Día de la laguna

Largo fue nuestro caminar, tan largo como el amanecer de este mi cuarto día, guiado ahora, no por el hilo de la araña de la Señora que me abandonó, sino por mis nuevos acompañantes, los veinte jóvenes desnudos, color de canela, y que hablaban nuestra lengua. No me atreví, Señor, a preguntarles la razón de este nuevo misterio: acortábanse las horas de mi calendario en el nuevo mundo, y prefería pensar por mí mismo los acertijos de mi peregrinación, y acaso resolverlos en mi espíritu, o esperar que los hechos me revelasen su sentido, antes de malgastar las escasas preguntas —desde ahora, sólo cuatro más— a las cuales tenía derecho.

Mas mis acompañantes no hablaron, y a las primeras luces el silencioso ascenso sólo fue interrumpido por el rumor de nuestros pies sobre la tierra pedregosa y custodiada, legua tras legua, por formaciones de extrañas plantas, dispuestas como falanges de un ejército vegetal, el único capaz de sobrevivir en esta alta y árida meseta de nuestra ruta: acorazadas plantas, de hojas como anchos espadones, que nacían a flor de tierra y se desplegaban como un doloroso puñado de dagas en busca de la luz del sol: intensamente verdes, pero terminadas en filosas puntas por donde asomaba el rostro de su muerte: las puntas de esos verdes puñales de la meseta se secaban amarillentas, quebradas, fibrosas, como anunciando la fatal extinción de la planta.

Cuando el sol comenzó a cobrar intensidad, mis compañeros arrancaron de la tierra pedruscos tan filosos como las puntas de las lanzas de este desierto, y sangraron la raíz de las plantas: fluyó de ellas un espeso líquido que cada uno fue recibiendo en sus manos, y me pidieron hacer lo mismo: bebimos. Luego arrancaron de las pencas de unos altos y espinosos arbustos unas frutas verdes y cubiertas de finos dardos, y las pelaron, y las comieron y yo les imité. Así calmamos esa mañana nuestra sed y nuestra hambre; y al satisfacernos, fue como si nuestros sentidos atreguados por la intensidad de la noche en el volcán despertasen y nuestras miradas viesen de nuevo: me limpié los labios y el mentón por donde me escurrían los jugos de esa sabrosa fruta que mis compañeros llamaron «tuna» y miré, desde el alto sitio donde nos hallábamos, la maravilla que esta mañana me reservaba.

Era un valle, Señor, hundido en el foso de un vasto círculo de montañas desnudas, túmulos de piedra y mansos volcanes extintos. Y en el centro de ese valle brillaba una laguna de plata. Y en el centro de la laguna brillaba, más que ella, una ciudad encalada, de altas torres y dorados humos, atravesada por grandes canales, ciudad de islotes con edificios de piedra y madera hundidos al pie de las aguas.

Me detuve admirado, preguntándome si aquello que veía era entre sueños; y al disiparse los humos de la mañana, detrás de sus velos aparecieron dos volcanes, que semejaban los guardianes de esta ciudad, y ambos coronados de nieves. Uno parecía un hombre gigantesco, dormido con la blanca cabeza inclinada sobre las negras rodillas de piedra, y el otro tenía la figura de una mujer dormida, recostada, cubierta por una blanca mortaja, y en ella mis alucinados ojos vieron, convertida en piedra de hielo, a mi perdida amante, la princesa de las mariposas.

Iniciamos el descenso al valle y a su ciudad, y yo me dije que cuanto veía era miraje, el consabido espejismo de los desiertos, y los oídos me zumbaban como para advertirme de la irrealidad de esta nueva aventura, tan irreal, seguramente, como mi pasada noche en el infierno blanco de las entrañas del volcán: no necesitaba preguntarlo, lo sabía, era un sueño. ¿Éranlo también mis desnudos acompañantes, los dueños de mi lengua, que en mi pesadilla infernal fueron arrancados a los pies de la pareja de la muerte y devueltos a la vida gracias al contacto con mi ardiente pecho?

Sólo para mí, estas preguntas; que los hechos disipen todas las interrogantes; que las contadas horas me contesten sin necesidad de escuchar mis preguntas.

Tal fue mi silenciosa plegaria de esta aurora, pronto quebrada por la sucesión de portentos que aparecieron ante nuestras miradas, crecientes, veloces, uno detrás del otro, como si anunciasen nuestro descenso del alto desierto a este valle encerrado entre las fortalezas de las montañas altas, rapaces, pétreas, desnudas o nevadas que eran como el coro mudo de la ciudad extendida a nuestros pies: un tapete de brillantes joyas.

Pues primero se levantó a mitad del cielo una como espina de fuego, una como llama de fuego, una segunda aurora, que se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo; ancha de asiento, angosta de vértice, una pirámide de pura luz: bien al medio del cielo, bien al centro del cielo llegaba, bien al cielo alcanzaba, con unas centellas que centelleaban en tanta espesura que parecía polvoreaban estrellas: una columna clavada en el cielo, teniendo su principio desde el suelo de la tierra, adelgazándose hasta tocar el cielo en figura piramidal, y su resplandor era tal que vencía la fuerza del sol.

Me detuve espantado. Señor, mas mis jóvenes acompañantes me empujaron suavemente, tomándome de los brazos; y en sus ojos no había asombro alguno, como si esto lo supiesen ya, o ya lo hubieran vivido antes. Y entonces, sin viento alguno, se alteró la laguna que era asiento de esta magnífica y brillante ciudad, y sus aguas hirvieron y espumaron de tal manera que se levantaron y alcanzaron gran altura, y las olas se rompieron en pedazos y se resolvieron; grande lúe su impulso y se levantó muy alto; y mis ojos azorados vieron cómo se estrellaron esas olas gigantescas contra los fundamentos de las casas en las orillas del lago, y muchas de ellas se cayeron y hundieron; y el agua las cubrió y del todo se anegaron.

