Día de la fuga

Desorientado, huí del oratorio y me perdí en los laberintos de piedra de la ciudad de la laguna. Volvía a ser el del principio, el náufrago de rasgados ropajes y tres ínfimas posesiones: un espejo, unas tijeras y ahora, una máscara de plumas y hormigas.

Perdíme. No supe si el palacio era la ciudad, o la ciudad el palacio; dónde terminaba una plaza y comenzaba un mercado; dónde terminaba un mercado y comenzaba una calzada; huí revestido con las corazas del miedo, mas mi única armadura eran mis huesos y contra un inmenso vacío combatían: vacías las huertas de las aves y las culebras y las feroces bestias; vacíos los adoratorios; vacíos los mercados; vacíos los canales, abandonadas las barcas en las márgenes de los islotes; yo huía; la ciudad parecía huir conmigo; quizás había huido antes que yo, y yo sólo la seguía en su fuga hacia el amanecer: mi último amanecer en este nuevo mundo a donde llegue, un año, diez, o un siglo antes, acompañado del viejo Pedro que aquí buscaba la tierra libre, la parcela de felicidad, el mundo nuevo emancipado de las injusticias, las opresiones y los crímenes del viejo mundo.

Oh mi viejo amigo, a tiempo moriste, de la decepción te salvaste: sólo habrías conocido aquí, con otras razones, con otros ropajes, con otras ceremonias, los mismos crueles poderes que creiste abandonar al embarcarte con Venus, y conmigo, aquella tan lejana mañana.

Escuchadme, Señor, escuchadme hasta el fin, no levantéis la mano, no convoquéis a vuestros guardias, debéis escucharme: hablo mientras amo a la muchacha que me socorrió, sólo puedo hablar mientras ella me acaricia, el amor es mi memoria, la única, ahora lo sé, y apenas nos separéis, Señor, a ella y a mí, regresaré al olvido del cual me rescataron los pintados labios de esta mujer: ella es mi voz, ella es mi guía, en ambos mundos, sin ella todo lo olvido porque recordar es doloroso, y sólo su amor puede darme fuerzas para resignarme al dolor de la memoria: en la soledad yo me abandonaré siempre al alivio del olvido; no quiero rememorar el viejo mundo de donde salí, ni el nuevo mundo de donde llego…

Caminaba huyendo por la calzada que une el islote mayor de México con el islote menor de Tlatelolco, cuando vi avanzar hacia mí a un grupo de jóvenes desnudos, y en ellos reconocí a los diez muchachos y a las diez muchachas que me acompañaron fuera del volcán, y que hablaban nuestra lengua: corrieron hacia mí, con alegría en sus voces y miradas; y fue ésta la primera cosa alegre que había visto en mucho tiempo, y que tan violentamente contrastaba con el melancólico silencio de esta ciudad de la laguna. Me abrazaron, me besaron, mas nada explícito dijeron, salvo sus expresiones de regocijo al encontrarme.

No quise preguntarles por qué me abandonaron a esos terribles encuentros solitarios con los habitantes del palacio: debía guardar mi penúltima pregunta para un momento que sabía vecino, y no debía hacérsela a ellos; ellos, me lo decía mi juicio de manera incierta y mi corazón con toda certidumbre, me darían la respuesta final.

Me dejé llevar por ellos a lo largo de la calzada y hacia la isla de Tlatelolco; entramos a una gran plaza, muy limpia y desierta, y cercada por muros de piedra roja. Había allí una baja pirámide y varios adoratorios, y un gran silencio reinaba. La aurora era una perla en el cielo. Y en el centro de la inmensa plaza estaba colocado un cesto de mimbre.

Creí reconocerlo; apresuré mi paso, seguido por los veinte jóvenes; había un hombre dentro del cesto; lo miré; caí de rodillas ante él, así por una extraña impulsión sagrada como por el deseo de verle cara a cara, y escuchar su voz cerca de la mía.

Era el anciano de las memorias, el mismo viejo guardián de las fábulas más antiguas, que un día me habló desde una húmeda cámara en la pirámide de la selva, y luego murió de terror al verse en mi espejo, y fue arrastrado a la cima del templo, y allí, creí entonces, devorado por los buitres.

