La leyenda del anciano

Señor: al oír estas palabras en el templo, y el tono de gravedad que el anciano empleaba para decírmelas, comprendí que él me atribuía el secreto conocimiento de su lengua; y como dícese de ciertos magos que con una vara encantada hacen brotar el agua de las rocas, así brotó de mis labios la lengua que había llegado a aprender mudamente, durante mis largos meses de convivencia con el pueblo de la selva. No sé, sin embargo, si soy totalmente fiel a las palabras del viejo en el templo; no sé cuánto olvido y cuánto imagino, cuánto pierdo y cuánto añado. No sé si cuanto entonces dijo el anciano sólo lo comprendí cabalmente mucho tiempo después, a lo largo de mis días de aventura en el nuevo mundo; quizás sólo hoy lo entiendo y repito a mi manera.

Vile allí, inmerso en perlas que acaso le prestaban vida y de su flácida piel la recibían, nutriéndose el hombre de las perlas, y las perlas del hombre. No supe qué contestarle; él dijo que me había observado desde el día de mi llegada, que fue el día tres cocodrilo, y en ello vio buen augurio, pues en tal día, dijo, fue arrancada de las aguas nuestra madre la tierra.

«Salvéme del mar, señor», dije con sencillez.

«Y llegaste del oriente, que es el origen de toda vida, pues allí nace el sol.»

Dijo que llegué con la brillante luz amarilla de la aurora, con los colores del sol dorado.

«Y te atreviste a indicar tu presencia con el fuego y en día seco. Sé muy bienvenido, mi hermano. Has regresado a tu casa.»

Me ofreció con un movimiento de la mano el templo, quizás la selva entera. Yo sólo supe decir:

«Llegué con otro hombre, señor, pero ese hombre no fue bienvenido como yo.»

«Es que él no era esperado.»

Interrogué con la mirada al anciano, pero continuó sin hacerme caso:

«Además, nos desafió. Levantó un adoratorio para él solo. Quiso adueñarse de un pedazo de la tierra. Pero la tierra es una divinidad y no puede ser poseída por nadie. Es ella la que nos posee.»

Calló un instante y terminó diciendo:

«Tu amigo sólo quiso arrebatar. Nada quiso ofrecer.»

Miré las tijeras en la mano del anciano y convencíme de que les debía la vida. Y el anciano, moviendo ese rudo utensilio robado a un sastre por mí, dijo algo que podría traducirse así: las cosas buenas son de todos, pues cuanto es común es de los dioses, y cuanto es de los dioses es común. «El dios» y «los dioses» son las primeras palabras que aprendí entre estos naturales, pues las repetían constantemente, y suenan parecidas a las nuestras: «teos», «teús».

«Era mi amigo», dije en defensa del viejo Pedro.

«Era un viejo», me contestó el anciano. «Los viejos son inútiles. Comen pero no trabajan. Apenas sirven para encontrar culebras. Deben morir cuanto antes. Un viejo es la sombra de la muerte y está de más en el mundo.»

Miré con asombro a este anciano que seguramente había sobrepasado los cien años, a este inválido guardado dentro de un cesto lleno de perlas y de ovillos de algodón que le calentaban contra un frío que no nacía en el aire húmedo y caliente de esta selva, sino en la helada y quebradiza vejez de los huesos.

Díjele que todo declina y muere, hombre y perla por igual, pues tal es la ley de natura.

El anciano meneó la cabeza y contestó que hay vidas que son flechas. Son disparadas, vuelan, caen. De ésas era la vida de mi amigo. Pero hay otras vidas que son como círculos. Donde parecen terminar, en verdad se inician nuevamente. Hay vidas renovables.

«Así son tu vida y la mía y la de nuestro hermano ausente. ¿Sabes algo de él?»

Imaginad, Señor, mi confusión al escuchar estas impenetrables razones, tan familiarmente expuestas. Y pensad, como yo, que mi único sentimiento claro era que de mis respuestas dependía mi destino.

Murmuré:

«No, nada sé de él.»

«Regresará algún día, como has regresado tú.»

