Mi doble oscuro, el llamado Espejo Humeante, el rengo, vestía ahora un chalequillo pintado con miembros humanos despedazados: cráneos, orejas, corazones, intestinos, tetas, manos, pies, y al cuello llevaba un aderezo de plumas de papagayo amarillo, y su manta tenía forma de hojas de ortiga, con tintura negra y mechones de pluma fina de águila; y sus orejeras eran de mosaico de turquesa, y de ellas pendía un anillo de espinas, y de oro era la insignia de la nariz, con piedras engastadas; y sobre la cabeza tenía el tocado de plumas verdes, semejante al que yo usé al ocupar el solio de esta ciudad maldita. Y en su mirada había un vidrio de pasiones, el primero de la larga noche de reflejos que ahora habría de vivir: asco y cólera, desprecio y goce, una secreta derrota, una inflamada decepción, una turbia victoria.
Recogí mis rasgadas ropas de náufrago, avergonzado de mi propia desnudez. Me vestí con rubor, con torpeza, con premura; recogí la máscara de plumas que la vieja me ofreció como extraña guía del mundo nuevo, y la guardé en mi jubón, junto con mi espejo y mis tijeras. La anciana permaneció yacente, tapándose los ojos con un brazo picoteado, desparramados por el suelo de plata sus negros ropajes, abiertas sus piernas con la daga de piedra clavada entre los muslos.
Los espesores del incienso invadían la cámara del tesoro.
El príncipe cojitranco habló, levantando un brazo y agitando las plumas de su penacho, y dirigiéndose a la compañía de sacerdotes y guerreros que le acompañaban, más que a la vieja y a mí, aunque sólo a nosotros dirigiese su mirada, véanlo; vean al joven señor del amor y de la paz; vean al creador de los hombres; vean al educador manso y caritativo; vean al enemigo del sacrificio y de la guerra; vean caído al creador; vean su vergüenza desnuda y borracha; véanle embriagado, recostado con su propia hermana, creyendo en el estupor de la bebida que es su propia madre, o con su propia madre, creyendo que es su propia hermana; ¿cuál crimen será peor?, ¿por cuál de todos le expulsaremos nuevamente de la ciudad: usurpador, mentiroso, tan débil como los hombres que un día creó, y de la arcilla humana contagiado? ¿Es éste quien nos defenderá del trueno, del fuego, del terremoto, de la tiniebla? ¿Bastarían sus enseñanzas para aplacar las furias de la naturaleza que desde lo más alto del cielo y lo más profundo de la tierra nos amenazan a cada instante? Miren al creador caído, y díganme si desde los pozos de la borrachera y el incesto puede predicarse amor y paz y trabajo. Vayan, mensajeros y escuchas, corran con la nueva: el sueño ha concluido, el dios ha regresado, ha pecado, volverá a huir lleno de vergüenza, nuestra ley ha triunfado, permanece, sigue; la tierra tiene sed de sangre para rendir sus frutos, el sol tiene hambre de sangre para reaparecer cada aurora, el Señor de la Gran Voz tiene hambre y sed de las perlas, el maíz, el oro, las aves, la vida y la muerte de todos para contestar a los desafíos de la tierra y del sol. Has regresado, joven señor; breve ha sido tu paso por el trono que hoy te cedí; huirás de vuelta; tu regreso será de nuevo lo que nunca debió dejar de ser: una promesa. La honraremos de palabra. La negaremos de acto. No se puede gobernar con tus enseñanzas. Pero sólo se puede gobernar invocándolas.
Antes de que yo pudiese reaccionar ante estas incomprensibles acusaciones, la vieja gimió temiblemente, extendió sus vencidos brazos hacia el que hablaba, ese mi doble, suntuosamente ataviado, y en el cual sólo ahora reconocí, separándole para siempre de mí, al Señor de la Gran Voz, al tantas veces mentado príncipe de estas tierras de la luna muerta.
