Digo exacto y soy inexacto, Señor. Pues ese mi doble lo era en todo, salvo en el color. Azules mis ojos; negros los suyos. Al trigo semejante mi cabellera; a crin de caballo la de él. Pálida, a pesar del tiempo pasado en estas comarcas, mi piel, y pronta a arder, quebrarse en costras y reaparecer pelada y color de rosa. De cobre bruñido, la de mi gemelo. Que lo era en todo lo demás: tamaño, miembros, facciones y ademán. Ahora recuerdo la diferencia. Aquella noche sólo me impresionó la similitud.
Yo no era dueño de mis horas aquí. Bastante tiempo debió correr entre la horrenda aparición nocturna y la siguiente memoria de mi viaje. El anciano del templo y la diosa de las mariposas me lo advirtieron; sólo recordaría cinco jornadas, las que salvase a los días de mi destino en esta tierra. Ahora, antes de volver a abrir los ojos, pude soñar:
—Un día, diez, otros cinco, ¿cuántos han pasado desde esa noche en que el fantasma me ofreció su corazón y yo le ofrecí mi deseo?
No lo sabía, y ésa era la ventaja del mundo nuevo: él sí conocía todos mis pasos sobre su faz, aun los que yo, en verdad, nunca olvidaría porque jamás los recordaría. Pero si ésta era mi debilidad, quizás la del mundo nuevo sería tener que cargar con toda la memoria y con toda la responsabilidad de mis actos. Mucho o poco, pero algo, Señor, hice entre aquella noche y este amanecer. Mas si esto soñaba, el consuelo de mi razón me decía:
—Ayer, ayer apenas, escapaste del pozo de la muerte, después de una noche de trabajos y vigilias sobrehumanos; fuiste conducido a la pirámide del príncipe gordo; rechazaste el poder y la gloria del pavo enjoyado; dejaste atrás de ti la llanura calcárea; caminaste por los bosques de altos y esbeltos árboles; encontraste al fantasma: tu doble oscuro. Has debido dormir profundamente, como nunca has dormido en tu vida. No hay cuerpo, por joven que sea, que aguante tanto. Tan hondo ha sido tu sueño, que te parece el más largo de tu vida; no, más: te parece más largo que tu vida. La verdad es que te dormiste anoche y despertaste hoy. Es todo.
Mis ojos desmintieron a mi razón. Desperté súbitamente, anhelante, con la respiración cortada, como se despierta de las pesadillas, y miré un paisaje transformado. Nada aquí recordaba los parajes calientes y floridos de la costa. Hacía frío, y mal me cubrían mis rasgadas ropas. Era difícil respirar; el aire era delgado y fugitivo. La suntuosa vegetación del mundo nuevo había muerto, y en su lugar una no menos suntuosa desolación reinaba. Un paisaje de rocas me rodeaba; piedra amarilla y roja, tumultuaria, a la vez simétrica y caprichosa en sus desnudas formas de cuchilla y sierra, altar y mesa, cúmulo y constelación de piedra quebrada, alta, lisa, filosa; catedrales de escarpada roca por cuyos resquicios aparecían torcidos matorrales y grises árboles enanos; roca coronada por inmensos candelabros de verde espina, nunca vistos por ojo de hombre, semejantes a los órganos eclesiásticos, altos y secos y armados para defenderse del tacto ajeno, aunque, ¿quién se atrevería a tocar tan prohibida planta, reina de este desierto pétreo, que con sayal de púas anunciaba su majestuoso deseo de vivir aislada sobre su estéril dominio: planta ermitaña, estilita de sí misma: a un tiempo, muy cristiano Señor que me escuchas, columna y penitente?
Al pie de esta montaña rocosa se extendía un valle de polvo, tan inquieto y silencioso que al principio no advertí vida alguna en su contorno, salvo la de los velos de seca y blanca tierra arremolinada, veloz y enemiga: soplaba un viento helado; el viento rasgó los velos polvorientos; frente a mí, frente a mi lecho de rocas, se levantaba el volcán. Había llegado. Di gracias. Aquí me dio cita mi amante. Miré alrededor y cerca de mi cuerpo. A mis pies estaba el hilo de la araña.
Lo recogí, jubiloso. Descendí con él de mi áspero nido. Dejé de pensar si había pasado mucho tiempo o poco entre mi anterior recuerdo y esta nueva mañana, entre mi paso por las ardientes costas y mi llegada a esta fría comarca. Bajé al llano guiado por la araña y tomado a su hilo me abrí paso entre el inquieto polvo del llano y como él, me sentí aplastado por la cercanía del cielo y del sol, que en esta altura estaban a la mano, y distantes los recordaba en la costa. No entendía: terrible era el calor en las playas que primero pisé en el mundo nuevo, y entonces pensé que en lugar alguno ardía tan cerca de nuestra piel el fogón del sol. Ahora, lo recordé alto y lejano en la costa y el río y la selva; y en este llano de roca y polvo vecino al volcán, su mitigado fuego y su proximidad eran uno. Hostia transparente, menos ardía el sol mientras más cerca de él me encontraba. Eso supe, con asombro de mi cuerpo, en ese instante. Descubrí, al avanzar, que el polvo también era humo.
Con una mano me dejaba guiar por la araña. Con la otra, aparté ese polvo y ese humo hermanados que me impedían ver y respirar. Adelanté la mano, Señor, como hacen los ciegos, aun cuando destrón les conduce. Y mi mano desapareció en esa espesa niebla. Y mis dedos tocaron otros cuerpos, una veloz fila de cuerpos humanos que caminaban ocultos por el polvo y el humo de este amanecer silencioso al pie del volcán. Silencios. Pies. Retiré mi mano adolorida por el temor y con ella me toqué el pecho, el rostro, el sexo, pues quería asegurarme de mi propia existencia; y sólo al saberme presente y vivo, comencé a distanciar mis sensaciones de la realidad; y la realidad se insinuaba. Señor, con tal astucia, que me hacía creer que mis sensaciones la realidad eran. Mas si yo me decía que había llegado a un mundo de polvo, la realidad era que el polvo era humo; y si creía estar rodeado de silencio, malicia era ésta de la realidad rumorosa en el llano al pie del volcán.
