memoria, en el cual decía que todas las cosas se borran con el tiempo, pero que el tiempo mismo se vuelve imborrable y eterno gracias al recuerdo.» Y entre las páginas de Santo Tomás de Aquino, encontró subrayada con tinta roja esta cita: «Nihil potest homo intelligere sine phantasniate»: Nada puede entender el hombre sin las imágenes. Y las imágenes son fantasmas.
Leyó en Plinio las asombrosas proezas de memoria de la antigüedad: Ciro sabía los nombres de todos los soldados de su ejército; Séneca el Viejo podía repetir dos mil nombres en el mismo orden en que le fueron comunicados; Mitrídates, Rey del Ponto, hablaba las lenguas de las veinte naciones bajo su dominio; Metrodoro de Sepsia podía repetir todas las conversaciones que había escuchado en su vida con las exactas palabras originales y Cármides el Griego sabía de memoria el contenido de todos los libros de su biblioteca, la más vasta de la época. En cambio, Temístocles rehusaba practicar el arte de la memoria, diciendo que prefería la ciencia del olvido a la del recuerdo. Y constantemente, en todos estos manuscritos, aparecían referencias al poeta Sirnónides y se le llamaba inventor de la memoria.
Un día, muchos meses después de iniciar su trabajo, Ludovico se atrevió a preguntarle al siempre silencioso Maestro Valerio Gamillo sobre la identidad de ese mentado poeta Simónidcs. El Dómine le miró con ojillos vivaces bajo las pobladísimas cejas:
—Siempre supe que eras curioso. Te lo dije desde el primer día.
—No juzgarás vana mi curiosidad, Maestro Valerio, ahora que está a tu servicio.
—Busca entre mis papeles. Si no sabes encontrar lo que yo mismo hallé, en poco tendré tu habilidad.
Dicho lo cual, el ágil, tartamudo y cenceño Maestro se trasladó saltando a una puerta de fierro que siempre mantenía cerrada, protegida por cadenas y candados; la abrió con trabajos y desapareció detrás de ella.
Casi un año le tomó a Ludovico, alternando traducción con investigación, ubicar un delgado y cjuebradizo documento en griego donde el narrador contaba la historia de un poeta de mala fama despreciado portjue fue el primero en cobrar por escribir y aun leer sus versos. Llamábase Simónides y era oriundo de la isla de Geos. Este tal Simónides fue invitado una noche a cantar un poema en honor de un noble de Tesalia llamado Escopas. Para ello, el rico Escopas preparó un gran banquete. Pero el juguetón Simónides, además del elogio a su anfitrión, incluyó en (‘1 poema un ditirambo a los legendarios hermanos, los Dióscuros, Cástor y Pólux, ambos hijos de Leda, pero aquél de cisne, y éste de dios. Entre burlas y veras, Escopas le dijo al poeta, cuando terminó de rec itar, que puesto que sólo la mitad del panegírico había sido en honor suyo, no le pagaría más que la mitad de la suma convenida; y que la otra mitad se la cobrara a los míticos gemelos.
Burlado, Simónides se sentó a comer, dispuesto a cobrar en alimentos lo que el mísero Escopas le negaba en dineros. Pero en ese instante un mensajero llegó y le dijo al poeta que dos muchachos lo buscaban, con suma urgencia, afuera. Con creciente mal humor, Simónides dejó su puesto en el banquete y salió a la calle; pero no encontró a nadie. Se disponía a regresar al comedor de Escopas cuando escuchó un espantoso ruido de manipostería vencida y yeso quebrado: el techo de la casa se había desplomado. Todos murieron; el peso de las columnas aplastó a los comensales; bajo las ruinas, era imposible identificar a nadie. Los parientes de los muertos llegaron y lloraron, incapaces de reconocer al ser querido y perdido entre esos cuerpos aniquilados como insectos, desfigurados, con los rostros hundidos y los sesos regados. Entonces Simónides le fue indicando a cada deudo cuál era su muerto: el poeta recordaba el sitio exacto que cada comensal había ocupado durante el banquete.
