Cuanto existe, todo lo formado por el Anciano (¡santificado sea su nombre!) proviene de un macho y de una hembra. El padre es la sabiduría que ha engendrado toda cosa. La madre es la inteligencia, tal como fue escrito: «A la inteligencia darás el nombre de madre.» De esta unión nace un hijo, el vástago mayor de la sabiduría y la inteligencia. Su nombre es el conocimiento o la ciencia. Estas tres personas reúnen en sí mismas cuanto ha sido, es y será; pero a la vez, se reúnen en la cabeza blanca del Anciano entre los ancianos, pues Él es todo y todo es Él. Y así el Anciano (¡santificado sea su nombre!) es representado por el número tres, y existe con tres cabezas que no forman más que una sola. Dios da a conocer su creación mediante sus atributos, los sefirot, que se proyectan como rayos y se expanden como las ramas de un árbol. Mas todos los rayos y todas las ramas emanadas de Dios deben volver al número tres, a fin de no extinguirse en la dispersión. Así, veintidós letras tiene el alfabeto hebreo, que es el verbo de Dios, y esas veintidós letras pueden combinarse y mezclarse de diversas maneras, siempre y cuando no se dispersen, sino que todas sus combinaciones posibles regresen siempre a las tres letras madres, que son
La primera es fuego. La segunda agua. La tercera aire. De ellas nace cuanto se multiplica. Por ellas se regresa a la unidad. Y de la unidad vuelven a derivarse los tres primeros sefirot, que son la corona, la sabiduría y la inteligencia. La primera representa el conocimiento o la ciencia. La segunda al que conoce. La tercera a lo que es conocido. El hijo. El padre. La madre. De esta trinidad nace todo lo demás, manifestándose progresivamente en el amor, la justicia, la belleza, el triunfo, la gloria, la generación y el poder. Temerario será quien recorriendo esta ruta, intente ir más allá, pues queriendo sobrepasarse, sólo conocerá la desintegración de cuanto le precedió: poder, generación, gloria, triunfo, belleza, justicia, amor, inteligencia, sabiduría, conocimiento, y sólo se internará en el desierto de la muerte errabunda, buscando un alma de la cual apropiarse para reencarnar y reiniciar toda la vuelta de la vida, aplazando el regreso al cielo y la reunión con la mitad perdida de su alma. El alma santa, en cambio, se detendrá, reconociendo que la plenitud tiene límites y que son estos límites los que aseguran que la plenitud sea plena, pues la infinita disgregación es el vacío, renunciará a los espejismos ambiciosos y volverá sobre sus pasos hasta regresar al umbral de los tres, que a su vez es el umbral de retorno a la unidad. Pues está escrito que toda cosa regresará a su origen, como de él salió.