Noche del volcán

Largo fue mi camino por el llano cubierto de biznagas, y agradecí las cotaras que salvaron a mis pies del constante contacto con los alfileres del desierto. Preguntóme, mirando esta desolación que me rodeaba en la ruta hacia el volcán, si el pueblo de la árida meseta sólo se alimentaba de los frutos de la selva y de la costa, y si la razón por la cual eran sometidos y sacrificados los pobladores de las bajas comarcas era sólo el hambre y la necesidad de los pobladores de las altas comarcas. Algo que no alcanzaba a precisar me decía que no era así, que había algo más, y que debía llegar al sitio donde vivía el gran señor de este mundo, el que repetidamente era llamado señor de la gran voz, para saber la verdad del orden que mi presencia extraña violaba a cada paso, y confundía con la novedad de mi presencia.

Mientras caminaba hacia el volcán y la noche descendía con rapidez sobre mí y el mundo, me fui repitiendo esta certidumbre, una de las pocas que me consolaban en medio de tantas interrogantes:

Soy un intruso aquí. Soy un intruso en un mundo desacostumbrado a la intrusión. Un mundo separado del mundo: ¿desde cuándo viven en soledad, sin contacto con otros pueblos, estos que he conocido en la costa y la meseta? Por qué no: desde el principio del tiempo. Mundo separado por el miedo; pero seguro de sus razones para sobrevivir rodeado de los portentos del desastre. Qué frágil equilibrio: la muerte a cambio de la posesión, la vida a cambio de unas tijeras, las tijeras a cambio del oro, el oro a cambio del pan, el pan a cambio de la vida, la vida a cambio de la desaparición del sol… Precario de verdad, pues basta, para romperlo, la intrusión de un ser imprevisto, un mero individuo como yo.

Pues ahora os digo, Señor, que los hombres del nuevo mundo sólo prevén y aceptan el cambio catastrófico, que en verdad no es cambio, sino fin de cuanto existe, y la catástrofe sólo puede ser obra de dioses o natura, mas no de un simple hombre. Y por esto, me dije aquella noche, a dios o a natura me asimilan para comprenderme.

Busqué, en este crepúsculo, a mi guía: Venus, luz gemela de la tiniebla y tiniebla gemela de la luz. Venus, doble de sí misma. Al nuevo mundo partí, en la barca del viejo Pedro guiado por la estrella matutina. Temí, Señor, que partido al alba, al alba encontrase el puerto final de mi destino en estas tierras, cerrándose así un perfecto, implacable círculo: hijo de la luz, llegado a la hora de la luz, a la luz condenado. Pero mi otro destino, mi otra posibilidad, ya lo había visto, no era menos fatal: llegado de noche, a la tiniebla me identificaba. Si algo había aprendido en esta tierra, era que nada era más temido que la muerte del sol. Nada más temido, pues, que el verdugo del sol: hijo de la tiniebla, llegado a la hora de la tiniebla, a la tiniebla condenado. Sentíme prisionero de los perfectos círculos de un doble destino: día y noche, luz y tiniebla. Pero mi alma buscaba la indecisión, el azar, la apertura a la continuidad de la vida, que para mí línea es. Y en este mundo, ¿quién iba a otorgarme la gracia de una noche más de vida, habiendo alcanzado la perfección final de cerrar un círculo: partido a la aurora, llegado de día y así, aparecido como creador del sol; o partido al crepúsculo, llegado de noche y así, aparecido como verdugo del sol? Mundo fatal, mundo nuevo, donde mi incomprensible presencia de hombre sólo era comprendida en razón de fuerzas sobrehumanas: el terror de la noche sería aplastado para siempre entre las dos mitades perfectas de la luz; la bondad del día sería aplastada para siempre entre las dos mitades perfectas de la sombra. No había otra salida final para este mundo nuevo, Señor, y sus pobladores estaban dispuestos a honrar por igual a la luz, si triunfaba, o a la tiniebla, si vencía. ¿Quién iba a otorgarme la gracia de una hora más de vida, la ruptura del milagro, la repetición de la incertidumbre? Así, era yo prisionero de una angustiosa contradicción, la más terrible de todas: debía mi vida a la muerte; debería mi muerte a la vida. El milagro es excepcional. Debe conservarse. Sólo lo conserva la perfección de un instante irrepetible. Esa perfección es la muerte.

Perdido en estas cavilaciones, llegué con las primeras sombras al pie del volcán, y mis pies tocaron fría roca y heladas cenizas; y mis ojos miraron los distanciados fuegos encendidos en las laderas de la montaña, como para compensar la frialdad de lo que un día fue hirviente basca del volcán apagado.