Todos se maravillaron, pues nunca nadie había realizado una proeza similar; y así fue inventado el arte de la memoria. Simónides viajó a dar gracias al santuario de Cástor y Pólux en Esparta. Por su mente pasaban, una y otra vez, en perfecto orden, los rostros burlones, indiferentes, despectivos, ignorantes, de Escopas y sus invitados.
Ludovico le mostró este texto a Valerio Gamillo, y el Dómine meneó repetidas veces la cabeza. Al cabo dijo:
—Te felicito. Ahora sabes cómo se inventó y quién fundó la memoria misma.
—Pero seguramente, Maestro, los hombres siempre han recordado…
—Seguramente, monseñor Ludovicus; pero las intenciones de la memoria han sido distintas. Simónides fue el primero en recordar algo más que lo inmediato y lo remoto en cuanto tales, pues antes de él la memoria era inventario de tareas cotidianas, listas de ganado, utensilios, esclavos, ciudades y casas, o borrosa nostalgia de hechos pasados y lugares perdidos: la memoria era un factum, mas no una ars. Simónides propuso algo más: todo lo que los hombres han sido, cuanto han dicho y cuanto han hecho, es memorizable, en orden y ubicación perfectos; de ahora en adelante, nada tiene por qué ser olvidado. ¿Te das cuenta? Antes de él, la memoria era hecho fortuito: cada cual recordaba espontáneamente lo que quería o lo que podía; el poeta abrió las puertas a una memoria científica, independiente de los recuerdos individuales; propuso la memoria como conocimiento total del pasado total. Y puesto que esa memoria se ejercitaba en el presente, también debía abarcarlo totalmente, para que en el futuro la actualidad fuese un pasado memorable. Muchos sistemas se elaboraron, a través de los siglos, con este fin. La memoria pidió auxilio a los lugares, a las imágenes, a la taxonomia. Del recuerdo del presente y del pasado se pasó a la ambición de recordar el futuro antes de que ocurriese, y esta facultad se llamó previsión o providencia. Otros hombres, más audaces que los anteriores, se inspiraron en las enseñanzas de la Gábala, el Zohar y los Sefirot judíos para ir más allá y conocer el tiempo de todos los tiempos y el espacio de todos los espacios: la memoria simultánea de todas las horas y todos los lugares. Yo, monseñor, he ido más lejos aún. No me basta la memoria de la eternidad de los tiempos, que ya poseo, ni la memoria de la simultaneidad de los lugares, que nunca ignoré…
Ludovico se dijo que Dómine Valerio Gamillo estaba loco: esperaba encontrar su sepultura en la feroz digestión de unos mastines, y su vida en una memoria que no era la de este o aquel lugar, ni la suma de todos los espacios, ni la memoria del pasado, el presente y el porvenir, ni la suma de todos los tiempos. Aspiraba, quizás, al vacío puro. Los ojillos brillantes del veneciano observaron con sorna al estudiante español. Luego le tomó suavemente del codo y le condujo a la puerta encadenada.
—Nunca me has preguntado qué hay detrás de esa puerta. La curiosidad intelectual ha sido más poderosa en ti que una curiosidad que tú mismo podrías juzgar irrespetuosa, personal, malsana. Has respetado mi secreto. Voy a mostrarte, en recompensa, mi invención.
Valerio Gamillo introdujo varias llaves en los candados, retiró las cadenas y abrió la puerta. Ludovico le siguió por un pasaje oscuro, musgoso, de ladrillos húmedos, donde sólo brillaban los ojos de las ratas y la piel de las lagartijas. Llegaron a una segunda puerta de fierro. Valerio Gamillo la abrió y luego la cerró detrás de Ludovico. Estaban en un silencioso espacio blanco, de mármol, iluminado por la luz de la piedra, escrupulosamente limpio, maravillosamente aparejado, de tal manera que no podía observarse el menor resquicio entre los bloques de mármol.