El anciano suspiró y dijo que nuestro hermano ausente, más que nadie, debía regresar, porque él, más que nadie, se sacrificó. Y el sacrificio es la única manera de asegurar la renovación.

«Estemos atentos», dijo en voz muy baja, «al día del tres cocodrilo, que a ti te devolvió a esta tierra. Es el día en que todas las cosas se reúnen para volver a ser una sola, como en el principio.»

«Seremos tres, señor; tú, yo, y ese ausente», volví a murmurar, inseguro de lo que decía.

El viejo pensó un momento y luego dijo que declina lo que abunda, prolifera o se multiplica sin concierto; revive, en cambio, lo que se remonta a una sola cosa, y ésta es la diferencia entre dioses y hombres, pues éstos creen que mientras más, mejor; pero los dioses saben que mientras menos, mejor.

Hablaba moviendo rápidamente los dedos, como antes el joven guerrero en la playa, y con ellos contaba y me ayudaba a entender que seis son menos que nueve, y tres son menos que seis.

Tres hombres dándose las manos —tocó con sus helados dedos los míos— forman un círculo y se aprestan a ser un solo hombre, como en el principio. Tres aspiran a ser uno. Uno es perfecto, es el origen de todo, uno no se puede dividir entre nada, cuanto puede dividirse es mortal, lo indivisible es eterno, tres es el primer número después de uno que no puede dividirse entre nada, dos es todavía imperfecto, puede cortarse por la mitad, tres sólo puede degenerar en seis, nueve, doce, quince, dieciocho o regresar a uno, tres es el cruce de caminos: la unidad o la dispersión, tres es la promesa de la unidad.

Todo esto lo explicó el anciano con rápidos movimientos de las manos y alargando un brazo fuera del cesto y trazando rayas paralelas, borrándolas, incluyéndolas dentro de unos apresurados círculos dibujados por el engarrotado dedo sobre el polvo de esta cámara iluminada por un tesoro cuyos dueños se alimentaban de culebras, hormigas y tortugas.

Añadí una raya al polvo:

«¿Qué haremos si volvemos a ser uno solo, señor?»

El anciano miró muy lejos, fuera de la apertura de esta cueva, hacia la selva, y dijo: «Nos confundiremos con nuestro contrarío, la madre, la mujer, la tierra, que también es una sola y sólo espera que nosotros volvamos a ser uno para volver a recibirnos entre sus brazos. Entonces habrá paz y felicidad, pues ni ella nos dominará ni nosotros la dominaremos. Seremos amantes.»

Nada podía yo decir. Nada dijo él durante mucho tiempo. Luego me miró intensamente y contó lo que ahora yo digo:

Primero fue el aire y lo poblaron los dioses sin cuerpo.

Y debajo del aire estaba el mar, que nadie sabe cómo o quién lo creó.

Y en el mar no había cosa alguna.

Y ni en el aire ni en el mar había tiempo, así que los dioses no hacían cosa alguna.

Pero una de las diosas del aire llamábase diosa de la tierra y empezó a preguntar qué cosa significaba su nombre, y dónde estaba la tierra, que era su morada, pues ella sólo veía aire y agua, y que cuándo sería creada la tierra.

Enamoróse de su nombre tierra y fue tal su impaciencia, que al cabo se negó a dormir con los demás dioses mientras no se la dieran.

Y los dioses, ansiosos de volver a poseerla, decidieron cumplir su capricho y la bajaron del cielo al agua y ella caminó largamente sobre el agua, hasta cansarse y luego se tendió sobre el mar y se quedó dormida.

Y los dioses que la deseaban quisieron despertarla, y hacer obra de varón con ella, pero la tierra dormía y no se sabía si este sueño era como la muerte.

Enojados, los dioses se convirtieron en grandes serpientes y se enrollaron a los miembros de la diosa y con su fuerza la rompieron y después la abandonaron.

Y del cuerpo de la diosa nacieron todas las cosas.

De su cabellera, los árboles; de su piel, las hierbas y las flores; de sus ojos, los pozos, las fuentes y las cavernas; de su boca, los ríos; de los agujeros de su nariz, los valles; de sus hombros, las montañas.

Y del vientre de la diosa, el fuego.