Entonces mis propios acompañantes se detuvieron, esperando el término de esta terrible agitación, y yo hubiese querido saber qué pasaba, qué hacían los moradores de la ciudad que yo desconocía de cerca pero que, de lejos, veía abatida por estos funestos signos: ¿lloraban, gritaban, sentían temor o cólera? ¿Qué nos esperaba, en fin? Pues a ella nos encaminábamos, en medio de portentos que seguramente, por el solo hecho de concurrir con nuestra llegada, a nosotros nos serían atribuidos.

Algo en mi piel se inmovilizó, y mis compañeros lo supieron; volvieron a empujarme suavemente, mientras mis ojos miraban una nueva calamidad: un gran fuego cayó desde el sol, y se desparramó en brasas sobre la ciudad, y corrió con lluvia de chispas; larga se tendió su cauda; lejos llegó su cola; y de este cometa nacieron tres más, todos corriendo con fuerza y violencia hacia el oriente, desechando de sí centellas, hasta que sus grandes colas desaparecieron por el rumbo donde nace el sol.

Y al mirar de los cielos a mis pies, vi que caminábamos sobre una gran calzada de tierra tendida entre el llano y la ciudad, y las aguas se habían calmado, y tornaban a una opaca verdosidad, mas en algunas partes su turbulencia era lodosa y los juncos de la ribera temblaban aún.

De las primeras casas que vi del otro lado, muchas yacían derrumbadas por la gran ola, mas otras ardían, y caían rayos sin la previa advertencia del trueno, incendiaban los techos de paja y al cabo entramos a la ciudad mis compañeros y yo, mas nadie hizo caso de nosotros, pues los habitantes de las riberas corrían alborotados, había un gran azoro; las gentes se daban palmadas en los labios; corrían con cántaros a apagar los incendios, y el agua era como fuego añadido al fuego: sólo se enardecía flameando más. Mas luego comenzó a caer una tibia y fina llovizna que apaciguó los fuegos y levantó una caliente niebla, mezclada con el humo de los incendios y el polvo de los derrumbes, y mi mirada espantada no sabía fijarse en detalles; todo lo quería absorber, todo lo quería entender, pero la turba de sensaciones me cegaba, dejábame guiar por las manos de mis compañeros, y sólo supe que al internarnos en la vasta ciudad de la laguna nos perdíamos en los laberintos de un mercado tan vasto como la ciudad misma, pues por donde mis pies pasaban y por donde mis ojos miraban, en confusión y desorden, sólo asientos de mercaderías nos rodeaban, y gran parlería y desconciertos escuché, entre quienes allí vendían oro y plata y piedras ricas y plumas y mantas y cosas labradas, y al cielo interrogaban quienes en esta inmensa feria mostraban cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y de venados, y de otras alimañas, tejones y gatos monteses, y al suelo miraban, sin importarles los portentos, los esclavos y esclavas allí llevados a vender, atados a unas largas varas con collares a los pescuezos, y a palmetazos apagaban los mercaderes las brasas caídas sobre los canutos con olores de liquidámbar, como los que la vieja me ofreció en la blanca choza al pie del arco iris, y sobre la grana que allí se vendía; y bajo los portales eran rápidamente cubiertas las lozas de todo género, desde tinajas grandes y anillos chicos, y todos pintados con gran primor y brillantes colores, de figurillas de patos y venados y flores; y las barricas llenas de miel y melcochas y otras golosinas; y las maderas, tablas, cunas y vigas y tajos y bancos y barcas; y los herbolarios y vendedores de la sal arrojaban mantas de cáñamo sobre sus mercaderías, y a sus pechos abrazaban las suyas los traficantes de granos de oro, metidos en canutillos delgados de los ansarones de la tierra, y así blancos porque se pareciesen al oro por de fuera, que las pepitas se desparramaban al ser apretadas descuidadamente las pieles de ansarón que las guardaban, y tan espantados andaban los dueños de unos granos de color marrón, seguramente tan preciosos como el oro, pues a nadie vi proteger con tal codicia lo suyo: unos saquillos rebosantes de la tal materia, que cuentas de un precioso rosario parecían; y caminando de prisa por esta feria disuelta por la lluvia, el oleaje, el rayo y el fuego imprevistos, distinguimos a lo lejos, y sólo ella inmovilizó nuestro apresurado andar, a una mujer surgida de la niebla, y de niebla vestida, pues los andrajosos ropajes que la cubrían eran de un sucio blancor, y sus pasos perdidos e inciertos eran, y su llanto hondo y lúgubre, y su rostro invisible detrás de la blanca cabellera que lo cubría, y sus palabras un solo y largo lamento:

¡Ay mis hijos! ¡Ay mis hijos! ¡Ya nos perdimos! ¡Ya tenemos que irnos lejos! ¡Oh hijos míos!, ¿a dónde os podré llevar y esconder?

Y como apareció, así desapareció este espectro de las lamentaciones, y nuestros cuerpos parecieron atravesar la pura niebla del suyo, y encontrarnos a la vera de un canal sombrío, de estancadas aguas apenas removidas por el paso de barcas de tiniebla, pues menos sólidas que el agua parecían, y sus remeros eran monstruos de dos cabezas, hombres con un solo cuerpo y dos testas, que gemían al remar sin prisa y sin ruido:

Pía de venir el fin; el mundo se habrá de acabar y consumir; habrán de ser creadas gentes nuevas y venir otros nuevos habitantes del mundo.