Aquí y allá, distinguí unas mínimas fogatas que se iban encendiendo, y junto a ellas, aquí y allá, unos ancianos, cuyos perfiles de raposa distinguía al leve fulgor, tajaban papeles y los aderezaban y ataban con lentitud, y aquí un anciano tomaba un cuerpo yacente e inmóvil, le encogía las piernas, le vestía con los papeles y le ataba, y allá otro anciano derramaba agua sobre la cabeza de otro cuerpo inmóvil, y cerca y lejos de mí vi que esta ceremonia se repetía, y que esos cuerpos sin vida eran amortajados con mantas y papeles, y reciamente atados, y que alrededor de cada fogata se esparcían flores amarillas de largos tallos verdes, y que cerca de unos hoyos profundos cavados en la ceniza se llegaban jóvenes cargando puertas sobre las espaldas, y colocaban las puertas sobre los hoyos, y grupos de mujeres lloraban encima de las puertas así colocadas, y también las regaban de amarillas flores secas, y entre el llanto de las mujeres se escuchaban voces plañideras, que decían:

Reconoce la puerta de tu casa, y sal por ella a visitarnos, pues mucho lloramos por ti. Sal un rato chiquito, sal un ratito.

A medida que ascendía estas laderas, más fuegos se encendían y más voces gemían y más actividad se notaba. Acepté lo que veía: cada fogata era el lugar de un difunto, su antigua tumba visitada o su fresco sepulcro recién cavado, y los grupos reunidos en torno a cada cadáver, visible o enterrado, se ocupaban de diversos minuciosos ritos: a éste poníanle entre las mortajas un jarrillo lleno de agua, al otro colocábanle entre las manos cerosas un flojo hilo de algodón que en su otro extremo se ataba al pescuezo de un perrillo color bermejo, nervioso y pequeño y con brillantes ojos y afilado hocico; más allá, quemábanse hatos de ropa; más acá, joyas eran arrojadas al fuego, y las voces de los viejos canturreaban tristemente, oh hijo, ya has pasado y padecido los trabajos de esta vida; ya ha sido servido nuestro señor de llevarte, porque no tenemos vida permanente en este mundo y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida; y las mujeres les hacían coro, gimiendo, te fuiste al lugar oscurísimo que no tiene luz, ni ventanas; ni habrás más de volver ni salir de allí; no te fatigues mucho por la orfandad y pobreza en que nos dejas; esfuérzate, hijo, no te mate la tristeza; nosotros hemos venido aquí a visitarte y consolarte con estas pocas palabras; y los viejos volvían a canturrear: somos padres viejos, porque ya nuestro señor se llevó a los otros, que eran más viejos y antiguos, los cuales sabían mejor decir palabras consolatorias a los tristes…

Y por encima de estas palabras dichas aquí y allá, cerca y lejos de mí mientras avanzaba hacia el blanco cono del volcán, entre estos duelos a mis trabajos indiferentes, ululaba un lamento alto y rispido, una llamarada de palabras que parecía proteger, como un manto, toda la ceremonia fúnebre de esta noche:

No es verdad que vivimos, no es verdad que vinimos a durar sobre la tierra…

Agradecí, Señor, la oscuridad y la indiferencia: los vivos sólo tenían, aquí, voz y ojos para los muertos, y mi penoso viaje hacia la cumbre en nada distraía a estos dolientes; ni pensamiento tenían ellos para el paso de mi sombra entre sus penas.

Dejé atrás de mí lamentos y fuegos; unos y otros fuéronse apagando, abandonándome a una noche de misteriosa tibieza, pues cercanas debían estar las eternas nieves del volcán, y sin embargo un cálido sopor se levantaba de la entraña de las cenizas en cuya arenosa negrura me hundía, debiendo levantar con dificultad un pie y luego el otro, y hundido hasta ios tobillos en el fuego muerto. Cuán lejanos, Señor, pareciéronme entonces los agitados volcanes de las islas y bahías del Mar Nuestro, que en el agua encuentran espejo de sus tremores y solaz de sus ruinas, mientras que aquí, en la tierra del ombligo de la luna, los volcanes estaban apagados, y su espejo era una desolación refleja a la de la luna misma: negro desierto en la tierra, blanco polvo en el cielo.

