El tercer niño

Pidió caridad por caminos y villorrios, y a los tres días de andar miró los torreones del alcázar que nunca pensó ver otra vez, y al norte del castillo un vasto bosque.

Lo conocía. Aquí se refugió cuando abandonó a Jerónimo: buena guarida es la selva para hembra embrujada; y aquí fue visitada, en largas noches de luna, rodeada de rumores de búho y lobo y cigarra, por su esposo sin luz ni sombra, ausencia pura, quien le dijo:

—Te recompensaré, Celestina… Pero tu tiempo es breve… No creas que mi recompensa será eterna… Tu felicidad será una ilusión… Transmite a otra mujer lo que sabes cuando lo sepas… Aún no, aún no…

Aquí jugueteó con sus muñequitas rellenas de harina. Respiró hondamente. Reconocía la humedad de la tierra, el susurro de las bóvedas de los olmos en el cielo y de la vieja hojarasca en la tierra: jirones de un otoño olvidado. Aquí fue tomada por los tres viejos mercaderes una noche. Aquí soñó lo que su amante le dijo al oído:

—Un grácil joven… La estígmata de su casa: el prognatismo… Pasará por aquí… Detenlo… Lo reconocerás… No te quiso violar… Lo conoces… Es el hijo del Señor que te impuso la pernada… Llévalo a la playa… El Cabo de los Desastres…

Y ahora se acercó de noche a un claro del bosque y la vio.

Era la niña que había besado sus manos en Toledo. Cuidaba sus ovejas y había preparado, a pesar de la luna llena y el bálsamo del aire, un fuego para protegerse y proteger a su rebaño. La miró con amor: la niña se limpiaba una y otra vez los labios con la mano, escupía, pero la llaga de los labios no se borraba. Es ella, se dijo Celestina, lo sé, pero no entiendo… Trató de recordar cuanto sabía: todo era signo, y las direcciones tantas… No bastaría una vida para seguir esa red de caminos cruzados.

Se escuchó un bajo lamento animal. La niña recogió un leño ardiente. Bajó la llama; iluminó a una loba larga y gris. La loba le mostró una pata herida y la niña se hincó junto a la bestia y la tomó. La bestia le lamió la mano y se recostó junto a la fogata. Celestina observaba escondida detrás de un islote de álamos blancos que parecían tragarse la luz de la luna. A poco, el animal parió, entre las zarzas y el polvo y los balidos de las ovejas.

Era un niño. Nació con los pies por delante. Tenía seis dedos en cada pie, y sobre la espalda el signo de la cruz: no una cruz pintada, sino parte de su carne: carne encarnada.