Y como entonces, ahora me dijo, pero hablando nuestra lengua castellana:

—Sé muy bienvenido, mi hermano. Te hemos esperado.

Lo toqué, con mi mano temblorosa; él sonrió; no era un fantasma. ¿Era este viejo, en verdad, el dueño de los secretos de esta tierra, de todas las tierras? Más, ¿qué sabía? Me daba la bienvenida el día de mi fuga: el último día de mi vida en el mundo nuevo, al cabo de los cinco días de la memoria que él mismo, ahora estaba seguro de ello, me había otorgado como un don excepcional; cinco días separados de los veinte días que él mismo vedó a mi recuerdo y que yo, esta mañana, ya no sabía si los viví en el olvido de lo que sucedió entre cada uno de los cinco días recordados, o si los habría de vivir, como me lo dijo el espejo de la vara, en un incierto futuro.

Rayaba el sol sobre los muros y las chatas cimas de esta plaza, y ésta era mi pregunta verdadera, desechando las más inmediatas, las más cercanas de todas, las que impulsivamente hubiese querido hacer en ese instante, ¿quién eres, viejo?, ¿no moriste de terror cuando te mostré tu verdadera faz?, ¿no fuiste pasto de buitres, gusanos y víboras en la espesa selva donde abandonamos tu cadáver? No, mi pregunta fue ésta:

—Señor: ¿he vivido ya los veinte días olvidados, o los he de vivir aún? Pues ahora sé que fueron o serán días de muerte, dolor y sangre, y temo por igual haberlos vivido aver que vivirlos mañana.

El anciano de cráneo manchado y blancos mechones sonrió con su boca desdentada.

Sé muy bienvenido, mi hermano, dijo. Te hemos esperado. Te esperaremos siempre. Ya has estado aquí antes. No lo recuerdas. Qué importa. Has estado en tantas partes, y no lo recuerdas. Qué lejos miran mis ojos. Qué lejos de esta tierra nacida de ardientes mares, que es levantada desde las costas pútridas y abundantes, asciende por perfumados valles de fruta y culmina en un desierto de piedra y fuego. Conozco tantas ciudades fundadas por ti. Junto a los ríos. Junto a los mares. Desde el inmóvil centro de los desiertos. Descubre quién fundó esas ciudades lejanas y cercanas y te descubrirás siempre a ti mismo, olvidado de ti mismo. Serpiente de plumas fuiste llamado en esta parte del mundo. Otros nombres portaste en tierras de dátil y arcilla, de aluvión y marea, de vino y loba. Entre dos ríos naciste. La leche de las bestias te amamantó. Junto al padre de las aguas, blancas y azules, creciste. Bajo un árbol soñaste. En el monte pereciste, y volviste a nacer. Fuiste siempre el educador primero, el que plantó la semilla, el que aró la tierra, el que trabajó los metales, el que predicó el amor entre los hombres. El que habló. El que escribió. Y siempre te acompañó un hermano enemigo, un doble, una sombra, un hombre que quería para sí lo que tú querías para todos: el fruto del trabajo y la voz de los hombres.

El largo y huesudo dedo del anciano emergió de entre los algodones que le calentaban e indicó hacia una de las entradas de la plaza de Tlatelolco.

Fracasarás siempre. Regresarás siempre. Volverás a fracasar. No te dejarás vencer. Conoces el orden original de la vida de los hombres, porque tú lo fundaste, con los hombres, que no nacieron para devorarse entre sí como fieras, sino para vivir de acuerdo con las enseñanzas del alba: las tuyas.

—Lo maté con mis propias tijeras; yo también soy un asesino…

No; sólo has matado, una vez más, a tu hermano enemigo. El que lucha contigo. El que lucha dentro de ti. Ese gemelo oscuro renacerá en ti, y seguirás combatiéndole. Y renacerá aquí. Volveremos a sufrir bajo su yugo. Volveremos a esperar que regreses a matarlo de nuevo.

—Señor: me hablas de una fatalidad sin fin, circular y eterna.

¿Nunca se resolverá con el triunfo definitivo de uno de los dos: mi doble o yo?

