Bañóme la luz. Cuando fui arrojado al pozo, reinaba la noche y era la noche el espanto de mis verdugos. Al estrellarme contra el agua, aspiré la última bocanada de aire y cerré los ojos, apenas me sentí inmerso, resucitó mi voluntad de sobrevivir; nadé, pero mis esfuerzos de nada sirvieron: unas cuantas brazadas me acercaban siempre a la circular muralla de blanda roca, escarpada e inasible. Floté sin esperanzas, sabedor de que tarde o temprano mis fuerzas menguarían y mi cuerpo se hundiría en el desconocido fondo de esta prisión de agua; día del agua decidí llamar al de mi muerte segura, y preguntóme si no sería éste uno de los cinco días que debería arrebatarle a la vida para ganárselos a la muerte, como tantas veces me lo indicaron el anciano de la memoria y la señora de las mariposas. ¿Cómo saberlo? La hermosa y horrible mujer mi amante me advirtió que sólo recordaría esos cinco días decisivos, olvidando los otros veinte de mi destino en esta tierra; ¿cómo saberlo mientras no lo recordaba, sino que lo vivía? Y entonces, digo, bañóme la luz.
Una claridad ondulante cubría la superficie del agua, agitada cuando me estrellé contra ella, ahora nuevamente calma y lisa, apenas removida por mis tranquilos esfuerzos para flotar. Primero busqué mi salud en la salvadora baba de la araña, que en mi sueño me rescató de situación parecida. Pero esta vez su hilo no era visible. Luego rogué que este pozo fuese como el mar, súbdito de altas y bajas mareas, pues el reflujo me permitiría dar pie en el fondo de mi cárcel; clavéme con la cabeza por delante y los ojos bien abiertos. Conocí el origen de la asombrosa claridad: el fondo arenoso de esta alberca era un camposanto de huesos y calaveras; y si las arenas eran brillantes, opacas parecían al lado del blanco fulgor de los restos de otros hombres que aquí murieron.
Regresé a la superficie: había visto mi destino cara a cara: hueso a hueso. Volví a hundirme, volví a explorar con la mirada abierta e iluminada por esa luz de la muerte. Vi que en un rincón del pozo el azar había reunido un cúmulo de calaveras, que allí se amontonaban formando una pequeña pirámide sumergida. Pensé:
«Quizás mi vida pueda servirse de estas muertes. Acaso pueda yo mismo levantar aquí un pedestal de huesos lavados sobre el cual mantenerme de pie y esperar mi extinción famélica o la salvación de mi sueño: el hilo de la araña.»
Puse manos a la obra. Nadé como un pez hacia el cúmulo de las calaveras y empecé a desalojarlas, pues se hallaban incrustadas ya en la roca caliza, y semejaban parte de ella, o la roca prolongación de las cabezas de muerte. Valíme de mis tijeras para separar las calaveras de la piedra blanda, emergiendo cuando el aire me faltaba, llenando mis pulmones, clavándome de vuelta y reanudando mi tarea.
Así pasé varias horas de la noche, reposando de tarde en tarde, flotando tranquilamente, boca arriba sobre mi líquido lecho, pues más ahoga el terror que el agua. Pero al cabo, mi zócalo de huesos era cosa bien chata, y estuve a punto de desistir y abandonarme al sueño común de mis compañeros, los esqueletos de este sumidero. Miróme debajo de las aguas mirando los huecos ojos de una calavera empotrada en la roca. Di jeme que así como el anciano memorioso murió de espanto al verse en mi espejo, podría yo tomar esta calavera por espejo mío, besarla, acariciarla, apretarla contra mi pecho e inventar así la compasión que nadie me ofrecía: moriría abrazado a mi propia imagen final y eterna, como la noche que tanto temían mis supliciadores.
Desprendí con las tijeras, como desprenden los cautivos las piedras de su mazmorra, esa última calavera. Mas los cautivos tienen esperanzas de que detrás de la piedra arrancada se encuentre la libertad. Yo no. Yo trabajaba para mi muerte. Desprendí la calavera y entonces, Señor, mis dedos sintieron que un helado hilo corría entre ellos; si un hombre pudiese gritar debajo del agua, yo hubiese gritado:
—¡El hilo de la araña!
