La madre y el pozo

Dos eran mis guías: el volcán lejano y el hilo de araña abandonado por la mujer al pie del templo incendiado. Dos mis armas: las tijeras y el espejo. Múltiples, cuando volví a penetrar en la selva como antes penetré en la carne de la mujer, mis acompañantes. Brilló el sol. Volaron los pájaros. Aletearon, inciertas como mi alma, las mariposas escondidas en el follaje. Conocía a los rumorosos pericos que volaban en manadas por estos cielos. Supe ahora de la codorniz y el colibrí que adornaban esta florida y tibia selva cuya gran maravilla era una llovizna constante, pero tan sutil que no mojaba mi cuerpo: un rocío impalpable que seguramente era el alimento de los árboles perfumados que aquí abundaban, blanca vainilla de unos, jaspeado rubor de otros, atigradas flores de éstos, cáscara marrón de aquéllos. Espléndido despliegue, en fin, de hojas tan brillantes como bruñido cuero y que despedían olores de humo.

Los lustrosos venadillos de cortos cuernos abundaban en esta selva, de manera que me dije:

Éste es el primer día de mi nuevo destino. Lo llamaré el día del venado.

Apenas lo pensé, las flores y las aves, los frutos y el rocío se desprendieron de sus perfumes y colores para dibujar el arco iris más cercano a mis ojos que mis ojos han visto. El bosque de helechos se abrió y me abrió un camino al más leve tacto de mis dedos. El hilo de la araña se dirigía al pie mismo del arco iris, guardado por aves que desconocía y que eran como pequeños pavorreales pero sin aires de y anidad: mansas y bellas aves de larga cola y plumaje verde.

Como en la playa de las perlas, imaginé un regreso al paraíso. Pero mi experiencia me hacía dudar ahora de estos espejismos del bosque y andar precavido. En todas partes, las apariencias engañan: en esta tierra, el proverbio era ley. Me apresté, rodeado de tanta paz y de tanta belleza, a defenderme de un repentino terror. Pero este asomo de mi voluntad fue rápidamente abatido por la fatal naturaleza de mi viaje: yo seguía la ruta que para mí labraba la araña en la selva; la seguiría, me condujese al cielo o al infierno. Más que cielo, más que infierno, era la promesa que me aguardaba al final del camino: la señora de las mariposas.

Volaron espantadas, al escuchar mi paso, las aves de largas y verdes colas; y detrás de su vuelo distinguí, al pie del arco iris, una blanca casa, tan encalada que parecía de metal pulido y brillaba como un islote de sol en medio del miraje multicolor de la tibia llovizna. Acerquéme. Toqué sus muros. Eran de tierra cocida y pintada. Repetíme: las apariencias engañan y no todo lo que brilla es oro en el mundo nuevo tan deseado por mi pobre amigo Pedro. El hilo de la araña conducía a la única puerta de la casa, y en ella penetraba; lo seguí.

Ingresé a un solo aposento tibio como la selva, cálido y limpio y colmado de provisiones: majorcas, olorosas hierbas, braseros ardientes, ollas donde hervían espesos y perfumados brebajes. Jamás he visto limpieza tal; y apenas se acostumbró mi mirada a la penumbra de este hogar, escuché el rumor de una escoba y miré a una mujer que barría con lentísimos movimientos el piso de tierra aplacado por los pies de la anciana. Vieja, viejísima era la barrendera que ahora levantó su mirada para encontrar la mía; y si esa mirada era brillante y negra como las brasas del hogar, la sonrisa de la boca desdentada era dulce como las mieles guardadas en las verdes ollas de su casa.