Pies sobre el polvo. Pies entre el humo. Pies que bailaban en silencio. Pies cuyo compás no les era propio, sino marcado por un ritmo ajeno a ellos y que a ellos se imponía. La araña me guiaba con su hilo plateado. A él asido, perdí el temor del humo, el polvo y la danza silenciosa que me rodeaban. Y al perderlo, supe una vez más que distancia es miedo y cercanía afecto; empecé a distinguir esa música insistente, monótona, terciada, que daba su pauta a los silentes pies de los danzantes; tambor y sonaja, me dije, sonaja y tambor, nada más, pero con una persistencia y una voluntad de fiesta, de celebración, de rito, que convertían su ritmo en la encarnación misma de este tiempo y este espacio: la hora y el lugar que ambos, ellos, los danzantes y los músicos, y yo, el peregrino en estas tierras, vivíamos, aquí y ahora. Nada, sino la danza silenciosa al compás del constante tambor y la constante sonaja, cabía en la realidad de este llano invisible, que tomó por velo al polvo y por cofia al humo. Ved así, Señor, cómo nos engañan nuestros sentidos, y cómo creemos descubrir el todo por sus partes, sin imaginar cuán grandes universos pueden esconderse detrás del ritmo de un atabal y un cascabel.
Caminé entre los danzantes silenciosos y ocultos de esta nueva mañana mía en el mundo nuevo, la tercera del tiempo que aquí me sería acordado. Sentí la cercanía de los cuerpos; a veces mis manos rozaron hombros y cabezas; a veces plumas y listones de papel y sogas tocaron mi pecho y mis piernas, pero rápidamente se alejaron de mi tacto, como si lo temiesen. Mis pies desnudos sólo una vasta extensión de polvo conocieron, y por ello fue tan inesperado el súbito contacto de mis plantas con la piedra: un cambio de elemento, un paso como del agua al fuego, pues líquido era el polvo y ardiente la piedra. Y la piedra, Señor, ascendía. Imaginé por un momento que la araña me había conducido alrededor de un infinito círculo escondido y que ahora me devolvía a la roca donde hoy amanecí. Mis plantas, instintivamente, se contrajeron para defenderse de los ásperos pedruscos y los violentos abrojos de la montaña. Encontraron, en cambio, (‘1 ángulo recto y la superficie lisa de la piedra labrada.
Ascendí. La piedra era roca escalonada. Empecé a contar los peldaños a medida que subía y el silencio de la danza se acentuaba y el acompañamiento de atabal y sonaja se alejaba y las brumas gemelas de polvo y humo se disipaban. Treinta y tres escalones conté, Señor, ni más ni menos, y al pisar el último busqué, como es natural, el siguiente; y al no encontrarlo, al pisar aire, sentí mi ánimo confuso, busqué auxilio arriba de mí y levanté la mirada que hasta ese momento era cautiva del suelo. Decaen nuestros sentidos: nos aferramos a los pies y a la tierra. Crecen: pies y tierra olvidamos, y volvemos a alargar las manos hacia el cielo. Detrás del alto sitio a donde había llegado, el gran cono blanco reposaba, brillante, sobre una inmóvil carroza de nubes blancas. Y debajo de ellas las faldas de la gran montana eran como un negro escudo de ceniza y roca que protegía la purísima corona de hielo, refulgente campo de diminutas estrellas, blanco mar de arenas congeladas en el cielo.
Las brumas de la tierra se rasgaron y huyeron, cada vez más chatas, sobre la sedienta, faz de este desierto. Desde mi sitio de altura, miré la fuga de los jirones de polvo, miré la multitud de hombres, mujeres y niños allí reunida, vi que los hombres bailaban en círculos al ritmo del tambor y la sonaja, y que los niños esperaban inmóviles y que las mujeres se ocupaban, acuclilladas, de vaciar líquidos y guisar liebres desolladas y palmear la masa del pan de la tierra, y envolverlo en majorcas que luego eran recalentadas y rociadas de rojos polvillos sobre los braseros y fumar los canutos de humo, como la anciana madre de la limpia choza que una noche me acogió. Y haces de junco había allí, y lechos de heno, y piedras como muelas, y hatos de sogas. Vi las gradas, flanqueadas de humeantes pebeteros, por las cuales yo acababa de ascender, y hombres con altos penachos y orejeras de oro en forma de lagartija sentados en los escaños, y guardando enormes conchas mariscos entre sus piernas. Vi la empinada escalinata de piedra que me había permitido llegar a esta cima, gemela de la del volcán, como hermanados andaban el humo y el polvo, y el fantasma y yo. Horizontal fraternidad esta de los elementos incorpóreos; vertical la del volcán frente a mis ojos y la pirámide que reproducía su estructura cónica y rogativa. En el llano horizontal, ellos. En la cuna vertical, nosotros.
Empleé para mí el plural antes de saberme acompañado en la alta plataforma del templo. Solo, en el llano, me sentí numeroso. Acompañado, en la pirámide, me sentí solo. Volví a buscar la certeza del suelo que pisaba. La planta de mi pie izquierdo reposaba sobre* la dura piedra de este templo; mi pie derecho plantábase dentro de un blanco montículo de harina o de arena, que una de las dos cosas parecióme al ver mi pie hundido en esa materia extraña, retirarlo con prisa y contemplar la huella de mi planta, el signo de mi paso, allí impreso.
Y si antes la bruma cegóme, ahora el rumor me ensordeció. Tambores se unieron al tambor, sonajas a las sonajas, y pífanos y cascabeles y flautas semejantes a los que yo había escuchado en los otros dos templos por mí conocidos: el de la selva y el del pozo; y al escucharlos me resigné: el destino se saludaba a sí mismo en estos grandes teatros de piedra del nuevo mundo; aquí tenían lugar las representaciones definitivas, al aire libre, cerca del sol dador de vida; y las pirámides eran manos de piedra levantadas para tocar el sol, anhelantes dedos, mudas plegarias. Por sobre todos los rumores reinaba uno, similar también al gemido de la bestia moribunda que un día vi hacerse, herida, a la mar, desde el río putrefacto de la primera playa que pisé. Al principio, lo imaginé surgido de las entrañas del volcán. Sólo ahora, cuando al fin dejé de observar la huella de mi planta en el blanco montículo, vi, en los escalones, a esos hombres con las orejeras de lagartija soplando dentro de los enormes conchos.