Y gritando, hubiese agradecido mi salvación a mi señora protectora y amante. Mas en seguida me di cuenta de que el hilo que corría entre mis dedos era intangible; no era baba, era agua, más agua. Y entonces ese hilván de frías aguas convirtióse en gélida torrente, la torrente en verdadera catarata subterránea que rompió los quebradizos restos de las calaveras, surgió con ímpetu desde un boquete en la roca que sólo taponaba la última calavera que arranqué; la torrente así liberada me envolvió en su espuma, me revolcó debajo del agua, me alejó del fondo del pozo mientras ascendía, con turbulencia, y me arrastraba con ella hacia arriba, hacia la noche, hacia la selva.
El pozo llenábase, Señor; llenábase con velocidad y furia, y yo nadaba hacia arriba, hacia los bordes de donde fui arrojado, defendiéndome ahora de ser succionado otra vez hacia el cementerio hundido por la agitación desorientada de las aguas emancipadas por el azar de mis trabajos. La fortuna me había permitido sangrar la vena misma que alimentaba al pozo, el río subterráneo que era el padre de estas aguas perdidas.
Nadé con la marea y la marea fue calmándose. No rebasó los bordes del pozo. Se niveló a escasas pulgadas de ellos. Yo pude tocar con mis dedos la tierra, asirme a ella y levantarme con los brazos hasta asomar mi cabeza hiera del pozo. Sol rojo y cielo gris: esto es lo primero que vi. Un sol color de sangre, incendiado por su propio fuego, bañado por la púrpura de su propio renacimiento. Acababa de salir, como yo. Ascendía a un cielo metálico. El cielo era tan plano como la llanura calcárea donde los hombres mis verdugos de la noche me miraban con ojos de asombro, me miraban salir del pozo levantado por las aguas redivivas y en el instante mismo en que el sol renacía.
Salí por mi propio esfuerzo; por mi propio esfuerzo me puse de pie y vi todas esas miradas de azoro, gratitud y respeto. Nadie se acercaba a mí, nadie me tocaba ahora, todos manteníanse alejados y sumisos. Escuchóse el lamento de una flauta; el sol se desprendió velozmente de su manto terrenal, ganó la altura, transformó el cielo gris en amarilla cúpula. Estalló la alegría. A las flautas uniéronse sonajas, cascabeles y tambores; grupos de hombres con los cuerpos pintados de almagra y barro danzaron, primero alrededor de mí, en seguida precediéndome, invitándome a seguirlos; aparecieron mujeres y niños, que me ofrecían jarras de un líquido blanco, espeso y embriagante, y majorcas tostadas y cubiertas de una fogosa pimienta.
Comí, seguíles y llegarnos al píe de un templo limpio, bajo, labrado con hermosas grecas. El pueblo que primero quiso sacrificarme y ahora así me honraba formóse en filas que indicaban el camino que debía yo seguir, hasta el pie del templo, para luego ascender por la corta escalinata cuyos peldaños monté, tan asombrado yo como mis antiguos captores convertidos en mis entusiastas huéspedes. Ascendí. Llegué a la chata plataforma de este templo, bajo como la llanura calcárea y desnuda que nos rodeaba y allí, sobre un extraño trono de piedra labrada en forma de alas desplegadas, encontré a un hombre gordo y lujoso, envuelto en mantos teñidos de púrpura, con la frente ceñida por un listón cuajado de pedrería, y que abanicábase con las plumas del ave verde, bella y mansa que conocí a las puertas de la anciana madre proveedora.