Con sus ojos miraba la diosa el cielo abandonado y por primera vez miraba las estrellas y las vueltas de los astros, ya que al habitar el cielo le era imposible verlo y medirlo.

No necesita tiempo el cielo, pues allí todo es idéntico desde siempre.

Lo necesita la tierra para nacer, crecer y morir.

Lo necesita la tierra para renacer.

La diosa supo esto porque vio al sol ponerse y levantarse y ponerse día tras día, mientras los frutos nacidos de la piel de la diosa caían y se pudrían sin brazos que los recogiesen, y nadie bebía el agua de los surtidores nacidos de los ojos, y precipitábanse al mar, sin provecho, los ríos que fluían de la boca.

Y entonces la diosa de la tierra convocó a tres dioses, el uno rojo, el otro blanco y el tercero negro.

Y este dios negro era un feo jorobado y enano plagado de bubas, mientras que los otros dos eran príncipes jóvenes y altos y erguidos.

Y la diosa de la tierra dijo a estos dioses que uno de ellos debería sacrificarse para que nacieran los hombres, recogieran los frutos, bebiesen las aguas y domaran los ríos y la tierra sirviese.

Los dos hermosos jóvenes dudaron, pues se amaban mucho a sí mismos.

El enano jorobado y enfermo, no; ni dudaba ni se amaba.

Arrojóse al vientre de la diosa de la tierra, que era puro fuego, y allí pereció quemado su cuerpo.

De las llamas así alimentadas salieron el primer hombre y la primera mujer; y el hombre fue llamado cabeza o gavilán; y la mujer fue llamada cabello o hierba.

Pero del escaso cuerpo del monstruoso dios que se sacrificó sólo salieron medio hombre y media mujer, pues no tenían cuerpo sino de las axilas para arriba, caminaban a saltos como urraca o gorrión, y para engendrar el hombre metió la lengua en la boca de la mujer, y así nacieron dos hombres y dos mujeres ya más completos, hasta el ombligo, y de éstos nacieron cuatro hombres y cuatro mujeres, enteros ya hasta el sexo, y éstos acoplaron como dioses, y sus hijos nacieron completos hasta las rodillas, y sus nietos hasta los pies y fueron los primeros en poder caminar levantados y así poblóse el mundo ante la mirada de la primera señora nuestra madre.

Del vientre de fuego de la tierra nacieron también los compañeros de los hombres, las bestias que escaparon del brasero, y que todas tienen marcado en la piel el sello de su parto de cenizas: manchas de la culebra, hoscas y negruzcas plumas del águila, chamuscado tigre. Y así las alas de la mariposa como el techo de la tortuga como la piel del venado muestran hasta este día los fulgores y las tinieblas del origen:

Sólo los peces escaparon de entre las piernas de la diosa recostada sobre el mar, y por ello a mujer huelen y son del color del placer, y lisos y nerviosos.

Y el vientre de la diosa se contrajo por última vez.

Y de sus entrañas humeantes se levantó una columna de fuego.

Y el espectro de la llama era el fantasma del dios jorobado y buboso, que ascendió al cielo en forma de fuego y allí opacó al viejo sol sin tiempo para convertirse en el primer sol de los hombres: sol de días y sol de años.

Así fue recompensado por su sacrificio.

En cambio, el dios rojo y el dios blanco debieron sufrir la pena de su orgullo.

Permanecieron en la tierra, condenados a contar el tiempo de los hombres.

Y lloraron por su cobardía, pues del sacrificio del negro dios buboso nacieron hombres a medias, hombres nada parecidos a los dioses, hombres que no nacieron enteros, sino mutilados, deformes de alma como deforme de cuerpo fue el dios que se sacrificó para darles su vida.

Mientras todo esto contaba, el anciano trazaba raya tras raya en el polvo de la cueva labrada y ahora detúvose y pidió que las contara mientras él proseguía su narración.

Dijo entonces que la diosa madre contó tantos días como rayas había dibujadas en el suelo para que todos los astros cumplieran su danza circular en el cielo y para que todos los frutos de la tierra se rindieran completamente y reiniciaran su ciclo de germinación.