Nunca. Porque lo que tú representas sólo vivirá si es negado, agredido, secuestrado en un palacio, una prisión o un templo. Pues si tu reino pudiese establecerse sin contrincantes, pronto se convertiría en reino idéntico al que combates. Tu bien, hijo mío, sólo se mantiene vivo porque tu doble lo niega.

—¿Nunca?

Nunca, hermano, hijo mío, nunca. Tu destino es ser perseguido. Luchar. Ser derrotado. Renacer de tu derrota. Regresar. Hablar. Recordarles lo olvidado a todos. Reinar por un instante. Ser derrotado de nuevo por las fuerzas del mundo. Huir. Regresar. Recordar. Un trabajo sin fin. El más doloroso de todos. Libertad es el nombre de tu tarea. Un nombre con muchos hombres.

—¿Como yo, derrotados siempre, señor?

Mira, hermano, hijo mío. Mira…

La plaza de Tlatelolco se llenaba de vida, actividad, rumores, músicas, mil tareas pequeñas y sonrientes; quiénes daban forma al barro con sus manos o en el torno, quiénes tejían el cáñamo, quiénes bailaban y cantaban; los plateros, que con primor y artificio fundían alegres juguetes argentinos: una mona que jugaba pies y cabeza y tenía en las manos un huso, que parecía que hilaba, o una manzana, que parecía que comía; y los pacientes trabajadores de la pluma, quitándola y asentándola y mirando a una parte y a otra, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo o al través, de la haz o del envés, y que de toda perfección hacían de pluma un animal, un árbol, una rosa; niños sentados a los pies de viejos maestros; mujeres amamantando a sus hijos, y otras guisando las comidas de la tierra, la carne de venado, de gamo, de liebre, de tuza, de pescado, envuelta siempre en el blando pan redondo como tortilla, y con sabor de humo; escribanos, poetas que hablaban en alta voz o con sosegados tonos de la amistad, la breve vida, el gusto del amor, el placer de las flores; cerca sentí sus voces, escuché alrededor de mí, esa mañana, mi última mañana, sus palabras:

No cesarán mis flores…

No cesará mi canto…

Lo elevo…

Nosotros también cantos nuevos elevamos aquí…

También las flores nuevas están en nuestras manos…

Deleítese con ellas el grupo de nuestros amigos…

Disípese con ellas la tristeza de nuestro corazón…

Tus cantos reúno: como esmeraldas los ensarto…

Adórnate con ellas…

Es en la tierra tu riqueza única…

¿Se irá tan solo mi corazón como las flores que fueron pereciendo?

¿Nada mi nombre será algún día?

Al menos flores, al menos cantos…

El viejo me miró, mirando y oyendo. Y cuando al cabo volví a mirarle a él, poseído yo por un conflictivo sentimiento de alegría y tristeza, me preguntó:

¿Comprendes?

—Sí.

Entonces el anciano de la memoria tomó con fuerza mi puño y acercó mi rostro al suvo y sus palabras eran como aire labrado, aire escrito:

Hablan; y todo el poder del Señor de la Gran Voz no puede impedirlo. Diste la palabra a todos, hermano. Y por temor a la palabra de todos, tu enemigo se sentirá siempre amenazado. Prisionero él mismo. Encerrado en su palacio. Imaginando que no hay más voz que la suya. ¡Señor de la Gran Voz! Oye las voces de todos en esta plaza. Sábete más derrotado que todas tus víctimas.

Dirigíase el sol a su mediodía. Levantóse el sol encima de la gran plaza de vida y muerte, de libertad y esclavitud, de interminable lucha, y como su luz bañó a todos estos hombres y mujeres y niños que con sus manos y sus brazos y sus voces y sus pies y sus miradas mantenían presente y vivo algo precioso, una labor gustosa, una sabiduría amiga, un placer del cuerpo, una secreta esperanza, otra luz, quizás nacida de ellos, me bañó a mí por dentro, iluminó mi sangre y mis huesos, ascendió a mi mirada y la nubló de lágrimas, también, muy luminosas:

—¿Viví o viviré lo que ya sé, señor?

Lo viviste y lo vivirás. ¿Por qué habías de ser ajeno al conflicto de todos, en el pasado o en el futuro?

—Creí que me mentiste. Sólo conocí en tu mundo los signos de una dualidad petrificada.

