La carreta de la muerte

Felipe les abandonó hacia el mediodía y después Ludovico y Celestina escucharon campanadas, música de flauta y tamborines. El estudiante molió las viandas hasta convertirlas en amasijos aguados, y le dio de comer al niño escondido en la muda, mas nada le contó a Celestina de cuanto sucedía.

Felipe regresó al atardecer. Vestía con magnificencia, lustrosos zapatos a la flamenca, calzas color de rosa, una ropa de brocado forrada de armiños y en la cabeza una gorra como un joyel; y sobre el pecho, una cruz de piedras preciosas; y entre los armiños, desprendidos capullos de azahar. Les dijo que había obtenido un señalado favor de su padre. El estudiante y la muchacha podían permanecer en el alcázar. Ya se irían acostumbrando a la vida del palacio. Ludovico podría aprovechar la gran biblioteca, y Celestina hallar deleite en los bailes y holganzas de la corte. Continuarían para siempre las hermosas noches de amor.

Celestina le dijo, alegremente, que no le reconocía, tan elegante. Ludovico guardó silencio. Felipe dijo:

—Es que hoy me he casado…

Salió sonriendo. Celestina se abrazó a Ludovico, y el estudiante le contó lo que sabía. Esperaron la hondura de la noche y cuando se sintieron seguros de que los guardias dormitaban y los perros habían sido derrotados por la fatiga de la paciencia, salieron de la alcoba, recogieron al niño en la muda y buscaron una salida.

Dormían, sí, los guardias y los perros; mas el portón del barbacán estaba cerrado, y elevado el puente sobre el foso. Entonces Celestina escuchó un rumor en el patio. Vieron que varios hombres se ocupaban allí de amontonar en carretas los restos calcinados de los cadáveres.

Esperaron escondidos en las sombras de los portales hasta la última hora de la noche. Aprovecharon un instante en que los hombres se dirigieron a recoger cadáveres para esconderse dentro de una de las carretas, abriéndose un lugar entre los brazos y las piernas y los troncos quemados, y mirando los ojos de fuego de los degollados. La ceniza y la sangre les mancharon a ellos también; Celestina apretaba contra su pecho al niño, le tapaba la boca con temor, retenía la náusea que le subía hasta los dientes.

Bocabajo entre los cadáveres, manchados como los cadáveres, temblaron en silencio cuando más cuerpos quemados les cayeron encima, y las ruedas de las carretas crujieron. Se abrió el portón del barbarán, descendió el puente levadizo, Celestina contuvo las lágrimas, abrazo al niño, el niño lloro, Ludovico se estremeció, Celestina sofocó con la palma manchada el llanto del niño, las carretas rodaron hacia la aurora de Castilla.

—¿No oíste?, dijo uno de los carretoneros.

—No, ¿qué?

—Un niño llorando.

—¿Qué bebiste, calcotejo?

—Las sobras de la boda del príncipe don Felipe, igual que tú, mula guiñosa…

Ahora, Celestina, ahora, salta, estamos en el bosque, no nos hallarán, murmuró sordamente Ludovico, y los dos carretoneros vieron saltar, y correr hacia la espesura, a dos figuras aparecidas entre el montón de cadáveres.

Se detuvieron, descendieron, miraron la carga de muertos que llevaban a arrojar a un barranco de la sierra, se hincaron, se santiguaron, se dijeron:

—No cuentes esto; por borrachos nos tendrán, y buena paliza recibiremos.