Miré a lo alto, en busca de la luna, ansiando su compañía a medida que me adentraba en la oscuridad de esta noche; mas nada brillaba en el cielo; un tapiz de negras nubes ocultaba a mi guía, la estrella del atardecer; temí perder mi rumbo, aunque el ascenso me guiaba. Y entonces, Señor, como si mis palabras poseyesen poderes de convocación, ante mí apareció, detrás de una roca, un hombre con una gran luz sobre la espalda.

Me detuve, dudando de mis sentidos, pues ese hombre luminoso aparecía y desaparecía entre la roca volcánica, sembrando luz y tiniebla a su paso; y cuando al fin avanzó hacia mí, vi que era un viejo, con una gran concha sobre la espalda, y que la luz nacía de esa concha, e iluminaba el blanco rostro del viejo, descarnado y blanco, tan viejo que era una calavera brillando en la noche; y detrás de él escuchó gritos y carreras, y pasaron velozmente unos jóvenes guerreros dando caza, en la noche, a un animal que no pude ver, pero contra el cual ellos disparaban luminosas flechas; y estas flechas iban a clavarse en la oscuridad, mas la oscuridad herida por las saetas sangraba y tenía forma, aunque sólo fuese la forma de la tiniebla. Señor: reconocí al terrible animal de la choza de la anciana, el mismo bulto de sombra, herido, aullante, escarbando en la ceniza volcánica con sus patas chuecas: el animal escarbaba, el viejo con la concha a cuestas se reía, el animal trataba de enterrar la luz arrojada por la concha del viejo, pero el viejo corría, se escondía otra vez entre las rocas, y el animal aullaba enloquecido, buscando los rayos de luz fugitivos, herido por las flechas de fuego de los cazadores nocturnos, y el aire poblóse de dardos invisibles que descendían del cielo, aullando tristemente, maldiciendo, y al mirar hacia esa lluvia de dardos, vi que poseían rostros, y que a calaveras se semejaban, no por serlo en verdad, sino porque la triste maldición de sus facciones a cabezas de muerte los asimilaban, y así era posible saber que estas calaveras eran de mujer: malditas y tristes voces; y el temible conjunto del viejo con la concha a cuestas, y los guerreros dando caza de noche al animal de la sombra, y las calaveras de las mujeres llorando y maldiciendo fue como el anuncio de lo que simultáneamente sucedió en esta negra ladera del volcán.

Tembló la tierra, y abriéronse sus fauces, y yo sólo sentí que caía por un ceniciento socavón. Quizás, sin saberlo, había llegado a la más alta cornisa del volcán, a su boca misma, y por ella resbalaba hacia la apagada entraña: lejos escuché los rumores, la risa del viejo, los ladridos del animal cazado, los aullidos de las mujeres voladoras; mi boca llenóse de ceniza, mis manos, inútilmente, a la ceniza se confiaron, y como otra noche vi me prisionero del remolino adentro del mar, ahora sentíme capturado por esta vorágine de negra tierra; y capturado, acompañado, pues en este vertiginoso descenso al centro del volcán, sucedíanse ante mi mirada oscuras formas que parecían convocarme y guiarme hacia la más desconocida, de todas las tierras: vi a un señor cubierto de joyas, y que con ellas jugueteaba entre sus manos, y cuyos gritos y rumores llenáronme de espanto, pues era como si aullara el corazón de la montaña; convocóme y hacia él alargué los brazos en esta negra caída mía, mas apenas creí acercarme a él, se desvaneció, y más lejos apareció otro hombre con una bandera en la mano, y una vara sobre su espalda en la que estaban clavados dos corazones, y este hombre llevaba la oscuridad en la cabeza, como si por un precioso instante todo lo demás —yo, él mismo, el mar de ceniza que nos ahogaba— hubiese quedado bañado en luz, y sólo en esa corona se reuniese toda la oscuridad del mundo: convocóme también, y le seguí sólo para perderle en el acto y ver en su lugar a un pecoso y fiero tigrillo que a lo lejos devoraba las estrellas nacidas en esta honda fertilidad del cielo: cielo boca arriba, me dije, espantoso gemelo, en la entraña de la tierra, del cielo que conocemos y adoramos en el aire; y por ese cielo puesto de cabeza, ahogado en las más profundas cenizas del mundo, volvieron a volar las calaveras aullantes, entristecidas y maldicientes, que ahora traían en las bocas brazos y piernas arrancados a los muertos, soltándolos para gritar:

¿Dónde están las puertas? Agito mi mano frente a la puerta. Todos los de casa quedan dormidos. El profanador puede entrar. ¿Dónde hay una puerta en el infierno? Sólo de entrada. Nunca de salida. Una vez fui humana. Morí en el parto. ¿Dónde está la puerta? El profanador robó mis manos y mis piernas. Lloro sentada sobre las rocas de los caminos. No me temas, viajero. El profanador robó mis miembros. Con ellos dañó a mis hijos, los niños, y esparció la peste y la sarna. No lo creas si te cuentan que éstos son mis brazos y mis piernas.

