Pronto vio Celestina que el parecido entre los dos niños no se limitaba a los signos extremos de los pies y la cruz, sino que en todo lo demás, proporción y facciones, eran idénticos. Se lo hizo notar a Ludovico; el estudiante sólo pudo decirle que se trataba de un verdadero misterio, puesto que nada podía explicarlo, y siendo ésta su naturaleza, no quedaba más remedio que confiar en que, algún día, el misterio revelase su propia razón. Lo dijo a regañadientes, pues estos hechos, y las lecturas y traducciones con que se ganaba la vida en la sinagoga, iban a contrapelo de las razones más secretas de su inteligencia rebelde: la gracia es directamente accesible al hombre, sin intermediarios; debe encarnar en la materia, dirigirse a finalidades pragmáticas y ser explicable por la lógica.
Le advirtió a Celestina que no se aventurase fuera de la judería, cautiva entre la Puerta del Cambrón, los montes del Tajo, la vieja mezquita y la Santa Eulalia, por ser ésta la guarida invisible de la pareja y peligrar su anonimato en los barrios cristianos. Mas ciertas tardes, animada por un vigilante sueño, Celestina abandonaba a los dos niños, aprovechando sus siestas, o confiaba en que las vecinas acudirían a los chillidos y caminaba como dormida, más allá de los límites del barrio hebreo.
Quizás sólo ahora, veinte años más tarde, se atrevería a explicar los motivos de sus paseos de sonámbula, a media tarde, por las empinadas callejas de piedra, los antiguos zocos árabes, hasta el Castillo de San Servando, hasta el río, hasta el puente de Alcántara, hasta las más lejanas puertas del norte, y hasta la más lejana del sur, la Puerta de Hierro: la temible, densa, desolada, extensa y profunda llanura castellana venía a morir junto a las montañas de Toledo.
Miraba a la gente. Buscaba una cara. Pasaron muchas tardes. No conocía a nadie. Nadie la conocía a ella. Sin embargo, todos estaban vivos. Todos habían nacido antes, después o al mismo tiempo que ella. Ningún muerto rondaba las calles toledanas, nadie capaz de acercarse a ella, tomarla de un brazo, detenerla y decirle:
—Te conocí antes de morir yo o de nacer tú.