Yo conté trescientas sesenta y cinco rayas y el anciano dijo que ésta era la medida exacta de una vuelta completa del sol y que así quedaba comprobado que hay vidas que se reinician al terminar, pues el dios jorobado dio su vida por los hombres pero renació como sol.

Y el viejo dijo que decía lo que entonces había dicho la diosa:

Yo he dado el fuego de mi vientre para que nazcan los hombres.

He dado mi piel y mi boca y mis ojos para que los hombres vivan.

El negro dios jorobado y buboso dio su vida para que los hombres nacieran del fuego de mi vientre.

Luego se convirtió en sol para que mi cuerpo fructificara y alimentara a los hombres.

¿Qué nos darán los hombres a cambio de todo esto?

Y al decirlo se dio cuenta de que los hombres tenían algo de lo cual carecían los dioses, pues éstos fueron y son y serán siempre, y nada le deben a nadie.

Y el hombre sí: debe su vida.

Y la deuda de su vida se llama destino.

Y debe pagarse.

Y para guiar el destino de los hombres, la madre tierra y el padre sol inventaron y ordenaron el tiempo, que es el curso del destino.

Y así como el sol tenía sus días exactamente contados, el hombre debía saber el nombre y el número de los suyos, distintos de los días de la naturaleza, que de destino carece, y sólo tiene uso; pero distintos también de los días de los dioses, que ni tiempo ni destino poseen, aunque sí se los dan a la naturaleza y a los hombres.

Con la mano extendida, el viejo borró cinco rayas del polvo y miró a mis ojos interrogantes.

Y continuó contando:

Veinte días otorgaron los dioses al destino de los nombres del hombre, llamándolos día del cocodrilo, del viento, de la casa, de la lagartija, de la serpiente, de la calavera, del venado, del conejo, del agua, del perro, del mono, de la hierba, de la caña, del tigre, del águila, del buitre, del temblor, de la navaja, de la lluvia y de la flor.

Pero el hombre no sólo tiene su día y su nombre, sino que su destino es inseparable del signo de los dioses a los que debe ofrecer sacrificio para pagar la deuda de su vida.

Y así, al lado de los veinte días del nombre del hombre, fueron ordenados los trece días del ser de los dioses.

Y el año del destino, que no es el año del viaje del sol o de la germinación de la tierra, se inicia cuando el primer día de los veinte coincide con el primer día de los trece.

Y esto sólo sucede cuando los veinte días han dado trece vueltas o cuando los trece días han dado veinte vueltas.

Así se comunican el destino de la flecha y el ser del círculo, la línea del hombre y la esfera de los dioses, y de esta conjunción nace el tiempo total, que no es línea ni esfera, sino las bodas de ambas.

«Mira estas rayas, hermano, y cuéntalas hasta donde mi dedo te indica.»

Mientras lo hacía, pregunté:

«¿Por qué veinte y por qué trece?»

«Veinte porque éste es el número natural de los hombres completos, que tantos dedos tienen entre sus pies y sus manos. Trece porque es el número incomprensible del misterio, y así conviene a los dioses.»

Conté doscientas sesenta rayas que, en verdad, eran veinte veces trece o trece veces veinte, acepté que para el anciano éstos eran los días del año humano, diferente del año solar, y pregunté:

«¿Y por qué borraste esos cinco días del tiempo del sol?»

El anciano suspiró y contó lo siguiente:

Como yo suspiro, así suspiraba la diosa de la tierra madre nuestra, y lloraba mucho durante la noche pidiendo que los hombres le pagasen la deuda de la vida.

Pero los hombres sólo tenían vida para pagar su vida, y la diosa lo sabía, y lloraba queriendo comer corazones de hombres.

Los hombres tenían miedo y ofrecían a la diosa las otras dos cosas que tenían, además de su vida: los frutos como ofrenda; el tiempo como adoración.

La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que los frutos eran en realidad otro regalo de la tierra y el sol a los hombres, y que de nada valía regalar lo que no les pertenecía.