El gordo señor mantenía una gran dignidad, pero el nerviosismo con que se abanicaba me indicó que participaba del asombro reverencial de todo el pueblo aquí reunido. Al lado de su trono, atado a él por una cadena de plata, se movía con tanto nerviosismo como su amo, un pavo maravilloso, de un tamaño nunca visto: cabeza pelada como la de un águila; enormes, viejos, gastados, irritados, enrojecidos papos que le colgaban hasta el suelo; y las alas de este pavo estaban cubiertas de joyas, de esmeraldas y jades, y en su cuello y en sus tarsos bailaban hermosas cadenas de oro, brazaletes de cobre y placas de oro puro. La música agitaba al ave enjoyada; las joyas chocaban entre sí y parecían parte del ritmo musical. El nido de este pavo era una vasta sábana de algodón que cubría parte de la plataforma y, también, escondía unos bultos. El gordo príncipe de esta tierra se levantó pesadamente de su trono, ayudado por dos jóvenes y sumisas muchachas de miradas bajas y estrechas faldas blancas bordadas como la túnica de la abuela del hogar. El gordo inclinóse ante mí y con un movimiento del brazo cedióme su trono.
Negué con la cabeza. El gordo me miró con un brillo de ofensa en la mirada. El pavo agitó sus escoriados papos. Recordé la suerte de Pedro. Tomé el lugar en el trono y el gordo me dijo:
—Aguardado señor: nos devolviste el sol. Gracias.
En vez de hacer una pregunta y malgastarla, afirmé:
—El sol sale todos los días.
El príncipe agitó tristemente la cabeza, y en voz alta repitió mis palabras a la muchedumbre congregada al pie del templo. Al oírlas, todos aullaron, gritaron, dijeron que no, que no, que no, subió el rumor de tambores y sonajas y el gordo miró satisfecho a su pueblo y luego a mí:
—Sale para ti, señor, cuando así lo deseas. Pero muere para nosotros. Hemos visto sucederse la muerte de los soles; y al morir los soles, se han secado los profundos ríos de nuestra tierra, nada ha crecido sobre ella, han muerto los animales y han muerto los príncipes; han muerto las aves. Las ciudades han vuelto a ser piedra bruta cubierta de selva. Hemos muerto; hemos huido; hemos regresado cuando tú te dignas devolvernos el sol. No muere el sol para ti, pues a ti te obedece. Muere para nosotros cada noche, y nunca sabemos si volverá a salir. Has probado quién eres. Te sacrificamos a cambio del sol, y tú nos lo devolviste y con él regresaste a la tierra. Mucho te honramos, señor, en este día del agua.
El gordo señor levantó su abanico de plumas y lo agitó. Rápidamente subieron por los peldaños dos jóvenes. Portaban entre las manos dos pequeñas ollas cubiertas por trapos. El gordo soltó su abanico y recibió las ollas, sosteniendo una en cada palma. Díjome:
—Descúbrelas.
Lo hice; contenían mierda, Señor, vil excremento, y con un gesto de repugnancia volví a cubrir las ollas mientras el gordo decía:
—Ofrécele esto al ave, que es el guaxolotl enjoyado, y tendrás recompensa, pues este pájaro es el principe del mundo.
Me levanté del trono y acerqué las dos ollas pútridas a ese pavo llamado guaxolotl; el pavo agitó sus papos y con el propio pico levantó la manta de algodón que se hallaba sobre este templete y descubrió ante mi mirada un tesoro de áurea orfebrería y pulidos jades.
—Mira, señor, murmuró el príncipe gordo, que el ave enjoyada te ofrece el oro y el jade que son excremento de los dioses a cambio de tu excremento humano. Con ello te ofrece el poder, la riqueza y la gloria. Tómalo todo. Es tuyo.
Mísero de mí: había aquí con qué fundar un imperio; pero yo pude haber sido el dueño de la gloria de las perlas en la playa de mi naufragio, yo recibí el poder del oro de manos de los naturales junto al río; perdí gloriosas perlas y poderoso oro, los olvidé en medio de la lluvia y el fango y los mosquitos, pues supe que de nada me servirían para sobrevivir aquí. ¿De algo me serviría ahora esto que el príncipe gordo llamaba excremento de los dioses?