—Aquí no entra ninguna rata, rio el Donno. Y luego, con gran seriedad, añadió: —Sólo yo he entrado aquí. Y ahora tú, monseñor Ludovicus, conocerás el Teatro de la Memoria de Valerio Gamillo.
El Maestro tocó ligeramente la superficie de uno de los bloques de mármol y toda una sección del muro se separó, como una puerta, del resto, girando sobre invisibles goznes. Los dos hombres pasaron, bajando las cabezas; un cántico hondo y lúgubre comenzó a resonar en las orejas de Ludovico; entraron a un corredor de madera, más estrecho a cada paso, hasta desembocar sobre un mínimo escenario: tan pequeño, en verdad, que sólo Ludovico cabía en él, mientras el Donno Valerio permanecía detrás, apoyando sus manos secas sobre los hombros del traductor, inclinando su rostro de águila cerca de la oreja de Ludovico y hablándole con un aliento tartamudo de atún, ajo y judía:
—Éste es el Teatro de la Memoria. Los papeles se invierten. Tú, el único espectador, ocupas el escenario. La representación tiene lugar en el auditorio.
Encajonado dentro de la estructura de madera, el auditorio tenía siete gradas ascendentes, sostenidas sobre siete pilares y abiertas en forma de abanico; cada gradería era de siete filas, pero en vez de asientos, Ludovico miró una sucesión de rejas labradas, semejantes a la que guardaba el jardín de Valerio Gamillo sobre el campo de Santa Margherita; la filigrana de las figuras en las rejas era casi etérea, de inodo que cada figura parecía superponerse a las que le seguían o precedían; el conjunto daba la impresión de un fantástico hemiciclo de biombos de seda transparente; Ludovico se sintió incapaz de comprender el sentido de esta vasta escenografía invertida, en la que los decorados eran espectadores y el espectador, actor único del teatro.
El hondo cántico del pasaje se convirtió en el coro de un millón de voces reunidas, sin palabras, en un solo ulular sostenido:
—Sobre siete pilares descansa mi teatro, tartamudeó el veneciano, como la casa de Salomón. Estas columnas representan a los siete sefirot del mundo supraceleste, que son las siete medidas de la trama de los mundos celestial e inferior y que contiene todas las ideas posibles de los tres mundos. Siete divinidades presiden cada una de las siete graderías: distingue, monseñor Ludovicus, sus figuras en cada una de las primeras rejas. Son Diana, Mercurio, Venus, Apolo, Marte, Júpiter y Saturno: los seis planetas y el sol central. Y siete temas, cada uno bajo el signo de un astro, se representan en las siete filas de cada gradería. Son las siete situaciones fundamentales de la humanidad. La Caverna, que es el reflejo humano de la esencia inmutable del ser y de la idea. Prometeo, que es el hombre que roba el fuego de la inteligencia a los dioses. El Banquete, que es el convivio de los hombres reunidos en sociedad. Las Sandalias de Mercurio, que son símbolos de la actividad y el trabajo humanos. Europa y el Toro, que son el amor. Y en la fila más alta, las Gorgonas que desde arriba lo contemplan todo: tienen tres cuerpos y un solo ojo compartido. Y el único espectador —tú— tiene un solo cuerpo pero posee tres almas, tal y como lo dice el Zohar. Tres cuerpos y un ojo; un cuerpo y tres almas. Y en medio de estos polos, todas las combinaciones posibles de los siete astros y las siete situaciones. Bien ha escrito Kermes Trismegisto que quien sepa unirse a esta diversidad de lo único será también divino y conocerá todo el pasado, el presente y el futuro, y todas las cosas que contienen el cielo y la tierra.
Dómine Valerio, con excitación creciente, manipuló detrás de Ludovico una serie de cuerdas, poleas y botones; sucesivas áreas del auditorio quedaron bañadas en claridad; las figuras parecieron adquirir movimiento, ganar transparencia, combinarse y fundirse unas en otras, integrarse en fugaces conjuntos y transformar constantemente su silueta original sin que ésta, no obstante, dejase de ser reconocible.
