Celestina y Ludovico

Les reconocí, dijo el Señor, una vez que la mujer de los labios tatuados, vestida de paje, y el ciego flautista aragonés entraron a la alcoba, y Felipe despidió a Guzmán, y Guzmán con la lengua trabada y la mirada colérica, intentó despedirse:

—Más quiero que airado me castiguéis, Señor, porque os doy enojo, que arrepentido me condenéis porque no os di consejo…

Nadie le miró, nadie le contestó, e intentó aposentarse fuera de la capilla, los alabarderos se lo impidieron, y Guzmán cruzó la capilla, se fue por los corredores, los patios, las cocinas, las mudas, y salió a la noche de los tejares, las tabernas y las fraguas de la obra.

Les reconocí, dijo el Señor, con inmensa ternura lo dijo, mirándoles, tú Celestina, tú Ludovico, han regresado, es cierto, ¿verdad?, tardé en reconocerles, tú, Ludovico, ¿recuerdas cuando hablamos a orillas del mar?, un sueño, un mundo sin Dios, la gracia suficiente de cada hombre; tú, Celestina, el mundo del amor, sin prohibiciones para el cuerpo, centro solar del mundo, cada cuerpo, tardé en reconocerles, el tiempo te ha herido, hermano, y te ha favorecido, muchacha; no ves, pobre de ti, Ludovico, no pude creer que tú fueses tan viejo, y tú, tan joven, ¿eres tú, Celestina, verdad que eres tú?, soy y no soy, dijo la muchacha, la que tú recuerdas, no soy yo, la que yo fui tú no la recuerdas, aunque un día, en la selva, me conociste, ¿eres tú, Ludovico?, sí, soy yo, Felipe, aquí estamos, hemos regresado, regresa tú con nosotros a la orilla de ese mar donde destruimos a hachazos la barca de Pedro, vuelve a escuchar nuestras historias, óyenos otra vez, recuerda lo que entonces contaste, lo que entonces imaginaste, compáralo con lo que en verdad sucedió, imagina lo que en verdad sucederá.

Y esto contaron alternadamente, esa noche, la muchacha de los labios tatuados y el invidente flautista.