No me habló. Con una mano detuvo su escoba y con la otra hizo un gesto de bienvenida, pidióme que me acomodara en una de las esterillas de paja situadas cabe los braseros y allí, en silencio, sonriente y encorvada, la viejecita me sirvió esos panes humeantes de la tierra, enrollados y sabrosos con su relleno de carne de venado, romero y hierbabuena, coriandro y menta, y pequeñas ollas con un sabroso líquido hirviente, espeso y de color marrón oscuro. Y cuando acabé de comer, ofrecióme un largo y estrecho canuto de hojas doradas que yo empecé a masticar. Este alimento dejaba un ácido jugo en mi lengua. La viejecilla rio sin ruido, abriendo y cerrando sus hundidos labios arrugados, en los que ya no quedaba color alguno de vida, y ella misma tomó uno de esos canutos que digo, se lo colocó entre los labios, se acercó a las brasas y lo encendió, inhalando su humo y luego arrojándolo por la boca con un embriagante aroma. Yo hice lo mismo. Tosí. Me ahogué. La viejita rio de nuevo y me indicó que bebiese el espeso líquido oscuro.

Seguimos un largo rato sentados allí, chupando el rollo de hierbas y echando humo por la boca hasta consumirlo y entonces la vieja arrojó el cabo del suyo al brasero y yo la imité y ella dijo:

—Sé muy bienvenido. Te esperábamos. Has llegado.

—He llegado. Eso mismo me dijo el anciano señor de la memoria.

—Ese viejo estaba loco. No te dijo la verdad.

—¿Quién me la dirá, entonces? ¿Por qué me han esperado? ¿Quién soy?

La anciana meneó su redonda cabeza de canas azules muy peinadas, muy restiradas hasta reunirse en una castaña detenida sobre la nuca por una delicada peineta de carey.

—Sólo puedes hacerme una pregunta, hijo. Tú lo sabes. ¿Por qué me haces dos? ¿Son éstas tus preguntas? Escoge bien. Sólo puedes hacer una pregunta cada día y otra cada noche.

—Dime entonces, señora, para que sepa contar mis días, ¿cuál es este, y por qué paréceme día de paz insólita en esta incomprensible tierra tan llena de amenazas?

Estoy seguro de que la vieja me miró con caridad, alisándose con las manos tranquilas y suaves los pliegues de su sencillo hábito blanco bordado de flores:

—Es el día del venado, día de serena prosperidad y de paz en los hogares. Es un buen día. Quien en él llega a mi casa, es como si llegara a un rincón del jardín de los dioses. Aprovéchalo. Descansa y duerme. Luego vendrá otra vez la noche.

Necio de mí; había preguntado lo que ya sabía, lo que ya veía, lo que ya sentía. Había malgastado mi única pregunta de ese primer día, abundando las que podrían aclararme los misterios de esta tierra y de mi presencia en ella. Y adormecido por la comida y el humo y el viaje, recosté mi cabeza sobre el regazo de la anciana. Ella me acarició maternalmente la cabeza. Dormíme.

Y en mi sueño, Señor, aparecióse la señora de las mariposas. La acompañaba un monstruoso animal, idéntico a la noche, pues nada en él reflejaba luz alguna, sino que era como una sombra en cuatro patas, espesa y velluda. En vano busqué su mirada. Sólo su forma era visible. No tenía mirada, sino piel y fauces y cuatro patas torcidas, pues en vez de señalar hacia adelante, estaban dobladas hacia atrás. La mujer que yo amé junto al templo arruinado era rodeada de una luz brumosa y el animal su compañero cavaba en la tierra un hoyo; y al hacerlo gruñía espantablemente. Cuando hubo terminado su tarea, la difusa luz de ese momento de mi sueño se reunió en una oblicua columna dorada que nacía en el centro del cielo y venía a morir en el hoyo escarbado aquí por el animal. Esa amarilla e intensa luz era como un río líquido y fluyente, y a medida que empapaba las profundidades de la excavación, el animal le arrojaba tierra encima con sus patas torcidas, y mientras más tierra le echaba, más se apagaba la luz. La señora de las mariposas lloró. Espantado, yo le pedí a la vieja que me arrullaba:

—Madre, bésame, que tengo miedo…

Y ella besó mis labios, mientras la mujer de la selva se desvanecía llorando en la noche y el animal aullaba con una mezcla de alegría y desgracia.