Cómo recuerdo ahora esas voces fantásmicas, Señor, remando mansamente por el canal que dividía la desconcertada multitud del mercado de un gran circuito de patios a donde entramos por un puente, no sé si avanzando o huyendo, pues el desconcierto de mis pasos no era menor que el de los habitantes de esta desconcertada ciudad, cuya forma y continente yo no alcanzaba, tal era el vértigo de mi ingreso en ella, a distinguir, y menos ahora, perdido en un laberinto de patios, cercados por bardas de calicanto y empedrados de piedras blancas, de losas blancas y muy lisas y repentinamente, Señor, halléme en medio de una gran plaza, muy encalada y bruñida y limpia.

Busqué la cercanía de mis veinte jóvenes compañeros y sólo entonces di me cuenta de que yo estaba solo en medio de esa plaza, y que los diez muchachos y las diez muchachas que me guiaron desde el volcán hasta el centro de la ciudad de la laguna, habían desaparecido.

Miré, desolado, a mi alrededor, en búsqueda de ellos. Miré los muros de esta patria ajena, y uno estaba fabricado de puras cabezas de muerto, y el otro de serpientes de piedra, labradas y enroscadas y mordiéndose las colas. Había allí una torre cuya puerta era una boca espantable y con grandes colmillos. La guardaban grandes bloques de piedra que figuraban mujeres con rostros de diablo y faldas de serpientes y abiertas manos laceradas.

Y en medio, yo solo.

Y frente a mí, de nuevo, una portentosa escalinata de piedra cuyos peldaños, lo sabía ya, conducían a un alto adoratorio de sangre y sacrificios. Y a mi lado, un palacio de cantera color de rosa, a cuya entrada se acuclillaba la estatua de un dios o príncipe de cara levantada al cielo, las piernas cruzadas, las manos dobladas sobre el pecho, y en el regazo una artesa de flores amarillas, incendiadas, humeantes, que parecían convocarme.

Entré, mísero de mí, traspasando la cortina de humo de gemelos pebeteros, y caminé a lo largo de un estrecho y bajo pasillo hasta desembocar en un extraño patio lleno de rumores.

Sentí que regresaba a la selva, pero a una selva de suave piedra rosa, por donde se paseaban los pavorreales y en brillantes jaulas o en altos pedestales reposaban, mirándome intensamente, toda clase de aves, desde águilas reales hasta pajarillos muy chicos, pintados de diversos colores. Había gran número de papagayos y patos, y dentro de un estanque se mantenían inmóviles aves muy altas de zancas y colorado todo el cuerpo y alas y cola. Y atados a columnas de piedra por cortas cadenas y anchas carlancas, había allí tigres y lobos que no me miraron, pues demasiado ocupados andaban en devorar venados, gallinas y perrillos, y en tinajas y en cántaros grandes había muchas víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabel, y en los cántaros había muchas plumas, y las víboras allí estaban poniendo sus huevos y criando a sus viboreznos.

Allí me detuve un momento, pensando si había llegado a palacio deshabitado, como no fuera por estas alimañas, bestias y pájaros, cuando escuché, Señor, el rumor de una escoba y olí el humo de cosa quemada que salía por la puerta de uno de los aposentos que sobre este patio daban.

Era el alto mediodía; ¡cuánto habían visto mis ojos desde este amanecer de la cuarta jornada de mis memorias! Miré al sol desde el centro del patio, y me cegó. Reinaba un silencio absoluto, como si los muros de este palacio pudiesen apartar y aun asesinar los rumores de la ciudad espantada que dejé detrás de mí, pero en cuyo ombligo mismo sentí hallarme. Con los ojos llenos de sol, arruinados por una intensa luz que sólo crecía a cada parpadeo, con el aliento entrecortado por el delgadísimo aire de esta ciudad, entré al aposento donde imaginaba una vida humana: el rumor de una escoba, el olor de papel quemado.

Nada vi al entrar, tal era el contraste entre mi mirada deslumbrada y las intensas sombras del aposento. Largo y vacío era este cuarto. Una estrecha y honda nave de piedra y hoquedades rumorosas. Caminé a lo largo de ella, implorando el regreso de mi acostumbrada mirada.

No sé, hasta el día de hoy, si más me hubiese valido quedar ciego de humo, ciego de sol, de cenizas ciego, que ver lo que al cabo vi: una figura casi desnuda, cubiertas sus vergüenzas por un taparrabos como los que usaban los pobres de esta tierra, que con movimientos a veces lentísimos, a veces bruscos y premiosos, acercaba unos luengos papiros a un mínimo fuego de resinas encendidas en un rincón del desnudo aposento, los miraba consumirse en llamas y luego, con la escoba, barría las cenizas y volvía a coger otros largos papeles, los llevaba al fuego, los incendiaba y barría sus restos.

Luego noté que esa escoba cumplía doble función, y que este hombre casi desnudo la empleaba también como muleta. Reconocí primero su cuerpo, trémulo un instante, plácido al siguiente: le faltaba un pie.

Me acerqué. Dejó de barrer. Me miró a la cara.

Era él, otra vez.

Era yo, el mismo semblante que el espejo celosamente guardado en mi rasgada ropilla reproducía fielmente. Era yo, pero como me vi en la noche del fantasma: oscuro, negros mis ojos, mi cabellera lacia y larga y negra como crin de caballo. Era mi perseguidor, el llamado Espejo Humeante, el señor de los sacrificios, el vengador que perdió un pie el día mismo de la creación, cuando le fue arrancado por las contorsiones de una tierra madre que se desgajaba en montañas, ríos, valles y selvas, cráteres y despeñaderos.