Se apagaron los braseros encendidos a lo largo de las gradas y en la cúspide de este templo. Miré a mi alrededor, girando velozmente sobre mis plantas. Cuadrada era esta plataforma, y con gradas bajando por las cuatro partes, y con dos canalizos descendiendo a los lados de cada escalinata. Había en el centro un tajón, que era una piedra de tres palmos de alto o poco más, y dos de ancho. Y un gran fuego detrás de esta piedra, apagada ahora su llama, pero insaciable su secreto ardor de burbujas, brea y calientes cenizas: rápido a levantarse en cuanto se le acercara una de las muchas teas que ahora yacían por tierra, al igual que muchos cuchillos de negra piedra, hechos a manera de hierro de lanzón. A uno de ellos me acerqué, entre los humos cada vez más débiles, y lo levanté: parecía fabricado de helada ceniza volcánica. Y lo solté, espantado, al levantar la mirada: hacia mí avanzaban varios hombres repulsivos, con las caras pintadas de negro y los labios pegajosos y brillantes, como enmelados, vestidos con largas túnicas negras, y cuyas largas cabelleras negras hedían a la distancia. Avanzaron canturreando, tenaces, dándome las caras, como una falange desarmada, y levantando los pliegues y faldones de sus túnicas como para ocultar algo que ellos rodeaban, canturreando y señalando con dedos nerviosos hacia mi huella en el montículo blanco:
Apareció, apareció…
Estaba dicho…
Anoche derramamos la cazuela de harina…
Esperarnos en silencio…
Toda la noche…
En silencio danzamos…
Toda la noche…
Estaba dicho…
En este día regresaría…
El invisible…
El del aire…
El de las tinieblas…
El que sólo habla desde las sombras…
Haznos merced y no agravio…
Te honraremos en este día…
Queremos tus bienes…
Tememos tus males…
Eres tú…
El nocturno…
Llegado de día…
La sombra…
Aparecida con el sol…
Eres tú…
Espejo humeante…
Eres tú…
Estaba dicho…
La huella sobre la harina…
La huella de un solo pie…
Podemos continuar…
Ha regresado…
Espejo humeante…
Ha regresado…
La estrella de la noche…
Ha regresado…
De día…
Ha regresado…
Venciendo a su gemelo la luz…
Ha regresado…
Héroe de la noche, víctima del día…
Ha regresado…
Honor al temible dios de las tinieblas…
Honor a la sombra que osa mostrarse de día…
Honor al vencedor del sol…
Espejo humeante…
Espejo y humo, espejo de humo, humo de espejo: con dificultad descifré estas palabras y a su significado me aferré, como las voces de los hombres vestidos y embarrados de negro las convertían en letanía. Y cierto es que ninguna conjunción de palabras, mejor que ésta, podía describir el llano de polvo, la cuna de rocas donde ese día amanecí, la pirámide en cuya cima me encontraba, la magnífica blancura del alto volcán a mis espaldas. Espejo el cielo, la nieve y la piedra. Humo la tierra, la música y los cuerpos. Eso entendí, y entenderlo me consoló. El motivo de mi inquietud era otra oposición: las palabras de estos brujos de la pirámide poseían la resonancia del portento; lo que sucedía les maravillaba: mi arribo, el testimonio de mi pie impreso sobre la harina regada desde la noche anterior, eran pruebas de que yo era el que ellos esperaban.
Los brujos hediondos me rodearon, levantando los brazos como alas de cuervo; al acercarse a mí, pude oler y ver la sangre embarrada en sus largas crines, sobre sus rostros, hábitos y manos. Recordé con un temblor al animal en la choza de la anciana, que era pura sombra, negra silueta inseparable de la noche, verdugo del sol, y me dije que el espíritu de la bestia se aposentaba en los cuerpos de estos brujos. Lo que la bestia hacía, ellos temían. Para que la bestia no matase al sol de noche, ellos matarían a la noche bajo el sol. Miré mi planta impresa en la harina: yo era la noche que ellos habían esperado para capturarla. Habían hecho prisionera, en mí, a la oscuridad. Me rodearon; rodearon el montículo de harina regada, y la huella de mi pie impresa en ella; y el cántico de estos magos, Señor, se dirigía a mí y a mí me nombraba:
—Espejo humeante.
Dejaron caer los brazos y detrás de ellos apareció la mujer deseada, mi amante, la señora de las mariposas. Lo digo así, con serenidad, para compensar la turbación que me provocó esa presencia. Para verla de nuevo había afrontado todos los peligros, rechazado todas las tentaciones, superado todos los obstáculos. Y ahora, al verla, miraba a una extraña. Ella no me miraba a mí.
Era ella. Y era otra. Estaba sentada en asiento de piedra, sobre la piel de un tigre. Las mariposas no la coronaban. Tenía la cabeza descubierta y la larga cabellera negra embarrada, también, de sangre. Vestía un hábito de joyas entrelazadas, unidas las unas a las otras por hilos de oro, sin tela que opacara el brillo reunido de ágatas y topacios, amatistas y esmeraldas; y debajo del hábito suntuario las carnes de la mujer resplandecían suaves, fluyentes, desnudas. Al pie de su trono yacían túmulos de flores amarillas y pululaban serpientes y milpiés, criaturas de las cavernas y de la seca oscuridad. A su lado, una escoba y largos ramos de hierbas olorosas. A los pies de esta terrible señora, descansaba la araña: por ella la reconocí, y porque los labios de mi amada eran labios pintados. Y entre las piernas abiertas de la mujer se proyectaba la cabeza de una roja serpiente, como si la semilla de mi amor en la selva la hubiese gestado.
La miré, suplicando:
—Señora, ¿no me reconoces?
