Con la mitad del oro que le quedaba, Ludovico compró una embarcación, provisiones y una aguja de marear, y de Egipto navegó rumbo a las costas de Levante. Los tres niños reían y gateaban sobre la cubierta; el brillante sol mediterráneo se les metía en los ojos y en la piel con salud y buenaventura.
Atracó en el puerto de Jaifa, vendió la barca y a los pocos días, a lomo de burro, llegó a la aldea del desierto, cerca del Mar Muerto. Sin preguntar nada a nadie, siguió las precisas instrucciones de Plinio para llegar hasta ese lugar. Les recibieron unos hombres tan pobres como Ludovico y sus tres niños, y todos vieron un buen signo en esta llegada, pues la comunidad del desierto se dividía en cuatro clases: niños, discípulos, novicios y fieles, y tres infantes tan tiernos podrían ascender en la escala del conocimiento y el mérito, llegando tan libres de pasado a la vida de la secta. A Ludovico le explicaron que no era la incapacidad de poseer lo que allí les reunía, sino la voluntad de poseerlo todo en comunidad. Ludovico entregó a la caja común las monedas de oro que le quedaban.
Durante diez años, Ludovico y los tres niños vivieron la vida de esta comunidad. Despertaban al alba. Trabajaban los campos regados por los ojos de agua que los fieles conocían. Se bañaban antes de almorzar y tornaban a los rudos trabajos de carpintería, loza y tejería. Cenaban; nunca hablaban durante las comidas. Antes de dormir, podían estudiar, meditar, orar o contemplar. Vestían siempre con pobreza. Prohibían toda ceremonia, pues afirmaban que el bien ha de practicarse humildemente y no celebrarse. Renegaban por igual del fasto de todas las iglesias, las de oriente y las de occidente, la hebrea y la cristiana, de todo rito y de todo sacrificio. Y transmitían las creencias, no en sermones, sino en pláticas corrientes, a la hora del reposo, durante las jornadas de trabajo, con voz quieta y razonable. A nadie, allí, le llamó la atención los signos externos de los tres niños.
—Tu cuerpo es materia perecedera, mas tu alma es inmortal.
—Capturada en el cuerpo como dentro de una prisión, el alma sólo puede aspirar a la libertad si renuncia al mundo, a la riqueza, a los templos de piedra y, en cambio, sirve con piedad a Dios, practicando la justicia hacia los hombres.
—No dañes a nadie, ni voluntariamente ni por órdenes de otro.
—Detesta al hombre injusto y socorre al hombre justo.
Los tres niños aprendieron de memoria estas máximas. Sentados a la mesa del refectorio de acuerdo con su edad en el tiempo de la comunidad, Ludovico y los tres niños terminaron por ocupar un alto rango en ella, pues aquí no se juzgaba la edad por las apariencias exteriores de juventud o vejez, sino por el tiempo pasado en la comunidad, y así, más viejos eran ellos que algunos hombres de cabellos grises llegados tardíamente a la secta. Estos viejos eran considerados niños; Ludovico llegó a ser novicio; los niños, discípulos.
—La igualdad es la fuente de la justicia; ella nos manifiesta la verdadera riqueza.
—Tres rutas hay hacia la perfección: el estudio, la contemplación y el conocimiento de la naturaleza.
—Pero también hay los sueños.
—Los sueños vienen de Dios.
—A veces, son como el atajo hacia la beatitud final que pueden procurarnos los otros tres caminos.
Un día del año en que los tres niños, en meses diferentes, cumplieron once, Ludovico dijo a los fieles que había soñado. Debía regresar con sus tres hijos al mundo para cumplir los dictados de la justicia. Los fieles le regresaron las monedas de oro que entregó al llegar. Ludovico miró las monedas que un día Celestina le envió de Toledo con el monje Simón. El mismo perfil prógnata, realzado; el labio inferior colgante; la mirada muerta. Pero la efigie allí troquelada no era la del antiguo Señor, sino la de su hijo, Felipe.
—¿Ese viejo rey?, le dijo el capitán de la nao donde se embarcaron, una tarde, en Jaifa.
El capitán miró las monedas que Ludovico le había entregado para pagar el pasaje. Mordió una de ellas para cerciorarse de su ley, y añadió:
—Murió hace años. Le ha sucedido su hijo don Felipe, que gloria haya.
Diez años de silencio y de trabajo, se dijo Ludovico, diez años de estudio sin libros, pensando, contemplando, en silencio, recordando cuanto antes aprendí, ordenándolo todo de nuevo en mi cabeza. Más tiempo me predijo Felipe para alcanzar la gracia pragmática. Menos tiempo necesitaré para mudarla en acción. Me imaginó solitario, en un cuartucho, doblado sobre carbones y breas, filtros y limos, envejeciendo hasta saber, sabiendo viejo, sabiendo inútil. Pero no estoy solo. Soy yo más mis tres hijos. Mi pequeño y formidable ejército. No basta una vida para integrar un destino.
Miró por última vez hacia las costas de la Palestina. El desierto se hundía en el mar. El desierto empezaba en el mar. Un pueblo en el desierto, sin mujeres, sin amor y sin dinero. Un pueblo eterno, donde nadie nace. Vinieron hombres a la comunidad; otros se fueron. Pero a nadie vio nunca nacer, o morir, allí. Y quizás por esto, se dijo ensimismado, sólo allí pudo pensar clara y totalmente su propio destino y el de los tres muchachos a su destino unidos.
Mas una noche de canícula el capitán se acercó a 61 y, después de mirar un rato al mar inmóvil y opaco, le dijo:
—He oído a uno de los niños orar en la madrugada. Las cosas que dijo son las que hace siglos repetía una secta de rebeldes tanto a la ley de Israel como a la ley de Roma, que a todas las iglesias tenían por guaridas del Maligno.
—Así es. Hemos vivido diez años entre ellos, respondió Ludovico.
—Eso es imposible. Todos los miembros de la secta fueron condenados por el Sanedrín y entregados a los centuriones, quienes los llevaren al desierto y allí les abandonaron, atados de pies y manos, sin pan y sin agua. No pueden haber sobrevivido. Se llamaban los ciudadanos del cielo.
Por un instante, mareado, Ludovico sintió que nunca había llegado hasta allí, pero que, también, nunca había salido de allí.
Un largo sueño disipó sus turbias ansiedades.