Y esas piernas y manos azotaron mi rostro y cayeron al enorme vacío que me rodeaba, y las mujeres huyeron por los aires, invisibles, aullando tristemente. Mi cabeza chocó contra la roca, y me desvanecí.

Me despertó una húmeda lengua que lamía mi rostro. Mis ojos encontraron los negros y vivaces de un perrillo bermejo, como esos que vi en las laderas del volcán, y cerca de mí corría un río de heladas aguas, pues grandes pedazos de hielo se amontonaban a sus orillas, y la bóveda que me cubría era de hielo puro, con lágrimas frías que colgaban de lo alto, y blancos espacios perdidos, allende el río.

El perro me guio hasta la orilla y entró a las aguas y yo me coloqué encima de él y el perro nadó cruzando el gélido torrente, guiándome como antes lo hiciera el hilo de la araña. Mas ahora, ¿a quién debía el socorro de este animal? La señora de las mariposas me había abandonado y de ella sólo me quedaba el recuerdo de una noche, la tristeza de una promesa incumplida, la advertencia del número y orden de mis días en la tierra ignota, y un largo misterio: ¿cuánto tiempo había transcurrido entre cada uno de los días que yo recordaba?, ¿cuántos días había vivido en el olvido?, ¿qué me había sucedido fuera del recuerdo? y ¿por qué, entre el recuerdo en el templo de la selva y el encuentro de la pirámide de la meseta, había marcado ese tiempo el rostro de mi amante con las huellas, no de días, sino de años?

Entre estas preguntas, díjeme, debía escoger la que esta noche haría… ¿a quién? A un mudo perro, quizás, o a otras mujeres, muertas en el parto, que volaban cual saetas, puro rostro y llanto puro, en el camino del inframundo.

Y así, nadando sobre el perro colorado, llegué a la otra orilla. La blancura, allí, se acentuó, como si antes lo blanco no fuese blanco, sino simple cualidad del hielo y las congeladas cavernas y el gélido río de este subterráneo del volcán; y esta, ahora, blancura era de la blancura misma: el color puro del alba, extraño a cualquier cosa llamada blanca; la blancura dueña de sí misma, y a todo atributo ajena. Y en la blancura total, Señor, nada era distinguible, y así este albor puro a la más impenetrable oscuridad se asimilaba. Sentíme ahogado en leche, en cal, en aljor.

Un viento insoportable avanzó hacia mí, azotando mis empapadas ropas, doblando las altas plumas de mi penacho, cortando con navajas mi piel teñida y obligándome a avanzar a tientas, cegado por la luz sin contrastes. Viento de dagas: su desgarrante fuerza, al cabo, desnudó ante mi mirada a dos figuras inmóviles, tomadas de las manos, erguidas, pura forma blanca, mas forma de hombre y de mujer, una figura más baja que la otra, una con las piernas de hielo separadas en desplante, la otra con las piernas cubiertas por una nevada falda: pareja de animada albura, y tan idéntica al blanco espacio que la rodeaba, que era imposible saber si de su doble silueta, rasgada por el viento y fijada por el hielo, nacían el aire, el espacio y el color sin color de esta comarca, o si ellos eran el resultado de cuanto les rodeaba. A los pies de la inmóvil pareja distinguí la blancura de un montón de huesos.

Ladró el can, y se erizó su roja pelambre, y dando media vuelta corrió de regreso al río y se arrojó a las blancas aguas, nadando hasta ganar la otra orilla. Quedé indefenso ante la blanca pareja, y oí la cavernosa carcajada del hombre inmóvil como una estatua de hielo, tembloroso como el recio viento de estas profundidades; y dijo:

—Has regresado…

Mordíme la lengua, Señor, para no precipitar una inútil pregunta y recibir una inútil respuesta; no pregunté, ¿por qué me esperan?, no pregunté nada, y no había en mi silenciosa actitud cálculo, sino un agotamiento repentino, como si en mi alma no cupiese ya el asombro, el terror o la duda ante las sucesivas maravillas del nuevo mundo, sino una resignación pasiva y tibia, a la del sueño semejante después de fatigosa jornada. Calmóse el viento que animaba la figura de hielo del hombre que me dirigió la palabra. En cambio, agitóse, hasta hacerla casi visible, en torno a la figura de la mujer que le acompañaba tomada de la mano. Esa frialdad inmóvil luchaba contra aquella agitada ventisca, hasta que la mujer habló con acentos de odio indomable:

Ya viniste una vez. Ya nos robaste los granos rojos, y los diste en regalo a los hombres, y gracias a ellos los hombres pudieron sembrar, cosechar y comer. Aplazaste el triunfo de nuestro reinado. Sin los granos rojos del pan, todos los hombres serían hoy nuestros súbditos; la tierra sería una vasta blancura sin vida y nosotros, mi marido y yo, habríamos salido de esta honda región para reinar sobre el mundo entero. ¿Qué buscas ahora? ¿A qué has regresado? Esta vez no nos puedes engañar. Estamos advertidos de tus tretas. Pero además, ahora nada podrías robarnos: mira esta yerma comarca: ¿podrías robarte el viento de la muerte, los huesos de la muerte, nuestra helada blancura? Hazlo. Sólo regalarás más muerte a los hombres, y así apresurarás nuestro triunfo.

No, murmuré, agradecido de las palabras de esta blanca señora, pues su voz creaba un vaho, cálido a pesar de su humeante blancura de hielo, alrededor de la figura de la mujer, y animaba la mía; no, sólo una pregunta traigo, y una respuesta os pido.

Habla, dijo el blanco señor de estas regiones de la muerte.

Señores, reconozcan en mi atuendo los signos de una identidad que me ha sido impuesta, y que yo, ante ustedes, confieso temer, pues entiendo que a la muerte, la sangre, el sacrificio, la tiniebla y el horror me condenan…

Usas las ropas del espejo humeante, que todo cuanto has dicho representa, dijo el blanco señor.

Y sin embargo, ustedes mismos me han recordado mi otra identidad, la del dador de vida, el educador, el hombre de paz. Lo sé ahora: robé el grano rojo y así los hombres vivieron. ¿Quién soy, señores? Tal es la pregunta a la cual tengo derecho esta noche.

Con las gotas de hielo de sus labios y el espeso vaho de su odio contestó la mujer, antes de que pudiese hacerlo el hombre:

Nada importa quién has sido, sino quién serás. Has llegado hasta aquí sin entender las advertencias que te acompañaron en tu descenso a nuestro reino. Has mirado los rostros de calavera de las mujeres muertas en el parto, profanadoras de tumbas que cursan por los aires, aullando tristemente, maldiciendo, esparciendo terribles enfermedades y dañando a los niños que al nacer causaron sus muertes. Has visto al tigrillo pecoso de las altas rocas, que vigila la salida del sol devorando a las estrellas. Has visto al viejo con la concha sobre la espalda, que es la blancura que brilla de noche, nuestra luz, la luz de la oscuridad. Has escuchado el gemido del corazón de las montañas, que es la voz del sol bajo la tierra, condenado a desaparecer cada noche y a desconocer si aparecerá o no cada mañana, y has visto a su contrincante, el señor que lleva la oscuridad en la cabeza y en su bandera nuestros dos corazones: los corazones que tuvimos tú esposo y yo antes de morir, antes de la creación del mundo, cuando la muerte no era necesaria. Míranos ahora a nosotros, vencidos cada vez que el sol emerge de nuestras cavernas: astro escasamente victorioso, pues apenas llega a su cenit en el cielo, comienza a declinar antes de alcanzar la estatura de la perfección, que sería su permanencia eterna en el mediodía al cual aspira cada vez que nace sólo para perderlo cada vez y, sin remedio, volver a hundirse en nuestros dominios. Ve en cuanto has visto la lucha entre la vida de los hombres, parcial, imperfecta, condenada a nacer sólo para morir, y la vida de los muertos, condenada a morir sólo para renacer. Estábamos a punto de triunfar. Cada vez había más muertos y menos vivos: el hambre, el terremoto, la enfermedad, la tormenta, la inundación eran nuestros aliados. Entonces tú descendiste hasta aquí, robaste las semillas rojas del pan y permitiste a la vida prolongarse. ¿Por cuánto tiempo, ladrón? Pregúntatelo, sí, por cuánto tiempo, si los propios hombres, a fin de mantener la vida, nos ayudan a reconquistar la muerte gracias a la guerra, el exceso de sus apetitos y el terror del sacrificio. Lucha, ama y mata para vivir, ladrón de vida, y siente el helado viento que pulsa detrás de cada uno de tus actos, advirtiéndote que hasta cuando crees afirmar la vida, acrecientas el dominio de la muerte. Mi marido y yo somos pacientes. Todo terminará por enfriarse. Todo vendrá a nosotros. El sol sale para esconderse y volver a salir: la mitad de la vida va es muerte. Ganaremos la otra mitad, porque la totalidad de nuestra muerte es vida. Somos lentos; somos pacientes; nuestra arma es el desgaste. Y un día, el sol no saldrá más. Saldremos nosotros a reinar sobre una tierra a nosotros idéntica.