Nada era la tentación de este tesoro anidado por el pavo junto a la tentación mayor de mi nueva vida: encontrar de nuevo a la mujer de las mariposas, volver a amarla. Y para ello mi único tesoro era un pobre hilo de araña, para mí más valioso que todos los jades y topacios y esmeraldas y oros y platas que ahora me ofrecían para agradecerme el regreso del sol. Yo necesitaba, para seguir el camino del volcán, viajar ligero. Y así, le contesté al príncipe gordo:
—Acepto tu ofrenda, señor. Y habiéndola aceptado, te la devuelvo a cambio de una pregunta.
El príncipe me miró con semblante desordenado, y yo proseguí:
—Dime lo que te pido, pues si lo sabes sabrás defenderte, y si lo ignoras, quedarás prevenido. Veo a tu pueblo reunido aquí, y temo que mi paso entre ustedes sea tan desastroso como mi paso por el pueblo junto al río. Contéstame esta sola pregunta, pues sé que a una sola obtendré respuesta cada día. Dime: ¿por qué fueron matados todos los del pueblo junto al río?
El gordo tembló:
—¿Mi respuesta vale la riqueza, el poder y la gloria que te ofrece aquí el príncipe ave enjoyada?
Dije que sí, y el gordo contestó, turbado:
—Nadie los mató. Se mataron a sí mismos. Se inmolaron por su propia mano.
Rajé la cabeza, tan turbado por esta respuesta como el hombre que la pronunció. A mis pies, convocándome, estaba el hilo de la araña.
Mucho pensé en la contestación del príncipe gordo de esta tierra mientras me alejé de ella, caminando por el llano de cal, lejos del templo y el pozo y el pueblo que una noche quiso sacrificarme y otro día honrarme. Escuchaba aún el triste lamento de sus pílanos; vivas en mi memoria permanecían las caras de decepción que me vieron alejarme. Pero por encima de todo, regresaba afiebradamente a mi imaginación el espectáculo del pueblo junto al río.
El pueblo inmolado por mano propia. Así, esa matanza no fue represalia de los señores de la montaña, sino voluntario sacrificio determinado por otra razón: ¿la muerte del viejo de la memoria, y con ella la muerte de la memoria misma, que les dejaba huérfanos de respuestas para cuanto allí las exigía: sol y lluvia, tiempo de recoger leños y tiempo de quemarlos, humo y oro, fuga al monte, regreso al río? Frágil, tierno pueblo demasiado ocupado en combatir el mal de la naturaleza para proyectar o infligir la empresa del mal humano.
Amé a ese pueblo en el recuerdo, Señor, pues a mí mismo, que de memoria carecía, lo identifiqué. Y le perdoné la muerte de mi viejo Pedro, pues comprendí que su intrusión, como la mía, había interrumpido el orden consagrado de las cosas y los tiempos; no nos odiaban: temían que nuestra presencia quebrase los perfectos ciclos de un tiempo que les defendía del mal natural. El mundo nuevo era el mundo del miedo, de la pasajera felicidad y la constante zozobra; temblé pensando que nuestras medidas de duración, fortaleza, supervivencia, derrota y triunfo de nada valían aquí, donde todo renacía cada día y todo perecía cada noche; temblé pensando en el encuentro de nuestras concepciones enérgicas de la duración con éstas, flor de un día, marchita prisa, incierta esperanza. Perdoné, digo, la muerte de Pedro. Me dije que también perdonaría la mía propia. La intrusión de un hombre blanco en estas tierras no sólo bastaba; sobraba.
En estas cavilaciones, y guiado siempre por la hebra de la araña, sorprendióme la noche. Terminó la llanura calcárea; ahora recorría un camino que se adentraba en un bosque de altos y esbeltos árboles cuajados de plátanos verdes. Noté también que el camino recorrido era en ascenso, y fatigoso. Dejaba atrás los ríos, la selva, el mar. Sentí hambre y sacudí uno de estos platanares para satisfacerme. Disponíame a comer cuando escuché un rumor de trabajo. Traté de identificar el ruido; díjeme que alguien cortaba leña a poca distancia de mí. Me adentré más en el oscuro bosque, con varios plátanos en la mano, dispuesto a compartirlos con el leñador.