—¿Cómo concibes, monseñor Ludovicus, un mundo imperfecto?
—Sin duda, como un mundo en el que faltan cosas, un mundo incompleto…
—Mi invención se funda en la premisa exactamente contraria: el mundo es imperfecto cuando creemos que nada falta en él; el mundo es perfecto cuando sabemos que algo faltará siempre en él. ¿Admitirás, monseñor, que podemos concebir series ideales de hechos que corran paralelas a las series reales de hechos?
—Sí; en Toledo aprendí que toda materia y todo espíritu proyectan el aura de lo que fueron y de lo que serán…
—Y lo que pudo ser, monseñor, ¿no le darás ninguna oportunidad a lo que, no habiendo sido ayer, probablemente nunca será?
—Todos nos hemos preguntado, en un momento de nuestra existencia, esto: si nos fuese otorgada la gracia de revivir nuestra vida, ¿cómo la viviríamos esa segunda vez?, ¿qué errores evitaríamos?, ¿qué omisiones subsanaríamos?, ¿debí decirle, esa noche, a esa mujer, que la amaba?, ¿por qué me abstuve de visitar a mi padre el día anterior a su muerte?, ¿volvería a darle esa moneda a ese mendigo que me extendió su mano a la entrada de una iglesia?, ¿cómo escogeríamos, de vuelta, entre las personas, ocupaciones, partidos e ideas que constantemente debemos elegir?, pues la vida es sólo una interminable selección entre esto y aquello y lo de más allá, una perpetua elección, nunca decidida libremente, aun cuando así lo creamos, sino determinada por las condiciones que otros nos imponen: los dioses, los jueces, los monarcas, los esclavos, los padres, las mujeres, los hijos.
—Mira, mira entonces en los combinados lienzos de mi teatro el paso de la más absoluta de las memorias: la memoria de cuanto pudo ser y no fue; mírala en lo mínimo y en lo máximo, en los gestos no cumplidos, en las palabras no dichas, en las elecciones sacrificadas, en las decisiones postergadas, mira el paciente silencio de Cicerón mientras escucha las necedades de Catilina; mira cómo convence Calpurnia a César de que no asista al Senado en los idus de marzo; mira la derrota de la armada griega en Salamina, mira el nacimiento de esa niña en un establo de Belén, en Palestina, bajo el reinado de Augusto, mira el perdón que otorga Pilatos a esa profetisa y la muerte de Barrabás en la cruz, mira cómo rehúsa Sócrates, en su prisión, las tentaciones del suicidio, mira cómo muere Odiseo, devorado por las llamas, dentro del caballo de madera al que los astutos troyanos han prendido fuego al encontrarlo fuera de los muros de la ciudad, mira la vejez de Alejandro de Macedonia, la silenciosa visión de Homero: ve, mas no habla, el regreso de Elena a su casa, la fuga de Job de la suya, el olvido de Abel por su hermano, el recuerdo de Medea por su esposo, la sumisión de Antígona a la ley del tirano en aras de la paz del reino, el éxito de la rebelión de Espartaco, el hundimiento del arca de Noé, el regreso de Lucifer a su sitio a la vera de Dios, perdonado por decisión divina, pero también, mira, la otra posibilidad: la obediente permanencia de Luzbel, que renuncia a la rebelión, en el cielo original, mira, mira cómo sale ese genovés, Colombo, a buscar la ruta de Cipango, la corte del Gran Khan, por tierra, de poniente hacia levante, a lomo de camello; mira cómo giran y se funden y confunden mis lienzos: mira a ese joven pastor, Edipo, satisfecho para siempre de vivir al lado de su padre adoptivo, Polibio de Gorinto y mira la soledad de Yocasta, la intangible angustia de una vida que siente incompleta, vacía: sólo un