Yo desperté. Busqué con mis manos el regazo y las manos de la vieja que me había arrullado como a un niño. Mi cabeza descansaba ahora sobre una de las esterillas. Sacudí la cabeza. Oí el llanto y el aullido de mi sueño. Miré. Los braseros se habían apagado. La vieja había desaparecido. Las ollas estaban rotas; regados los brebajes, rotas las flores y las escobas, inquieto el polvo del suelo, urdidos de telarañas los rincones del hogar. Y mis labios se sentían espesos y cansados. Los limpié con el puño cerrado. Miré mi puño: estaba untado de colores mezclados. Ululó un búho. Recogí mi hilo de araña y salí. Un lodo blando y pardo cubría las paredes de la casa.

Era de noche; pero la araña sabría guiarme. A su hilo me aferré, cerrando mis ojos; nada era el siniestro ululato del búho junto a los lamentos, gritos y rumores que parecían venir de muy lejos, desde el corazón de las montañas, y que cubrían la tierra entera como si la tierra entera clamase por la pérdida de la luz enterrada por el sombrío animal de mi pesadilla en su seno y, allí, a la tierra la condenase al doble suplicio de un vientre en llamas y una mirada ciega. Ciego como la noche, no quise ver, no quise oír, rogué que la paz de ese día pasado junto a la viejecilla y su hogar se prolongase en el silencio de una noche benéfica.

Mi oración fue escuchada. Rodeóme el silencio total de la selva. Mas ved así, Señor, de qué débil arcilla fuimos hechos, que habiendo yo obtenido lo que más deseaba, al tenerlo lo detesté. Pues nueva amenaza era este silencio, tan absoluto que me sentí vencido por él, como antes por los clamores y lamentos espantables. Ahora me dije que deseaba el regreso de los ruidos, pues en el silencio anida el verdadero horror. Un ruido, un solo ruido, me salvaría ahora. Primero fui capturado por el silencio; en seguida por los hombres silenciosos. Yo ya estaba vencido por mis plegarias enemigas. Dejéme conducir por manos que no quise ver a lugares que no quería conocer.

Inánime y voluntariamente ciego; sordo porque silenciosos eran el bosque y sus hombres; otra vez, resignado a mi suerte. Vi el tamaño y la forma de mi destino cuando nos detuvimos y, al adelantar yo uno de mis pies, sentí el vacío debajo de mi planta. Unos brazos me detuvieron; unas voces chirriaron. Abrí los ojos. Me encontraba al borde de uno de esos pozos que he dicho, tan anchos y tan hondos que a primera vista parecen cavernas talladas a ras de tierra, pero que en su centro esconden aguas que de tan profundas deben ser los baños del mismísimo mandinga.

Mi pie desprendió una piedrecilla del borde del pozo; la vi caer; en vano escuché durante muchos instantes, los que pasaron antes de que la piedra tocase el espejo hundido de las aguas, y entonces la caverna llenóse de ecos y las voces de mis captores se animaron en confuso debate, y decían muchas veces una palabra extraña, «cenote, cenote», y luego «muerte» y luego «noche» y luego «sol» y luego «vida» y yo recordé mi sueño, cuando dormí, cavé uno de estos pozos y caí en él, y yo recordé que tenía derecho a una pregunta nocturna y grité a todo pulmón y en la lengua de esta tierra:

—¿Por qué voy a morir?

Y una voz habló sobre mi hombro, tan cerca de mí que juraría era la voz de mi sombra, y dijo:

—Porque has matado al sol.

Ahora no soñaba y los brazos desnudos de estos naturales me empujaron, perdí pie, grité, ¡no es cierto!, caí, ¡lo mató el animal de las patas volteadas!, caí, ¡yo lo vi! caí en la noche de la verdad y no en el sueño de la mentira, caí gritando, ¡el animal, el animal!, volé por los aires negros del pozo, ¡el animal!, ¡es cierto!, ¡lo soñé!, hasta estrellarme, con los pies por delante, en las aguas, escuchando el lejano retintín de la misma voz que había hablado sobre mi hombro:

—Sueña ahora que vas a morir para que esta noche no sea la última, la eterna, la infinita noche de nuestro temor…

Hundíme en el azogado seno de las aguas del pozo.