Me costó reconocerla, le dijo el monje Simón a Ludovico una noche, mientras el estudiante le servía un plato de lentejas y abadejo seco, pues su voz era ronca y apagada, y los trapos que la cubrían no alcanzaban a ocultar las feroces heridas de su rostro y de sus manos que aún sangraban, como si una bestia le hubiese clavado garras y colmillos, y no había luz en sus ojos.
Dice que me encontró preguntando por las ciudades desoladas, allí donde las casas han sido abandonadas por sus habitantes, y las bestias del monte, guiadas por sus instintos, llegan y se aposentan en salas y cámaras. Le pregunté si no temía por la vida del niño. Rio y dijo:
—Quien como éste ha nacido, no ha de morirse de una vil plaga.
Me lo dio, Ludovico, me dijo dónde estabas y me pidió que viniera a entregártelo. Dijo que no faltaría a la cita, dentro de veinte años. En las casas de los muertos todo permanece abierto, puertas y cofres. Los criados que no perecieron, huyeron. Celestina tomó un puñado de oro y otro de joyas de un arcón, cacareó y se fue como huyendo, como embozada, haciéndose pequeña, como avariciosa que teme la luz del sol, porque puede derretirle su oro.
Pero antes, me dio estas monedas para ti. Fue su último gesto generoso. Lloró al dar. Rio al quitar.
Mira bien el perfil troquelado de estas monedas, Ludovico.
La quijada saliente.
El labio grueso y colgante.
La mirada muerta.
Él, el Señor.