Los ojos crueles de la mujer no me devolvieron la mirada. Dos de los brujos que me rodeaban apresaron mis brazos y los demás levantaron en alto las dagas y se acercaron a la escalinata por donde subían, cantando con suaves llantos, seis mujeres conducidas por jóvenes guerreros. Señor: no habléis visto guerreros de prestancia y lujo semejantes a los de éstos, que en todos sus movimientos, y en la opulencia de su atuendo, revelaban un diseño de cría y destino que los asemejaba al más fino corcel o al más fiero alano. Altos penachos de pluma; orejeras de cobre labradas a manera de perrillos; bezotes hechos de conchas de hostias de la mar; collares de cuero; plumajes atados a las espaldas y, atadas a los pies, pezuñas de ciervo. Sus rostros eran cubiertos por máscaras de tigre, águila y caimán, y las mujeres tenían las bocas pintadas de negro, y exhalaban un denso perfume, y sus trajes no eran sino plumas de colibrí pegadas al cuerpo, dejando exhibido el sexo y con muchos brazaletes y collares en muñecas, cuello y tobillos. Se apoyaban, lamentándose, en los brazos cié los guerreros, y algunas acariciaban los pechos de los hombres, y otras les miraban con la mirada melancólica y la sonrisa resignada y el recuerdo entristecido y todas lloraban con el llanto pequeño y ofendido. Entonces uno de los guerreros se acercó al asiento de piedra de la señora de los labios tatuados. Y esto dijo:
Tú que limpias los pecados y devoras la inmundicia para purificar al mundo, manchándote a ti misma, limpia los nuestros, loma a nuestras rameras que fueron tomadas de entre humildes familias de los pueblos vencidos para satisfacer nuestro deseo impuro, arrancarlo de nuestros pechos y permitirnos luchar sin inquietudes y sin más deseo que el de servir a los dioses y a su encarnación en la tierra, nuestro señor de la gran voz. En los indecentes cuerpos de estas mujeres hemos vaciado nuestra débil impureza de hombres para llegar fuertes y puros al campo de la guerra. Tómalas. Han cumplido su tiempo en la tierra. Han servido. Ya no sirven. Renunciamos a la carne para dedicarnos a la guerra. Tómalas. A ti te las ofrecemos, señora que devoras las inmundicias, en este día del espejo humeante.
No bien terminó de hablar el guerrero que la música se esparció por el llano con la antigua intensidad del polvo, y con regocijo y placer los músicos comenzaron a pegar con las manos sobre los huecos atabales, y a tañer sus palillos sobre el cuero de los tambores, y silbaban muy recio cuando tocaban los atabales muy bajo, y los bailadores con ricas mantas coloradas, verdes y amarillas, que en las manos traían ramilletes de rosas y ventalles de pluma y pluma y oro, y con los rostros cubiertos con papahígos de pluma, hechas como cabezas de animales fieros, se unieron en corros trabados de las manos, y los brujos en la cima de la pirámide, a un signo de los dedos de largas uñas negras de mi amante, clavaron sus dagas de pedernal en los pechos de las prostitutas, y las abrieron de teta a teta, y luego hasta el cuello, y con sus manos embarradas Ies arrancaron los corazones, y terminaron por cortarles las cabezas y amontonaron los cuerpos mutilados al lado de los canalizos de la pirámide por donde la sangre de las hembras se fue a regar el llano de polvo amansado donde la danza se avivó, y de entre los danzantes sobresalieron unos truhanes, haciendo del borracho, loco o vieja, que hicieron reír a quienes los miraban: las mujeres y los niños. Arrojaron los brujos por las escalinatas las cabezas de las seis putas de los guerreros, que presto fueron recibidas abajo por unos viejos que las espetaron por las sienes a unos varales que estaban echados como en lancera.
Los negros brujos colocaron los corazones humeantes de las mujeres en una cazuela de madera a los pies de la señora que fue mi amante. Caí de rodillas, Señor, con mis brazos apresados por los dos brujos compañeros de los asesinos que se untaban la sangre de las rameras en hábitos, rostros y crines, y pensé en mi perdido pueblo junto al río, en su simplicidad y falta de avaricia, en su vida ordinaria y en su extraordinario destino: pueblo sacrificado por su propia mano, y en honor mío; pueblo reunido junto al templo de la selva para ser traído a este alto valle de polvo y sangre y, aquí, sus mujeres dadas como putas a los guerreros del llamado señor de la gran voz, y luego ofrecidas en sacrificio el día del espejo y del humo. ¿Qué mundo era éste, donde la belleza de las cosas, la fraternal comunidad de las posesiones, el apego a la vida, convivían con estas ceremonias del crimen? Recordé en ese instante a la espantosa aparición del bosque: mi doble. Como él coexistía conmigo, así coexistían en el nuevo mundo, relacionadas por razones que yo no alcanzaba a comprender bien, el culto de la vida y el culto de la muerte. Dios blanco era yo, me dijeron el anciano memorioso y la princesa de las mariposas; principio de vida, educador, premonitoria voz de] amor, el bien y la paz. Dios negro era mi enemigo hermano, principio de muerte, tiniebla y sacrificio. Creía haber vencido a mi fantasma gemelo negándole con mi deseo. Mas mi deseo era una mujer, y la veía aquí, ahora, presidiendo los fastos de la muerte.
Los guerreros se hincaron ante la mujer y se quitaron las máscaras de animal: tenían los cabellos cortados hacia las sienes, rapados a navaja en la frente, y las sienes pintadas de amarillo. Se pasaron gruesas espinas por los lóbulos de las orejas y luego hablaron, uno tras otro, al oído de la princesa devoradora, como hablan los penitentes, Señor, de hinojos y en voz baja. Y sólo al terminar cada confesión, levantaban la voz la mujer y el guerrero, y ella preguntaba:
¿Quién te inspiró el mal?
Y él contestaba:
Tu…
¿En quién pensaste cuando te diste a la lujuria?
En ti…
¿Dónde están la lujuria y el mal?
En la serpiente que asoma entre tus muslos abiertos…
¿Quién te limpiará de tus pecados?
Tú, que devoras la inmundicia manchándote para purificarnos…
¿Quién me otorga estos poderes?
El espejo humeante…
¿Cuántas veces puedes confesarte ante mí?
Una sola vez en mi vida…
¿Cuándo?
Cuando me dispongo a morir…
¿Eres viejo?
Soy joven…
¿Por qué vas a morir?
Porque voy a la guerra…
¿Contra quiénes lucharás?
Contra los pueblos que aún no se someten a nosotros…
¿Prefieres la muerte en la guerra a la muerte en la vejez y la enfermedad?
La prefiero. Enfermos y viejos mueren los esclavos. Yo iré directamente al paraíso de suaves lloviznas sin pasar por el helado infierno subterráneo.
Si sobrevives, ¿sabes que nunca más podré confesarte y limpiarte?
Lo sé. Tú sólo escuchas una vez a cada hombre. Por eso prefiero morir en combate. No sobreviviré.