Y a la mujer le dijo que no desesperase, que todo estaba bien hecho, que ella tendría la recompensa de este día y esta edad, el regalo del momento que vivía, la ofrenda prometida cada vez que la mujer cumplía este ciclo de su siempre renovada existencia.
—Tu hermana… murmuró el príncipe rengo. Tu vergüenza. Tu madre.
Oh, Señor, qué me importaban estas interdicciones; no las comprendía, las sabía falsarias, estaba aturdido, extraviada mi razón, destemplados mis miembros; ahito de pesadillas, me arrojé a los pies de mi amante recuperada, besé sus rodillas, sus muslos, su vientre, quise llegar a sus labios; su mano me lo vedó, sellando los míos; nada me importaban sus crueles misterios, aceptaría lo que ella me pidiese, un año y luego la muerte, un día, una noche, una sola ocasión de amor, y mi vida volvería a tener sentido; ahora sí me confesaría ante ella, mi madre, dispuesto a ser escuchado por ella y así, a morir por ella; arranqué su mano de mis labios, le dije que me escuchara, toda la memoria de mi vida, de nuestras vidas, el recuerdo del mundo anterior a mi viaje al nuevo mundo, y me vi niño, sin palabra ni memoria, un recién nacido, envuelto en sábanas sangrantes, huyendo en brazos de una mujer, madre, nodriza, hermana, no sé, por los portales y los corredores de un patio de piedra donde se acumulaban cadáveres de mujeres, hombres, y niños como yo, cadáveres cuyas ropas anunciaban su condición: villanos, judíos, labriegos, mudéjares, rameras, monjes, mujeres del pueblo, niños del pueblo, amontonados en el patio de un alcázar, un túmulo de cadáveres sobre leños, amontonados en el patio del alcázar, unos guardias acorazados prendiendo fuego con sus hachas a la enorme pira funeraria, unos perros ladrando frente a las llamas y las llamas iluminando las carlancas de los perros y la divisa inscrita en el fierro, Nondum, Nondum…
No, Señor, no tembléis, no gritéis así, dejadme continuar, escuchadme, ella no me quiso escuchar, ella dijo como vos ahora, basta, basta, ella me apartó de sí como vos os levantáis de vuestra silla, aún no, aún no, esperad Señor, que quise confesarme esta vez ante ella, y recordé la muerte y el crimen y no supe por qué debía confesarme de esto, gritándole a la mujer de las mariposas: me preferiste a mí, te entregaste a mí para que yo te diera un hijo; sin saber lo que decía, Señor, ni por qué lo decía, y el hombre altivo, apoyado en la muleta, nos miraba con ojos de negro tigre, luego yo huí y sólo entonces tú la poseiste, fuiste siempre el segundo, no el primero, y odiaste a mis hijos, asesinaste a mis hijos, dije esto, como si en realidad lo hubiese vivido y ahora lo confesase, pero ella los recupera, mi madre, mi esposa, mi amante, mi hermana, ella bebe la sangre de mis hijos, ella recobra la juventud y la vida, ella vuelve a amarme, y las mariposas cenicientas recuperaron su brillo y su vuelo, uniéronse en centelleante constelación y se posaron sobre la cabeza de la anciana, y en ese instante la señora de las mariposas se desintegró, convertida en polvo, y los guardias del Señor de la Gran Voz cayeron sobre mí; a coces y empellones me derrumbaron, me arrastraron lejos de los restos de mi madre y hermana, mi amante, fuera de la sala de los tesoros, a la gran terraza y a la noche de la ciudad parpadeante, de grandes fogatas encendidas, de luces temblorosas en los canales, de apaciguados espejos en la laguna negra.
Por los treinta y tres peldaños descendimos, por los cuartos de albinos y enanos y monstruos pasamos, junto a las oscuras huertas donde aullaban los lobos, gruñían las onzas, ululaban los búhos, hasta un gran aposento de ídolos, cada uno con su cazuela de incienso a los pies de la piedra, en piedra convertidas todas las visiones de mi largo y breve peregrinar por esta tierra.