Y éstas fueron sus palabras:

—Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio; ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México. Aquí has venido a sentarte en tu trono. Oh, por breve tiempo te lo conservamos.

Me miró intensamente con esos negros ojos, salvo en el color a los míos idénticos, y no había esta vez, en ellos, la burla o la cólera de nuestro anterior encuentro, sino una penosa resignación:

—No, no es que yo sueñe, no me levanto del sueño adormilado: no te veo en sueños, no te estoy soñando… ¡Es que te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro! Y tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habían dicho los reyes, nuestros antepasados, los que rigieron tu ciudad en tu ausencia y en tu nombre: que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que 1 habrías de venir acá… Pues ahora, se ha realizado, ya tú llegaste, con gran fatiga, con afán viniste, desde las grandes aguas, venciendo todos los obstáculos. Llega a tu tierra: ven y descansa; toma posesión de tus casas reales; da refrigerio a tu cuerpo.

Levantó la cara, pues cuanto decía lo decía con la mirada baja, como si temiese contemplarme, y me miró inquisitivamente:

—¿No me equivoco, verdad? ¿Tú eres el esperado, Quetzalcóatl, la serpiente de plumas?

Como era ya mi costumbre, contesté, Señor, con la más simple verdad:

—Llegué por el mar. Llegué de levante. Una tormenta me arrojó a estas costas.

El barrendero cojo afirmó varias veces con la cabeza y a trancos caminó hasta un rincón de este aposento:

—Sólo una duda tenía, dijo, al levantar una manta de algodón y descubrir, arrinconada, una enorme ave cenicienta, una grulla muerta, y en la mollera del pájaro había uno como espejo, como rodaja de huso, en espiral y rejuego.

—Esta grulla fue cazada por los nautas de la laguna, y traída hasta mí, hasta aquí, a mi casa negra, añadió el hombre de la escoba, y en el espejo de la cabeza podían verse el cielo, y los mastelejos, y las estrellas, y bajo ese cielo el mar, y en el mar grandes montañas que avanzaban sobre las aguas, y de ellas descendían en las costas gran número de gentes, que venían marchando desparcidas y en escuadrones, de mucha ordenanza, muy aderezados y a guisa de guerra, y estos hombres eran de carnes muy blancas, y con barbas rojas, y mostraban los dientes al hablar, y eran como monstruos, pues la mitad de su cuerpo era de hombres, pero de bestias con cuatro patas y espantables hocicos espumeantes la otra mitad.

Calló, volvió a mirarme y volvió a preguntarme:

—¿Has llegado solo?

Díjele que sí.

—Creí que no. Creí que vendrías acompañado.

Cubrió al ave muerta con la manta.

Calló de nuevo, ahora un largo rato. Y como si este silencio esperasen, por la estrecha puerta del aposento entraron, en gran compañía, doncellas con mantas dobladas sobre los brazos extendidos, y vestidas ellas de blanco algodón todo labrado; y guerreros con banderas, cuya insignia era un águila abatida a un tigre, las manos y uñas puestas como para hacer presa; y albinos que entraron como yo a este lugar, cubriéndose los ojos con las manos para defenderse del sol, y que al verme agradecieron las sombras que me rodeaban, y acercáronse a tocarme y murmuraron cosas entre sí; y enanos juguetones, que hicieron cabriolas y muecas y así me celebraron; y los acompañaban lentos pavorreales y veloces perrillos pelones, con piel de cerdo lustroso.

Entonces las doncellas me cubrieron con las mantas, y a mi cuello y colgaron sartales de piedras preciosas, y guirnaldas de flores, y a mis tobillos ataron cascabeles de oro, y en mis brazos colocaron ajorcas de oro encima de los codos, y orejeras de cobre muy pulido en las orejas y otra vez, en mi cabeza, un penacho de plumas verdes.

Y mi doble oscuro, desnudo y apoyado sobre la escoba, a todos les dijo que yo era, en verdad, la Serpiente Emplumada, el gran sacerdote del origen del tiempo, el creador de los hombres, el dios de la paz y del trabajo, el educador que nos enseñó a plantar el maíz, labrar la tierra, trabajar la pluma y tornar la loza; éste es en verdad el llamado Quetzalcóatl, el dios blanco, enemigo de los sacrificios, enemigo de la guerra, enemigo de la sangre, amigo de la vida, que un día huyó al oriente, con tristeza y con cólera, porque sus enseñanzas fueron repudiadas, porque las necesidades del hambre y el poder y la catástrofe y el terror condujeron a los hombres a la guerra y al derramamiento de sangre. Prometió regresar un día, por el mismo rumbo del oriente que se lo llevó, por el lado donde sale el gran sol y se estrellan las grandes aguas, a restaurar el reino perdido de la paz. No hicimos más que guardarle su solio mientras regresaba. Ahora se lo entregamos. Los signos se han manifestado. Las profecías se han cumplido. El trono es suyo y yo soy su esclavo.

Dijo esto mi doble oscuro, penosamente apoyado sobre la escoba que hacía las veces de muleta, y mi oído afinado por el continuo contraste entre la realidad y la maravilla sospechó en sus tonos un regreso a los que empleó en la noche del fantasma: imperceptiblemente, la resignación cedía a un nuevo desafío, y detrás de la dulzura de las palabras un temblor metálico me hacía dudar de la sinceridad de cuanto proclamaba. Sin embargo, deseché esas dudas; y lo hice porque, en verdad, Señor, yo no buscaba los honores que este hombre me ofrecía; poco me importaba reinar sobre la gran ciudad de las torres y los canales; y tristemente, en ese instante en que me era ofrecido un trono, yo sólo pensaba en dos cosas, y a ellas reducía mi deseo: Pedro, nos hubiese bastado un pedazo de tierra, libre y nuestra, en la costa de las perlas; joven amante, señora de las mariposas, quisiera volver a encontrarte, ardiente y bella y terrible, en la noche de la selva, y volverte a amar.