Temí, Señor, que la congelada catarata de palabras de esta reina del inframundo terminase por convertirme en hielo, y en monedas de nieve mis palabras; hablé de prisa, saboreando el calor de mi boca, arrojando mis palabras como brasas a los pies de esta pareja inmóvil:

—¿Quién soy? Tengo derecho a una respuesta esta noche…

Hubiese querido distinguir la mirada del señor de la muerte cuando, después de un silencio perverso, como si la pareja esperase que esa pausa bastaría para re un irme a su condición, habló por fin. Y éstas fueron sus palabras:

Eres uno en la memoria. Eres otro en el olvido.

Y la señora añadió:

Serpiente de plumas en lo que recuerdas. Espejo de humo en lo que no recuerdas.

Al escucharles, escondí el rostro entre las manos, y como si ella misma se hubiese aparecido en esta honda región, volví a escuchar claramente las palabras de la señora de las mariposas, dichas en la caliente noche de la selva, sólo tres noches antes de la que hoy vivía en la nación de la muerte:

«Viajarás veinticinco días y veinticinco noches para que volvamos a reunimos. Veinte son los días de tu destino en esta tierra. Cinco son los días estériles que ahorrarás para salvarlos de la muerte. Cuenta bien. No tendrás otra oportunidad en nuestra tierra. Cuenta bien. Sólo durante los cinco días enmascarados podrás hacer una pregunta a la luz y otra a la oscuridad. Durante los veinte días de tu destino, de nada te valdrá preguntar, ya que no recordarás nunca lo que suceda en ellos, pues tu destino es el olvido. Y durante el último día que pases en nuestra tierra, no tendrás necesidad de preguntar. Sabrás.»

Cerré los ojos y medí velozmente ese tiempo prometido: veinte días había vivido sin guardar memoria de ellos, y sólo tres recordaba, pues sólo tres sentí la necesidad de salvar para salvarme; y así, burlé a la señora de las mariposas, pues llegué a reunirme otra vez con ella en la pirámide con dos días guardados, dos días a mi haber para preguntar, acercarme a la sabiduría final, y recordar lo recordable en medio del olvido que parecía ser mi carga, aquí, Señor, y allá, en las tierras que dejé.

Abrí los ojos y mis sentidos alucinados vieron, superpuesta a la máscara de hielo, sin facciones, de la señora de la muerte, el semblante de mi amada esposa de la selva y cruel tirana del templo; y al mirar esos rostros superpuestos sobre la nada, pero simultáneamente vivos en sus expresiones de amor y odio por la pasión soldadas, juré que me hablaban al mismo tiempo, una la voz del cálido amor en la selva, otra la voz del humeante sacrificio en la pirámide, y ésta me decía que no me engañara más respecto a esa terrible tirana: falsa fue mi antigua promesa, me decía la boca de la mujer del templo, como falsa fue la promesa más reciente: no es cierto, tú no habrías vivido como príncipe un año, bebiendo todos los goces de la tierra, para luego morir sacrificado; no, mis años son como tus minutos, extranjero, y tu año se hubiese cumplido inmediatamente, allí mismo, como culminación de la sangrienta jornada de la pirámide; teme mis palabras: yo te habría hecho creer que la siguiente noche duró un año, y al día siguiente te habría dicho:

He cumplido mi promesa. Has vivido un año entero de felicidad. Ahora debes morir. Este es tu último día. Como te lo advertí, hoy no necesitas preguntar: sabes.