Que mirara, que mirara bien, me gritaba el Señor de la Gran Voz, mi doble cojo; que mirara bien, con un puño clavado en mi cabellera, tirando de ella, azotando mi cabeza contra las piedras de los ídolos, que mirara bien a los protectores, a los poderes que aseguran la lluvia y el viento y la fecundidad de la tierra y ahuyentan el terremoto, la sequía y la inundación devastadoras, que mirara bien, a los eternos opuestos, hombre y mujer, luz y oscuridad, movimiento y quietud, orden y desorden, bien y mal, las fuerzas que empujan al sol bienhechor hacia la entraña de los montes y las fuerzas que lo resucitan de su letargo nocturno, la luz en la noche, la tiniebla en el día, el anuncio, la doble estrella gemela de sí misma, primera del atardecer, primera del amanecer, mundo de dualidades, mundo de oposiciones, sólo hay vida si dos opuestos se enfrentan y luchan, no hay paz sin guerra, no hay vida sin muerte, no hay unidad posible, nada es uno, todo es dos, en constante combate, y yo pretendía que todo volviese a ser uno, todo de uno, todo de todos, yo, me gritó mi doble sombrío, tú, el principio de la unidad, del bien, de la paz permanente, de las dualidades disueltas, yo…
La sangre se agolpaba en mis ojos.
El humo me cegaba.
Yacía sobre la piedra de esta capilla y cuando levanté la cabeza sólo vi que mi doble estaba detenido frente a mí y que estábamos solos.
Y éstas fueron sus palabras:
—Esta mañana me viste quemar y barrer las cenizas de unos papeles. En ellos se contaba tu leyenda. En ellos se prometía tu regreso. Un día huiste por el oriente. Ibas apesadumbrado porque los hombres habían violado tus códigos de paz, unión y hermandad. Dijiste que volverías un día, a restaurar tu reino de bondad.
—No entiendo, dije con la voz ronca, agotada, no entiendo, ¿por qué se perdió ese reino, por qué violaron los hombres las leyes de la paz y la bondad?
Mi doble rio:
—Tú eres la luz y yo soy la sombra. Tus hijos, los hombres, nacieron de la luz. Yo, desde las tinieblas, no podía crear. La noche se alimenta de la creciente nada. Tú inventaste a los hombres en la luz y para la luz. Pero aun la luz necesita reposo y mi reino, el de la noche, acoge la fatiga de las criaturas. Tus hijos no serían más que el mismo sol. Deberían, como el sol, dormir, y entonces vo, el demonio de los sueños, los haría míos, cada noche, y cada noche les haría dudar de la bondad de su creador, daría figura en el temblor de la noche al miedo, la duda, la envidia, el desprecio, la codicia: noche tras noche, gota tras gota, hasta envenenar a tus hijos, dividirlos, seducirlos, hacerlos optar entre la tentación de la noche y la costumbre del día. Te equivocaste, pobrecito de ti. Hiciste libres a los hombres. Pudieron escocer. ¿Quién no escogerá las deleitosas prohibiciones de la noche sobre las insípidas leyes del día?
—¿Aun a costa de la esclavitud?