La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que el tiempo también era un regalo de la tierra y el sol a los hombres, que lo necesitaban, mientras que la tierra y el sol no, y por darle el tiempo a los hombres habían perdido su eternidad divina, encadenándose a los calendarios impropios de un dios.

La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que el único regalo de los hombres a los dioses era la vida, y no se quería callar hasta que le dieran sangre, y negóse a dar frutos si no estaba rociada con sangre humana.

Debajo de la piel de sus montañas y sus valles y sus ríos, la tierra tenía articulaciones llenas de ojos y de bocas: todo lo veía, nada la saciaba, y los hombres se preguntaban si para seguir viviendo debían en realidad morir todos para alimentar la sed y el hambre de la tierra y el sol.

No bastaron las ofrendas de los frutos naturales, pues la tierra se negó a seguir dándolos y con ella murió el primer sol de fuego y el mundo se cubrió de hielo y todos perecimos de frío y hambre.

No bastaron las plegarias que son tiempo, pues la tierra concertóse con el sol para que el tiempo desapareciera y muriese el segundo sol de viento, cuando todo fue arrasado por la tempestad y debimos abandonar nuestros templos y cargar a cuestas nuestras casas.

Y así se sucedieron los males; los hombres trataron de huir, pero ¿a dónde podían huir que no fuese la tierra, siempre la tierra?

Mira, hermano, mira hacia afuera, hacia la luz, hacia la selva indomable y ve en ella las heridas de nuestros sufrimientos, recuerda conmigo las terribles catástrofes que una y otra vez nos azotaron.

Murió el tercer sol de agua, cuando todo se lo llevó el diluvio, cuando llovió fuego y los hombres ardieron y con ellos sus ciudades.

Cada sol pereció porque los hombres no se quisieron sacrificar por los dioses, y lo pagaron con la destrucción.

Cada sol renació porque los hombres volvieron a honrar a los dioses, sacrificándose por ellos.

Y en medio de cada catástrofe, todo lo perdimos y hubimos de iniciarlo todo otra vez desde la nada.

«¿Qué sol es este de hoy?», pregunté.

«El cuarto sol, que es el de la tierra, y que desaparecerá en medio de terremotos, hambre, destrucción, guerra y muerte, como los otros, a menos que lo mantengamos vivo con el río de nuestra sangre.»

Dijo que así estaba anunciado, y que el destino de cada hombre era procurar el aplazamiento del fatal destino de todos, gracias al equilibrio entre la muerte de algunos y la vida de todos.

«Pero, señor, yo no he visto sacrificios en tu tierra, salvo los comunes de la enfermedad y el hambre.»

Con grande tristeza dijo el anciano:

«No nos matamos entre nosotros, no. Vivimos para ofrecer nuestras vidas a otros. Espera y entenderás.»

Traté de ordenar en mi afiebrada mente las cosas relatadas por el anciano y mi razonamiento fue éste: Si hay más vida que muerte, los dioses pronto harán pagar la deuda de la vida con la muerte general; y si hay más muerte que vida, los dioses carecerán de sangre que los alimente y deberán sacrificarse ellos mismos para que la vida que los irriga se reinicie. Y así, los hombres aplazan su total extinción muriendo para los dioses; y los dioses aplazan su propia extinción muriendo para que la vida renazca. Sentí, Señor, que había ingresado, pobre flecha que antes era, a un círculo hermético, a la vez redondo y largo, profundo y alto, en el que todas las fuerzas de los hombres estaban dirigidas a encontrar el frágil equilibrio entre la vida y la muerte. Y me dije:

—Como una gota añadida a una copa rebosante de sangre, he venido a ser parte de esta vida y de esta muerte descritas por el anciano inmerso en las blandas perlas y el tibio algodón.

Quizás el viejo leyó mis pensamientos, pues éstas fueron sus palabras:

«Has regresado, hermano. Has llegado a tu casa. Ocupa en ella tu lugar. Tienes tantos días como el tiempo del destino para cumplir el tuyo. Los dioses fueron generosos. Como yo con mi mano, borraron cinco días del tiempo del sol. Son los días enmascarados. Son los días sin rostro, que no pertenecen ni a los dioses ni a los hombres. De tu vida depende que puedas ganarle esos días a los dioses que tratarán de arrebatártelos y ganarlos para sí. Trata tú de ganarlos para ti y ahórralos para salvarlos de los días de tu muerte. Y cuando la sientas cercana, dile: Detente, no me toques, he ahorrado un día. Déjame vivirlo. Espera. Y esto podrás hacerlo cinco veces durante la vida que te queda.»