Mas si esto decía la voz de la diosa del templo, la voz de la mujer de la selva, mi amante, hablaba desde lo hondo de la máscara superpuesta a la cara sin rasgos de la reina de la muerte, y esa voz me decía, tonto, tontito, cuanto dije en la pirámide era verdad, el año que te ofrecí sería realmente un año completo, nuestro año, y esa mujer que te ofrecí en matrimonio era yo misma, tontucio, yo misma, otra vez tu amante durante más de trescientos días; tal era mi verdadera promesa, y tú no la supiste aprovechar: un año entero conmigo, y luego la muerte…

Oh, Señor, estos delirantes argumentos cursaron por mi mente como las mujeres muertas volaban por los aires, y al oír estas voces disímiles yo sólo recordé el desconcierto de la cruel señora cuando le dije que me quedaban dos días y dos noches rescatables: su azoro, su cólera, su desconcierto, revelaban que ella misma había sido engañada; que un poder superior a ella me había permitido vivir veinte días completos sin recuerdo, y sólo tres en la memoria. ]}os días y dos noches, arrancados a mi destino, me quedaban aquí: éstos los recordaría, éstos los viviría guiado por mi propia voluntad, y el último día, sabría. Mas lo que sabría no lo sabría por intercesión de la mujer de las mariposas, sino gracias a otro poder, a ella superior. Y ya nunca sabría lo que sólo sabría si hubiese escuchado a tiempo la voz de mi amante: un año a su lado, un año entero con ella, un año de amor y luego un día de muerte. Ya estaba en los dominios de la muerte: quizás sólo me quedaban dos días de voluntad propia, pero dos días sin amor alguno, y luego, más rápida esta vez, a la mano esta vez, la misma muerte que mi hermosa señora me hacía la gracia de aplazar durante todo un año.

Saber esto, Señor, era regresar a mi primaria condición de huérfano: antes de conocer la amistad del viejo Pedro, al embarcarme con él un lejano atardecer, luego al perderle en la playa del nuevo mundo, luego al perder al pueblo que me acogió junto al río, finalmente al perder, apenas hoy, a mi amante y su promesa: huérfano que había perdido toda entrañable compañía, todo sustento en la tibia cercanía de otros, padre, pueblo, amigo, madre y amante: huérfano en los helados surcos de la muerte, blanca y fría, huérfano atenido al socorro de un poder desconocido, el que violó los designios de amor mortal de la princesa de los labios tatuados. Me pregunté si este poder no era más que el de estos soberanos de la muerte, y si en sus helados dominios pasaría los dos últimos días de mi vida, y luego me hundiría para siempre en la blancura sin memoria, calendario o vida. Miré a la pareja, miréme. Y lloré.

Mas he aquí, Señor, que al llorar, mis lágrimas corrieron por mis mejillas y de mi inclinada cabeza cayeron sobre los montones de huesos blancos que yacían a los pies de los monarcas de este infierno helado. Y al caer mis lágrimas sobre los huesos, éstos se incendiaron: levantóse al acto una alta llamarada entre los señores del hielo y yo, e incendiáronse los nevados ropajes de esta pareja, que gimió y gritó y retrocedió como ante plaga viviente o bestia asesina, mientras el incendio se encrespaba y en rojas ramadas se extendía por este blanco claustro, haciéndole arder como los corposantos de las naves fatídicas que cursan los mares sin equipaje o gobierno.

Obedecí a mi más cierto impulso: recogí esos huesos ardientes y los apreté contra mi pecho; quemáronse las ropas con que los sangrientos brujos me vistieron en la pirámide y a cenizas, en un instante, fueron reducidos penachos y mantos, lienzos y cotaras, talegas y joyeles; mas mirad conmigo, oh Señor, cómo el fuego se detiene al acercarse a mis ropas de marinero, las mías, con las que zarpó de vuestras costas en busca de estas aventuras, embarcado, sí, por la fe del viejo Pedro en la existencia de un mundo allende el océano, pero también por mi triple fe en el riesgo, la supervivencia y la pasión de hombre que ahora, y no como antes, la resignación, unía los azares del peligro y la perduración sobre la tierra: mirad: como de sagrada cobertura aléjanse las llamas al tocar mi gastado jubón y mis rasgadas calzas.

Corrí lejos del aposento del hielo en llamas, mas toda esta caverna era una conflagración de rojas lenguas y amarillas lanzas, y el propio río de los infiernos corriente de luego era, y sobre ella corrí, pues a mí el fuego no me tocaba mientras a mi pecho apretaba los huesos robados a los señores de la muerte, y el fuego era sólida tierra, aun donde corría como agua, y los huesos se retorcían en mi abrazo, y revestíanse de sangre, y se reunían en nuevas constelaciones de forma, y al fin los huesos hablaron, y yo los miré incrédulo: mis brazos cargaban huesos que dejaban de serlo, se cubrían de carne, alcanzaban tamaño y forma humanas: se desprendieron de mi abrazo, se incorporaron, corrieron delante, detrás y al lado mío, me guiaron con sus brazos, me guiaron con sus voces, me dieron gracias, me llamaron dador de vida, gracias, me dijeron, gracias, no mires hacia atrás, busca en el cielo la serpiente de las nubes, mira hacia arriba, mira hacia la boca del volcán, no mires hacia atrás, el fuego ha descubierto la mirada de la muerte, sálvate, sálvanos…