—No sabían entonces que sobre el desorden de sus sentidos se levantaría el sentido de mi orden. Sin necesidad de decir palabra, ellos se convirtieron en esclavos y yo en amo, pero ambos, ellos para mantener la ilusión de su libertad y yo para mantener la legitimidad de mi poder, fingimos seguir respetando tus leyes. Huiste entristecido; dijiste que regresarías. Mientras tanto, yo reinaría como usurpador, como simple lugarteniente de tu solio, sin legitimidad propia, temiendo a cada, instante tu prometido retorno y el fin de mi poder. Mírate ahora, borracho, incestuoso, indigno, estúpido. No resististe a la tentación. YA creador es culpable. El creador es tan débil como sus criaturas. Mírate ahora. Mírate…
El Señor de la Gran Voz acercaba a mí una vara llena de espejos. Cerré los ojos para no mirarme. Murmuré una razón que repentinamente se alumbró en mi pecho:
—El anciano de la memoria me dijo que éramos tres, tres los creadores, uno de la vida, otro de la muerte, y otro del recuerdo que mantiene vida y muerte… Y si él era la memoria, y la vida yo, tu debes ser la muerte, la muerte en la tierra, y no la que yo conocí debajo de la tierra…
—Ese viejo mentía. Siempre hemos sido dos. Sólo dos. Tú, el enano jorobado y buboso que se atrevió a saltar al brasero de la creación; yo, el erguido y bello príncipe que no tuvo el valor de hacerlo. Tú regresaste entero, espléndido, dorado, recompensado de tu sacrificio, sin más signo de tu monstruosidad anterior que tus seis dedos en cada pie y una roja cruz en la espalda: el sello de tu paso por el fuego, como las manchas del tigre y del venado. Yo… mírame… un baldado… destrozado por las contorsiones vengativas de nuestra madre la tierra…
—Tú y yo, solos…
—Sólo yo, desde ahora. Sólo yo, sin tu sombra perseguidora, mi doble, el acusador siempre presente, mirándome por encima del hombro, diciéndome que yerro, que hago mal, que mi poder es cruel y sanguinario y también incierto y pasajero, que tú regresarás a recuperar el poder del bien… Mírate ahora… Mi legitimidad se levantará sobre tu fracaso. Nunca más volverás a turbar nuestro orden. Hoy quemé los papeles de tu leyenda. Ya no hay nada escrito sobre ti. Por allí empezaré, hasta convertir la memoria de ti en cenizas como las que hoy barrí con mi escoba.
Yo hablaba con los ojos cerrados. Imploré:
—Dime una sola cosa. Contesta a una sola pregunta. Tengo derecho a ella esta noche.
Mi oscuro doble, que en mí veía al suyo, esperó en silencio. Escupí sangre. Y sólo dije:
—Dime: ¿qué hice durante los veinte días que he olvidado?
Señor; la carcajada del llamado Espejo Humeante estalló como la ola que esa mañana barrió las casas más pobres de esta ciudad, se desparramó en ecos por las paredes huecas de este oratorio, regresó convertida en palabras y esas palabras eran una orden irresistible:
—Mira, te digo que mires; mira los espejos de esta vara, que es la de nuestro señor Xipe Topee, el dios desollado, el que da su vida por la siguiente cosecha, el que escapa de sí mismo al escapar de su piel; mira en los espejos de su vara, y tendrás respuesta a tu pregunta.
Abrí los ojos. El Señor de la Gran Voz tenía la vara en su puno izquierdo, y se mantenía apoyado contra ella. Este era ahora su bastón.
