El decreto

Dejó de escucharse la voz del peregrino.

Cesaron las musiquillas de flauta del ciego mendigo aragonés.

Permanecieron cerradas las cortinillas de la cama del Señor, los velos detrás de los cuales el náufrago llegado hasta la meseta castellana. Conducido por una mujer vestida de paje, había narrado su viaje al Señor y había adivinado los gestos del Señor, su temblor, su miedo, su cólera, sus deseos de interrumpir la narración, levantarse de la silla curul, dar por terminada esta inusitada audiencia, ordenar a toda la corte que regresara a sus aposentos, sus celdas, sus torres, mas no los deseos del Señor: quedarse solo con su razón mortificada, luego pedirle a Guzmán ungüentos, brebajes, anillos, piedras mágicas, luego pedirle a Inés que regresara, una vez más, una noche más…

Tembloroso y jadeante, el Señor logró incorporarse a medias. Pero si sus piernas flaqueaban, su rostro era una máscara de severa piedra, y su voz un apagado trueno:

—Estaréis advertidos todos de no consentir que por ninguna manera, persona alguna escriba cosas que toquen a las supersticiones y manera de vivir que aquí han escuchado, ni en ninguna lengua las repitan, porque así conviene al servicio de Dios Nuestro Señor y nuestro…

Y derrumbándose de vuelta en la silla curul, unió las manos, se tronó los dedos y añadió, pesando cada palabra:

—Decretamos… la inexistencia… de un… mundo… nuevo…

Miró el silencio que le rodeaba.

Con un gesto desdeñoso de la mano, despidió a la compañía.

Con un gesto imperioso de la suya, Guzmán corrió, rasgándolas, una tras otra, las cortinas que ocultaban a los tres ocupantes del lecho.

—¿Qué haréis, Sire, con los portadores de estas nuevas?

—Guardias… alabarderos… ponedlos a buen recaudo… en la más honda mazmorra… de este lugar…

—La tortura, Señor; seguramente, no han dicho cuanto saben…

—Que nadie los toque. Guardadlos con celo. Más tarde yo hablaré con ellos. Ahora no. Guzmán, que salgan todos de aquí, tú también, mi fatiga es muy grande, ¡fuera, fuera todos!