Felipe gozó aquella noche del amor de Celestina y Ludovico; Ludovico, del amor de Celestina y Felipe; Celestina, del amor de Felipe y Ludovico. Unidos los tres sobre la piel de martas, convirtieron en realidad uno de los sueños del mar.
Así pasaron varios días. No sabían cómo agotar su placer. Inventaron palabras, actos, combinaciones, deseos, recuerdos que les acercaran a la última verdad de los cuerpos, y no hallándola, imaginaron que la juventud y el amor serían eternos. Celestina tenía razón. El mundo será libre cuando los cuerpos sean libres.
Felipe les abandonaba de día. No daba excusas. No las necesitaba. El alcázar era el lugar donde todo lo soñado se convertía en realidad. Los demás —Pedro, Simón, los eremitas, los moriscos, los peregrinos, los hebreos, los heresiarcas, los mendigos, las prostitutas— se estarían librando, como ellos, a las diversas formas de su variado placer. Así le habló Ludovico a Celestina. Felipe regresaba de noche, siempre con cántaros rebosantes y bandejas colmadas.
—No hay por qué salir de aquí, les dijo; aquí lo tenemos todo.
Amaban. Dormían. Y otra noche Felipe entró a la alcoba y al abrir la puerta penetró con él un espantoso hedor.
—Ahora huele a muerte, no a placer, se dijo a sí mismo Ludovico.
Esperó que Felipe y Celestina durmiesen, desnudos y entrelazados. El joven estudiante se vistió con sus ropas de mendigo y salió de la recámara. Una espesa humareda le hizo retroceder. Se animó a investigar lo que ocurría. Caminó con cautela por un largo pasillo. Un espeso humo daba alas a la muerte. Sofocado, buscó refugio. Abrió una puerta y entró a una alcoba.
Dos mujeres miraban por el alto y estrecho ventanal de ojiva hacia el patio del alcázar. No le miraron a él cuando entró. Temblaban abrazadas: una joven y hermosa castellana; una fregona de anchos faldones y malos olores. El estudiante se acercó a la ventana. Las mujeres gritaron, viéndole allí, y se abrazaron aún más estrechamente la una de la otra. Ludovico las apartó con urgencia y miró hacia el patio. Las mujeres salieron gritando de la recámara.
A ellas nunca las había visto antes; a los cadáveres, sí. Unos guardias con cotas de malla y desenvainadas, sangrientas tizonas los arrastraban, en la luz del amanecer, de los pies y las cabelleras para arrojarles a una pira ardiente en el centro del patio. Reconoció a los hombres, mujeres y niños conducidos hasta aquí por Felipe.
Ludovico miró alrededor del rico aposento. Con un gesto de rabia, arrancó un tapiz que colgaba delante de un muro de la alcoba.
Detrás del tapiz, apareció una cuna. Y en la cuna, un niño de escasas semanas de edad dormitaba. Mil pensamientos antagónicos pasaron por la afiebrada cabeza del estudiante. Todos ellos se resolvieron en un acto casi instintivo: tornó al niño, le sacó de la runa, le envolvió en las mismas sedas que le cobijaban y salió de allí, con el infante en brazos.
Pensó que salvaba de la terrible matanza a un inocente. Caminó de regreso a la alcoba de Felipe. El joven y la muchacha seguían dormidos. Estuvo a punto de despertarlos, levantando en alto al niño, mostrándolo a sus compañeros. Miró el rostro dormido de Celestina y sonrió con tranquilidad: conocía los sueños de la muchacha. Miró el de Felipe y la sonrisa se le congeló: desconocía los suyos. A orillas del mar, todos dijeron lo que deseaban, menos él. Pedro: un mundo sin servidumbre. Simón: un mundo sin enfermedad, Celestina: un mundo sin pecado. Ludovico: un mundo sin Dios.
Miró el rostro dormido de Felipe. La mandíbula prógnata. La dificultad para respirar. Ambos rasgos subrayados por el sueño. Recordó los medallones de la realeza: Felipe era uno de ellos.
Suspiró con gran tristeza y salió de la recámara, tosiendo, protegiendo al niño. En la contigua, que era una muda de halcones, le escondió. Le cubrió, temerosamente, con un capuz como los que guardaban a los propios azores en horas de sueño.