Bastón de luces: cada espejo brillaba, y cada brillo era una terrible escena de muerte, degüello, incendio, espantable guerra, y en todas yo era el protagonista, yo era el hombre blanco, rubio, barbado, a caballo, armado de ballesta, de espada armado, con una cruz de oro bordada al pecho, yo era ese hombre que prendía fuego a los templos, destruía los ídolos, disparaba cañones contra los guerreros de esta tierra, armados ellos sólo de lanzas y flechas, yo era el centauro que asolaba los mismos campos, las mismas llanuras, las mismas selvas de mi peregrinar desde la costa, mis cabalgatas atropellaban pueblos enteros, las ciudades eran reducidas a negra ceniza por mis antorchas iracundas, yo ordenaba el degüello de los danzantes en las fiestas de las pirámides, yo violaba a las mujeres, y herraba como ganado a los hombres, y negaba la paternidad de los hijos de puta que iba dejando en mi camino, yo cargaba a los pobres de esta tierra con pesados fardos y a latigazos les ponía en camino, yo fundía en barras de oro, las joyas, los muros y los pisos del mundo nuevo; les contagiaba la viruela y el cólera a los pobladores de estas comarcas, yo, yo, era yo quien pasaba a cuchillo a los habitantes del pueblo de la selva, esta vez no se inmolaban a sí mismos y en honor de mí, el dios que regresó, la promesa del bien: esta vez yo mismo los mataba, yo mandaba cortar las manos y los pies de los insurrectos, yo, yo, yo me hundía cargado de oro y cadáveres y llantos y tinieblas en los pantanos lodosos de una laguna que se resecaba cada vez que un cargador vencido por su peso, una mujer herrada en los labios, un niño parido en el desierto, caían, muertos, a las aguas: la laguna era un cementerio, y yo emergía de ella, bañado en oro y sangre, a reconquistar una ciudad sin habitantes, un mausoleo de soledades…
Aterrado por estas visiones, aparté de mí, con un sollozo berreado, animal, con un manotazo de bestia, la vara de los espejos; el hombre baldado perdió el equilibrio y cayó cerca de mí.
Su cara, a la mía idéntica, estaba frente a la mía, ambos arrojados sobre la piedra del piso del oratorio, ambos mirándonos, acechándonos, jadeando, mostrándonos los dientes, las fauces babeantes, ambos con los pechos sobre el suelo y los codos levantados, apoyando las manos sobre la piedra, arañándola, a punto de saltar el uno sobre el otro.
—Eso hice… lo que tú has hecho siempre…
Lo pregunté, Señor, pero el terror y la fatiga y el jadeo de mi voz vencieron a la interrogante y la ofrecieron como afirmación a mi doble.
Y él contestó, con la boca espumosa:
—Eso harás… Los espejos de esta vara miran al futuro…
Sentí, Señor, que enloquecía: la brújula de mi mente había perdido su norte, mis identidades se desparramaban y multiplicaban más allá de todo contacto con mi mínima razón humana, yo era un prisionero de la magia más tenebrosa, la que en piedra figuraban en este panteón todos los dioses y diosas que no pude vencer en esta tierra, que con sus espantosas muecas se burlaban de mi unidad y me imponían su proliferación monstruosa, destruían las razones de la unidad que yo debía portar como ofrenda a este mundo, sí, pero también la unidad simple en la que aquella unidad total se mantendría: la mía, la de mi persona. Miré los rostros de los ídolos: no entendían de qué hablaba.
¿Qué prueba tendría, sino la que conmigo mismo portaba, desde las costas de España, en la bolsa de mi jubón? Contra los espejismos de esta tierra, contra la vara mortal del dios desollado, contra el límpido reflejo en la cabeza de la grulla, contra el nombre mismo del espejo de humo, contra las incomprensibles imágenes de los veinte días de mi otro destino, el destino olvidado porque aún no se cumplía, o quizás el destino cumplido porque ya lo había olvidado, opuse mi propio espejillo, el que usamos Pedro y yo en la nave que aquí nos trajo cuando hicimos oficio de barbero, el que le mostré al desolado anciano de las memorias en el aposento del templo; mi espejo, y mis tijeras.
Ambas cosas saqué de mi jubón, echado allí, como una fiera, ante la fiera enemiga, mi doble, el Espejo Humeante, el Señor de la Gran Voz, también echado sobre el piso, serpientes ambos, mirándonos, acechándonos, esperando el siguiente gesto del contrincante.
—¿No temes tú mismo lo que yo he visto en la vara de espejos?, le pregunté.
—No temo lo que a mí se asemeja. Te temí a ti en el bosque, cuando preferiste tu deseo a mi corazón. Dejé de temerte hoy, cuando convertiste el poder que te di en deseo. Si crees que mis espejos mienten, mírate en el tuyo.