pecaminoso sueno la redime: no habrá ojos arrancados, no habrá destino, no habrá tragedia y el orden griego perecerá fatalmente porque faltó la transgresión trágica que al violarlo lo restaurara y vivificara eternamente: la fuerza de Roma no sojuzgó el alma de Grecia; Grecia sólo pudo ser sometida por la ausencia de la tragedia: mira, París ocupada por los mahometanos, la victoria y consagración de Pelayo en su disputa con Agustín, la cueva de Platón inundada por el río de Heráclito, mira, las bodas de Dante y Beatriz, un libro que nunca fue escrito, un viejo libertino y comerciante de Asís y los muros vacíos que jamás pintó el Giotto, Demóstenes se tragó una piedra y murió atragantado, frente al mar, mira lo máximo y mira lo mínimo, el mendigo nacido en la cuna del príncipe y el príncipe en la del mendigo, el niño que creció, muerto al nacer, y el niño que murió, crecido, la fea, hermosa, el baldado, entero, el ignorante, letrado, el santo, perverso, el rico, pobre, el guerrero, músico, el político, filósofo, bastó un mínimo giro de este gran círculo sobre el cual se asienta mi teatro, la gran trama de tres triángulos equiláteros dentro de una circunferencia regida por las múltiples combinaciones de los siete astros, las tres almas, las siete mutaciones y el ojo único: no se separan las aguas del Mar Rojo, una muchacha toledana no sabe cuál prefiere entre siete columnas idénticas de una iglesia o entre dos idénticos garbanzos de su cena, Judas es insobornable, no le creyeron al niño que gritó ¡al lobo!…
Jadeante, Donno Valerio cesó por un momento de hablar y manipular sus cuerdas y botones. Luego, más tranquilo, le preguntó a Ludovico:
—¿Qué me darán, a cambio de esta invención que les permitiría recordar cuanto pudo haber sido y no fue, los reyes de este mundo?
—Nada, Maestro Valerio. Pues sólo les interesa saber lo que realmente es y será.
Los ojos de Valerio Gamillo brillaron como nunca: eran la única luz del teatro repentinamente ensombrecido:
—¿No les importa saber, también, lo que nunca será?
—Quizás, puesto que es otra manera de saber lo que será.
—No me entiendes, monseñor. Las imágenes de mi teatro integran todas las posibilidades del pasado, pero también representan todas las oportunidades del futuro, pues sabiendo lo que no fue, sabremos lo que clama por ser: cuanto no ha sido, lo has visto, es un hecho latente, que espera su momento para ser, su segunda oportunidad, la ocasión de vivir otra vida. La historia sólo se repite porque desconocemos la otra posibilidad de cada hecho históricos: lo que ese hecho pudo haber sido y no fue. Conociéndola, podemos asegurar que la historia no se repita; que sea la otra posibilidad la que por primera vez ocurra. El universo alcanzaría su verdadero equilibrio. Esta será la culminación de mis investigaciones: combinar los elementos de mi teatro de tal manera que dos épocas diferentes coincidan plenamente; por ejemplo: que lo sucedido o dejado de suceder en tu patria española en 1492, 1521 o 1598, coincida con toda exactitud con lo que allí mismo ocurra en 1938, 1975 o 1999. Entonces, estoy convencido de ello, el espacio de esa coincidencia germinará, dará cabida al pasado incumplido que una vez vivió y murió allí: el doble tiempo reclamará ese espacio preciso para completarse.
—Y entonces, de acuerdo con tu teoría, será imperfecto.
—La perfección, monseñor, es la muerte.
—¿Conoces al menos ese espacio donde todo lo que no ocurrió espera la coincidencia de dos tiempos para cumplirse?
