El mirador de Alejandría

Ludovico se despidió del doctor de la sinagoga del Tránsito y lejos, muy lejos viajó con los tres niños.

Había leído en los textos de Toledo un escrito de Plinio donde se habla de un pueblo sin mujeres, sin amor y sin dinero; un pueblo eterno donde nadie nace. Vivía este pueblo en una aldea cercana a las riberas del Mar Muerto, huyendo de las grandes ciudades a fin de perfeccionar su vida simple, silenciosa y austera. Allí quería Ludovico que crecieran los tres niños abandonados a su cuidado.

Embarcáronse en Valencia en nave cristiana que una noche les abandonó cerca del puerto de Alejandría. Perdiéronse en las callejuelas perrunas de esa ciudad viuda de dioses y de hombres; mucho llamaron la atención este hombre de ropas mendicantes y los tres niños que a duras penas podía sostener, aunque era fuerte, en brazos. Sin embargo, fue bien recibido. Hablaba el árabe, podía pagar alojamiento y comidas y los tres niños eran singularmente silenciosos y bien portados. Se hospedaron en un alto palomar junto a una azotea y desde allí Ludovico miraba cómo se desangraba el río de cien brazos en las aguas del mar sin cuerpo.

Dormía una noche, a causa del calor, sobre las piedras blanqueadas del aljarafe y soñó que se embarcaba en un velero y bogaba hacia el origen del Nilo. Sólo tres estrellas brillaban en el firmamento; el resto del cielo se había vaciado de luz y un gran silencio cubría la tierra de Egipto. A medida que bogaba, se iba acercando a las tres estrellas mudas, hasta tenerlas al alcance de la mano: se reflejaban en las aguas. Metió la mano en el río y pescó una estrella.

Primero, la estrella tembló. Luego habló. Dijo sol, y el sol apareció. Dijo trigo, y las riberas se llenaron de ondulantes espigas. Dijo ciudad, y un blanco caserío emergió de entre las arenas del desierto. Dijo hijos, y tres personas, dos jóvenes y una muchacha, aparecieron nadando junto a la barca de vela, y la condujeron a la margen del río.

—Éste es mi hermano y ésta es mi hermana, dijo uno de los muchachos.

Durante el primer día, el joven que primero habló sembró la tierra, cosechó sus frutos, encauzó las aguas del río para que regaran el desierto, fabricó ladrillos con el lodo negro de la ribera, construyó una casa y así dio sustento y albergue a sus hermanos.

Esa noche, en acto de gratitud, su hermana le tomó por esposo y ambos durmieron juntos en la casa. El otro hermano se recostó a la intemperie, mas breve fue su descanso. Se levantó y caminó junto al río, insomne, injurioso, conteniendo apenas su cólera y su envidia.

Al amanecer del segundo día, el hermano envidioso entró a la casa donde dormía la pareja y mató, dormido, a su hermano. Arrastró el cadáver al río y lo arrojó a las aguas. La esposa y hermana lloró y caminó por las fangosas riberas buscando el cuerpo de su hermano y marido. El hermano asesino le dijo a Ludovico:

—Estás durmiendo en una azotea. Sella tus labios. Si me delatas, a ti también te mataré en el sueño. Nunca despertarás.

Y se fue caminando por el desierto, desnudo e inerme.

Ludovico caminó en busca de la mujer. Al cabo la encontró hincada junto a unos juncos que habían atrapado el cadáver del hermano muerto. La mujer acercó los labios a los del hombre y le reanimó con su aliento, pasándole la vida de la boca a la boca. Luego dijo:

—Los labios son la vida. La boca es la memoria. La palabra lo creó todo.

Y el muerto resucitó. Pero era un muerto vivo, ya no el que antes fue. Y sus palabras al resucitar fueron éstas:

—Yo soy ayer y conozco mañana. Como yo, mis hijos vivirán su muerte y morirán su vida. Nunca volveremos a ser tres, solos, en el mundo, concebidos por nosotros mismos, sin padre que nos engendre ni madre que nos nombre.

La tierra se pobló.

Al tercer día de su sueño, Ludovico se encontró caminando entre las multitudes de la ciudad de Alejandría. La abigarrada muchedumbre de turbantes y rostros velados y fluyentes mantos y pies descalzos y manos ladronas era indiferente a él, y al mismo tiempo le acosaba con su premura, las voces rispidas, los pregones tristes. En el zoco de una puerta blanca, reconoció al hermano asesino. Estaba sentado con las piernas cruzadas frente a un raquítico taburete y allí escribía, sin cesar, como condenado a escribir, como si del hecho de garabatear los caracteres arábigos sobre tiesas y enrolladas hojas de papiro dependiese su salud; como si, escribiendo, aplazase una condena.

Ludovico se acercó al escribano. No fue reconocido. Las moscas se detenían sobre el rostro del criminal y él las espantaba con una mano, sin pestañear. Ludovico pasó su mano frente a los ojos del escritor. Tampoco esta vez parpadeó. Ludovico leyó por encima del hombro del escriba ciego. «Una noche maté a mi hermano. Atención. Leed y entended. Os contaré por qué sucedió, cómo, cuándo y para qué; lo que entonces previ, lo que hoy recuerdo, lo que mañana temeré. Atención. Deteneos. ¿No os da curiosidad mi historia…?»

Soñó Ludovico que esa noche dormían en la tumba el hermano asesinado y su esposa y hermana. Ella despertó y le dijo:

—Ahora podemos salir. Ahora puedes conocer los destinos de los que viven fuera de la tumba.

—Sí, contestó el asesinado, pero en secreto. Que no nos vean.

Se levantaron de los sudarios como si abandonasen sus propias pieles. La mujer agitó sus ropajes de mil colores, que al moverse los pliegues nacía el día y caía la noche, se encendían las luces y se prolongaban las tinieblas, en fuego estallaban las telas y como agua corrían por su cuerpo, a su contacto morían los vivos y renacían los muertos, mientras la pareja caminaba por las mismas calles de Alejandría, rumbo a las múltiples desembocaduras del gran río.

Los vio al fin.

El hermano asesino muerto en la calleja abandonada, el rostro manchado por la tinta vaciada, la pluma apretada entre las manos, los rollos de papel regados alrededor del cuerpo, blancos, vírgenes, sin un solo carácter escrito en ellos.

La pareja remontaba el río en una barca luminosa, el hombre nombrando las cosas en secreto, agua, arena, trigo, piedra, casa, la mujer preguntando a las aguas:

—¿Por qué sucumbió nuestro hermano a la tentación de escribir su propio crimen?

Fue despertado por unos dedos que rozaron los suyos. Vio recostada junto a él a una mujer de edad incierta, pues los velos cubrían su cuerpo y su rostro, con excepción de una apertura recortada sobre los labios. Esta apertura seguía la forma de los labios. La boca estaba estampada de colores y hablaba:

—Huye de aquí, le dijo a Ludovico, llega cuanto antes a donde te diriges. Allí está tu salud. Aquí peligran tus hijos si se descubre el signo que portan. Serán identificados con una profecía sagrada. Serán separados de ti y, cautivos, esperarán su mayor edad para actuar de nuevo la lucha de los hermanos enemigos…

—¿Qué profecía es ésa?, preguntó Ludovico; mas la mujer se envolvió en los velos multicolores, la ropa semejante a los labios, y desapareció en la oscuridad.