La señora tomó las hierbas olorosas y limpió los cuerpos de los guerreros, pasándolas suavemente sobre hombros y pechos y piernas, mientras los brujos abrían canastas y jaulas y de ellas sacaban pajarillos de colores, y los ahorcaban y colocaban los cuerpecillos emplumados a los pies de la mujer, y los guerreros volvieron a ponerse los cascos de animal y descendieron por las gradas al llano, donde los danzantes, las mujeres y los niños se había apartado para dar paso a una procesión que era guiada por dos sátrapas bailarines con rodajas de papel en la frente. Rajo el sol relucían sus caras pintadas de negro y enmeladas, y guiaban a un grupo de hombres con los cuerpos teñidos de blanco. Los guerreros que acababan de confesarse con mi amante salieron al encuentro de esta procesión, mientras los sátrapa hacían subir a los cautivos —sólo en ese instante supe que lo eran sobre unas piedras redondas, a manera de muelas, y les ofrecieron cazuelas para beber, y cada cautivo alzó la suya contra el oriente y contra el septentrión, y contra el occidente y contra el mediodía, como ofreciéndola hacia las cuatro partes del mundo, y cantando cada uno, con voces plañideras, esta misma canción:
En vano he nacido,
En vano he llegado aquí a la tierra.
Y sufro, pero al menos he venido,
He nacido en la tierra.
Y estando los cautivos sobre las piedras, los sátrapas tomaron sogas, las cuales salían por los ojos de las muelas, y les ataron las cintas a ellas. En seguida les dieron a cada uno espada de palo con plumas pegadas por el corte, y cuatro garrotes de pino y luego se adelantaron cuatro guerreros, también con espadas de palo, pero éstas con navajas en el corte, los dos vestidos como tigres y los otros dos como águilas, y levantaron las rodelas y las espadas hacia el sol y así empezaron a pelear un guerrero contra un cautivo. Mas había cautivos que luego se amortecieron y echáronse sobre el suelo, sin tomar arma alguna, como si desearan que luego tes matasen; y éstos fueron despreciados por los guerreros. Y otros, viéndose sobre la piedra atados, perdieron el ánimo, y como desmayados tomaron las armas, mas luego se dejaron vencer. Pero otros fueron valientes, y los guerreros no les podían rendir, y pedían socorro a sus compañeros, hasta que entre los cuatro rendían a un cautivo, le quitaban las armas y daban con él en tierra, sometiéndole a navajazos.
Estallaron de nuevo la música y la danza; los cautivos sangrantes fueron liberados de la soga y la muela y arrastrados por los guerreros hacia la pirámide; llevábanlos por los cabellos, y así los arrastraron hasta la cúspide, mientras el llano era escenario de una suntuosa danza bailada por hombres coronados con mitras de muchos plumajes verdes que salían de ella, como penachos altos, que del aire resplandecían de verde.
Llegaron los guerreros con los cautivos a la cima, y luego fueron tomados los prisioneros por los papas, y atáronles las manos atrás, y también los pies, y muchos ya venían desmayados y así fueron arrojados al gran fuego y al montón de brasas que ardían en lo alto de la plataforma; y cada uno a donde caía allí se hacía un grande hoyo en el fuego, porque todo era brasa y rescoldo, y allí en el fuego el cautivo comenzaba a dar vuelcos y a hacer bascas; comenzaba a rechinar el cuerpo como cuando asan algún animal y levantábanse vejigas por todas partes del cuerpo. Y estando en esta agonía, los brujos sacábanle del fuego con unos garapatos, arrastrado, al tajón, le abrían el pecho de tetilla a tetilla, arrojaban el corazón al pie de la señora, cortaban la cabeza del cautivo y arrojaban cabeza y cuerpo así separados gradas abajo, donde unos viejos recibían los cuerpos y pronto se alejaban con los cadáveres arrastrados, y las cabezas iban a ensartarse por las sienes a los varales.
Uno de los guerreros se adelantó al filo de la plataforma y cesaron voces, músicas y bailes para oírle:
—Allí andan escondidos, entre las mujeres y los niños y los danzantes, muchos señores y muchos escuchas de los pueblos con los que tenemos guerra, que secretamente quieren observar nuestras ceremonias de este día. Regresen a sus tierras y digan allí lo que le sucede a los cautivos por nosotros tomados. ¡Teman al poder de México!
Por primera vez, Señor, escuché a un hombre de esta árida meseta dar el nombre de su nación, que por tal lo tomé así aliado al juicio de poder, aunque también podía ser el nombre del máximo señor, el de la gran voz, o el del dios supremo al cual todos los demás honor debían. Mi difícil conocimiento de esta suave lengua me obligaba a descomponer cada palabra en las raíces que penosamente iba aprendiendo, y si éste era el nombre de la tierra, del amo o del dios, ese nombre significaba a la vez varias cosas: ombligo, y muerte, y luna; y ombligo, díjeme, es vida, y muerte muerte, y luna doble cara, creciente y menguante, de la vida y de la muerte. No tuve tiempo de pensar demasiado: en medio del silencio, el guerrero que habló se dirigió a los inmundos papas que aquí oficiaban, hincóse ante ellos, sus compañeros le imitaron, y entre todos lavaron los pies de los sacerdotes, manchados de sangre y pez derretida y cenizas frías. Lentamente transcurrió este lavatorio, y en la humillación de los guerreros ante los papas leí otro signo del orden de esta tierra del ombligo de la luna: los temibles guerreros con cabezas de águila y tigre pleitesía debían a los oficiantes de la muerte y así, sometidos andaban a un poder más alto que el de las armas. ¿A quiénes obedecían, a su vez, estos negros papas; qué poder era superior al de esta trunca pirámide de la muerte? Insensiblemente, miré hacia el volcán cuya forma el templo reproducía, igual que se asemejaban las cimas, helada y ardiente, nieve y piedra, ceniza y fuego, sangre y humo; y recordando mi ascenso desde la costa al volcán, díjeme que esta tierra entera poseía la forma de un templo, pútrido y vegetal en su basamento, humeante y pétreo en su cima, y que por las gradas de esa gigantesca pirámide yo había ascendido, y que la nación que adoraba al sol y se nombraba luna era como una serie de pirámides, una incluida dentro de la otra, la menor rodeada por la mayor, pirámide dentro de la pirámide, hasta hacer de la tierra entera un templo dedicado al frágil mantenimiento de una vida alimentada por las artes de la muerte.