Mas todo ello, mis deseos y mis dudas, fueron embargados por el movimiento de doncellas y guerreros, albinos y enanos, perrillos lisos y vanidosos pavorreales; entre todos me abrieron paso, me indicaron el camino fuera de esta cámara, y yo, desde el umbral, miré hacia atrás, miré a mi vencido doble, que reanudaba su premiosa tarea de quemar papeles y barrer cenizas. No volteó a mirarme.

Salí al patio, y rumores, y personas, invisibles unos y otras, se hicieron presentes, cercanos, como si la ciudad entera resucitase de su estupor, derrotados los signos de esa mañana, cumplidas las profecías de un origen tantas veces invocado en esta tierra, temido y anhelado, sí, como si ese pasado fuese un futuro, bienhechor por momentos, pero en otros apenas presagio de un pasado tan cruel como el anterior; fui guiado, por corredores levantados sobre pilares de jaspe, que miraban sobre grandes huertas, cada una con varios estanques, donde había más aves, centenares de aves, y centenares de hombres dándoles cebo y pasto y pescado y moscas y sabandijas; limpiaban los estanques, pescaban, les daban de comer, las espulgaban, guardaban sus huevos, las curaban, las pelaban, y entendí que de estos magníficos criaderos salían las plumas de que estos naturales hacían tan ricas mantas, rodelas, tapices, plumajes y moscadores; y cruzamos unas salas bajas con muchas jaulas de vigas recias y en unas estaban leones, en otras tigres, en otras onzas, en otras lobos; y llegamos a otro patio lleno de jaulas de palos rollizos y alcándaras, con toda suerte y ralea de aves de rapiña: alcotanes, milanos, buitres, azores, todo género de halcones, muchos géneros de águilas; y de allí pasamos a unas salas altas, en que estaban los hombres, mujeres y niños blancos de nacimiento por todo su cuerpo y pelo, y enanos y corcovados, quebrados, contrahechos y monstruos en gran cantidad; cada manera de estos hombrecillos estaba por sí en su sala y cuarto; y pasamos por una como casa de armas, cuyo blasón es un arco y dos aljabas por cada puerta y en ellos había arcos, flechas, hondas, lanzas, lanzones, dardos, porras y espadas, broqueles y rodelas, cascos, grebas y brazaletes, y palos tostados con huesos de pez y pedernales hincados en las puntas; y detrás de esta casa arribamos a un patio cerrado por tres muros de calicanto y la cuarta parte por una enorme escalinata de piedra.

A ella fui conducido por la compañía de doncellas, guerreros, albinos y enanos, y subí, contándolos por sus peldaños: eran treinta y tres, y al llegar a la cima, chata y cuadrada como todas las de esta tierra, pude ver de nuevo, ahora más de cerca que desde las montañas de la aurora, pero con la lejanía suficiente para percatarme de su contorno, la magnífica ciudad que mi doble, el oscuro príncipe, me acababa de ceder.

Miré la extensión de la ciudad de la laguna, cruzada por puentes y canales y abierta en vastas plazas y levantada en anchas torres y aposentada en cien mil casas y cursada por doscientas mil embarcaciones y vi lo que sabía: este esplendor mantenían mis pobres amigos del pueblo de la selva y el río, y para este homenaje habían cumplido sus repetidos ciclos: perlas y oro a cambio del grano rojo, majorcas para su hambre a cambio de hombres, mujeres y niños para el servicio de la gran ciudad y sus señores, asentados sobre la laguna alta del alto valle de aire delgado y transparentes visiones.

Pasé al aposento que coronaba esta construcción.

¿Cuántas maravillas, cristiano Señor que me escuchas, no había yo visto desde que el torbellino del océano me arrojó a la playa de las perlas? Nada quiero dejar fuera de mi relato: así lo visto como lo soñado; y casi siempre, lo admito, fueme imposible separar aquí la maravilla de la verdad, o la verdad de la maravilla. Pero si de algo estoy cierto, es de que la suprema unión de la fábula y la realidad tenía su sede en esa cámara a la cual llegué, pues entrar a ella fue como penetrar al corazón mismo de la opulencia.

Largo y ancho era el aposento, y sus paredes eran de oro puro; y allí acumulábanse grandísima cantidad de perlas y piedras preciosas, ágatas, cornerinas, esmeraldas, rubíes, topacios y los pisos mismos estaban chapados de oro y plata de gruesas planchas, y había allí discos de oro, los collares de los ídolos, escudos finos, las lunetas de la nariz, hechas de oro, las grebas de oro, las ajorcas de oro, las diademas de oro.

Al aposento entraron señores y caballeros de guarda, y criados con sus armas, y doncellas con grandes fuentes colmadas de frutas y carnes, y vasijas, y seis señores ancianos, y un grupo de músicos y otro de bailadores y jugadores, y tomamos asiento sobre un banquillo bajo, frente a una almohada de cuero, las doncellas ofreciéronme las viandas de gallina y venado y las olorosas hierbas y sirviéronme de sus vasijas y en copas de oro los perfumados brebajes; y los seis ancianos se adelantaron a probar cada manjar servido, sin mirarme a la cara y con el mayor respeto, y comenzó la música de zampoña, flauta, caracol, huesos y atabales, y los cantos, y los bailes, y echáronse al piso unos jugadores que traían con los pies un palo como un cuartón, rollizo, parejo y liso, que arrojaban en alto y lo recogían y le daban, con los pies, mil vueltas en el aire tan bien y presto que apenas podía yo ver cómo, yo comía y bebía a saciedad, maravillado del lugar y sus gentes; y luego entraron haciendo monerías los enanos truhanes y chocarreros, y un anciano tomó las sobras de mi almuerzo y las arrojó al rumbo de los enanos y éstos se echaron como animalillos famélicos sobre ellas.