—¿Y si los gano, serán días felices para mí, señor?

—No. Son cinco días estériles y sin fortuna. Pero más vale infortunio que muerte. Ése será tu argumento único contra la muerte.

El anciano decía estas extrañas cosas con muchos signos de la mano que me ayudaban a penetrar su sentido, aunque mi mente a veces se distraía, tratando de dar concierto a tales datos, y caía en pragmáticas consideraciones, como para compensar la delirante magia del viejo. Mucho hablaba éste, trazándolos con un débil movimiento del brazo, de círculos. Al escucharle caí en la cuenta de que nunca había visto en estas tierras una rueda, como no fuese la del sol. Ni caballos. Ni burros. Ni bueyes ni vacas. Habíame deslumbrado lo extraordinario. Sentí una súbita congoja: deseaba, otra vez, lo ordinario. Y nada más ordinario, hundido en el eco de estas fabulosas historias, que yo mismo.

¿Quién soy, señor?

Por primera vez, el viejo sonrió:

«¿Quiénes somos, hermano? Somos dos de los tres hermanos. El negro murió en la hoguera de la creación. Su oscura fealdad lúe compensada por el sacrificio. Reencarnó como blanca y ardiente luz. Sobrevivimos tú y yo, que no tuvimos el valor de arrojarnos al luego. Hemos pagado nuestra cobardía con la pesada obligación de mantener la vida y la memoria. Tú y yo. Yo el rojo. Tú el blanco.»

«Yo…», murmure. «Yo…»

«Viviste sobre las espaldas y la nariz y la cabellera de la diosa enseñando a vivir. Tu plantaste, tú cosechaste, tú tejiste, tú pintaste, tú labraste, tú enseñaste. Tú dijiste que bastaban el trabajo y el amor para compensar la vida, que nos dieron los dioses. Ellos se rieron de ti e hicieron llover el fuego y el agua sobre la tierra. Y cada vez que el sol murió, tú huiste llorando hacia el mar. Y cada vez que el sol renació, regresaste a predicar la vida. Gracias, hermano. Has regresado de oriente, donde nace toda vida. Más difícil será el viaje de regreso de nuestro hermano negro, pues si durante el día brilla magníficamente, de noche desciende a las honduras del poniente, recorre el negro río del inframundo, es asediado por los demonios de la borrachera y el olvido, ya que el infierno es el reino del animal que se traga el recuerdo de todas las cosas. Tardará más que tú en reunirse conmigo, pues de día da vida y reclama muerte, y de noche teme muerte y reclama vida. Tú eres el otro dios fundador, mi hermano blanco. Tú rechazas muerte y predicas vida.»

«¿Y tú, señor?»

«Yo soy el que recuerda. Esa es mi misión. Yo cuido del libro del destino. Entre la vida y la muerte, no hay más destino que la memoria. El recuerdo teje el destino del mundo. Los hombres perecen. Los soles se suceden. Caen las ciudades. Pasan los poderes de mano en mano. Se hunden los príncipes junto con las piedras carcomidas de sus palacios abandonados a la furia del fuego, la tormenta y la maleza. Un tiempo termina y otro comienza. Sólo la memoria mantiene vivo lo muerto, y quienes han de morir lo saben. El fin de la memoria es el verdadero fin del mundo. Negra muerte nuestro hermano; blanca vida tú: roja memoria yo.»

«¿Y los tres juntos, como tú esperas?»

«Vida, muerte y memoria: un solo ser. Los dueños de la cruel diosa que hasta ahora nos ha gobernado, dándonos por turnos alimento y hambre. Tú, yo y él: los primeros príncipes hombres después del reino de la mujer madre diosa, a la cual todo debemos, pero que todo quisiera quitarnos: vida, muerte y recuerdo.»