Oh, Señor que me escuchéis, tanto horror como a mí al presenciarlos deben producirte estos sangrientos ritos que he relatado; mas yo quisiera que os pusiérais en mi lugar aquel lejano día del espejo humeante y, a pesar del horror, compartíérais mi hondo deseo de comprender lo que veía, y de darle al anhelo de comprensión poderes más vastos que al instinto de condenación. Desarmado, yo mismo cautivo y mirando la suerte de otros cautivos, rechacé la tentación de condenar lo que ignoraba. Escasa era mi inteligencia de cuanto sucedía. Y acaso, me dije, debo esperar el término de mi peregrinación, el quinto día de mi memoria y de mis preguntas y mis respuestas prometidas, para entender esta tierra. La ceremonia de la larga jornada ritual aún no terminaba, y yo seguía sin comprender mi sitio dentro de ella.
Los dos papas que apresaron mis brazos me habían soltado para unirse al largo lavatorio; largo y difícil, pues los guerreros, con humildes trabajos, no lograban arrancar la pez derretida de los pies de los brujos. Decidí probar mi suerte. Me levanté y me adelanté hacia la señora que presidía estas fiestas. Los brujos levantaban las caras y entonaban roncas plegarias; los guerreros, hincados, mantenían las cabezas bajas. Me acerqué con cautela a la mujer. Ella, por fin, me miró. Me convocó con su mirada. Cuanto en ella había sido deleite, ahora era terror. Algo había en su nueva presencia que me impedía, no sólo tocarla, sino siquiera mantenerme de pie ante ella. Como los guerreros ante los brujos, caí de rodillas, con la cabeza baja, sin atreverme a tocar ese cuerpo que con tanto placer hice mío en la selva. Tenía, sin embargo, que inquirirla con mis ojos: miré, por primera vez de cerca en este día, el rostro de mi amada. De lejos, y a primera vista, era el de siempre, el que yo conocí. Mas de cerca, Señor, noté los minúsculos cambios en esa cara inolvidable, las imperceptibles huellas dejadas en esa piel por el paso del tiempo: las leves arrugas en torno a los ojos, la súbita pesantez de los párpados, la visible dureza de los labios, el ligerísimo vencimiento de las carnes en el cuello y debajo de los pómulos siempre duros y altos. El paso del tiempo: ¿de cuál tiempo, Señor? Hacía tres noches apenas que yo había amado a una doncella más joven que yo; miraba ahora a una mujer un poco más vieja que yo, una hembra madura, siempre bella, siempre deseable, pero de cuyas facciones ha huido la primavera y se insinúa, en cambio, el otoño. Pensé: es otra. Sólo podía comprobar si era ella o era otra echando mano de mi única arma legítima: mi pregunta de ese día.
Impulsado por la inquietud del descubrimiento y la duda, sin reflexionar, dije:
—Señora, ¿no me conoces?
Ella me miró con esa helada distancia de sus ojos:
—¿Esa es la pregunta que hoy me haces?
Negué, dándome cuenta de mi error, con la cabeza, y sin atreverme a tocar sus manos, cual era mi deseo: la pregunta con la que contestó a la mía era la prueba de que ésta era mi amada, la princesa de las mariposas, conocedora de nuestro pacto:
—No, señora, no la es…
—Tienes derecho a preguntar…
—Son tantos los misterios que me rodean…
—Sólo puedes hacer una pregunta cada día…
—Lo sé; he cumplido nuestro pacto durante el tiempo que he vivido alejado de ti…
La mujer miró con tristeza hacia el llano donde la actividad se reanudaba, la gente comía, las mujeres vaciaban los licores de la tierra en las cazuelas de barro y preparaban el pan de la tierra en las retortas de piedra, y los viejos regían las danzas con bastones rollizos en las manos, adornados con flores de papel llenas de incienso. Humo de las flores, humo de los braseros: de lejos los observé junto a mi señora, y rechacé todas las tentaciones de conocer el misterio inmediato; debía respetar la lógica de mis preguntas, escalonarlas como las gradas de la pirámide y de la tierra misma; mi más profunda razón me decía que no debía saltarme una sola cuenta de este rosario de causas y efectos, o el contal se desgranaría, se iría rodando gradas abajo como las cabezas de putas y cautivos, y yo mismo sería prisionero de los enigmas de hoy, sin haber resuelto los de ayer, y nada entendería en adelante.
—Señora, dije al cabo, ¿por qué se sacrificaron por mí los habitantes del pueblo de la selva?
La mujer me miró con algo de desdén y demasiada compasión.
—¿Eso quieres saber hoy?
—Sí.
Miró lejanamente a los humos mezclados del llano, braseros e inciensos, humos del hambre humana y del hambre divina de esta tierra.
—Porque tú eres razón de vida y nosotros razón de muerte. Porque creyeron que sacrificándose a ti no serían sacrificados por nosotros. Prefirieron morir por ti a que nosotros los matáramos.
Turbáronme estas palabras y mis ojos se nublaron de sangre, rabia y tristeza; recordé una vez más al manso pueblo de la selva y maldije por un instante el orden de este nuevo mundo, que hacíame causa de la muerte de los inocentes. Mas el temor se impuso de inmediato a mi triste e impotente cólera. Señor: temí que ahora esas razones dichas por los labios pintados de mi fugitiva amante se invirtiesen, y que en esta ceremonia de hoy yo muriese sacrificado por ellos. Esto exigía el equilibrio de las cosas en la tierra de la luna muerta.
Terminó la ceremonia del lavatorio y todos, papas y guerreros, me vieron hincado a los pies de la señora. Un nuevo rumor ascendía por las gradas, un intenso aroma lo acompañaba, y presto aparecieron en la cima unos danzantes aderezados con cabelleras largas y con plumajes de plumas ricas en la corona, y que eran guiados por otro danzante aderezado como murciélago, con sus alas y con todo lo demás para parecerlo; y estos danzantes silbaban metiéndose el dedo en la boca, y cada uno traía dos talegas al hombro; y una de estas talegas era de incienso que ellos comenzaron a regar sobre las brasas por las cuatro partes de la plataforma, como si fueran las cuatro partes del mundo, y las otras talegas ofrecieron a los sacerdotes que con ellas se acercaron a mí, me ordenaron ponerme de pie.