Terminada la comida, salieron todos sin mirarme y sin darme la espalda, salvo las doncellas. Y las doncellas me desvistieron, me lavaron cuidadosamente y me volvieron a vestir con una rica manta.

Se disponían a salir con mis viejas ropas, mas yo extendí un brazo, y pedíles que me dejaran mis ropas de náufrago, mi jubón y mis calzas rasgadas, y lo que entre ellas guardaba: mis tijeras y mi espejo. Una doncella se desprendió por un instante de su máscara servicial y un rayo de enojo atravesó sus facciones:

—Joven señor: debes mudar cuatro vestidos al día, y ninguno tornar a vestir por segunda vez.

—Éstas son las ropas con las que fui arrojado a estas playas, dije sencillamente, pero la doncella me miró, y las miró, como si hubiese dicho cosa de brujería.

Ella misma colocó mis harapos a mis pies y, junto con las demás, desapareció, dejándome solo en esta recámara de los tesoros.

Pensé por un momento, Señor, en el aposento de piedra del anciano de las memorias, donde celosamente guardaba en cestos sus perlas y majorcas: había aquí con qué comprar, un millón de veces, no sólo cuanto ese viejo guardaba, no, Señor: con el tesoro de este cuarto se podría pagar el rescate de todos los puertos de nuestro mar Mediterráneo, y la vida de todos sus soberanos, grandes y pequeños, y el amor de todas sus mujeres, altas o populares.

Sólo en ese instante de mi soledad me di cabal cuenta de que todo esto era mío, para hacer de estos tesoros lo que quisiera. Y pues mis dos deseos soberanos —regresar con Pedro a la playa feliz del mundo nuevo, regresar con la mujer de las mariposas a la noche feliz de mi pasión— cosa imposible eran, miré de nuevo alrededor de este aposento de las riquezas, sabedor de que me llevaría un mes o más contar el oro y la plata, las perlas y pedrerías, las joyas aquí reunidas, y grité, como si quisiera que me oyesen todos, grité, para que me oyesen todos, tomé puñados de perlas y collares y ajorcas y arracadas y brazaletes y salí de la recámara a la alta terraza desde donde se miraba la extensión total de la espléndida ciudad lacustre, transparente al decaer el mediodía, pululante; a las decenas de miles de barcas, a los mercados abiertos, a los portales, a las torres de piedra, a los humos dorádos, a los canales de brillante verdor, a las dos cimas nevadas que la guardaban, les grité, con las manos llenas de joyas:

—¡Vuelvan a sus verdaderos dueños! ¡Regresen estos tesoros a las manos de quienes los arrancaron de la selva, de la mina, de la playa, a quienes los labraron y engarzaron y pulieron! ¡Vuelva todo a la vida de quienes por ello murieron! ¡Resucite en cada perla una muchacha dada como ramera a un guerrero, en cada grano de oro un hombre sacrificado por terror a la muerte del mundo, reviva el mundo entero, yo lo riego de oro, lo siembro de plata, lo baño de perlas, vuelva todo a todos, regrese cuanto aquí poseo a sus verdaderos dueños: mi pueblo de la selva, mis niños olvidados, mis mujeres violadas, mis hombres sacrificados!

Esto le grité a la ciudad de la altura desde la altura de los treinta y tres escalones en cuya cima eran guardados los más vastos tesoros del mundo. Creedme, Señor, cuando os digo que los lejanos rumores de canales y mercados, calzadas y torres, parecieron cesar súbitamente, y sólo el perdido clamor de un concho marino llenó ese inmenso vacío del silencio.

Arrojé las joyas y el oro y las perlas por los cuatro costados de mi alta terraza; viles rodar escalinatas abajo, por donde subí hasta aquí; y hasta la profundidad de un ancho canal, desde el segundo borde de esta plataforma; y hasta los altares bajos y sus ídolos de piedra y sus paredes ensangrentadas y las negras costras de sus suelos, desde el tercero; y desde el cuarto, sobre el osar de cabezas de hombres, hecho en gradas, en que estaban engeridas entre piedra y piedra calaveras con los dientes hacia fuera.

Al agua, a la piedra, y al hueso: allí regresaron los tesoros que mis puños lograron apresar y no, me dije, a los pobladores, para siempre desaparecidos, de la trashumante aldea del río, la selva y la montaña.

Regresé desanimado a mi aposento.

No me sorprendió, al principio, el fulgor de la recámara. Era una alberca de luz, deslumbrante, una laguna de oro y plata, como si el metal, aquí, hubiese reproducido, en miniatura, el brillo de la vasta ciudad encantada.

Avancé hacia el fondo del claustro, en busca de un lugar para mi reposo. Necesitaba pensar un poco. Parecía haber llegado al término de mis fatigas, pero bien sabía que aún me quedaban el resto de este día, su noche, y el día y la noche siguientes para agotar mi destino en la tierra del ombligo de la luna. Cosa extraña: atardecía, y no había sentido la necesidad de hacer mi pregunta de esta jornada. Otros habían hablado; otros habían explicado; mi oración fue contestada: que los hechos respondan a mis interrogantes. Temía, este amanecer, malgastar una pregunta; ahora, al anochecer, temía quedarme sin la oportunidad de formularla.