Distinguí en la oscuridad la forma encorvada de un hombre que me daba la espalda y con un hacha arremetía contra el tronco de un árbol. Acerquéme confiado. El hombre volteóse, diome la cara y yo grité, pues nada había en el rostro del leñador sino dos ojos fulgurantes y una lengua que colgaba y se mecía, larguísima, fuera de la boca que era apenas tajada, herida, abierta cicatriz sin labios; y las costillas de este monstruo se abrían y cerraban velozmente, como portones en el viento, y cada vez que se abrían mostraban un corazón vivo y latente y, como los ojos, fulgurante. Sentí que perdía la razón, tal era el contraste entre la pacífica amistad que me animaba y el horror de esta visión, cuando la inmensa lengua colgante habló con tono imperioso:
—Atrévete, toma mi corazón, tómalo con tu mano, atrévete a lo que nadie se ha atrevido nunca…
Ah, Señor que me escuchas, recuerda y suma mis aventuras desde que zarpe de tus tierras y dime si, al oír estas palabras, iba yo a dudar: ¿qué era tomar ese corazón palpitante al lado de los peligros corridos en el mar, en el centro de la vorágine, entre los guerreros de la playa y en el sacrificio del pozo?
Adelanté la mano y tomé ese corazón de sonoros latidos y escurrientes sangres, lo tomé con repulsión y con ganas de devolvérselo cuanto antes a su dueño, pero éste gemía yo con furia, su espantosa boca herida llenábase de verde espuma, y aullaba estas palabras:
—Ordena lo que quieras: poder, riqueza y gloria; son tuyos; son del que se atrevió a tomarme mi corazón.
Contestóle simplemente:
—Nada quiero. Toma. Te devuelvo tu corazón.
El ser sin más facciones que ojos, lengua y boca, gritó de vuelta, y sus gritos eran más fuertes que los golpes de sus costillas al abrirse y cerrarse:
—Entonces es cierto, gritó, tu eres el que rechaza todas las tentaciones, hoy rechazaste los dones del pájaro enjoyado y ahora rechazas los míos; ¿qué quieres, entonces?
Guardé silencio, con el corazón en la mano. Miré con un frío desprecio al tentador del bosque. Mi deseo era lo único que poseía; no se lo entregaría a cambio de su corazón. Pues sabía que la ley de esta tierra era contestar a una ofrenda recibida con otra de superior valor: ¿qué podía yo ofrecerle al fantasma del basque, a cambio de su corazón, sino mi deseo?
Cuando sus costillas volvieron a abrirse como los batientes de una ventana, devolvíle su corazón y le hice la pregunta nocturna a la cual tenía derecho:
—Toma tu corazón. Y a cambio de él, dime ahora: ¿por qué se mataron a sí mismos los habitantes de ese pueblo junto al río?
Temía, Señor, malgastar una nueva pregunta, y oír la respuesta que yo mismo me había dado: porque enloquecieron al perder la memoria. No, en realidad no temía esa respuesta; por lo menos, me habría asegurado en mi propio razonamiento. Pero el ser de los ojos llameantes se llevó al rostro dos manos lisas como su rostro, manos sin uñas ni líneas de fortuna, amor o vida, y luego apretó con esas ruanos su pecho de costillares batientes y me dijo:
—Se sacrificaron por ti…
Y empezó a reír espantablemente:
—Se sacrificaron por ti… se sacrificaron por ti… se sacrificaron por ti, repitió a carcajadas la horrenda aparición del bosque, y a cada carcajada su cuerpo se encogía, se doblaba sobre sí mismo; escondía de nuevo el rostro entre las manos, la cabeza entre las rodillas, aullando:
—Témeme, hermano, témeme; soy la sombra que te persigue; soy la voz que anoche escuchaste sobre tu hombro; soy…
El fantasma se incorporó repentinamente, se irguió hasta mi altura y me miró directamente a los ojos: yo me vi a mí mismo. El ser del bosque tenía mi propia cara, mi propio cuerpo, era mi exacto doble, mi gemelo, mi espejo.