Yo miré con terror al tajón y los cuchillos y adiviné mi suerte en la de una ramera sacrificada al agotar el placer del guerrero o en la de un cautivo asesinado para servir de ejemplo a los pueblos insumisos.
De las talegas comenzaron a sacar los papas negros objetos y ropajes y pinturas, y a entintarme el cuerpo y la cara, y a emplumarme la cabeza con plumas blancas, y a colgar guirnaldas de flores alrededor de mi cuello, y largos sartales de flores al hombro, y zarcillos de oro en las orejas, y sartales de piedras preciosas sobre el pecho. Y cubríéronme con una manta rica, hecha a manera de red, y mis partes bajas con una pieza de lienzo muy labrada, y me calzaron con cotaras muy pintadas y mis tobillos uncieron con cascabeles de oro, y mis muñecas con sartales de piedras preciosas que me cubrían hasta el codo, y encima de los codos, ajorcas de oro, y otra vez sobre el pecho un joyel de piedra blanca y sobre las espaldas un ornamento como bolsa, de lienzo blanco, con borlas y flecadura.
Y cuando así aparecí transformado, y con un helado sudor me pregunté si de esta manera me preparaban para el máximo sacrificio de esta jornada, los papas de mí se apartaron, como maravillados, y uno de ellos exclamó:
Éste es, en verdad, el señor de la noche, el caprichoso y cruel espejo humeante, que perdió un pie el día de la creación, cuando él arrancó a nuestra madre la tierra de las aguas y la tierra madre nuestra señora le arrancó el pie con sus articulaciones; éste es el otro, la sombra, el que siempre mira sobre nuestros hombros y nos acompaña a todas partes, el que arrancó a la tierra de las aguas de la creación, y agotado y mutilado, no tuvo ya tiempo de darle la luz a la tierra y en la luz ve al enemigo que se burla de su esfuerzo y sacrificio: de las aguas y en las sombras nació la tierra, y sólo porque primero hubo tierra y hubo sombra, luego pudieron existir la luz y los hombres y así el espejo humeante reclama la muerte de los hombres para recordarles que de la tierra y la sombra emergieron, y así castigar su orgullo. Este es, en verdad, el señor de la noche que con un solo pie marca la harina del templo en este su día.
Al escuchar estas razones, busqué con la mirada febril la dura y fría de mi señora, pues por ella sabía que otra era mi identidad, y al trabajo, la paz y la vida creíala destinada; mas las palabras de este papa a identidad opuesta me condenaban y repentinamente comprendí que las horribles muertes que aquí presencié eran en mi honor, como lo había sido el sacrificio de los pobladores de la selva, y que esta vez yo no moriría, puesto que otros morían por mí y en mi nombre: el espejo humeante. Aquí, de tiniebla y crimen, y en la selva, de luz y paz, era mi nombre.
Cuán ignorante, Señor, era y soy de las llaves que abren las puertas del entendimiento en ese mundo tan ajeno al nuestro, pues si entre nosotros la cifra de la unidad prevalece y cuanto es, a ser uno aspira, aquí cuanto único parecía, pronto mostraba la duplicidad de su natura: todo, aquí, era dos, dos el pueblo de la selva que primero mató a Pedro y luego se mató por mí, dos el viejo memorioso: anciano en mi espejo y joven en su recuerdo, dos la señora de las mariposas, amante en la selva y tirana en la pirámide, de\ oradora de inmundicias y purificadora del mundo, dos era el sol: beneficio y terror; dos era la oscuridad: verdugo de] sol, promesa del alba; dos era la vida: la vida y su muerte; y dos la muerte: la muerte y su vida.
Y dos era yo: este que os habla y un oscuro doble encontrado una noche en el bosque. Yo era mi sombra. Mi sombra era mi enemiga. Yo debería cumplir tanto mi destino como el de mi oscuro doble. Poco imaginaba, aun entonces, la espantosa carga que este mi doble destino echaba sobre mis débiles hombros. Apenas vislumbré su horror en las palabras de mi amante, la cruel señora de este día, cuando terminó de hablar el brujo y dijo que todos los años, en este día, escogemos a un joven. Durante un año, le criamos y le cuidamos, y todos los que le ven le tienen gran reverencia y le hacen gran acatamiento. Durante un año entero, anda por esta tierra tañendo su flauta, con sus flores y su caña de humo, libre de noche y de día para andar por toda la tierra, y siempre acompañado de ocho servidores que calman su sed y su hambre. Este joven será casado con una doncella que le colmará de placeres durante el año, pues será la más bella y joven y criada con más regalo de esta tierra.
Y dentro de un año, habiendo vivido como un príncipe en la tierra, el joven volverá en este día a este mismo templo, y echado sobre la piedra, y tomado por las manos y los pies, y el cuchillo de piedra entrará por sus pechos con un gran golpe, y por la cortadura le arrancaremos el corazón y lo ofreceremos al sol. Tal es, entre todos, el destino más honroso y más regalado que ofrece nuestra tierra, pues el joven escogido gozará más que nadie, primero de la vida y luego de la muerte. Y el pueblo sabrá que los que tienen riqueza y deleite en la vida, al cabo de ella han de venir en pobreza y dolor.
La señora calló un instante, mirándome con los ojos brillantes y la mueca sonriente de sus labios tatuados. Y al cabo dijo:
—Te hemos escogido, extranjero, como imagen del espejo humeante. Tuyo será el destino que has escuchado.
Cerré los ojos, Señor, en un vano intento de conjurar estas palabras, y en la verde estrella de mi mente brillaba la gratitud por el aplazamiento más que la seguridad de la muerte anunciada. Hoy no moriría. Pero dentro de un año regresaría a morir en este mismo lugar. Entre la razón de la supervivencia y la razón de la fatalidad, que juntas sumaban el destino que me anunciaba la cruel señora mi amante, insinuóse la razón única de mi otro destino, anunciado una noche en la selva por la misma mujer.
—Señora, contesté, te recuerdo que otro destino me prometiste una noche: salvar cinco días a mi muerte.
—Los has salvado.
—Me prometiste que volveríamos a encontrarnos al pie del volcán.
—Nos hemos encontrado.