—Te lo acabo de decir. Mira de nuevo, monseñor; hago regresar las luces, pongo en movimiento a las figuras, se integra un espacio, el de tu tierra, España, y el de un mundo desconocido donde España destruye todo lo anterior a ella y se reproduce a sí misma: una gestación doblemente inmóvil, doblemente estéril, pues sobre lo que pudo ser —mira arder esos templos, mira cómo caen las águilas, mira cómo son sojuzgados los hombres originales de las tierras ignotas— tu patria, España, impone otra imposibilidad: la de sí misma, mira cómo cierra sus puertas, expulsa al judío, persigue al moro, se esconde en un mausoleo y desde allí gobierna con los nombres de la muerte: pureza de la fe, limpieza de la sangre, horror del cuerpo, prohibición del pensamiento, exterminio de lo incomprensible. Mira: pasan siglos y siglos de muerte en vida, miedo, silencio, culto de las apariencias puras, vacuidad de las sustancias, gestos de honor imbécil, míralas, miserables realidades, míralas, hambre, pobreza, injusticia, ignorancia: un imperio desnudo que se imagina vestido con ropajes de oro. Mira: no habrá en la historia, monseñor, naciones más necesitadas de una segunda oportunidad para ser lo que no fueron, que éstas que hablan y hablarán tu lengua; ni pueblos que durante tanto tiempo almacenen las posibilidades de lo que pudieron ser si no hubiesen sacrificado la razón misma de su ser: la impureza, la mezcla de todas las sangres, todas las creencias, todos los impulsos espirituales de una multitud de culturas. Sólo en España se dieron cita y florecieron los tres pueblos del Libro: cristianos, moros y judíos. Al mutilar su unión, España se mutilará y mutilará cuanto encuentre en su camino. ¿Tendrán estas tierras la segunda oportunidad que les negará la primera historia?
Ante los ojos de Ludovico, entre los biombos y rejas y luces y sombras de las graderías de este Teatro de la memoria de todo lo que no fue pero podría, alguna vez, ser, pasaron, revertidas, con la seguridad de que serían estas que él miraba, animadas imágenes, incomprensibles, barbados guerreros con corazas de fierro, rasgados pendones, autos de fe, empelucados señores, hombres oscuros con inmensas cargas a cuestas, se oyeron discursos, proclamas, oradores grandilocuentes, se vieron lugares y paisajes nunca vistos: extraños templos devorados por la selva, conventos concebidos como fortalezas, ríos anchos como mares, desiertos pobres como una mano abierta, volcanes más altos que las estrellas, praderas devoradas por el horizonte, ciudades de balcones enrejados, rojos tejados, muros heridos, inmensas catedrales, torres de vidrio resquebrajado, militares con los pechos cuajados de medallas y entorchados, pies cubiertos de polvo y espina, niños de flacos huesos y grandes barrigas, la abundancia al lado del hambre, un dios de oro asentado sobre un mendigo harapiento; el lodo y la plata…
Se apagaron de nuevo las luces. Ludovico no se atrevió a preguntarle a Valerio Gamillo cómo manipulaba la iluminación del teatro, cómo proyectaba o montaba o levantaba desde la nada estas imágenes en movimiento sobre biombos y entre rejas, qué significaban las cuerdas que movía, los botones que apretaba. Pudo imaginar, eso sí, (jue el Dómine era capaz de repetir las palabras nunca dichas por Medea, Cicerón o Dante mediante el simple recurso de leer los labios: comprensible arte de un tartamudo. Valerio Gamillo sólo dijo:
—Revelaré mis secretos al príncipe que mejor me pague mi invención.
Pero Ludovico volvió a dudar que príncipe alguno desease mirar cara a cara lo que no fue y quisiera ser. La política era el arte de lo posible: ni la estatua de Gomorra, ni el vuelo de Ícaro.