Somos tres, seremos siempre tres. La vida. La muerte. Y la memoria que las reúne en una sola flor de tres pétalos.

—¿Ayer…?

Ahora…

—¿Mañana…?

El presente que nunca dejó de ser pasado y ya está siendo futuro. Entonces nos reuniremos, como te lo prometí, con nuestra madre la tierra. Seremos uno con ella y soportaremos todas las batallas de la historia, la victoria de tu derrota, y la derrota de los victoriosos.

Los tiempos se reunieron en la mirada del anciano.

Lo supe, pero no acerté a leerlos.

Apretó mi mano:

Ahora ve con tus amigos. Ellos te guiarán de regreso.

La soltó y se hundió en su cesto de algodones, tapándose la cara con las manos.

Por última vez, sofocada, renació la voz de ese anciano que creí muerto para siempre; sofocada por el algodón, la canastilla, el sol, sus propias manos:

Que nadie te engañe, antiguo hermano, hijo reciente. La libertad fue la orilla que el hombre primero pisó. Paraíso fue el nombre de esa libertad. La perdimos palmo a palmo. La ganaremos palmo a palmo. Que nadie te engañe, hijo, hermano. Nunca volverás a esa orilla. Nunca más habrá una libertad absoluta, anterior a la primera muerte. Pero habrá una libertad a pesar de la muerte. Puede ser nombrada. Y cantada. Y amada. Y soñada. Y deseada. Lucha por ella. Serás vencido. Ésa es la victoria que te ofrezco en nombre de ella.

Un espantoso estruendo siguió a estas palabras. Nublóse el cielo. Una lluvia lodosa descendió sobre la plaza. Mis jóvenes compañeros me rodearon, como si quisieran protegerme. Me impidieron ver lo que sucedía, me obligaron a voltearme:

—No mires hacia atrás…

—Pronto, corre…

—La barca te espera…

Corrí con ellos hasta la calzada, mientras detrás de nosotros las detonaciones se sucedían bajo la lluvia, y los gritos eran más fuertes que las detonaciones primero, y luego más leves que la lluvia parda y pertinaz.

Triunfó el silencio.

Y del silencio se levantó un nuevo coro de voces, que nos perseguían mientras corríamos de prisa a lo largo de la calzada:

—El llanto se extiende…

—Las lágrimas gotean allí en Tlatelolco…

—¿Adónde vamos?, ¡oh amigos!

—El humo se está levantando…

—La niebla se está extendiendo…

—El agua se ha acedado, se acedó la comida…

—Gusanos pululan por calles y plazas…

—En las paredes están salpicados los sesos…

—Rojas están las aguas…

—Bebemos agua de salitre…

—Es nuestra herencia una red de agujeros…

—Se nos pone precio…

—Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella…

—Llorad, amigos míos…

Nos detuvimos junto a una barcaza de anchos leños, amarrados entre sí con cuerpos de serpientes, que estaba atracada a una estela.

Miré por última vez las siluetas de la ciudad. Caía una precipitada noche, convocada a deshora por las nubes negrísimas, la lluvia y los remolinos de polvo que luchaban contra ella, sin que la tormenta pudiese aplacarlos: ciudad bañada por la turbiedad, no la reconocí en su nueva faz de espectro: más altas eran las torres, y relampagueaban en la tormenta sus infinitas ventanas, todas de espejos, como la vara del desollado, y agrietados sus muros; coronábanlas parpadeantes luces, rojas, blancas, azules, verdes, empolvadas, guiños y signos que se apagaban y encendían con regularidad, insensibles a la furia de los elementos, tenaces como los fuegos que vi a mí llegada, que el agua sólo los hacía crecer.

Escuché campanadas hondas, y rugidos impacientes, y ya no el solitario rumor del atabal y el caracol, sino miles y miles de roncos pitos, como si la ciudad hubiese sido invadida por un ejército de ranas, tal era el croar que se sepultaba bajo la pestilente nata gris que a su vez comenzaba a sepultar todo el paisaje, velaba la proximidad de los volcanes, cubría este valle entero de velos lentos, pesados, asfixiantes: un sudario cayó sobre México y Tlatelolco.

Era la noche. Era también una imitación de la noche.