—Me prometiste que al encontrarte de nuevo, multiplicarías mi placer de aquella noche.
—He cumplido mi promesa. Te ofrezco un placer superior a todos: la seguridad de un año feliz y de una muerte exacta. Pues infeliz es la vida de los hombres que entre tantos años de desventura, logran salvar, aquí y allá, sólo breves horas de felicidad; y espantoso es vivir sin saber ni cuándo ni cómo vendrá la muerte, que segura es, mas no anuncia su llegada, y así hunde a los hombres en la zozobra y el temor.
—Me prometiste que durante el último día salvado a mi destino, ya no tendría que preguntar, porque sabría.
—Éste es el último día, y ya sabes: te aguardan un año de felicidad y una muerte puntual.
—Señora, es que yo sólo he vivido dos días desde que os vi por última vez…
La mujer, Señor, me miró con espantable intensidad, y por primera vez en este día, se incorporó, temblando, arañando con sus largas uñas la piel de tigre que cubría su trono, por primera vez incrédula, por primera vez vencida, Señor, impotente, por primera vez dudando de sí misma y de sus poderes. Y en su rostro se acentuaron, en ese mismo momento, las huellas del tiempo, como si los años se le hubiesen venido encima, desde el aire, como las auras pestilentes de esta tierra que, como mi señora, se alimentaban de las podredumbres del mundo.
Temí que cayese, tal era su inseguridad y la fuerza del temblor de su cuerpo. Incorporada a medias, agarrada a la piedra del trono, con la voz perdida, apagada, al fin pudo decir, con palabras espumosas:
—Dos días solamente…
—Sí, respondíle, dos días y dos noches he vivido alejado de ti…
—Dos días y dos noches…
—Sí…
—¿Sólo eso recuerdas?
—Sí…
Aulló con fuego en la garganta:
—¿Nada más recuerdas, pobrecito infeliz de ti, nada más?
—Nada, señora, nada…
—¿De entre todos los obstáculos que puse en tu camino, de entre todas las pruebas a que te sometí, sólo cuatro, dos de la noche y dos de la mañana, te obligaron a preguntar y a salvar tus días: sólo dos jornadas merecieron tu vida?
—Sí, sí, sí…
Si antes me miró con desdén y compasión, ahora sólo la piedad iluminaba sus ojos atreguados:
—Pobrecito de ti; pobrecito de ti… Más te hubiera valido gastar tus cinco días y llegar hoy, aquí, a mí, y aquí, conmigo, culminar tu destino en nuestra tierra…
—El destino que me has ofrecido es la muerte.
—Sí, después de un año de felicidad. ¿Prefieres la muerte dentro de dos días, y sin felicidad alguna?
Por toda respuesta, le dije:
—Sí. Me quedan esta noche y dos días enteros.
—¿Qué harás con ellos, pobrecito desgraciado?
—Escojo terminar este día, y recibir de la noche la respuesta a mi siguiente pregunta.
—¿A dónde irás?, dijo la señora nuevamente impasible.
Miré a mi alrededor. Si descendía las gradas del templo del lado de la gran explanada del valle, sólo me uniría al destino prometido por la mujer; me mezclaría en seguida con este pueblo de la meseta, que me adoraría, me honraría, me daría de beber y de comer y me entregaría a su más hermosa doncella, tal como lo anunció la señora, y pasado un año me mataría en la pirámide. Así, por eso rumbo perdería los desafíos y las respuestas de mi otro destino. En cambio, si descendía las gradas por el costado que miraba al volcán, si al volcán mismo ascendía, si en su cenicienta boca me internaba, los peligros que allí me aguardasen me ofrecerían la seguridad del azar.
Y en ese instante, Señor, para mí, azar significaba libertad, salud y vida, pues el otro camino, ya lo sabía, fatal era, y su desenlace conocía, y saber la exacta fecha de mi muerte no era, como dijo la señora, un alivio, sino una insoportable carga que a la esclavitud del alma me condenaba. Si a pesar de todo, al cabo de un año regresaba a este templo, no sería, me dije, sin antes exponerme a todos los albures de los dos días de mi destino que aún me restaban.
—Al volcán, señora…
Primero chirriaron espantados los papas, y roncamente gritaron, agitando sus rodelas, los guerreros; y aleteó el murciélago, y el incienso derramaron los danzantes, y con esa mirada de hielo, a la del volcán semejante, me contestó la señora:
—Necio. Ése es el camino del infierno. En un día allí puedes perder lo que yo te aseguro durante un año entero: tu vida. Sí vas al volcán, sólo apresurarás tu destino: tu muerte.
—Lo encontraré por mí mismo, señora.
—Necio. No hay destino solitario. Tu muerte será un destino común, y a nosotros regresarás por vía de la muerte.
La miré con tristeza, sabedor de que jamás la volvería a ver, de que esta vez no me guiaría hacia ella el hilo de la araña: ahora yo viajaría solo, en busca de mi salud propia, y ya no, como antes lo hice, en busca de los redoblados placeres que esta mujer me prometió una noche. Cómo iba a saber, entonces, que el placer anunciado era vivir un año como príncipe para morir un día como esclavo y así, honrar al dios de la sombra. Miré con tristeza a la mujer que al ofrecerme esto, creía ofrecerme una recompensa superior al nuevo encuentro de nuestros cuerpos.
—Adiós, señora.
Con los lujosos ropajes con que aquí me vistieron, pero con mis rasgadas ropas de marinero pegadas a mi piel temblorosa, di la espalda a esta compañía, descendí lentamente las gradas, mirando hacia mi nueva meta, el volcán que en el atardecer se distanciaba y esfumaba y tornaba del color del aire, como si me rechazara ya, como si me advirtiera:
«Mira, me alejo de ti, envuelto en el aire transparente del atardecer. Haz tú lo mismo. Toma otro rumbo. Conviértete en aire, para que yo no te convierta en hielo.»
A medio camino, y antes de que el incendio del crepúsculo la ocultase de mi mirada, me detuve y giré sobre mí mismo para ver por última vez hacia la pirámide. Una roja corona solar descendía sobre la sangrienta cima humeante. El templo era una bestia parda, agazapada a la hora del ocaso. Sus fauces de piedra labrada devoraban la sangre y el polvo del llano.
Di la espalda a la pirámide y caminé hacia el volcán.