Señor: lo que aquel viejo memorioso debió sentir cuando yo le mostré su reflejo, ahora lo sentí yo al verme, pues mi propio espejo me devolvía un rostro, y era el del anciano muerto de espanto al saberse viejo: yo miré en mi espejo y me vi cargado de tiempo, en el umbral de la muerte, añoso y acabado, desdentado y reseco, pálido y trémulo, inmerso en el cesto lleno de perlas y algodones; me vi, Señor, y me dije que jamás me había movido del cesto y de la enramada donde una noche me colocaron los hombres del río, en el pueblo de la selva; que la verdad era la que entonces imaginé: esperé metido en ese cesto a que la vejez me devorase y llegase a ser tan anciano como el viejo al que maté con mi espejo; ahora el espejo me está matando a mí. Nunca me moví de ese lugar. Todo lo demás, hasta el momento que vivía, sólo lo soñé. Mi destino fue verme envejecer, inmóvil, en esta veloz imagen. Lunas, soles, días, estrellas, amparadme, reloj de agua, reloj de arena, libro de horas, calendario de piedra, mareas y tormentas, no me abandonéis, asidme al tiempo, pierdo la cuenta de los días de Venus, repitiéndome a solas que los días de mi destino en esta extraña tierra sólo pueden ser del número señalado por el anciano en el templo: los días de mi destino robados a los días del sol: los días enmascarados robados a los días de mi destino; he imaginado esos cinco días estériles hurtados a mi mala fortuna a fin de ganárselos al momento de mi muerte; pero hoy he imaginado también los veinte días del sol robados al tiempo de mi destino, los veinte días de mi mala fortuna, los veinte días de mi muerte olvidada y que, fatalmente, ocurrirán en el futuro. ¿Cómo medirlos? ¿Cómo saber si un día de mi tiempo era un siglo de este tiempo?
Vime anciano en mi espejo; sofoqué un grito; quise reunirme con mi amante, con la vieja, la bruja, la atroz, la asesina, y renacer con ella a la juventud; no era posible; nuestros tiempos jamás volverían a coincidir: ella volvería a la juventud; yo corría hacia la vejez, hacia la imagen del espejo; la imagen del anciano del templo; él me otorgó el tiempo de mi memoria y yo le maté con el tiempo de mi espejo; a ciegas me acercaba al tiempo del espacio y al espacio del tiempo; la imagen del doble echado frente a mí, traspasándome con su mirada de vidrio negro; él me otorgó el tiempo de mi premonición y yo le mataría con mis tijeras; las levanté, las clavé en su rostro, rasgué ese rostro que era el mío, rebané su mirada con mis frágiles aceros gemelos, levanté de nuevo las tijeras, las clavé en la espalda del Señor de la Gran Voz, mi doble giró sobre sí mismo con un espantable espasmo, y en su pecho volví a enterrar las tijeras, y en su vientre, y su negra sangre corrió por las anchas baldosas de esta capilla, y regó las flores, los insectos, las escobas, los pies de los dioses de piedra.
Me levanté con las manos ensangrentadas.
Señor: supe entonces que debía huir, que empezaban a contar los veinte días de mi carnicera vida bajo el sol de México, que me quedaba un solo día para huir de ese destino, negarlo con mi ausencia, regresar al mar, regresar a mi verdadera guía, Venus, asirme a su velamen y en el mar salvarme o ahogarme, pero jamás sujetarme al destino que olvidé y que los espejos de la vara me recordaron.
Miré por última vez el cuerpo tasajeado de mi oscuro doble. Miré otra vez mis manos llenas de sangre. La leyenda había terminado. La fábula nunca se repetiría. Mi enemigo y yo habíamos matado al esperado dios de la paz, la unión y la felicidad. Así murió el llamado serpiente de plumas. Pero así murió también —pensé entonces— el llamado espejo de humo. Con ellos moría su secreto: ambos eran uno.