Sentí que poderosos brazos me tomaron y acariciantes manos me tocaron, y que mi velocidad no era mía, sino de la fugitiva turba de huesos transformados en hombres que me portaban en vilo lejos de aquí, hacia la cumbre del cielo que cada vez miré más cerca de mí, buscando la constelación que regía el firmamento: la vía láctea de los marinos perdidos, que aquí llamaban serpiente de las nubes: la amada constelación de la salud, la brújula fiel del peregrino, la carta escrita en la noche… Y el vértigo de mi mirada evadió así los ojos feroces del tigrillo aullante, las huecas cuencas de las mujeres muertas en el parto, las banderas de la oscuridad y las conchas de la falsa luz de estas regiones: cerca de mis oídos pasaron silbando sus lamentos y maldiciones; mi mirada pertenecía al exhausto cielo nocturno, a punto de perecer, a punto de ceder su brillante reino a la solitaria estrella de la mañana: Venus.

La contemplé al sentarme, rendido, sobre la alta nieve del volcán por cuyo cráter escapamos. Allí reposé, con la cabeza escondida entre las rodillas y los brazos abrazados a las piernas, sin atreverme a mirar a los compañeros de mi sueño, pues seguramente yo nunca había entrado a los helados dominios de la muerte, sino que perdido en los senderos de la alta montaña y vencido por la fatiga, hasta esta cúspide había llegado y aquí había pasado la noche, soñando. Miré a Venus y cerré los ojos. Mil brillantes alfileres se reprodujeron detrás de mis ojos vendados. Los abrí.

Señor: me rodeaba un grupo de veinte jóvenes, diez hombres y diez mujeres, desnudos totalmente y ajenos al frío de la cumbre y del destemplado amanecer: dueños de sus cuerpos, y de la tibieza de sus cuerpos. Me miraban mientras se acariciaban y besaban, y adoraban su propia desnudez y cada mujer en cada hombre tocaba su placer y cada hombre en cada mujer miraba su perfección. Jóvenes y crecidos, fuertes y hermosos, estos muchachos y estas muchachas yacían en parejas alrededor de mí y a mí me sonreían: eran como recién nacidos, y respiraban con la seguridad de que nada podría dañarles. Sus sonrisas eran mi recompensa: lo entendí. La presencia de sus bellos cuerpos, color de canela, lisos, plenos, esbeltos, ceñidos, bastaba para expresar la gratitud que les iluminaba.

Cuchichearon, sonrientes, entre sí: se levantaron rumores y risillas de pájaro; un muchacho habló:

—Joven señor: has sido esperado. Con temor por algunos. Con esperanza por muchos más, pero por nadie con tanta como por nosotros. Estaba dicho: tú habrías de venir a rescatar nuestros huesos.

Va devolvernos la vida. Gracias te damos.

Largo rato les observé en silencio, sin atreverme a hablar, y menos a proponer una pregunta a la cual, lo sabía, ya no tenía derecho hasta la siguiente mañana.

Al cabo les dije.

—No sé si aquí culmina mi viaje, o si debo proseguirlo.

—Ahora viajarás con nosotros, dijo una muchacha.

—Nosotros te guiaremos hasta donde debes llegar, dijo otro joven.

—De ahora en adelante, seremos tus guías, dijo un tercero.

Y con esto todos se pusieron de pie, me ofrecieron sus brazos, yo me incorporé y les seguí cuesta abajo, mareado aún por mis experiencias de esta noche, ebrio de sensaciones encontradas. Y súbitamente, Señor, me detuve, inmovilizado por una maravilla superior a cuantas hasta aquí había conocido, azorado primero y luego divertido al darme cuenta de la lentitud de mi reacción ante esta, la maravilla suprema. Empecé a reír, a reírme de mí mismo, en verdad, al darme cuenta de lo que acababa de darme cuenta: Señor: con acento más dulce que el nuestro, sin perder sus tonos de pajarillo cantarín, estos muchachos y estas muchachas, nacidos de los huesos arrebatados a la pareja de la muerte, color de la canela como todos los pobladores de esta tierra, me hablaban, desde sus primeras palabras —y yo sólo ahora caía en la cuenta de ello— en nuestra propia lengua, la lengua, Señor, de la tierra castellana.