Caminó muchas tardes Celestina por las calles de Toledo, pinas y llanas, solitarias y tumultuarias, abiertas en anchas plazas, enjambradas en estrechos callejones, buscando la promesa del diablo. Y no hacía más que buscar una cara conocida.
Pasó un atardecer junto a un jardín amurallado, y escuchó gritos en el jardín y rumores en las tapias. Un caballero embozado saltó la tapia, con una monja en brazos. Abrióse el portón y dos caballeros corrieron a la calle con las espadas desenvainadas. Desvanecida yacía la monja; herido de una pierna el hombre embozado. Miró a Celestina. Suplicóle:
—Haz por reanimar a la novicia. Llévala contigo y yo iré a buscarla. Dame tus señas.
Celestina no tuvo tiempo de responder. Los caballeros armados se lanzaron sobre el embozado, y éste, arrojando la capa sobre el hombro, incorporóse y desenfundó su espada. Chocaron los aceros; el caballero de la capa se batía con alegre fervor contra sus rivales, y aun les mantenía a raya, a pesar de la pierna herida. Celestina hizo por reanimar a la monja, logró levantarla, apoyarla y llevarla a una callejuela escondida, no lejos del lugar del combate, donde la monja volvió a caer por tierra; muy cerca, escuchábanse las voces de injuria, el grito del vencido, los vítores de los vencedores. Celestina les vio pasar corriendo, con las espadas sangrientas, por la calleja mayor, dejando de largo este vícolo techado de hiedras que se extendían entre dos jardines, uniendo sus nudosos dedos sobre las cabezas de Celestina y la monja.
—Id, id a él, suspiró la monja, ved si me lo han matado.
Corrió Celestina al lugar del duelo, donde yacía, sangrante, el raptor. Un capullo escarlata estallaba entre los brocados del pecho. Celestina se hincó junto al moribundo, sin saber muy bien qué hacía; el caballero de oscura belleza la miró con los ojos entrecerrados, sonrió, logró decir:
—Celestina… Celestina… ¿eres tú?, ¿otra vez joven?, oh, mira, madre, que encontrarte otra vez cuando me muero otra vez… yo que te vi morir a ti otra vez… Dios y muerte, ¿no lo dije siempre?, ¡qué largo me lo fiáis…!
Y diciendo así, murió. Espantada, Celestina se alejó del cuerpo y regresó a la monja escondida en la callejuela umbría. Caían las hojas muertas sobre su blanco hábito. Preguntóle a Celestina por la suerte del duelo y la vida del caballero, y Celestina díjole:
—Murió.
No lloró la monja, sino que permaneció sentada bajo la tosca enramada, en aquel callejón, con una extraña expresión en el rostro, y al cabo dijo:
—Asesinó a mi padre por amor a mí. Yo amé al matador de mi padre. Fue más fuerte el amor al vivo que el amor al muerto. No me burló a mí, sino a mi propio padre, enterrado aquí, en este mismo convento. Vino a burlarse del sepulcro, a la estatua de mi padre desafió, invitóle a cenar esta misma noche en la posada, negó misruegos para que me llevara otra vez con él, dijo que no más días empleaba en cada mujer que arriaba, que uno para enamorarla, otro para conseguirla, otro para abandonarla, otro para sustituirla y una hora para olvidarla; rogué; negóse; entraron mis hermanos, le desafiaron, rio, tomóme, conmigo huyó, no por amor a mí, sino para desafiar a mis hermanos. Escaló la tapia del convento, caímos, desvanecíme. Murió.
Jugueteó la monja con las hojas secas.
—Yo vi temblar la estatua de mi padre, animarse la piedra. Hubiera asistido a la cita, segura estoy. Mas ved, muchacha de tristes ojos, que nada terminó como yo lo pensé, sino en miserable lance callejero. Por favor, ayúdame, llévame a la puerta del convento. Mi honor está a salvo. Pero no mi amor. ¿Sabes una cosa, muchachilla? Lo peor de todo es que mi imaginación ha quedado insatisfecha. No debió morir así Don Juan… Quizás en otra vida. Anda, ayúdame, por favor, llévame hasta la puerta del convento.