Espectro del tiempo

Ludovico encontró esa mañana al anciano en la sinagoga del Tránsito, arrodillado sobre un tapete, murmurando oraciones, doblado sobre sí mismo en una profunda reverencia, de manera que su cabeza tocaba sus rodillas. El estudiante esperó hasta el término de la oración.

—¿Quieres hablar?, preguntó el viejo.

—Sí. Mas no importunaros.

—Te esperaba.

—He estado muy inquieto.

—Lo sé. Mucho has leído aquí. No todo concuerda con lo que tú crees.

—Tuve un sueño en voz alta, una tarde, en una playa. Hablé y soñé de un mundo sin Dios, en el cual cada hombre generase su propia gracia y la ofreciese con provecho a los demás hombres, para transformar sus vidas. Ahora no sé. Y no sé porque sé que no basta una vida para cumplir todas las promesas de la gracia individual. Temo, venerable señor, irme al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia; eterno aquél, perecedera ésta.

—Nada muere, nada perece por completo, ni el espíritu ni la materia.

—¿Pero son similares sus desarrollos? Transmitense los pensamientos. ¿Transmútense los cuerpos?

—Las ideas, sabes, nunca se realizan por completo. A veces se retraen, inviernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer: el pensamiento mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un cierto tiempo renace en otro. El espíritu se traslada, se duplica, a veces suple; desaparece, se le cree muerto, reaparece. En verdad, se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos; y sin embargo, no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación: cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, una palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que materia son; y toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca.

—¿Entonces vivo una época que es la mía, o sólo soy el espectro de otra época, pasada o futura?

—Las tres cosas.

El viejo de la sinagoga se incorporó de su posición humillada y miró a Ludovico.

Ludovico miró la estrella en el pecho del anciano. En ella estaba inscrito y realzado el número tres.