Brillante recámara: mis ojos buscaron pieles, mantas, una semblanza de lecho donde arrojarme. Brillante aposento: el brillo tenía un centro, y ese centro volaba, era una corona de luces, una constelación de alas luminosas…

¡Oh, Señor, cómo corrí entonces hacia ese centro de la luz, cómo quise penetrar antes de tiempo la sombra que se ceñía en figura humana bajo la corona de libélulas, cómo me detuve, palpitante, fuera de mí, incierto de la fortuna que así me colmaba, ante esa figura de tinieblas vestida, pero coronada por el signo de mi amor: el volátil cetro de las mariposas de luz!

—Señora, ¿eres tu?

La negra sombra guardó silencio; pero al cabo me contestó:

—¿Ésa es tu pregunta de este día?

Era su voz; y conocía nuestro pacto.

Me arroje sobre su regazo, me abracó a su talle, busque su rostro: cuerpo y semblante eran ocultados por negros trapos; tomé sus manos: guantes de negro cuero las cubrían, y en cada mano tenía una copa. Me dijo:

—Bebe. Te juré que volveríamos a encontrarnos, y que entonces tu placer sería redoblado. Has vencido todas las tentaciones y todos los obstáculos. Has llegado a la cima del poder. Anda, bebe.

Llevé a mis labios, Señor, la pesada copa de oro que la mujer me ofrecía; bebí un líquido espeso, fermentado, embriagante, que beberlo era como tomar luego de una hoguera y llevarlo a la boca; brebaje más turbio no existe, ni más cristalino: era beber un perluntado lodo, era beber cristal molido.

Abrevé la copa, arrojéla de lado, hundí la cabeza en el regazo de mi amante recuperada, pensé que mis sentidos huían, secuestrados por el licor, y que líquida se volvía mi mirada, mi carne entera, mis manos y mis rodillas, mis huesos todos, señora; señora, mi pregunta de este día, escúchala, contéstala, los príncipes de la muerte me dijeron en el hondo infierno de los hielos que yo era uno en la memoria y otro en el olvido, serpiente de plumas en lo que recuerdo y espejo humeante en lo que no recuerdo; ¿qué significa, señora, este acertijo?

No sé cuántas veces, en mi dolorosa embriaguez, repetí esta pregunta; y las manos de cuero de mi negra amante me consolaban como una madre consuela a su hijo, como me consoló la abuela de la limpia choza cuando me dormí sobre su regazo. Y sólo cuando terminé de repetir mi pregunta, y cesaron mis temblores, ella pudo decir estas terribles palabras, repetidas tantas veces como mi pregunta, tu pregunta ha sido inútil, tú mismo, frente a los señores de la muerte, le diste respuesta, te dije que viajarías veinticinco días y veinticinco noches para que volviéramos a reunimos, te prometí cinco días para salvarlos de tu muerte y llegar hasta mí. Sólo empleaste dos.

Salvaste tres. Te ofrecí, en la pirámide, renunciar a ellos y reunirte de una vez conmigo. Para siempre. En la vida y en la muerte. Preferiste apostar a la fortuna del tiempo que aún te quedaba. Qué lástima. Me has vuelto a encontrar. Pero no soy la misma. Mi tiempo no es el tuyo. Tiene otra medida. Ha pasado tanto tiempo desde que nos amamos en la selva… tanto tiempo desde que nos vimos en la pirámide… tanto tiempo.

Cerré los ojos y me abracé fuertemente a las rodillas de la mujer.

—Sigo sin comprender; no has contestado a mi pregunta; sé lo que fui en la memoria, recuerdo los días que supe salvar a la muerte; ¿qué me sucedió durante los veinte días que he olvidado?

—Hazle esa pregunta a otros esta misma noche. Ahora ven a mí.

Me acarició la cabeza con las manos enguantadas. Me dijo dulcemente al oído:

—Recuerda la pirámide. Recuerda que yo soy quien escucha la confesión final de cada hombre, la única confesión de la vida, una sola vez, al final de la vida…

Levanté la cabeza y miré la máscara de trapos negros y le grité:

—¡Pero yo no quiero morir, yo quiero vivir contigo, te he vuelto a encontrar, sólo dos cosas imposibles pedí hoy, al entrar a esta cámara de los tesoros, y una de ellas se ha vuelto posible: tenerte, amarte, de nuevo, para siempre! Y pues no puedo devolverle la vida al hombre que fue como mi padre, en nombre suyo y de la felicidad que él buscó aquí, quiero amarte a ti mientras viva…

La señora de las mariposas rio detrás de su cascada de trapos:

—¿Estás seguro de lo que dices?

Sí, contestóle, sí, mil veces sí, mientras apartaba los trapos del rostro, rasgaba las vestiduras de mi amante, volvía a buscar la piel de canela, las uñas negras, el oscuro bosque de mi placer irrepetible…

—Mi placer irrepetible… repetí, en voz alta, estúpidamente, al develar el rostro de la mujer y descubrir que lo cubría otra máscara, de plumas, plumas granates, verdes, azules, un abanico de plumas que irradiaban desde un centro de hormigas muertas, pegadas con esa resina que yo sabía oler ya en las cosas de esta tierra.

—Tu cara, le dije, quiero tu cara, quiero besarte…

—Espera. Antes de arrancarme esta máscara, júrame una cosa.

—Di.

—Que la conservarás contigo siempre. Pase lo que pase, no te desprendas de ella. Es mi obsequio final para ti. Es el mapa de ese nuevo mundo que tanto anheló tu pobre amigo viejo. Guárdalo contigo. Un día te guiará de regreso hacia mí…

—¿Un mapa? Sólo miro un círculo de arañas, un campo de plumas, ¿cómo puede guiarme este…?