Todas las noches regresaba el traductor a su pobre aposento en la larga espina de la Giudecca, semejante, en verdad, al esqueleto de un lenguado, y encontraba a sus hijos dedicados a sus personales ocupaciones. Uno ejercitaba una espada de madera contra su propia sombra en los viejos muros vespertinos de la iglesia de Santa Eufemia; otro aserraba, pulía y barnizaba estantes para los libros y papeles de Ludovico, mezclándose la viruta con la cabellera dorada; el tercero se sentaba acuclillado y desde la puerta contemplaba las baldosas desnudas del campo de San Gosma. Luego los cuatro cenaban frituras de marisco, judías y queso de hebras. Y una noche, les despertó un desesperado batir de manos contra la puerta. Uno de los muchachos abrió. Cayó en el umbral, sofocado, embarrado de ceniza el rostro, incendiadas las vestiduras, el Dómine Valerio Gamillo. Alargó la mano hacia Ludovico y tomó su puño con el estertor furioso del moribundo:
—Alguien me delató como hechicero, dijo el Donno, sin traza de tartamudez; alguien colocó una carta en la boca de piedra. Quisieron apresarme. Opuse resistencia. Temí por mis secretos. Pusieron fuego a mi casa. Me hirieron con leves estocadas, para someterme. Quisieron entrar al teatro. Trataron de romper los candados. Huí. Monseñor Ludovicus: protege mi invención. ¡Necio de mí! Debí contarte mis verdaderos secretos. Las luces del teatro. Un depósito de carbones magnéticos en la azotea de la casa. Atraen y conservan la energía del relámpago y los cielos sobrecargados de la laguna. La filtro por conductos impermeables, filamentos de cobre y bulbos del más fino cristal veneciano. Los botones. Ponen en movimiento unas cajas negras. Unas cintas de seda azogada con imágenes de todos los tiempos, miniaturas pintadas por mí, que se agigantan al ser proyectadas sobre las graderías con una luz detrás de las cintas. Una hipótesis, monseñor, sólo una hipótesis… termina tú de comprobarla… salva mi invención… y recuerda tu promesa.
Allí murió el Donno Valerio, sobre el piso de ladrillo. Ludovico cubrió el cadáver con una manta. Les pidió a los muchachos que lo guardasen en una barca y al día siguiente lo llevasen a la casa del Dómine. Ludovico llegó hasta el Campo Santa Margherita esa misma tarde. Encontró un negro cascarón. Incendiada la casa, quemados los documentos. Entró y llegó hasta la puerta encadenada. Allí, reunidos, ladraban los mastines, Biondino, Preziosa, Pocogarbato. Los llamó por sus nombres. Le conocían. Abrió los candados con las llaves del Maestro. Penetró por el pasillo de las ratas y las lagartijas. Llegó al aposento de mármol. Tocó la puerta invisible y ésta se abrió. Entró al estrecho espacio del escenario. Reinaba la oscuridad. Tiró de la cuerda. Una brillante luz iluminó la figura de las tres Gorgonas con su ojo único bajo el signo de Apolo. Apretó tres botones. Entre los biombos y las rejas se proyectaron tres figuras. Eran sus tres hijos. En la gradería de Venus y en el escaño del amor, el primero era una estatua de piedra. En la gradería de Saturno y en el escaño de la cueva, el segundo yacía recostado, muerto, con los brazos cruzados sobre el pecho. En la gradería de Marte y en el escaño de Prometeo, el tercero se retorcía, atado a una roca, picoteado por un halcón que no le devoraba el hígado, sino el brazo, hasta mutilarlo.
Al girar para salir de allí, Ludovico se encontró cara a cara con los tres muchachos. Volvió el rostro, violentamente, al auditorio del teatro; las sombras de sus hijos habían desaparecido. Miró sus cuerpos verdaderos. ¿Habían visto lo que él vio?
—Tuvimos que huir con el cadáver del Maestro, dijo el primero.
—Los Magistrados de la Blasfemia se presentaron en busca del fugitivo, dijo el segundo.
—Nos amenazaron; conocen tus relaciones con Valerio, padre, dijo el tercero.
Salieron de allí; recobraron los pasos perdidos. Ludovico volvió a cerrar con candado la puerta y la encadenó; arrojó, desde una ventana incendiada, las llaves al Río de San Barnabá. Entre los cuatro, sacaron el cadáver de Valerio Gamillo de la barca y lo llevaron hasta el jardín de la casa. Ludovico reunió a los mastines. Desvistió al cadáver. Lo tendió en el jardín. Más que nunca, el Dómine, en la muerte, parecía un joven cardenal entelerido, con filoso perfil y carne de cera. Soltó a los perros. Sonaron las horas del alto campanile de Santa María dei Carmine.
Valerio Camillo había encontrado su sepultura.