Me miró largo tiempo con sus ojos de tristeza, negros y podridos como la selva, duros y labrados como el templo, brillantes y atesorados como el oro. Mostró mis tijeras y las movió. Dijo que me las agradecía. Yo di las tijeras. Ellos me dieron el oro. Yo di mi trabajo. Él me dio la memoria.

Los ojos del anciano lanzaron una luz implacable, tan cruel como debía ser la de los ojos de la diosa madre, cuando al cabo me preguntó:

«¿Qué nos darás tú ahora?»

Oh Señor que hoy me escuchas, dime si después de oír cuanto aquí he contado, y sin saber aún lo que me falta por contar, entiendes como yo la verdad más verdadera de ese mundo al que mis desventuras me arrojaron, dime, pues cuanto me falta por decir no hará sino fortalecerla: que aquí todo era un trueque de vida por muerte y muerte por vida, cambio de miradas, de objetos, de existencias, de memorias, sin cesar, y con el propósito de aplacar una furia anunciada, aplazar la siguiente amenaza, sacrificar una cosa para salvar a las demás, sentirse en deuda con cuanto existe y dedicar vida y muerte a una perpetua devoción renovadora. Todo lo dicho por el anciano era para mí cosa de fantasía y leyenda hasta que las palabras que me dirigía ahora me convirtieron en sujeto de esa fantasía, en prisionero de esa leyenda:

«¿Qué nos darás tú ahora?»

Esto me pedía el viejo: renovar nuestra alianza, para él tan clara, para mí tan oscura, con una nueva ofrenda, superior a sus palabras, como sus palabras habían sido superiores a mi vida, que le debía. ¿Qué podía yo ofrecer, cuitado de mí? De los cielos y los dioses hablaba el anciano; defendíme pensando en las cosas comunes. No había aquí ruedas ni animales de tiro. Tampoco había yo visto lo único que aún poseía.

Llevéme una mano al pecho.

Sentí allí, en la parchada bolsa de mi ancha ropilla de marinero, el pequeño espejo que Pedro y yo utilizamos cuando, entre alegres bromas, nos habíamos servido el uno al otro de barbero en la nave. Saqué el espejo. Los ojos del viejo me interrogaron. Acerqué el espejo a sus ojos, con ademán de respeto y humildad.

El anciano se miró en mi ofrenda.

Jamás he visto, ni espero volver a ver, expresión más terrible en un semblante. Desorbitóse su mirada, parecían saltar fuera de las profundas y desleídas cuencas las yemas de esos ojos amarillos y negros que en un instante reunieron en su terror gemelo todas las muertes de los soles, todos los incendios de los cuerpos, todas las destrucciones de los palacios, todos los guayes del hambre, todas las tormentas de la selva. Y todas las amarguras del reconocimiento. Convirtiéronse las arrugas del viejo en palpitantes lombrices que devoraban su rostro con una mueca infernal, los blancos mechones de su cráneo manchado erizáronse de horror, abrió como si se ahogara la boca de hebras desgajadas y asfixiadas flemas y escurrió la espesa baba por las oscuras redes del mentón, manchando la rala barbilla de cerdas blancas. Mostróme el anciano sus rotos dientes y sangrantes encías, quiso gritar, llevóse las manos nudosas a la garganta de pellejos, trató de incorporarse, el cesto cayó por tierra con el movimiento, rodaron las perlas, los ovillos de algodón, las tijeras; por fin el anciano gritó, venció con su voz a las cigarras y a los pericos que nos acompañaban desde la selva, gritó desgarradoramente, y su cabeza estrellóse contra el suelo de la recámara polvosa y labrada del templo.

Escuché el revolotear, sobre nuestras cabezas, de los buitres espantados y luego las voces y los pasos rápidos de los jóvenes guerreros.

Entraron a la recámara del templo. Me miraron. Luego miraron al anciano derrumbado que nos miraba a todos con los ojos abiertos pero sin vida.

Yo estaba hincado junto a él, con mi mortal espejo en la mano.

Uno de los guerreros se hincó también junto al viejo, le acarició la cabeza y dijo:

—Joven jefe… muchacho fundador… primer hombre…