Me interrumpió:

—Cree en mis palabras. Este es el verdadero mapa de la tierra nueva. No el que dibujen los navegantes o los viajeros que se internen en las montañas. No el que conduce a los lugares visibles, sino el que te conducirá, un día, de regreso a mí… a lo invisible…

En el fondo del aposento de los tesoros, solos los dos, rodeados del infinito silencio que yo mismo impuse a la ciudad cuando arrojé las joyas desde lo alto, retiré, con gran delicadeza, con toda la ternura de la que me sentí capaz, la máscara de plumas y hormigas del rostro de mi amada.

Detrás de ella apareció la última faz de mi amante.

Podría decir que era un rostro devorado por la edad, minúscula red de arrugas, hundida mirada de opaca pasión al fondo de las cuencas amoratadas, al fondo de los salientes y desnudos huesos de su frente y sus pómulos, apenas cubiertos por una piel delgada, amarilla, de papel viejo, y diría verdad; podría decir que era una cara infinitamente anciana, con el eterno tatuaje de los labios borrado y vencido por el tiempo, derrotado por las hondas arrugas que se hundían en su boca, se hincaban en sus comisuras, se perdían en sus encías sin dientes, y diría verdad.

Verdad a medias, Señor. Pues los signos de la devastación en el rostro de mi amante eran los del tiempo, sí, pero eran algo más, peor que el tiempo. Mi amante, mi amante de la selva. Busqué la corona de mariposas encima de la cabeza cana, rala, verrugosa, de mi amante; las vi caer, secas y sin luz, sin vida ya, sobre el suelo de plata de esta alcoba suntuaria. La vi a ella: esta vejez era obra de la enfermedad, del pus que corría por la nariz, de la viruela que marcaba la piel, de la lepra que carcomía su sangre, de la tumefacción que la agolpaba en ciénagas de hinchados cráteres, de la podredumbre que escurría por sus pezones, del pantano apestoso que era su boca: señora, diosa devoradora de la inmundicia, la inmundicia la había devorado a ella…

La mujer se arrancó los guantes; sentí sus manos huesudas, húmedas, apelmazadas, que recorrían mis mejillas, mi cuello, mi pecho…

—¿Para siempre, joven peregrino, dijiste que para siempre?

Sollocé en su regazo; no sé si escuché bien lo que dijo:

Fui la joven tentadora, amante de mi propio hermano, que entre mis brazos se perdió y perdió su reino de paz; fui la diosa del juego y de lo incierto, que tú conociste en la selva; en la madurez fui la sacerdotisa que absorbe los pecados y las inmundicias, los devora y así dejan de existir; ahora soy sólo la bruja, la anciana destructora de los jóvenes, la envidiosa: necesito sentarme sobre el cadáver de un hombre joven; ése es mi trono… tú…

La vieja me apartó, temblando, de sí.

Vete, huye, estás a tiempo; no entendiste; te ofrecí un año entero juntos, un año de tu vida de hombre, que no es igual a mis años de mujer, no lo aceptaste; hubieses muerto después de un año de amarme todas las noches; ahora tendremos que esperar, tanto, tanto; guarda el mapa, regresa, búscame, dentro de cien años, doscientos, mil, el tiempo que tardemos en ser otra vez, al mismo tiempo, jóvenes tú y yo, los dos juntos, al mismo tiempo, al mismo instante…

Juzgad, Señor, mi fiebre, mi locura, mi borrachera feroz; no era dueño de mí; termine de arrancar los ropajes de la anciana putrefacta, cerró los ojos, me dije no importa, estás borracho, qué importa, puedes poseerla, cierra los ojos, imagina a la muchacha de la selva, imagina a la mujer de la pirámide, es tu única mujer, tu amante, tu esposa, tu hermana, tu madre, goza de lo prohibido, hazla tuya, no hay otra mujer en el mundo, no juzgues ya, no compares, ama, ama, ama…

La vieja temblaba como un pajarillo; y como un desnudo gorrión sin plumas era su pequeño, encogido, enfermo cuerpo; me abrazó a él, con los ojos cerrados…

Espera, gemía la mujer, espera, no puedes ahora, qué lástima, esta vez no coincidieron nuestros tiempos, ha pasado tanto tiempo para mí desde que te conocí, pero tan poco para ti, espera, un día se cumplirá mi ciclo, volveré a ser la muchacha de la selva, volveremos a encontrarnos, en alguna parte, ahora no puedes…

Yo me había despojado de la manta con que me vistieron y desnudo, ciego, excitado, apreté contra mi cuerpo el de la vieja; mi pene erecto buscó el sexo de la anciana y topó contra piedra, un pedernal, una roca impenetrable…

Me aparté, me hinqué ante las piernas abiertas de la vieja, las aparte, y de su hoyo, Señor, de ese ardiente hoyo que fue mío, emergía un cuchillo de piedra, y su mango de piedra era un rostro labrado, y ese rostro era el de mi maravillosa amante, la muchacha de la selva, la señora de las mariposas.

Gemí, embrutecido, rodando por el tiempo, incierto de la hora, abandonado a los fulgores del oro y la plata y las perlas que como las mariposas radiantes ahora no arrojaban más brillo que el de las cenizas, cenizas sentí en mi boca, fuego a mi espalda, el aposento se llenaba repentinamente de otros fulgores, volteó: hachas de fuego, grandes cebos de fuego mantenidos en alto: ora la noche, la noche era alumbrada por estos hombres, mire las antorchas, miró a mi doble oscuro, apoyado en la muleta.

Me miraban.