A los ocho meses de la preñez de Celestina, Ludovico se atrevió a preguntarle:
—¿De quién es tu hijo? ¿Lo sabes?
Celestina lloró y dijo que no, no lo sabía. Desconocían al padre y a la madre del niño que se robaron del alcázar; ahora sólo sabían quién era la madre del niño que iba a nacer, mas no su padre…
—¿Nunca te tocó Jerónimo, tu marido?
—Nunca, te lo juro.
—Pero yo sí.
—Tú y Felipe, los dos.
—Se mezclaron nuestras leches; pobre de ti; ¿qué nacerá…?
—Y tres viejos en el bosque, uno tras otro…
—Y el primero, entonces, ¿quién fue el primero?
—El primer hombre…
—Sí…
—El Señor, el padre de Felipe; Felipe no se atrevió; su padre me desvirgó, la noche de mis bodas…
—Entonces tú sabías…
—¿Quién era Felipe? Lo supe siempre.
—Ay, mujer, debiste hablar; no hubieran muerto esos inocentes…
—¿Tú hubieras cambiado todo el placer del mundo por toda la justicia del mundo?
—Tienes razón; quizás no.
—Y ahora mismo, ¿cambiarías la sabiduría por la venganza?
—Todavía no. Necesito saber para luego actuar.
—Yo también, Ludovico.
—Mezcladas andan las leches, te digo. Nunca sabremos quién fue el padre de tu hijo.
—Yo forniqué con el demonio, Ludovico.
El niño de Celestina nació una turbia noche de marzo. Vinieron las comadronas. El aire de Toledo era verde, y de negra plata su cielo. La judería, bajo palio de fósforo ardiente, se guarecía de la tormenta con hondas plegarias. Los rayos eran lanzas sin sangre. El niño nació con los pies por delante. Tenía seis dedos en cada uno, y una cruz encarnada en la espalda.
Cuando Ludovico le llevó a presentarlo a la sinagoga, saludó con reverencia a su protector, el letrado anciano. Levantó la mirada y vio que en la estrella del pecho refulgía, allí inscrito, el número dos.